Miguel vargas recuerda como si fuera hoy el instante exacto en que comprendió lo importante que es la sombra. Estando en secundaria, corría por un descuidado campo de fútbol de Huntington Park, una pequeña ciudad surcada por vías de tren y cables de alta tensión justo al sur del centro urbano de Los Ángeles. Corría con tanto ímpetu bajo aquel sol de justicia que sufrió un sobrecalentamiento. Empezó a ver borroso. El corazón se le salía del pecho. Mareado, avanzó como pudo hacia el imponente pino que crecía en una esquina del campo… el más grande y casi el único árbol a la vista. Cobijado bajo sus ramas, sintió que el mareo iba a menos. La taquicardia desaparecía. Vargas volvió en sí, vivificado por aquella sombra densa y fresca.

Años después, cuando empezó a trabajar plantando árboles, descubrió que aquella sencilla bendición es abundante en otras partes de Los Ángeles, sobre todo en los barrios ricos de mayoría blanca. Pero en los vecindarios donde predominan personas de piel oscura como Huntington Park, en el que un 97 % son hispanos, encontrar una sombra es poco menos que un milagro.

Los Ángeles no es Phoenix ni Dallas. Tiene un clima moderado. Pero también experimenta temperaturas letales, con la salvedad de que, a diferencia de lo que ocurre en casi cualquier otra ciudad de Estados Unidos, en Los Ángeles pueden darse en cualquier momento del año. El cambio climático está agravando el problema. Ha llegado el momento de «apagar el sol», dice el director de diseño urbano de Los Ángeles, Christopher Hawthorne. La ciudad, afirma, debe encontrar la manera de incorporar a su tejido urbano sombras que la refresquen y que, llegado el caso, salven vidas.

Los Ángeles rinde pleitesía al automóvil hasta el punto de que la ciudad parece pensada para ser admirada desde un vehículo climatizado. Sin apenas sombra, los peatones que recorren sus calles –como estos en la confluencia de la avenida Vermont y la calle Ocho– soportan un sol de justicia.
Foto: Elliot Ross

El moderno Los Ángeles es una ciudad construida mirando al sol, no buscando la sombra. A finales del siglo XIX y principios del XX, los promotores del sur de California animaban a la gente del este del país a instalarse «donde siempre brilla el sol». El atractivo de su excepcional luz sigue ahí, divulgado por Hollywood y celebrado por artistas locales como Robert Irwin. «Muchos días el mundo casi no tiene sombras –declaraba Irwin a la revista New Yorker en 1998 refiriéndose al sur de California–. La luz lo inunda todo, luz a raudales, a mares, sin sombras».

«La luz del sol se había convertido en uno de nuestros grandes reclamos», afirma Hawthorne.

El diseño urbano angelino prioriza el acceso al sol. Su normativa urbanística suele especificar hacia dónde o durante cuántas horas al día se permite que un edificio proyecte sombra, para evitar que asombre en exceso jardines, parques y patios. Los arquitectos han diseñado edificios y complejos enteros procurando que la luz inunde hasta el último rincón. Tras la crisis energética de los años setenta, el Ayuntamiento tenía un motivo más para garantizar el acceso al sol en todo su callejero; hoy Los Ángeles posee más capacidad de energía solar que cualquier otra ciudad estadounidense.

Solo que, en la era del cambio climático, el sol de Los Ángeles ya no es una ventaja absoluta. Si no se materializan grandes iniciativas internacionales para frenar las emisiones de carbono, se prevé que a mediados de este siglo Los Ángeles registre una temperatura por encima de los 35 °C 22 días al año, más del triple que en la actualidad. El calor ya está elevando el riesgo de muerte en esta ciudad, incluso sin ser la causa directa. Durante una ola de calor breve, la tasa de mortalidad (por todas las causas, no solo por el calor) aumenta un 8 %. Si la canícula dura más de cuatro o cinco días, el exceso de mortalidad se sitúa en un 25 %, que se convierte en un 48 % entre los residentes negros y latinos de edad avanzada.

«Si queremos que la gente no lo pase mal, lo más sencillo es ofrecerles más sombra», dice V. Kelly Turner, urbanista de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA).

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En la imagen de la izquierda se puede apreciar como en las zonas de rentas bajas y pobladas eminentemente por minorías étnicas, la falta de inversión pública se traduce en menos árboles. En los Ángeles, la mayor parte de la sombra se concentra en los lugares donde la población puede permitirse cuidar de los árboles (imagen de la derecha).

Cuando se dispara el mercurio nos sentimos más acalorados si nos da el sol que si nos ponemos a la sombra, aunque la temperatura del aire sea la misma. Dicha temperatura mide la velocidad a la que se mueven las moléculas de aire y el calor que nos generan al colisionar contra nuestro cuerpo, pero la radiación solar también eleva la temperatura corporal. Estando al sol podemos sentir hasta 11 grados más que si nos ponemos a la sombra.

Lo mismo ocurre con los edificios, las aceras y otros objetos de grandes dimensiones: la radiación solar directa transmite más energía y, por tanto, más calor. El asfalto y el hormigón presentan una absorción térmica excepcional, y ambas superficies irradian durante horas el calor absorbido, incluso cuando ya se ha puesto el sol, lo que contribuye a crear el efecto de isla de calor. Un árbol bien ubicado, en cambio, logra reducir en 10 grados la temperatura que registraría un edificio a pleno sol. La sombra lo mantiene todo más fresco, y esta ciudad recalentada está tomando nota.

Cuando los colonizadores españoles llegaron a la cuenca de Los Ángeles, se encontraron un paisaje cuidadosamente gestionado por los tongva y otros habitantes nativos, un rico mosaico ecológico con abundantes zonas de sombra. Bosques de robles y otras especies arbóreas seguían el sinuoso curso de los ríos y moteaban las tierras altas hoy convertidas en Los Ángeles Este, proporcionando sombra y nutritivas bellotas en cantidad.

Los españoles talaron muchos de aquellos robles para obtener madera y despejaron otros terrenos arbolados para criar ganado. Crearon sombra con construcciones en lugar de con árboles: trazaron las calles a unos 45 grados respecto del eje norte-sur para aprovechar al máximo el sol y la sombra durante todo el año, e incorporaron amplios soportales a las fachadas de misiones y residencias.

Los colonos del este de Estados Unidos volvieron a modificar el paisaje de sombras en el siglo XIX, al plantar nuevas especies de cultivo y huertos de cítricos. En el siglo XX, utilizando un agua procedente de fuera de la cuenca de Los Ángeles, acabaron creando un «bosque urbano», dice Travis Longcore, científico ambiental de la UCLA. Sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, la casa unifamiliar con un coche en la entrada y un árbol en el césped delantero se convirtió en icono del sueño americano, y la pujante población de Los Ángeles lo abrazó en masa. La densidad arbórea se incrementó un 150 % entre 1920 y 2000, cuando más de 10 millones de árboles salpicaban la ciudad.

Ver más información en "El arbolado de los Ángeles"

Pero los bosques urbanos se riegan con dinero, algo que no se distribuye de forma equitativa. La mayor parte de la sombra angelina caía sobre suelo privado, en barrios como Los Feliz, Hollywood o Brentwood, cuyos vecinos podían darse el lujo de tener árboles y proporcionarles un cuidado a menudo caro. Hoy, casi el 20 % de los árboles de la ciudad se concentran en cinco bloques censales, hogar de tan solo el 1 % de la población.

Donde no crecieron árboles con tanta alegría fue en las zonas más pobres y racializadas (de población no blanca) de la ciudad. El sistema conocido como redlining, o de líneas rojas, imperante en la primera mitad del siglo XX, había denegado a muchos de estos ciudadanos la financiación hipotecaria para vivir su propio sueño americano, lo que condujo a una desinversión masiva en bienes públicos, entre ellos el arbolado. A menudo el infrafinanciado departamento de parques y jardines se desentendía de los árboles públicos de aquellos barrios. Además, para facilitar el paso a los coches, el Ayuntamiento arrancó árboles de las calles y estrechó las aceras.

Ver más información en "Cómo la discriminación configuró Los Ángeles"

La disparidad es palmaria: en algunos de los barrios más pobres, como Huntington Park, los árboles dan sombra a menos del 10 % de la superficie, mientras que en otros más acomodados, como Los Feliz, la cobertura del dosel arbóreo puede alcanzar casi el 40 %. Esto tiene un impacto directo en la salud pública. Los barrios que en su día fueron delimitados con líneas rojas soportan de media 4,2 grados más que los más ricos.

«Se ve a simple vista: donde hubo líneas rojas, hoy no hay vegetación», afirma Vivek Shandas, especialista en ecología urbana de la Universidad Estatal de Portland que asesora al Ayuntamiento de Los Ángeles en materia de plantación de árboles según criterios de equidad.

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Los árboles ayudan a refrescar las ciudades.

El dosel arbóreo de una ciudad puede considerarse una infraestructura más, como el alcantarillado o las propias calles. Un dosel tupido puede mitigar el efecto de «isla de calor urbana», que se produce cuando el pavimento y los edificios atrapan el calor y elevan las temperaturas muy por encima de las que se registran en parajes naturales extraurbanos. Pero mantener un bosque urbano frondoso exige tiempo y recursos, máxime en un clima seco como el de Los Ángeles, donde el riego es costoso.

Un bosque urbano eficaz se compone de diversas especies arbóreas adecuadas al clima concreto, con grandes copas y follaje frondoso. La lluvia o el agua subterránea que se evapora desde los árboles puede reducir la temperatura del aire hasta 5 °C. La proyección de sombra sobre los objetos puede reducir su temperatura de superficie hasta 25 °C en un día caluroso.
Foto: Diana Marques, NGM. Fuente: Yujuan Chen, Treepeople

Pero en gran parte de L.A. hay poca sombra.

A medida que Los Ángeles sufra más jornadas de calor extremo por causa del cambio climático, la capacidad refrigerante del arbolado urbano puede ser un salvavidas. Sin embargo, el dosel arbóreo actual se concentra en zonas mayoritariamente habitadas por ciudadanos blancos y ricos. En los barrios más pobres, demarcados en su día por la política de redlining y en consecuencia abandonados –y donde sigue viviendo una mayor proporción de personas no blancas– falta esta protección.

Temperatura superficial del suelo
Ilustración: Riley D. Champine, Theodore Sickley, Ngm. Fuentes: Jeremy S. Hoffman, Museo de la Ciencia de Virginia; Laboratorio de Estudios Digitales de la Universidad de Richmond; Oficina del Censo d

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En algunos tramos de la avenida Vermont a su paso por Los Feliz, las raíces de las higueras australianas plantadas hace décadas llenan alcorques de 2,5 metros de ancho a ambos lados de la tranquila calzada. Sus majestuosas ramas se encuentran por encima de una mediana de 12 metros de ancho. Una luz tamizada y fresca cintila sobre la hierba que la tapiza. Pero 11 kilómetros más al sur, en la misma avenida a su paso por el barrio de South Central, el sol cae a plomo, inclemente.

Muchos residentes de Los Ángeles, sobre todo de los barrios latinos, han hecho un arte de crear sombra con soluciones caseras, apunta el urbanista James Rojas.
Foto: Elliot Ross

Un día del invierno pasado, el sol caía de pleno sobre Rachel O'Leary y Cindy Chen, de la organización sin ánimo de lucro City Plants, mientras buscaban lugares adecuados para plantar árboles en este barrio. En una manzana larga compuesta de 33 bloques residenciales contabilizaron tan solo nueve árboles. Seis eran tan jóvenes que apenas daban sombra. Un perro buscaba frescor bajo un jacarandá podado en exceso; unos obreros de la construcción descansaban al pie de dos higueras, junto a sus gruesos troncos. El resto de la manzana recibía el golpe del sol sin el menor escudo.

Chen ha diseñado un modelo informático que identifica las porciones de suelo en las que el Ayuntamiento podría plantar árboles, una tarea más peliaguda de lo que en principio pueda parecer. De los 8.220 metros cuadrados de suelo público de aquella manzana (incluida la calle), solo unos 1.000 eran adecuados para plantar árboles. El modelo de Chen descartaba aquellos lugares en los que no tenía cabida el arbolado por la presencia de vados, bocas contraincendios, callejones y otros obstáculos, como contadores o postes del tendido eléctrico. El espacio que quedaba, limitado a franjas de un metro de ancho junto a las estrechas aceras, bastaba para plantar otros 16 árboles.

No es mucho, reconoce O'Leary. Pero en la actualidad la zona presenta menos de un 3 % de cubierta vegetal. «Más vale poco que nada», dice.

La estética que define este arte es el rasquachismo, un término chicano que denota la combinación ingeniosa y alegre de aquellos materiales que haya a mano para crear artilugios vibrantes y funcionales.
Foto: Elliot Ross

Los Ángeles se propone plantar otros 90.000 árboles antes de que acabe 2021, habiéndose marcado el objetivo de aumentar la cubierta vegetal un 50 % antes de 2028 en barrios tan desatendidos como el de South Central. La campaña no es la panacea, afirma sin ambages la responsable de parques y jardines de la ciudad, Rachel Malarich. Los árboles tardan años en crecer y requieren mucho riego. Pero sus beneficios, asegura, superan con creces los costes.

Christopher Hawthorne aboga por un enfoque holístico que integre la sombra en todas las decisiones de planificación urbanística que se tomen en Los Ángeles: «En lugar de buscar siempre el sol y la luz, tenemos que empezar a plantearnos diseños que nos protejan del sol y del calor».

A gran escala, esto supondría dejar de pensar la ciudad en clave de automóvil y devolver el espacio a los peatones, y a los árboles. Podría significar estrechar las calles y reformar las normas de construcción actuales para que permitan edificios más altos que proyecten más sombra. Existen legislaciones que regulan el derecho a disfrutar de calor en los edificios; en Europa incluso a recibir luz del sol. Quizá sea hora de institucionalizar el derecho a tener sombra y frescor, advierte Hawthorne.

La ciudad ha empezado dando pequeños pasos. En un concurso de diseño para reimaginar las farolas, los prototipos presentados debían cumplir una función doble, o triple: iluminar, dar sombra dentro de lo posible y, tal vez, ser soporte de obras de arte. En la próxima convocatoria se rediseñarán las paradas de autobús; mientras tanto, el Ayuntamiento está trabajando para añadir 750 marquesinas en las paradas más frecuentadas de las calles más calurosas.

Las casas de estos barrios no suelen tener aire acondicionado central ni una buena ventilación, por lo que disponer de espacios exteriores confortables es esencial.
Foto: Elliot Ross

Se agradecería cualquier sombra, dice Esmerita Gómez mientras espera el autobús en la esquina de la avenida Vermont con Venice Boulevard, cerca del centro de Los Ángeles. «Antes aquí había árboles, pero los cortaron». Aguarda sin moverse bajo la escuálida sombra de un poste telefónico hasta que el autobús se detiene frente a ella con un bufido.

Encontrar o crear sombra es una habilidad perfeccionada por los residentes latinos de la ciudad, dice James Rojas, urbanista criado en Los Ángeles Este. No hay más que ver el pastiche de soluciones creativas en patios, porches y jardines de Boyle Heights. Esteras de bambú fijadas a vallas de hierro. Parasoles junto a celosías tapizadas de buganvilla. Lonas prendidas en elegantes superposiciones. Son soluciones de diseño que hacen de la necesidad virtud, dice Rojas, de las que las autoridades pueden tomar nota a la espera de que crezca el dosel arbóreo o se reconfigure la ciudad.

Vargas, el plantador de árboles, piensa a largo plazo. Aprecia el valor de un minuto de sombra y sabe que es todavía más vital para las abuelitas del barrio que se dirigen a pie a recoger a sus nietos, para las trabajadoras domésticas que van caminando a la parada del autobús en pleno verano, para todos los angelinos que no tienen aire acondicionado. Una gota de sudor le resbala por la mejilla mientras cava el hoyo en el que se plantará un árbol de Júpiter todavía raquítico, uno de los 1.400 árboles nuevos que ha ayudado a plantar en Huntington Park.

Ladale Hayes planta un ipé rosa en el barrio de Watts, en el marco de una campaña que pretende plantar 90.000 árboles en Los Ángeles antes de que acabe 2021, y muchos más después. Empleado por la ONG North East Trees, Hayes dirige un equipo de jóvenes que en su mayoría plantan en sus propios barrios. Los árboles requerirán años de cuidados antes de que su sombra proporcione alivio.
Foto: Elliot Ross

«Esto va para largo. No vamos a notarlo este año, ni el siguiente, ni a lo mejor dentro de 10. Quien va a disfrutarlo es la próxima generación –dice–. Sin prisa pero sin pausa, lograremos que haga menos calor en los barrios humildes».

Nuestra redactora Alejandra Borunda escribe sobre el cambio climático y los esfuerzos para adaptarse a él. Elliot Ross, fotógrafo afincado en Colorado, explora la americanidad y los espacios en transición.

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Elliot Ross
Ilustración: Joe McKendry

National Geographic Society, comprometida con la divulgación y la protección de las maravillas de nuestro planeta, ha financiado el trabajo fotográfico del Explorador Elliot Ross sobre la resiliencia y adaptación climática de las comunidades indígenas de Alaska.

LOS ÁNGELES NO ES UNA EXCEPCIÓN

Baltimore (Maryland) también está contratando residentes para que planten árboles en comunidades desatendidas.

Phoenix (Arizona) ha identificado los barrios más calurosos –de rentas bajas y mayoría hispana– para plantar árboles, crear estructuras de sombra y rediseñar las calles.

Boston (Massachusetts) ha creado sofisticados mapas de sombras para guiar futuras iniciativas de ordenación urbanística.

Más información sobre cómo ayudar al planeta en natgeo.com/planet.

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Este artículo pertenece al número de Julio de 2021 de la revista National Geographic.