Los buzos gritaron a través del regulador, agitando brazos y piernas de puro júbilo. Era agosto de 2020. A cuatro metros de profundidad, en un arrecife de los cayos de Florida, la bióloga marina Hanna Koch y sus colegas del Acuario y Laboratorio Marino Mote llevaban un rato inmóviles, expectantes. Al filo de la medianoche, en una muda explosión coralina de punta a punta del arrecife empezaron a ascender minúsculos haces de esperma rosa anaranjados y huevos, moteando el mar con una puntillista erupción de vida.
La explosión de alegría del equipo disparó chispas eléctricas azules de los organismos marinos bioluminiscentes que flotaban a su alrededor. «Parecía que estuviésemos lanzando nuestros propios fuegos artificiales –recuerda Koch–. Fue precioso».
Foto: David Doubilet y Jennifer Hayes
Esta súbita explosión de actividad es la forma en que se reproducen muchos corales constructores de arrecifes (hermatípicos), algo que por lo general sucede una vez al año, en una noche de verano, unos días después de la luna llena. Sincronizadas por el ciclo lunar, la temperatura del agua y la duración del día, las especies de coral de los arrecifes de Florida sueltan a la vez billones de espermatozoides y millones de huevos; es una apoteosis que potencia la diversidad genética y garantiza la fecundación de un pequeño porcentaje de huevos, que se asentarán en el arrecife convertidos en larvas y darán lugar a una nueva generación.
Pero aquel no era un desove normal y corriente. Aquellos corales estrella montañosos –Orbicella faveolata, una especie amenazada según la Ley de Especies en Peligro– habían sido cultivados y «plantados» en 2015 por los científicos de Mote en el marco de una iniciativa de restauración de arrecifes. Los corales sobrevivieron a un episodio de blanqueamiento ese mismo año, a un huracán de categoría 4 en 2017 y a un brote epidémico dos años después, haciendo gala de una resiliencia alentadora. Alcanzaron la madurez reproductiva con años de adelanto respecto de sus congéneres silvestres y se convirtieron en los primeros corales masivos restaurados que desovaban en el mar.
Foto: David Doubilet y Jennifer Hayes
Fue un hito para unos científicos que luchan por salvar los corales de los efectos devastadores del cambio climático y otras amenazas antropogénicas. De las más de 800 especies de corales constructores de arrecifes conocidas, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza considera vulnerables, en peligro o en peligro crítico a más del 25 % y advierte: con las temperaturas al alza, se agrava el riesgo de que los corales se extingan.
Hace casi 40 años Peter Harrison, ecólogo marino de la Universidad Southern Cross, en Australia, fue testigo del primer episodio de blanqueamiento de coral a gran escala del que existen registros. Buceando en aguas de la isla Magnetic, en el Gran Arrecife de Barrera de Australia, se quedó atónito ante la escena que se abría ante sus ojos. «El arrecife era un mosaico de corales sanos y otros totalmente blanqueados, como los inicios de una ciudad fantasmagórica», dice. Apenas unos meses antes, el mismo arrecife había sido un hervidero de vida tropical multicolor.
«Lo que está ocurriendo con los arrecifes es una crisis de gestión: de la calidad del agua, de las pesqueras y, sobre todo, de los gases de efecto invernadero. Y hay mucho que hacer en esos tres frentes», Terry Hughes, biólogo marino.
«Muchos de los cientos de corales que había etiquetado y monitorizado con tanto cuidado acabaron muriendo –recuerda–. Fue demoledor y me hizo comprender lo frágil que es el coral».
El coral existe en relación simbiótica con algas unicelulares fotosintéticas que viven en sus tejidos y le aportan alimento (además de color). Pero las altas temperaturas y otros estresores pueden hacer que esas algas se vuelvan tóxicas. Cuando esto ocurre, las algas mueren o son expulsadas por el coral, un proceso conocido como blanqueamiento porque el tejido transparente del coral y su esqueleto de carbonato cálcico quedan expuestos. Si el coral no logra restablecer el vínculo con las algas, morirá de inanición o de enfermedad.
Foto: David Doubilet y Jennifer Hayes
La devastación a la que asistió Harrison en 1982 se repitió en muchos otros arrecifes del Pacífico a lo largo de aquel año y el siguiente. En 1997 y 1998 el fenómeno se globalizó y acabó con más o menos el 16 % de los corales del mundo. Con un panorama marcado por alzas térmicas, contaminación, enfermedades, acidificación del mar, especies invasoras y demás peligros, las ciudades fantasma de Harrison no hacen sino multiplicarse.
Los científicos conjeturan que hace unas cuatro décadas se producía un episodio grave de blanqueamiento aproximadamente cada 25 años, lo que daba a los corales tiempo suficiente para recuperarse. En la actualidad, en cambio, los episodios son más frecuentes –alrededor de cada seis años–, hasta el punto de que en algunos lugares podrían empezar a ser anuales.
«Sin duda la clave es actuar contra el cambio climático –advierte Terry Hughes, biólogo marino de la Universidad James Cook, en Australia–. Por mucho que limpiemos los mares, los arrecifes seguirán condenados». En 2016, año en que una vez más se batieron todos los récords de temperatura, el 91 % de los arrecifes que forman el Gran Arrecife de Barrera sufrieron blanqueamiento.
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Gran Arrecife de Barrera
En el arrecife Opal, los corales cuerno de ciervo y los corales en placa prosperaban cuando, en 2009, Doubilet y Hayes bucearon entre ellos. Nueve años más tarde hallaron un paisaje inerte: los corales habían expulsado las algas simbiontes que les dan color y alimento, se habían blanqueado y muerto, y muchos de los demás habitantes del arrecife habían partido a entornos más sanos. «Tan impactante como la destrucción era el silencio», recuerda Hayes. Un arrecife puede recobrarse del blanqueamiento, pero múltiples estresores dificultan la recuperación. Desde mediados de los años noventa, el Gran Arrecife de Barrera ha perdido más de la mitad de su coral. Las especies adaptables –las que toleran aguas más cálidas y otras amenazas– y las intervenciones humanas decidirán el futuro de esta maravilla natural.
Gráfico: NGM Art. Fuente: NOAA
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Un arrecife es un carrusel de música. Y de movimiento. Chasquidos y redobles, chirridos y gorgoteos acompañan el bullir de los corales blandos, el temblor de los crustáceos, el mordisqueo de los peces, el correteo de los cangrejos. Las morenas asoman de sus hoyos cual marionetas boquiabiertas, los tiburones de arrecife se disputan un bocado, las sepias se detienen un momento, curiosas, antes de salir disparadas. Con sus bosques de coral asta de ciervo y sus corales estrella masivos que parecen tartas enormes con glaseados rosas y verdes, sus múltiples capas decoradas con el encaje de las gorgonias, los tubos de los serpúlidos y los plumeros de los poliquetos sabélidos, los arrecifes son un mundo de fantasía, un escenario en el que cada día se representa una obra de teatro. En sus infinitos recovecos, unas criaturas fantásticas agitan aletas, pinzas o tentáculos, defendiendo su pequeño lugar en el mundo.
Hace 12 años pasé entre ellas 15 días de ensueño, buceando en el Gran Arrecife de Barrera con los fotógrafos David Doubilet y Jennifer Hayes. El artículo que escribí para esta revista era una loa del arrecife y una voz de alarma: en cualquier momento podríamos perder aquel lugar extraordinario. Como periodista con formación en biología conservacionista, me inquietaba el colapso de los ecosistemas; como buceadora amante del mar, me angustiaba una pérdida mucho más gravosa. Por todo lo anterior, cuando vi las fotos más recientes de los arrecifes en los que habíamos buceado –algunos de ellos convertidos en ruinas estranguladas por las algas macroscópicas–, me los imaginé inmóviles y mudos, y me eché a llorar.
Foto: David Doubilet y Jennifer Hayes
Pese a tamaña devastación, el Gran Arrecife de Barrera sigue siendo un coloso –unos 3.000 arrecifes independientes que forman un rosario de 2.300 kilómetros a lo largo de la costa nordeste de Australia– y una excepción: los complejos coralinos de aguas tropicales y someras tapizan menos del 1 % del fondo marino. La muerte de tan solo un arrecife es una catástrofe en sí misma; estos ecosistemas sostienen como mínimo una cuarta parte de todas las especies oceánicas. Los arrecifes también son vitales para la población humana, pues protegen la costa de las tempestades, sustentan pesquerías y atraen turistas. Los expertos calculan que los arrecifes benefician directamente a más de 500 millones de personas; solo en la faceta turística, aportan decenas de miles de millones de euros al año a la economía mundial.
Que tantos arrecifes estén sufriendo por el aumento de las temperaturas es un problema de dimensiones inmensas, pero los efectos difieren. «El cambio climático se cierne uniforme sobre la Tierra, pero en el detalle apreciamos una enorme variabilidad –explica el ecólogo experto en corales Charlie Veron, ex director científico del Instituto Australiano de Ciencias del Mar–. El blanqueamiento del coral es fragmentario y las condiciones meteorológicas locales son un factor determinante: en un momento dado puede ser que una parte del arrecife esté protegida por la nubosidad monzónica, mientras que en otra parte el cielo esté despejado y el sol caiga a plomo sobre el agua». Esta variabilidad hace especialmente difícil diseñar intervenciones generales, apunta Veron.
La Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos (NOAA) lleva más de 20 años utilizando datos tanto satelitales como in situ, además de modelizaciones, para pronosticar cuándo y dónde es probable que se produzca un episodio de blanqueamiento, «lo que da a los gestores de las áreas costeras cierto margen de actuación, la oportunidad de intensificar los esfuerzos de protección», dice Mark Eakin, coordinador de Vigilancia de Arrecifes de Coral de la NOAA. Este sistema de alerta temprana ha llevado a algunos gestores de recursos a restringir el acceso a zonas de arrecifes vulnerables, retirar proactivamente los corales raros y experimentar con la instalación de sombras artificiales.
Estas estrategias «de emergencia» no son baratas ni sostenibles a largo plazo, y no surten efecto allí donde ya ha muerto el coral. Por ello los científicos se han propuesto reconstruir arrecifes. Afortunadamente, los corales, aun siendo animales, pueden cultivarse como si fuesen plantas: se recogen esquejes, se cultivan en viveros, se injertan los organismos más maduros en los arrecifes degradados y se inicia así un nuevo ciclo vital.
A lo largo de varias décadas, los ecólogos han perfeccionado esta estrategia con corales ramificados de crecimiento rápido, pero hasta no hace mucho tiempo pocos optaban por cultivar los auténticos elementos constituyentes de los arrecifes, como son los corales masivos y los corales cerebriformes, gigantes de crecimiento lento que pueden vivir cientos de años y tardar decenios en alcanzar la madurez reproductiva. Entonces llegó una revolución: los científicos de Mote descubrieron que los «microfragmentos» serrados de estos corales se comportan como la piel dañada, creciendo a gran velocidad, a veces 10 veces más rápido que los cortes de mayor tamaño. Si se cultivan juntos en acuarios de laboratorio, los pólipos de la misma colonia se fusionan, lo que reduce el tiempo de espera hasta que alcanzan la talla reproductiva. Con este método, algunas especies que suelen tardar una década o más en madurar empiezan a reproducirse en apenas unos años.
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Baha de Tumon, Guam
Entre la primera y la segunda visita que Doubilet y Hayes hicieron a la bahía de Tumon, los corales sanos se convirtieron en ruinas blanqueadas tras sufrir años de temperaturas del mar elevadas, mareas bajas destructivas y brotes epidémicos. Entre 2013 y 2017 murió casi el 60 % de las comunidades de coral cuerno de ciervo, cuyos bosques proporcionan hábitat a peces e invertebrados. Una especie de vital importancia desapareció totalmente. La bahía, con sus comunidades coralinas de aguas costeras poco profundas, se declaró reserva marina en 1997 y es un reclamo para turistas y lugareños. «Han sido momentos dolorosos –dice la ecóloga Laurie Raymundo, de la Universidad de Guam–, sobre todo cuando los corales empezaban a recuperarse y meses después recibían otro golpe mortal».
Gráfico: NGM Art. Fuente: NOAA
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Hasta el jardín mejor cuidado es vulnerable al mal tiempo, y muchos corales ramificados cultivados en viveros acaban sucumbiendo al calor. Por eso es vital centrarse en los corales con mayor tolerancia al calor, advierte Erinn Muller, bióloga sénior de Mote. Muller también está estudiando si existe relación entre la temperatura y una afección conocida como enfermedad de pérdida de tejido en corales duros, que surgió en los cayos de Florida en 2014 y a estas alturas ya ha afectado a la práctica totalidad de los 580 kilómetros de longitud que ocupa el arrecife de barrera. «Las enfermedades son un problema crónico de los corales, por lo cual cribamos la tolerancia tanto a las enfermedades como al calor e intensificamos la reproducción de los que presentan mayor probabilidad de sobrevivir a ambas cosas en las próximas décadas –dice–. De ese modo integramos directamente el factor resiliencia en la estrategia de restauración».
Las estrategias de Mote también fomentan la recuperación de arrecifes de otras aguas. Raising Coral Costa Rica –un equipo liderado por expertos estadounidenses y costarricenses– cultiva especies ramificadas y microfragmenta especies masivas para revivir antiguos arrecifes del golfo Dulce. Estos corales, algunos de miles de años de antigüedad, revisten un interés particular: dado que en el golfo desembocan cuatro ríos y se registran mareas, los corales se ven expuestos a rápidas fluctuaciones de temperatura, acidez y salinidad que se traducen en una buena capacidad de manejo de esas condiciones cambiantes. Sus genes –y los de otros corales de entornos mudables– podrían albergar el secreto que permitiría potenciar la resiliencia en todos los hábitats.
En la otra punta del globo, Harrison sabe que, por mucha superioridad genética que le leguen sus ascendientes, una larva de coral apenas tiene una posibilidad entre un millón de sobrevivir. Y se ha propuesto elevar a lo grande esa probabilidad. «Las larvas tienen un control muy limitado de sus movimientos», explica. La gran mayoría son arrastradas por las corrientes, y si por azar se topan con un sustrato adecuado, se encuentran con «una pared de bocas deseando comérselas».
Por eso el equipo de Harrison recoge paquetes de huevos y esperma liberados por los corales que han sobrevivido al blanqueamiento y demostrado su tolerancia al calor. Concentrar esos gametos en recintos mallados cerca de la superficie marina fomenta la fecundación y la formación de larvas, que luego pueden sembrarse en los arrecifes deteriorados. Harrison está ensayando dos métodos de distribución: esparcir las larvas sobre los arrecifes con unos dispositivos dirigidos por control remoto llamados «LarvalBots» e introducir en las fisuras de los arrecifes unos botones cerámicos que llevan las larvas adheridas.
El asentamiento larvario dirigido se ha revelado eficaz en parcelas de investigación en las Filipinas y en el Gran Arrecife de Barrera, pero Harrison sabe que es necesario aumentar la escala sobremanera, dispersando miles de millones de larvas sobre miles de kilómetros cuadrados de lecho marino para que el resultado sea apreciable.
Los desoves masivos en los que Harrison hace acopio de gametos son uno de los métodos con los que cuenta la naturaleza para mantener una diversidad genética robusta, al propiciar la mezcla de huevos y esperma de distintos progenitores. Sin embargo, al declinar la salud de los arrecifes, cada vez son menos los corales capaces de liberar sus gametos con éxito. Después de los episodios de blanqueamiento que sufrió el Gran Arrecife de Barrera en 2016 y 2017, Hughes y sus colegas detectaron un descenso de la colonización larvaria del 89 %.
En un laboratorio del Instituto Australiano de Ciencias del Mar, la genetista Madeleine van Oppen está dando un espaldarazo a determinadas adaptaciones naturales que podrían reducir esas pérdidas. Su método: hacer que afloren los genes relacionados con la gestión del calor de las algas y las bacterias que viven en los corales, explica. «Empezamos a tener una idea precisa de estos vínculos tan estrechos y a sacar partido de ellos». Al exponer estas algas cultivadas en el laboratorio a variaciones escalonadas de temperatura a lo largo de varios años, Van Oppen propicia que la selección natural y las mutaciones azarosas se encarguen de potenciar la tolerancia térmica, pero por la vía rápida. Los corales que aceptan estas algas simbiontes evolucionadas experimentalmente han demostrado ser menos proclives al blanqueamiento. Van Oppen también proyecta realizar una «evolución de laboratorio» de las bacterias que habitan los microbiomas coralinos. «Si pudiésemos inocular en los corales algas y bacterias capaces de neutralizar el estrés térmico –dice–, veríamos el potencial de elevar la tolerancia al blanqueamiento por estrés térmico en entornos naturales».
Los científicos del Instituto también están creando híbridos, cruzando corales adaptados a aguas cálidas con otros propios de aguas frías, aunque de la misma especie, para comprobar si la tolerancia al calor se transmite a la descendencia. Los resultados preliminares son prometedores. «Y estamos creando híbridos entre especies, que quizá presenten mayor resiliencia climática en comparación con sus congéneres puros», explica Van Oppen.
La buena noticia es que, en algunos casos, los propios corales están llevando a cabo esa labor por sí mismos: un equipo científico que estudiaba los arrecifes que rodean el atolón más grande del mundo –Kiritimati, en el Pacífico central– descubrió corales que se estaban recuperando de un blanqueamiento en plena ola de calor. Y dicha recuperación pasaba por la absorción de algas dotadas de una tolerancia térmica natural.
Cierto es que esos corales supervivientes no estaban sometidos a otros estresores antropogénicos cuando sufrieron el blanqueamiento; los que afrontaron el episodio en condiciones previas de estrés no se recuperaron tan bien, lo que demuestra el impacto devastador que puede tener un ataque por varios flancos. Con todo, sigue siendo un signo esperanzador que los científicos no habían observado en condiciones naturales.
Los arrecifes del planeta entero están sufriendo; han absorbido de promedio más de 1 °C de calentamiento. «Y ahí siguen –afirma Hughes–. La mezcla de corales ha cambiado. No tiene nada que ver con la de hace cinco años, pero eso es fuente de resiliencia».
Así y todo, duda que los animales logren soportar un calentamiento de entre 2 y 3 °C, y teme que lo estemos fiando todo a la restauración de arrecifes. «La restauración no deja de ser un parche. Lo urgente es atajar las causas de fondo –insiste–. Lo que está ocurriendo con los arrecifes es una crisis de gestión: de la calidad del agua, de las pesquerías y, sobre todo, de los gases de efecto invernadero. Y hay mucho que hacer en esos tres frentes».
Entre tanto, mientras las temperaturas mundiales siguen su tendencia al alza, algunos científicos han empezado a recorrer la senda del llamado preparacionismo: haciendo acopio de corales duros en «biobancos vivientes» para conservar la mayor diversidad posible. Un almacén de Sarasota, Florida, ya tiene especímenes estadounidenses, mientras que la organización sin ánimo de lucro Great Barrier Reef Legacy y sus colaboradores han creado el Biobanco de Coral Vivo de Australia, donde un «arca» custodiará junto al mar las más de 800 especies de corales duros que hay en el mundo.
«Es una medida que podemos tomar en este mismo instante: reunir individuos de todas las especies, etiquetarlos y mantenerlos vivos indefinidamente para llevar a cabo estudios genéticos y, si es posible, repoblar los mares con especies extintas en algún momento futuro –dice Veron–. De nosotros depende usar todas las herramientas de las que disponemos para salvar los arrecifes. Y yo creo que no podemos dejar de hacerlo».
Ilustración de Joe Mckendry
Ver la infografía "Corales bajo presión"
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Cómo ayudar
Si visita un arrecife de coral, opte por empresas de buceo que protejan los arrecifes con prácticas como amarrarse a una boya en vez de fondear con ancla.
Si nada o bucea en un arrecife, no toque el coral ni perturbe al resto de la fauna marina.
Plantéese cubrirse con una camiseta de manga larga o anti-UV para minimizar el uso de protector solar, que en todo caso debe ser apto para su uso en arrecifes y menos nocivo para la fauniflora marina.
No compre recuerdos ni joyas que se hayan hecho con coral ni con ninguna otra criatura marina.
Muchas organizaciones tratan de salvar o restaurar los arrecifes de coral, entre ellas las mencionadas en este artículo y el proyecto Mares Prístinos de National Geographic Society. Visite sus sitios web para hacer donaciones o informarse sobre oportunidades de voluntariado en tierra firme o en el mar.
Para más información sobre cómo ayudar al planeta, visite natgeo.com/planet.
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Jennifer S. Holland es divulgadora científica y una veterana colaboradora de la revista. David Doubilet y Jennifer Hayes proyectan trabajar con científicos indonesios para explorar iniciativas de conservación en el Triángulo de Coral.