«Creo que habría que parar la excavación», dije. Al tiempo que señalaba la imagen espectral del monitor, dirigí la mirada hacia Keneiloe Molopyane, la arqueóloga y forense a quien todo el equipo llama Bones («Huesos»). Estábamos viendo en tiempo real a Marina Elliott y Becca Peixotto, que excavaban a más de 35 metros por debajo de nosotros. Bones se acercó a la pantalla mientras la luz de las lámparas frontales de las dos arqueólogas se movía en el interior de la oquedad. «¿Por qué? ¿Qué pasa?», preguntó.
Era noviembre de 2018 y estábamos en el «centro de mando» que nuestro equipo había establecido en Rising Star, un sistema de cuevas sudafricano formado por casi cuatro kilómetros de pasadizos entrelazados que en algunos puntos superan los 40 metros de profundidad. De vez en cuando se abre una cámara en la que cabe una persona sentada o incluso de pie, pero la mayoría de los espacios son relativamente pequeños. Marina y Becca, nuestras excavadoras más experimentadas, estaban trabajando en uno de ellos, llamado Dinaledi.
Brent Stirton
En esta imagen de 2010 el Explorador Residente de National Geographic Lee Berger (a la izquierda) aparece trabajando en la Reserva Natural de Malapa, en Sudáfrica, donde halló una nueva especie de hominino. Tres años más tarde, y a casi 13 kilómetros de distancia, su equipo descubrió a Homo naledi.
Los sedimentos del interior de estas cuevas se formaron al desprenderse lentamente de las paredes el polvo y los detritos que hoy cubren el suelo en capas casi invisibles. Pero el sedimento que retiraban Marina y Becca no presentaba ese nivel de uniformidad. Era como si estuviese removido. «Da la impresión de que en el suelo de la cueva hubo un agujero –dije a Bones–. Y no tiene pinta de ser una depresión natural. A mí me parece un rasgo de enterramiento», concluí.
Bones abrió los ojos de par en par: «Tienes razón». Volvió a examinar la imagen de la pantalla. «Coincido con tu decisión –dijo–. Hay que parar».
Entonces yo no lo sabía, pero aquella decisión conduciría a una revelación científica, y a uno de los momentos más aterradores y maravillosos de mi vida.
Nuestros anteriores trabajos en Dinaledi, en 2013 y 2014, habían sido asombrosos. En menos de dos meses, mi equipo había recuperado más de 1.200 fósiles –principalmente huesos y dientes– de un punto del interior de Rising Star que no medía más de un metro cuadrado.
Tal y como describimos en más de una decena de artículos científicos, la paleoantropología no había visto jamás nada parecido. Aquellos fósiles representaban una nueva especie de pariente primitivo de los humanos que bautizamos como Homo naledi: Homo, porque pertenecía al género compartido por otros humanos, y naledi, que significa «estrella» en sesotho, una lengua común en la región de Sudáfrica que alberga el sistema de cuevas, situado aproximadamente a 50 kilómetros al noroeste de Johannesburgo. Llamamos a la cámara Dinaledi, o «cámara de las estrellas».
El hallazgo más importante de las excavaciones de 2013 y 2014 fue un cráneo de H. naledi aparecido en medio de un batiburrillo de restos óseos íntegros y fragmentados: huesos de piernas, de brazos, trozos de manos y de pies. Denominamos a aquel revoltijo la Caja del Puzle. Excavar allí fue como jugar una partida de mikado en versión de alto riesgo: hubo que extraer cada pieza con infinito cuidado para no alterar lo más mínimo las demás. En total, la Caja del Puzle llegó a ocupar una zona de un metro de diámetro, repleta de restos fósiles.
Habíamos regresado a la Caja del Puzle en noviembre de 2018 para verificar si Dinaledi presentaba una capa continua de huesos. Abrimos dos nuevos cuadrados de excavación: uno al sur de la Caja del Puzle y otro al norte. El del norte reveló una concentración de fragmentos que parecían proceder de un único individuo. Al seguir excavando dimos con una zona estéril desprovista de huesos y, posteriormente, con otra concentración ósea en la que hallamos una mandíbula y huesos de extremidades totalmente desordenados.
Mientras Marina y Becca retiraban poco a poco el sedimento de la zona que acababa de llamarnos la atención en las imágenes en directo, descubrieron una concentración de huesos del tamaño de una maleta mediana. Lo más extraño era que el sedimento circundante solo contenía unos pocos fragmentos sueltos... o nada en absoluto. No tenía sentido. Si los huesos habían sido arrastrados de forma natural hasta aquella cámara, ¿por qué aparecían agrupados? ¿Y por qué estas agrupaciones de fósiles estaban separadas entre sí?
Llevábamos años trabajando en Rising Star con la constancia de que H. naledi había ocupado aquellos espacios y teníamos razones para sospechar que utilizaba Dinaledi como un depósito de sus restos mortales, pero entre «eliminación deliberada de cadáveres» –la frase que habíamos utilizado con toda prudencia en nuestros trabajos anteriores– y «enterramiento» hay una gran diferencia.
En nuestros artículos de 2015 que describían a H. naledi sugeríamos que los restos hallados en Dinaledi podrían haber sido transportados al interior de la cueva o arrojados a ella, quizá por el pasadizo vertical que denominamos el Pozo. Enterrarlos, en cambio, es una acción más deliberada: introducir a propósito un cadáver en un hoyo y a continuación cubrirlo de tierra.
La arqueología ha localizado un volumen muy exiguo de pruebas de enterramientos entre los primeros miembros de nuestra especie. Los casos claros más antiguos aparecieron en Israel, y se cree que tienen entre 120.000 y 90.000 años. Los neandertales también enterraban ocasionalmente a sus muertos, aunque las mejores pruebas de esta conducta datan de una fase tardía de su existencia, hace menos de 100.000 años. Nuestros márgenes más ajustados relativos a la antigüedad de H. naledi son anteriores, de hace entre 335.000 y 241.000 años.
H. naledi era un Homo, aunque con un tercio de nuestro volumen cerebral, distaba mucho de ser humano. La ciencia podría aceptar que homininos dotados de un cerebro grande como los neandertales fuesen capaces de exhibir conductas complejas, pero que las llevase a cabo H. naledi ya era harina de otro costal. Daríamos un paso radical, por lo tanto, si postulásemos que en Rising Star quizás hubiese un enterramiento. Sepultar a los muertos constituía una actividad demasiado humana: requería planificación, una intención compartida por todo un grupo social, la conciencia de la irreversibilidad de la muerte.
A principios de 2022 la posibilidad de que estuviésemos descubriendo
enterramientos de H. naledi había cobrado fuerza. Teníamos fósiles de H. naledi de zonas diferentes de Rising Star, entre ellas la Caja del Puzle, la propia cámara Dinaledi y otra a más de 100 metros de distancia. Al escanear un bloque de roca extraído del sistema de cuevas hallamos un cuerpo infantil, casi seguro de un H. naledi, acurrucado en menos espacio del que ocuparía un cesto de la ropa sucia, con los restos de otros dos o tres individuos arrojados en el mismo hoyo o justo al lado. Junto a la mano del esqueleto más completo se distinguía un objeto semicircular más denso que los huesos, tal vez una herramienta de piedra.
De pronto teníamos preguntas cruciales que responder y una hipótesis radical y polémica que presentar: una especie no humana con un cerebro apenas mayor que el de un chimpancé estaba enterrando a sus muertos.
Debíamos esforzarnos al máximo para garantizar que ofrecíamos al mundo todos los datos disponibles de una forma correcta y comprensible. A lo largo de nuestro fructífero trabajo en Rising Star, menos de 50 de mis colegas habían descendido por el Pozo de Dinaledi, un estrecho conducto vertical de 12 metros de longitud cuyo tramo más angosto medía tan solo 19 centímetros de ancho.
La verdad es que, pese a llevar casi una década al frente de aquella investigación, yo solo conocía aquel espacio por experiencias ajenas. Absorbía los detalles al observar a los demás en la pantalla gracias al cableado instalado en el sistema de cuevas, estudiando los mapas y maravillándome con los fósiles.
Pero Dinaledi acababa de darnos la mayor sorpresa hasta el momento, y comprendí que verla de lejos no sería suficiente. Si aquello significaba que debía jugarme la vida para bajar e interpretarla de cerca, así lo haría.
Eso sí: antes de plantearme siquiera bajar por el Pozo, debía asegurarme de caber por él. Hablando en plata: tenía que adelgazar. Pronto cumpliría 57 años. No me quedaban muchos más para intentarlo. Así que hice mi propio plan de dieta y ejercicio, y aunque mi familia me apoyaba al máximo, decidí no contarles –ni a ellos ni a nadie– el porqué de mi puesta en forma. En los meses siguientes adelgacé 25 kilos; no me sentía tan sano desde hacía décadas.
El día de mi intento, en julio, me levanté a las cinco de la mañana y me enfundé el mono azul y mis botas militares británicas. Revisé todo el material. Me acordé de mi mujer, Jackie, que seguramente estaba levantándose para ir a trabajar. Y pensé en nuestros hijos, Megan y Matthew. Los dos habían bajado por el Pozo; los dos sabían lo difícil y peligroso que podía ser. Todavía no había revelado a ninguno de los tres lo que estaba a punto de hacer. Yo mismo dudaba muy seriamente de que fuese capaz de bajar. En mi fuero interno sabía que cualquiera de mis seres queridos me convencería al instante de que abandonase la idea.
Siempre hay un momento de duda antes de acometer algo peligroso, y a mí me asaltaron todas las dudas cuando introduje los pies en el angosto abismo del Pozo. Cabeza arriba contra la roca maciza, el mono se me enganchaba en los salientes de la piedra y los muslos apenas me cabían en aquella estrechura. La luz del casco proyectaba sombras inquietantes a mi alrededor. Metido ya hasta la cadera, respiré hondo e imaginé los angostos confines en los que me internaba. Empujé contra la antigua roca gris. Caray, esto es estrechísimo, pensé. Tenía medio cuerpo dentro y medio fuera. Aquello acababa de empezar.
Miré a Maropeng Ramalepa, miembro de mi equipo de exploración y mi guía en la primera mitad del descenso. Se acuclilló junto a la abertura y me sonrió de oreja a oreja. «¡Venga, que usted puede!», dijo. Respondí con un gruñido, mi aliento ya convertido en vapor por el aire frío de la cueva. Unos minutos después respiré hondo, me eché hacia atrás y bajé.
Al girar las botas para encajar en el primer tramo del Pozo, el ángulo que formaba la entrada me obligó a apretar la cara contra la piedra. La gravedad me ayudó hasta que se me atascó el tórax. Me retorcí y empujé hasta que lo único que vi fue la oscura pared del túnel. Me cogió por sorpresa el hecho de que las paredes estuviesen tan húmedas; era difícil encontrar un agarre en la resbaladiza superficie. Siguiendo las instrucciones de Maropeng, bajé por una fisura alarmantemente estrecha que se abría en la roca a mis espaldas, hacia la derecha. Mis botas apenas entraban en aquel hueco.
Pude oír la voz de Dirk van Rooyen, que ese día encabezaba el descenso, moviéndose por debajo de mí en la oscuridad. «¿Cómo va?», gritó. «¡De momento, bien!», respondí. Estaba a punto de tomar una decisión irreversible: si seguía descendiendo, no tendría más remedio que embutir la parte más ancha de mi cuerpo en la fisura. Torcí el gesto. Si bajaba por allí, después tendría que subir.
Cerré los ojos y me retorcí para introducirme en la grieta, buscando con el dedo gordo del pie derecho la punta de la gran estalagmita junto a la que se hallaba Dirk. Con gran esfuerzo logré dar un giro sobre la punta del pie, como una bailarina. Cogí un poco de aire y me metí hasta el fondo. Aquello era una locura.
Ahora que mi cuerpo había alcanzado la punta de la estalagmita, estaba literalmente abrazado a ella, con la mejilla comprimida contra la roca húmeda. Mientras recuperaba el aliento, miré a mi alrededor. Aquel espacio tenía de pozo solo el nombre. Ni siquiera se parecía a los dibujos de nuestros documentos y artículos científicos. Desde su descubrimiento en 2013 lo habíamos descrito como una chimenea: un pasadizo vertical único. Pero en realidad era una red intrincada. Imaginé a H. naledi revolviéndose por aquellos espacios, niños y mayores colándose por el pasadizo que se les antojase, nada que ver con los esfuerzos de los humanos, más corpulentos. Aquello era un laberinto de opciones.
Seguí bajando y el propio pasadizo me obligó a poner aquellas reflexiones en segundo plano. Conseguí pasar las caderas por el estrechamiento de 19 centímetros, pero al deslizar el pecho, un saliente de piedra se me clavó en el esternón. Sentí que el hueso se me doblaba. «¡Este resalte no me deja pasar!», grité.
Cortesía de Lee Berger
Berger sonríe mientras sale con éxito de la cámara Dinaledi del sistema Rising Star, en julio de 2022. Para salvar el famoso «Pozo» del sistema de cuevas –que en su tramo más estrecho solo mide 19 centímetros de ancho– adelgazó 25 kilos.
Estudié mis opciones. Al mirar hacia arriba vi a Maropeng sentado por encima de mí, cerca de la entrada al pasadizo. A un lado había una cuerda de escalada que me conectaba con él: la usábamos para mover el material por las cuevas. Me la enrollé en la muñeca derecha lo más fuerte que pude. «¡Maropeng! –voceé–. Cuando te lo diga, ¿puedes darme un tirón? ¡Estoy tratando de desatascarme!».
Sentí que la cuerda se tensaba alrededor de mi muñeca. «¡Tira!», grité. La cuerda se tensó y yo empujé con fuerza, haciendo palanca en cualquier apoyo que encontraba. Aquello bastó para elevarme unos centímetros y liberarme el pecho. Sentía punzadas de dolor en el hombro.
Observé la roca infranqueable, pensando en mil cosas al mismo tiempo. Durante nueve años había creído que el Pozo era una vía especial e importante para comprender la conducta de H. naledi. Pero estaba equivocado. No tenía nada de especial, al margen de ser un paso por el que cabían humanos. Habíamos convertido aquel descenso en una tortura sin necesidad alguna.
Tomé una decisión. «Dirk, ¿puedes arrancar este saliente?», pregunté. Si Dirk albergaba alguna reserva sobre dañar aquel conducto, no la manifestó. Con unos golpes de martillo, rompió el molesto resalte. Esa vez ya no me atrapó el esternón. Apreté los dientes, dolorido. Pero de pronto me vi liberado. Seguí bajando; mi cuerpo se estrujaba como el dentífrico de un tubo que aprovechas hasta el final.
Al cabo de unos minutos rocé el primer peldaño de una escala con la punta de la bota… ¡No me lo podía creer! Era la escala que nuestro equipo había diseñado específicamente para Dinaledi. Cada vez que alguien llegaba tan abajo, nuestro equipo emitía una llamada desde el centro de mando, señal de que la penosa travesía había concluido: Marina ha alcanzado la escala. Becca ha alcanzado la escala. Kene ha alcanzado la escala.
«Berger ha alcanzado la escala».
Pisé el suelo de Dinaledi y cerré los ojos, que se me llenaron de lágrimas. Durante más de ocho años –desde su descubrimiento– había dado por hecho que jamás pondría un pie en aquel lugar. El descenso había sido un infierno, pero había aprendido mucho. El dolor y el miedo habían merecido la pena. Ahora necesitaba aprovechar al máximo las horas que tenía por delante.
Saqué el teléfono y marqué el número de mi mujer para hacerle una videollamada a través del sistema de internet de la cueva. Cuando contestó, le sonreí: la cara sucia y sudorosa, la voz eufórica.
«Adivina dónde estoy», le dije.
«¿En una cueva?», bromeó ella.
«En la cámara Dinaledi –dije–. ¡He entrado!».
Puso cara de sorpresa. «¿Y para salir?», preguntó.
«Si puedo entrar, también puedo salir», respondí.
En honor a la verdad, no lo tenía tan claro: subir era al menos tan difícil como bajar, si no más.
Pero ese miedo tendría que esperar. De momento necesitaba explorar.
Ilustración de Joe McKendry
National Geographic Society, comprometida con la divulgación y protección de las maravillas de nuestro planeta, financia la investigación paleoantropológica en África del Explorador Residente Lee Berger desde 1996. Este texto es un extracto de Cave of Bones, de Lee Berger y John Hawks, a la venta próximamente.
Lee Berger y John Hawks
Este texto es un extracto de Cave of Bones, de Lee Berger y John Hawks, a la venta próximamente.
Este artículo pertenece al número de Julio de 2023 de la revista National Geographic.