A menos que sople el épico bora en los meses más fríos, Trieste, con sus amplias calles enmarcadas por la noble arquitectura de la época de los Habsburgo, ofrece excelentes rutas para pasear.

Piazza di Cavana
Chiara Goia

A la luz ambarina de una farola, Verdiana Calmo ameniza la velada con unos amigos en la Piazza di Cavana. Hace un siglo la plaza era un imán de libertinaje para marineros de paso. Hoy atrae a jóvenes noctámbulos que charlan en voz alta mientras disfrutan de la brisa salina del Mediterráneo.

Trieste exhibe un grado de diversidad que sorprende, gracias tanto a su pasado de próspera ciudad portuaria del Imperio austrohúngaro como a su ubicación, enclavada entre la Europa central y los Balcanes. Es una tierra fronteriza de comerciantes y transeúntes que a su paso dejan su propia huella cultural.

Una despejada mañana de octubre salí del piso que tenía alquilado en el barrio obrero de San Giacomo y me dirigí al centro de la decimosexta ciudad más grande de Italia (con sus algo más de 200.00 habitantes). De camino pasé junto a las ruinas de un teatro romano del siglo I, la cúpula de una iglesia ortodoxa serbia del siglo XIX y una procesión de vendedores ambulantes africanos que venían de la estación de tren. La brisa adriática tenía un toque salino y transportaba también cierto aroma a café tostado.

Había estado en Trieste al menos una docena de veces desde mi primera visita en 1996, pero nunca me había quedado más de un par de días. Unas copitas de vino esloveno y un diálogo escueto con el camarero del Gran Malabar. Navajas y trufas en Le Barettine. Una caminata por la escabrosa meseta del Carso que descuella sobre el mar, inundada por las carmesíes flores plumosas de los árboles del humo. Un fugaz atisbo de algo más profundo, pero que no exigía respuesta urgente. Trieste siempre estaría como la dejase… o eso creía yo hasta la primavera de 2019, cuando Italia se planteó la posibilidad de enganchar el destartalado vagón económico de la nación a China, con Trieste a modo de eje. Entonces decidí quedarme un mes, confiando en acertar a comprender por fin la ciudad periférica de Italia.

Piazza Unità d'Italia
Chiara Goia

La Piazza Unità d'Italia, la histórica plaza principal de Trieste y una de las más imponentes de Italia, se extiende hasta el Adriático. Durante la época romana fue un puerto. Y bajo el régimen fascista, Benito Mussolini anunció desde aquí nuevas leyes raciales. Hoy, como el resto de la ciudad, es un espacio acogedor y a la vez introspectivo.

Ese día me dirigía a una plaza bautizada en honor a Guglielmo Oberdan, quien fracasó en su intento de asesinar al emperador en 1882 y cuyas últimas palabras desde el patíbulo fueron «¡Viva Italia! ¡Viva Trieste libre!». Aquel nacionalista italiano de 24 años no fue el único que sufrió en aquella plaza. Bajo mis pies se abría una red de túneles donde los nazis que ocupaban Trieste en la Segunda Guerra Mundial interrogaban y torturaban a judíos y eslovenos, algunos de los cuales eran luego enviados a la otra punta de la ciudad, donde los esperaba el único campo de exterminio de Italia. Estudié las placas conmemorativas de aquellos tormentos, igual que más tarde recorrería los búnkeres. Es la historia, en suma, de un pueblo que no tolera que le impongan una identidad y unas creencias, y que lo paga bien caro.

Estaba en la Piazza Oberdan para encontrarme con Ambra Declich, a quien había conocido en el elegante restaurante que regentaba en el barrio, donde solía pararse en mi mesa para servirme el vino de algún desconocido viticultor del Carso. Llegó al volante de su coche y juntos nos dirigimos a casa de un amigo suyo. Declich es triestina de nacimiento, como su madre. Su abuelo era un armador judío de Montenegro. Su biografía constituye una pieza del gran puzle histórico de la región. 

Comunidad china
Chiara Goia

Trieste tiene una nutrida comunidad china. Wang Yelang (en el centro) posee ocho tiendas con su socia, Alessia Wu, y la familia de esta. Qian Zhang (sacando) participó en la fundación de un colectivo de promoción de la cultura china y la asimilación en Trieste. Sus padres regentan un restaurante especializado en raviolis chinos.

Salimos de la autopista en el pintoresco pueblo costero de Muggia, junto a la frontera eslovena, y tomamos una carretera rural, estrecha y montuosa, en dirección a la finca de Bruno Lenardon. Declich me había hablado del aceite de oliva y el vino blanco de su amigo, que su familia elabora desde hace más de un siglo. Pero si me llevó hasta él fue porque sabía que estaba explorando las cicatrices psíquicas de Trieste y sus alrededores. Lenardon nos condujo hasta el muro de piedra de su porche trasero. En él había pintada una ancha franja vertical amarilla. Una placa decretaba que, en virtud del tratado postbélico de 1954, a un lado de la raya quedaba Italia y al otro, Yugoslavia. La casa estaba literalmente en el medio.

Riendo con incredulidad, este hombre de rostro curtido y arrugado por el trabajo al aire libre exclamó: «¡Necesitábamos una especie de pasaporte para movernos de un lado a otro de la casa! Y además –añadió, elevando el tono y señalando hacia el jardín trasero–, ¡los yugoslavos se quedaron con nuestras fincas de cultivo!».

No fue hasta medio siglo después, en 2004, tras la desintegración de la Unión Soviética, la disolución de Yugoslavia y la integración de Eslovenia en la Unión Europea, que Lenardon pudo explotar de nuevo las vides y los olivos al pie de su porche, y solo en régimen de alquiler. El vino que catamos aquella tarde en su casa no era la expresión de un país. Expresaba lo que Bruno Lenardon quería decir. Era su identidad. Y nadie podía cambiarla.

Tierras de familia
Chiara Goia

Bruno Lenardon, productor de vino y aceite de oliva, camina por la antigua frontera cerrada entre Italia y Eslovenia para inspeccionar sus olivos. Su padre perdió la mitad sur de la propiedad, que pasó a formar parte de Yugoslavia a finales de la Segunda Guerra Mundial. Hasta que Eslovenia no ingresó en la Unión Europea en 2004, Lenardon no pudo volver a arrendar las que habían sido las tierras de su familia.

En la periferia de Italia

Antes de la Primera Guerra Mundial, Trieste era el puerto marítimo más importante del Imperio austrohúngaro y una próspera ciudad cosmopolita.
Al terminar la guerra quedó replegada dentro de las fronteras de Italia. Durante décadas sería una excepción geográfica. Cuando Eslovenia formaba parte de la Yugoslavia comunista, Trieste se convirtió en un enclave aislado de Occidente. Hoy su puerto, largo tiempo olvidado, vuelve a estar en las miras de potencias extranjeras que buscan dominar el comercio mundial.

Mapa de Trieste
Rosemary Wardley, NGM. Rob Wood, WRH Illustration. Fuentes: Eu-Dem; Openstreetmap; Instituto Max Planck de Investigación Demográfica

La región fronterizade Italia conocida como Friul-Venecia Julia está llena de complejidades. Aunque hablamos de una de las regiones más pequeñas de Italia (ronda los 8.000 kilómetros cuadrados), se extiende desde los Alpes hasta el Adriático y abarca decenas de poblaciones famosas por sus vinos, quesos, jamones curados, cuchillos, relojes y muebles para bebés. Las señales de tráfico suelen indicar los topónimos en italiano y después en esloveno o en la lengua autóctona, el friulano, o en las dos. Ahora es una tierra serena, pero tiene tras de sí una historia vertiginosa, en gran parte violenta. Para el friulano medio, Trieste, impuesta como capital tras la Segunda Guerra Mundial, es prácticamente incomprensible.

La bendición de los cruceros en Trieste
Chiara Goia

Fincantieri, con sede en Trieste, uno de los mayores constructores navales del mundo, repara y reacondiciona cruceros y otras embarcaciones en el Arsenale Triestino San Marco, un astillero de mediados del siglo XIX. La creciente popularidad de los cruceros en la década de 1990 fue una bendición para los astilleros de la ciudad.

Esta ciudad costera con telón de fondo de montañas es tan encantadora y acomodaticia que no exige grandes ejercicios de reflexión a sus visitantes. Y, sin embargo, invariablemente se descubren entregados a ellos. En su obra maestra de 2001, Trieste o el sentido de ninguna parte, la periodista de viajes británica Jan Morris habla de una ciudad «aislada», «ambivalente», «cercada». Su fama como indispensable ciudad portuaria del Imperio austrohúngaro declinó hace un siglo, y Trieste quedó sumida en un estado de lenta y elegante decadencia. Morris le atribuye una «dulce melancolía», un abatimiento que, en mi experiencia, no describe bien a sus habitantes.

Costa Deliziosa
Chiara Goia

El crucero Costa Deliziosa, de 294 metros de eslora y construido en 2009 por Fincantieri, una empresa de construcción naval con sede en Trieste, se ve enorme en comparación con los edificios históricos del paseo marítimo de la ciudad.

Más exacto sería afirmar que llevan a cuestas una historia de trágicas disputas. Policías armados protegen la única escuela primaria judía de la ciudad. En los puestos del mercado de antigüedades se venden libros que glorifican a Mussolini. El primero de mayo, Día Internacional de los Trabajadores, los vecinos eslovenos sacan a la ventana las banderas comunistas con las que celebran la liberación de la ciudad por parte de los yugoslavos en 1945. También hay monumentos conmemorativos para recordar que esas mismas tropas acorralaron indiscriminadamente a cientos de militares y civiles italianos, los fusilaron y los arrojaron a simas naturales conocidas como foibe. 

Con todo, los triestinos no reaccionan a su turbadora historia rehuyendo el mundo exterior: todo lo contrario. «Se puede decir que Trieste es la ciudad más europea de Italia», afirma la expresidenta de la región, Debora Serracchiani, refiriéndose a que esta ciudad fronteriza ha absorbido en su devenir comunidades enteras de judíos, musulmanes, eslovenos, húngaros, croatas, griegos y polacos. Muchos de mis vecinos de San Giacomo eran obreros serbios. Compré un cuchillo de cocina en la tienda de una inmigrante china completamente italianizada llamada Alessia Wu, y los pocos días en que me apeteció descansar de la gastronomía italiana comí en un modesto restaurante llamado Ravioleria da Lina, cuya propietaria china, que solo hablaba su lengua materna, me sirvió unos exquisitos raviolis caseros.

El café de Trieste
Chiara Goia

Marco y Andrea Bazzara, que trabajan en la compañía cafetera de su familia, olfatean el café molido para comprobar su aroma, primer paso de la cata. Trieste es famosa por su café y sus cafeterías.

En esencia, Trieste es una ciudad de adictos al café y filósofos de barra con tendencia a no trabajar en exceso. Beben vinos del país –malvasías, vitovskas, terranos– que saben a mar y a piedra. Comen el inimitable queso del Carso, el jamar, cuyo sabor terroso y lácteo casi primigenio proviene sin duda de haber madurado en cuevas a unos 70 metros de profundidad.

Queso del Carso
Chiara Goia

La elaboración de quesos en la meseta del Carso, al norte de Trieste, puede ser toda una aventura. La temperatura y la humedad constantes en las cuevas de caliza son ideales para madurar el queso de leche cruda, por lo que cada pocas semanas el quesero Dario Zidarič se descuelga con un cable para rotar sus productos.

Manipulación del queso del Carso
Chiara Goia

Zidarič utiliza un cilindro de plástico con capacidad para cinco quesos, 25 kilos en total, para izar los jamar curados y sustituirlos por otros más tiernos. Éstos se dejan madurar en las cuevas durante cuatro meses para elaborar un queso semiduro y picante.

Buscan el aire libre siempre que hay ocasión; al primer atisbo de verano, corren en tropel a las playas. Cuando el inquieto bora, símbolo de la ciudad, sopla aullando desde las montañas, hay quien se planta en el Molo Audace («muelle audaz») y reta a este viento de 150 kilómetros por hora a arrojarlo al mar. Como me confió con total seriedad Barbara Franchin, empresaria de la moda y el diseño: «Me gusta pasar 10 minutos azotada por el bora, para recordarme a mí misma que existo físicamente».

Iglesia ortodoxa serbia
Chiara Goia

Unas niñas ataviadas con el traje tradicional serbio asisten a la misa de celebración del 150 aniversario de la iglesia ortodoxa serbia de San Espiridón. Como encrucijada de las múltiples culturas de la región, Trieste es un mosaico de identidades étnicas.

No es difícil dar con pruebas de que los triestinos son, como suelen decir otros friulanos, proclives a la excentricidad. Basta con acercarse a Pedocin, una playa que lleva desde 1890 felizmente segregada por sexos. O con dar un paseo hasta la Piazza della Borsa, donde una pancarta proclama «Bienvenidos al Territorio Libre de Trieste», una referencia a la inveterada creencia de algunos de que Italia se anexionó la ciudad ilegalmente. O con observar que el personaje literario emblemático de Trieste es el paciente psiquiátrico, neurótico y fumador empedernido de la novela que en 1923 publicó el triestino Italo Svevo, La conciencia de Zeno.

En una de mis primeras visitas, el día de Año Nuevo de 1997, las calles estaban desiertas tras los jolgorios de la víspera. Por casualidad estaba abierta una de las principales marisquerías de la ciudad, Ai Fiori. Aparte de mí, los únicos comensales eran una pareja de cabellos canos –vecinos de la zona, me dijo el camarero–, octogenarios como mínimo, que con sus respectivos esmoquin y traje de noche daban cuenta de una botella de espumoso. Aun cuando el local empezó a llenarse y un animado barullo acabó engulléndolos, la hermosa pareja parecía en posesión absoluta del momento, suspendida en un misterio propio.

Diversidad
Chiara Goia

Benedetta Renier y Jili Yao celebran una fiesta en honor a su hijo, Valentino, al cumplir 100 días, como dicta la tradición china. Se conocieron cuando Renier estaba de viaje en Shanghai y ahora viven en Trieste, donde ella vivió de niña.

Me descubro a mí mismo viendo en ellos la personificación de una ciudad que habita la periferia de Italia, geográfica y psicológicamente hablando. Trieste parece distar mucho más de dos horas al volante del monstruo turístico que es Venecia. Después de luchar dos veces por el control de la ciudad –en sendas guerras mundiales–, el Gobierno de Roma acabó relegándola a un segundo plano. El telón de acero, impuesto justo al este de Trieste, segó para siempre sus oportunidades comerciales. Alejada del resto del país, no podía competir con los demás grandes puertos de Italia, como Venecia y Génova. La construcción naval perdió fuelle. La población envejeció. Trieste conservó su universidad, sus turistas estacionales, su mercado negro con los yugoslavos.

Puerto de Trieste
Chiara Goia

El puerto de Trieste es el más activo de Italia, con más de 11 kilómetros de muelles y atracaderos para más de 58 barcos a la vez. Entre las terminales en funcionamiento hay algunas dedicadas a la fruta, la madera, los automóviles, el petróleo y sus derivados y los metales. El puerto conecta con redes ferroviarias y de carreteras que llegan a toda la Europa central y del Este.

Pero, por encima de todo, siempre tendría su puerto, cuyo calado natural de hasta 18 metros no requiere labores de dragado y que está enclavado en un corredor mediterráneo que conecta la Europa central con el canal de Suez. Pero hasta hace cuatro días el gran activo de Trieste apenas revestía importancia para Italia. 

Antico Caffè San Marco
Chiara Goia

Unos alumnos de la Universidad de Trieste se reúnen en el Antico Caffè San Marco, que abrió sus puertas en 1914, cuando la ciudad aún era parte del Imperio austrohúngaro. Fue uno de los grandes cafés que atraían a intelectuales locales y eminencias literarias como James Joyce, Italo Svevo y Umberto Saba.

Zeno D'Agostino es el presidente de la autoridad portuaria de Trieste. Nos encontrábamos en un acogedor reservado del centenario Antico Caffè San Marco, junto a una mesa de ancianos que jugaban al ajedrez. D'Agostino, figura delgada pero dinámica, había llegado media hora tarde. Rebuscando en sus bolsillos, se rio y dijo: «Quería darle una tarjeta de visita, pero solo encuentro las de los chinos».

En marzo de 2019 D'Agostino viajó a Roma para asistir a la firma de un acuerdo comercial y de inversión entre Italia y China por valor de 2.500 millones de euros. Desde 2013 China trabaja en su iniciativa de la Franja y la Ruta, un faraónico proyecto de infraestructuras con el que pretende dar un paso de gigante en su objetivo de dominar la economía mundial de consumo. Para su éxito es clave expandir el comercio marítimo financiando la remodelación de puertos europeos y asiáticos.

Una vez más, el puerto de Trieste, con su ubicación, su calado, sus conexiones ferroviarias y su exención parcial de aranceles aduaneros, era objeto de deseo de una potencia extranjera. Para un país lastrado económicamente como es Italia, con tres recesiones desde 2008, semejante colaboración ofrece evidentes ventajas.

Esta ciudad costera es tan encantadora y acomodaticia que no exige grandes esfuerzos de reflexión a sus visitantes.

Pero la perspectiva de que Trieste fuese rescatada de su plácido olvido y arrastrada a un juego de tronos a escala mundial despertó impulsos nacionalistas en una parte de la población. Así lo descubrí la mañana en que visité el despacho ovalado y cargado de humo de Giulio Camber.

Durante 25 de sus 67 años, Camber había representado a Trieste en el Parlamento italiano. Me recibió ante un largo escritorio de madera sepultado por caóticos montones de libros y papeles. Procedió, como todos los triestinos, a relatarme la historia de su familia: cómo su abuelo luchó con el bando italiano en la Primera Guerra Mundial mientras que su tío abuelo combatía en el lado del Imperio austrohúngaro.

Camber estaba entregado a una vehemente campaña contra la incorporación de Trieste a la iniciativa china de la Franja y la Ruta, repartiendo folletos con ominosas imágenes caricaturescas de un dragón chino. «Cuando oigo decir que Italia y China son aliados, me da la risa. No estamos al mismo nivel», afirmó.

Finalmente resultó que los políticos de Roma compartían el recelo de Camber: que China exigiese demasiado y ofreciese demasiado poco. El acuerdo perdió impulso. Aun así, Trieste salió reforzada del envite, como había pronosticado el presidente de la autoridad portuaria. «Ya tenemos un montón de actores globales deseosos de invertir, y todo porque hemos hablado con los chinos», me había dicho. Aprovechando la coyuntura, una empresa de Hamburgo adquirió una participación mayoritaria en una de las principales terminales marítimas del puerto. Hoy Alemania se perfila como fuerza dominante en una ruta crucial que une Europa y Asia.

Pero la verdadera ganadora fue Trieste, que podría cosechar los beneficios económicos de una asociación mercantil exenta de las complicaciones geopolíticas de la alianza China-Italia. «Alemania está percibiendo lo que ha visto China y lo que vieron otros países en el pasado: que Trieste, como puerta de entrada, tiene una suerte de magia», sentenciaba Federico Pacorini, cuya familia está al frente de una de las mayores multinacionales de logística de Trieste desde 1933.

Pacorini, antítesis de Giulio Camber, lleva años trabajando para que Trieste se vea a sí misma con una perspectiva menos provinciana. «Toda la vida he lamentado que dejásemos pasar tantas oportunidades. Pero ahora podemos cambiar las cosas –sentenció–. Tenemos una ciudad preciosa con un futuro brillante. Quizá llegue el día que la gente diga: “Ah, sí, Venecia… ¿No es esa ciudad que está cerca de Trieste?”».

Matrimonio diverso
Chiara Goia

Después de contraer matrimonio, Hanna Petracci y Emmanuel Appiah Manu lo celebran ante la catedral de San Giusto con los padres de ella, Mauro Petracci y Clara Giovanazzi. La novia nació en Etiopía y fue adoptada a los cinco años. Appiah Manu llegó a Italia desde Ghana a los nueve. Los recién casados se conocieron en la Universidad de Trieste.

Mis mañanas triestinas comenzaban con la bajada ritual del centenar de escalones de mi piso. Cinco manzanas de paseo cuesta abajo me dejaban en la Via Giosuè Carducci (así llamada en honor al poeta italiano decimonónico galardonado con el Premio Nobel), una bulliciosa avenida obrera. En la plaza de abastos buscaba tomates de Sicilia, achicoria roja de Treviso y setas silvestres del Carso. Luego me apostaba entre amas de casa en la pescheria, empapándome de lo que habían traído los pescadores. En la acera de enfrente había una tienda de jota, una sopa eslovena de chucrut y alubias. Otra vendía la pasta favorita de los Alpes cárnicos, gnocchi di susine, ñoquis rellenos de ciruelas.

Una de las decisiones más difíciles de tomar en Trieste es elegir qué cafetería considerar propia. Yo solía concluir mis recados matutinos en el Caffè Umberto Saba, que lleva el nombre de otro de los próceres literarios de la ciudad. Su anciano propietario, Mario Prenz, preparaba unos capuchinos excelentes que su elegante esposa, Germana, me servía con decisión, siempre canturreando para sí alguna melodía indistinta.

Una mañana Prenz me contó que había llegado a Trieste en 1955 siendo un adolescente cuyo padre había muerto en Dachau. Mientras vivía en un campo de refugiados con vistas al mar, relató, «me encontré a esta florecilla abriendo sus pétalos», refiriéndose a Germana, también refugiada.

«No me haga hablar –masculló cuando le pregunté por el estado actual de la ciudad–. Nadie está contento. Hay demasiada violencia. Lo ves todos los días en la prensa». Prenz se refería a un incidente en el que un ladrón de ciclomotores dominicano había matado a tiros a dos policías. Esas semanas no se hablaba de otra cosa. El alcalde, Roberto Dipiazza, decretó un día de luto.

«La ciudad no tiene ningún problema de seguridad. Llevo 18 años de alcalde», me dijo Dipiazza en su despacho con vistas a la Piazza Unità d'Italia. Añadió que la mayoría de los inmigrantes llegaban en busca de empleo, y que un puerto más activo atraería todavía a más. «Lo más probable es que vengan de fuera; los jóvenes de aquí no quieren trabajar». Me hizo mirar por la ventana hacia un restaurante de la plaza, y dijo: «En el Caffè degli Specchi tienen 30 o 40 empleados extranjeros».

Bandera italiana en la Piazza Unità d'Italia
Chiara Goia

Una bandera italiana en la plaza principal de Trieste, Piazza Unità d'Italia, atrapa la brisa marina del Adriático mientras los bomberos la arrían para enrollarla en una cálida tarde de domingo.

Pese a todo, el alcalde sabía perfectamente que la historia de Trieste no hablaba de una asimilación sin fisuras, y tampoco se le escapaba que a las puertas de la ciudad se agazapaba la demagogia. Unos meses antes, el teniente de alcalde de Dipiazza, el derechista Paolo Polidori, se jactaba en Facebook de haber recogido del suelo las mantas de un indigente rumano de 57 años y haberlas arrojado «con satisfacción» a un contenedor de basuras. Polidori añadía: «¡Ahora el lugar está decente! ¿Durará? Ya lo veremos. La señal es: ¡¡Tolerancia cero!!».

Unos cuantos triestinos dejaron una pila de mantas para el hombre con un cartel que rezaba: «Querido amigo: esperamos que esta noche pase menos frío. Le pedimos disculpas en nombre de la ciudad de Trieste».

Molo Audace
Chiara Goia

Martina Prezzi, estudiante de la Universidad de Trieste, disfruta de la lectura en el Molo Audace mientras se pone el sol estival sobre el Adriático. Cuando hace buen tiempo, Prezzi va al muelle casi a diario. «El mar es lo más bonito de esta ciudad –dice–, da gusto tenerlo tan cerca».

Regresé a Trieste la primera semana de 2020. Una tarde fui a pasear por el frondoso parque que rodea el antiguo hospital de San Giovanni. Había sido un «manicomio» de prácticas bárbaras hasta los años setenta, cuando un psiquiatra oriundo de Venecia llamado Franco Basaglia ordenó que se tratase a los pacientes con compasión y puso fin al uso de correas, jaulas y pabellones cerrados con llave. Sus métodos pondrían en marcha una reevaluación mundial de la práctica psiquiátrica. Trieste no le ha erigido estatua alguna, como sí hizo con James Joyce, quien remató Dublineses en la ciudad. Uno y otro, no obstante, parecen vinculados por un espíritu de audacia que quizá solo pudiese fomentar una ciudad culturalmente receptiva. «En esos dos momentos increíbles –me dijo Riccardo Cepach, conservador de los museos de la ciudad dedicados a Joyce y Svevo–, Trieste se reveló como un terreno fértil para la revolución».

De un tiempo a esta parte, los revolucionarios triestinos son los científicos. Con la universidad de la ciudad, así como el Centro Internacional Abdus Salam de Física Teórica y la Escuela Internacional de Estudios Avanzados (SISSA), Trieste se ha granjeado un honor inopinado: tiene una de las ratios de científicos por residente más altas de Europa. Cuando visité la SISSA, sus investigadores estaban inmersos en tareas tan arcanas como el estudio de la percepción del tiempo o el desarrollo de modelos numéricos para una planta siderúrgica.

En cuestión de semanas, muchos de los investigadores de la SISSA reorientaron sus esfuerzos para combatir la pandemia de la COVID-19. Produciendo tests serológicos fiables. Desarrollando guantes de protección con mayor sensibilidad en los dedos. Modelizando la seguridad de diversas actividades sociales. La ciudad periférica estaba en el centro de las cosas, con ayuda de China, que proporcionó a la SISSA 5.000 mascarillas.

En los meses siguientes, huelga recordarlo, todos nos veríamos confinados en nuestras respectivas periferias. Contemplar Trieste en un verdadero estado de «ninguna parte» –restaurantes y bares cerrados, plazas y paseos expurgados de vida humana– me rompió el corazón. Resultó que exageraba. No había contado con su capacidad histórica de resistir penurias. Los triestinos respetaban estoicamente todas las restricciones y, cuando se les permitió, cenaban al aire libre en mesas sacadas a las calles. «Tengo 75 años, y a mi edad es mejor esperar a que las cosas mejoren un poco –me había dicho Pacorini por teléfono–. Pero tampoco quiero pasar así mis últimos años».

Recordé entonces mi última comida en la ciudad, en compañía de Pacorini y su familia, en la exquisita Trattoria Nerodiseppia, cuyas mariscadas no tienen rival. El magnate naviero me pasó la carta de vinos, atónito al constatar que me conocía los caldos blancos de su región como la palma de mi mano. Nos entregamos a los mejores dones del Adriático: vieiras a la plancha, sardinas al hinojo, ñoquis de dorada, linguini con almejas y calabacín, rodaballo, lubina, rape… 

Avanzada la cena, la nuera de Pacorini, una ingeniosa diseñadora de interiores estadounidense llamada Casey Jenner, se volvió hacia su marido, Paolo, hijo de Federico, y le formuló la pregunta que debería haberle planteado yo: «¿Tú cómo te identificas? ¿Eres italiano o triestino?».

Él sonrió, socarrón. «Primero triestino –dijo–. Y luego, italiano».

Casey abrió los ojos como platos. Está criando a un hijo y a una hija con Paolo en la ciudad, amándola con todas sus excentricidades. Aun así, insistió. «¿Por qué estás tan orgulloso de ser triestino?».

A lo que él respondió: «Porque en la frontera estás al borde del descubrimiento».

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Robert Draper, colaborador habitual de la revista, planea volver a Trieste lo antes posible. La fotógrafa independiente Chiara Goia está afincada en Milán. Este es el primer reportaje que firma en la revista.

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Este artículo pertenece al número de Agosto de 2023 de la revista National Geographic.

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