La comida moldea el mundo, da forma a las ciudades y a los campos que las abastecen», suele afirmar la arquitecta británica Carolyn Steel, experta en diseño urbano y autora de dos libros, Ciudades hambrientas y Sitopía, en los que explica cómo la alimentación puede ayudarnos a remontar la crisis global que marca los tiempos que vivimos. Nuestras grandes ciudades se originaron en plena naturaleza, a partir de asentamientos rodeados de tierras de cultivo y de pastos para los animales, pero hoy vivimos de espaldas a ella.

Alga asiática Caulerpa lentillifera
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A la apreciada alga asiática Caulerpa lentillifera, de textura blanda y suculenta, se la conoce como caviar verde o uvas de mar. Unas «uvas» que, al morderlas, liberan un intenso sabor umami. Se cultiva desde mediados del siglo pasado.

La Revolución Industrial acabó con la ciudad rural y, a medida que las metrópolis crecían, la producción de alimentos se fue alejando cada vez más de la ciudadanía, hasta que un día la comida quedó fuera de nuestra vista. Y de nuestra mente: dejamos de saber de dónde procedía y cómo se producía. Cortamos nuestro cordón umbilical con la naturaleza y, al hacerlo, detonamos un efecto dominó medioambiental. Por un lado, surgió la desigualdad: unos 900 millones de personas pasan hambre en el mundo (las cifras se dispararon de nuevo tras la pandemia de la COVID y el conflicto de Ucrania), mientras que alrededor de 2.600 millones sufren obesidad. Pero además la alimentación, sector que genera el 25 % de las emisiones de CO2 y otros gases contaminantes, está en el epicentro de nuestras mayores tormentas: cambio climático, sobreexplotación de recursos, degradación de la tierra, deforestación, extinciones masivas de especies, maltrato animal, enfermedades relacionadas con la mala nutrición, resistencia a los antibióticos, zoonosis y pandemias…

Afortunadamente, muchas personas trabajan en múltiples lugares del mundo y desde diversos frentes por la transición hacia un modelo alimentario más sostenible. Y lo hacen a través de líneas de acción e investigación distintas y transdisciplinares: fertilidad de la tierra, productividad animal, agricultura urbana, producción de proximidad, ganadería extensiva y pastoreo, nuevos alimentos, cultivos alternativos, resistencia de las especies agrícolas, carne cultivada, sucedáneos cárnicos de origen vegetal, nuevas fuentes de proteínas, instalaciones agropecuarias inteligentes, envoltorios biodegradables, consumo responsable, lucha contra el despilfarro, cambio de hábitos… 

El reto es enorme porque, según la FAO, la producción mundial de alimentos deberá incrementarse en más de un 50 % para 2050, en un contexto de crisis medioambiental y de limitación de recursos naturales. Tocará producir más con menos, incrementar la productividad, disminuir la huella ecológica, minimizar el despilfarro, fomentar dietas más saludables, reducir la ingesta de carne, regenerar el suelo o mitigar las repercusiones del cambio climático, entre otras muchas cosas. Es decir, habrá que revalorizar la comida y asumir su auténtico coste. Cambiando nuestra manera de producir, transportar, comerciar, cocinar, compartir y valorar los alimentos, mejoraríamos mucho nuestros paisajes, ciudades, hogares, lugares de trabajo, vidas sociales, salud y huella ecológica.

Granjas verticales
Azmanl / Getty Images

Un científico supervisa los cultivos de lechuga que se producen en esta granja vertical de Taiwán. Las ventajas de estas instalaciones frente a los cultivos propios de la agricultura tradicional son múltiples: son más eficientes, no dependen de las condiciones climáticas y ahorran mucho en espacio y costes de transporte.

Es una mañana cualquiera. Las ciudades del mundo bullen de actividad y en todo el planeta se suceden escenas que pivotan alrededor de la sostenibilidad de la alimentación. También en muchas ciudades españolas, como Barcelona, donde he puesto la lupa con la intención de enfatizar la variedad de acciones que se dan en una sola urbe. En la azotea de un quinto piso del barrio de Horta, en el norte de la capital catalana, Joan Carulla, un agricultor urbano que este año ha cumplido los 100, labora en su parcela de 150 metros cuadrados. Se trata de un proyecto vital altamente productivo: 40 árboles frutales, tomateras, patatas, pimientos, berenjenas, uvas, habas y ajos que riega con el agua de lluvia que acumula –hasta 9.500 litros por año– y que le da para abastecer a sus plantas todo el año. En pleno centro urbano, en la calle Valencia, en uno de los 10 espacios de cultivo del Instituto Municipal de Personas con Discapacidad un grupo gestiona seis huertos donde se recolectan hasta 3.500 kilos de hortalizas al año, que en su mayor parte se destinan a comedores sociales y bancos de alimentos. En Collserola, el cinturón verde de 11.000 hectáreas que rodea la ciudad, se desarrolla el proyecto Alimentemos Collserola, un programa de transición agroecológica para impulsar un sistema alimentario más justo y sostenible en los nueve municipios que engloba el parque. «En la ciudad hay más de 500 huertos urbanos. La mayoría están en escuelas, otros son huertos comunitarios y sociales y el resto son de gestión municipal», cuenta Mireia Abril, coordinadora de la Estrategia de Agricultura Urbana en el Instituto Municipal de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Barcelona. La ciudad condal, al igual que otras 29 ciudades españolas y 200 más de todo el mundo, firmó en 2015 el Pacto de Milán para impulsar en las urbes sistemas agroalimentarios sostenibles, inclusivos, resilientes, seguros y diversificados. En 2021 también acogió el VII Foro Global, erigiéndose en capital mundial de la alimentación sostenible. 

Huertos en las azoteas
Anthony Wallace / Getty Images

A 150 metros de altura, en lo alto de la Torre Bank of America, en el corazón financiero de Hong Kong, se cultivan remolachas en uno de los más de 80 huertos urbanos creados por la empresa Rooftop Republic, que construye y gestiona estas instalaciones para transformar zonas infrautilizadas, como las azoteas. Su éxito se debe a que la gente se preocupa cada vez más por la sostenibilidad y la calidad de lo que come.

Hoy, en ciudades como Barcelona o París –por cierto, el techo del recinto ferial parisino sostiene el huerto urbano más grande de Europa, con 14.000 metros cuadrados–, la agricultura urbana y periurbana puede aportar alrededor de un 10 o un 15 % de la producción que demanda la población, pero su potencialidad es muy superior. Es sin duda una actividad revolucionaria que progresa tanto en los territorios más desarrollados (en Hong Kong, por ejemplo, desde 2015 se han establecido más de 80 huertos en lo alto de los rascacielos) como en los menos ricos: en Cuba y en Egipto el abastecimiento de productos hortícolas cultivados en las capitales llega a ser del 60 %. Y en Quito, me cuenta desde la Universidad Central de Ecuador el profesor e ingeniero agrónomo Miguel Camacho, hasta 4.500 agricultores producen cada año 1.950.000 kilos que venden directamente, sin intermediarios, en mercados organizados para tal fin. 

Aun a sabiendas de que el autoabastecimiento completo de las ciudades es imposible, hay que perseverar en esa línea, porque, como afirma Carolyn Steel, «la soberanía alimentaria es la base de la vida digna y satisfactoria». 

Prosigo mi paseo y me acerco al mar, donde, en un huerto ubicado en el barrio de la Barceloneta, Adela Martínez, al frente de Huertos in the Sky, un proyecto que busca reconvertir las azoteas de la ciudad en cubiertas verdes mediante la instalación de huertos urbanos sostenibles, da una charla a unos directivos interesados en albergar en sus empresas un huerto comunitario para sus trabajadores. No muy lejos, la bióloga marina Anna Bozzano, fundadora y directora de la iniciativa El peix al plat («El pescado en el plato»), acompaña a un grupo de personas en un recorrido guiado por los muelles de pesca del puerto barcelonés para dar a conocer la biodiversidad del Mediterráneo, promocionar el consumo responsable de productos del mar y mostrar la actividad de los últimos productores primarios de la ciudad.

Otras iniciativas empresariales alzan el vuelo en los alrededores de esta ciudad, entre ellas, un par de granjas verticales. Estas instalaciones presentan grandes ventajas frente a la agricultura tradicional: la ocupación de suelo es mucho menor, el ahorro de agua es de hasta un 95 %, no dependen de las condiciones climáticas, acercan la agricultura al centro urbano, reducen el gasto de transporte, producen muchas menos emisiones y no requieren pesticidas ni fertilizantes, aunque sí consumen energía.

Una de ellas es la granja vertical hidropónica de Groots, situada en la comarca barcelonesa del Baix Llobregat e impulsada por tres jóvenes ingenieros. Ocupa una nave de 4.000 metros cuadrados donde producen hasta 350.000 plantas por mes. «La hidroponía es un sistema por el cual las raíces de las plantas están sumergidas en agua mezclada con nutrientes y no requieren suelo agrícola», cuenta uno de los fundadores, Joaquim Bas, quien me explica que su motivación principal fue revolucionar de forma responsable el sistema alimentario. La sostenibilidad también es la meta principal de otra joven empresa, Urban Fresh, una granja vertical aeropónica que produce 500 variedades de brotes verdes durante todo el año. La aeroponía es un sistema de cultivo de plantas que se realiza en un entorno aéreo: las raíces crecen suspendidas en el aire y son pulverizadas con agua y nutrientes.

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nuevos sistemas de cultivo más sostenibles

Acuaponía

Acuaponía
MMDI / Getty Images

Acuaponía

Se trata de un sistema integrado de producción de plantas y peces (u otros animales acuáticos, como cangrejos de río y camarones) que combina la acuicultura tradicional con la hidroponía y no requiere tierra. El agua se recicla constantemente: las plantas la mantienen limpia y los excrementos de los peces (a estos hay que alimentarlos de forma externa), reconvertidos en nitratos por la comunidad bacteriana, alimentan a las especies vegetales.

Agua de mar

Agua de mar
Green Ocean

Agua de mar

Lograr cultivar plantas en invernaderos abastecidos con agua marina es un objetivo muy interesante en el que ya hace muchos años que se trabaja, pues es una prometedora solución aún en fase de experimentación para promover la agricultura sostenible en las zonas más áridas del planeta.
El sistema extrae agua de mar y consigue producir humedad exenta de sal que se condensa en forma de agua dulce y es transferida a los cultivos.

Aeroponía

Aeroponía
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Aeroponía

En esta técnica de cultivo, las plantas y sus raíces se hallan suspendidas en el aire, pero dentro de un espacio cerrado donde hay una serie de aspersores que contienen una solución de agua mezclada con nutrientes. La palabra aeroponía procede de los términos griegos aero y ponos, que significan agua y trabajo respectivamente. Se trata de un sistema muy eficiente en cuanto al uso de agua y energía y no requiere el uso de tierra de cultivo.

INFOGRAFÍAS: ANYFORMS DESIGN. FUENTE: FAO

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En la comarca del Maresme, el equipo de Green in Blue cultiva lechugas y hierbas aromáticas mediante acuaponía, un método de cultivo en el que plantas y peces establecen una simbiosis que permite producir productos de alta calidad sin necesidad de usar ni pesticidas ni fertilizantes y con un consumo de agua diez veces menor. 

Las granjas verticales son tendencia a nivel internacional. Algunas de ellas son impresionantes, como la que hay en Dubai, Emiratos Árabes, llamada Bustanica. Actualmente es la más grande del mundo: mide 36.000 metros cuadrados repartidos en tres pisos y produce más de mil toneladas de verduras al año.

En la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), Xavier Gabarrell, experto en economía circular y agricultura urbana al frente del grupo de investigación de ecología industrial Sostenipra, comenta con su equipo los últimos devenires de algunos de los programas en los que participan. Entre ellos, Fertile City, cuyo objetivo es investigar cómo la agricultura urbana profesionalizada nos puede ayudar a transformar las ciudades en espacios resilientes, sostenibles y más saludables. Y el proyecto europeo GROOF, que impulsa implementar en las azoteas invernaderos capaces de aprovechar el calor y el CO2 producidos por las actividades humanas para cultivar plantas. 

NUESTRA DIETA ES MUY POCO VARIADA: NOS ALIMENTAMOS BÁSICAMENTE DE CINCO especies ANIMALES y de DOCE vegetales.

El equipo de Sostenipra gestiona un invernadero hidropónico sostenible que es todo un referente. Ubicado en la azotea del edificio del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales (ICTA-UAB) del campus de la UAB, su fachada exterior regula, mediante aperturas y cierres automáticos, la captación de radiación solar y la ventilación para conseguir en el interior las mejores condiciones bioclimáticas. Y gracias a la reutilización de las aguas pluviales, grises, amarillas y negras, su consumo de agua es un 90 % inferior al de cualquier otro edificio convencional similar. El invernadero alberga dos laboratorios de 80 metros cuadrados. En uno cultivan plantas de ciclo largo, como los tomates –de los que obtienen unos 1.000 kilos al año–, y experimentan cómo optimizar al máximo el proceso. En el otro plantan lechugas, judías y especies aromáticas, plantas de ciclo corto. Ambos se riegan exclusivamente con el agua de lluvia que se recoge en este edificio y en otro contiguo.

Fungicultura
Orathai Ninkhao / IStock

La fungicultura, o cultivo de hongos en un ambiente controlado, es una actividad común en muchos lugares del mundo. En esta granja de Corea del Sur prospera un cultivo de ostreros azules (Pleurotus columbinus), una especie de hongo de rápido crecimiento que en su estado inmaduro luce un vistoso sombrero.

Son experimentos notorios que apuntan a cómo podrían ser los nuevos edificios de las ciudades del futuro. De hecho, ya hay deslumbrantes ejemplos en muchos lugares del planeta, como los erigidos por el estudio de arquitectura del italiano Stefano Boeri, quien mediante su iniciativa Green Obsession, galardonada en los Premios a la Acción de los ODS de la ONU, promociona la construcción de edificios verdes que integran árboles, jardines y huertos en fachadas, azoteas, balcones o patios traseros. Son edificaciones que generan impactos positivos en el medio: cobijan biodiversidad, mitigan las temperaturas extremas y pueden producir alimentos. Y algo muy importante: nos reconectan con la naturaleza. 

Múltiples proyectos similares tienen lugar en muchos sitios de España. Según la consultora Eatable Adventures, especializada en el sector de la alimentación, en 2022 se censaron 412 empresas de nueva creación en nuestro país, que lideran iniciativas para transformar la forma de producir, procesar y consumir alimentos, lo que nos sitúa en la lista global de los top ten en cuanto al número de empresas emergentes dedicadas a la tecnología de alimentos. También son numerosas las instituciones científicas involucradas en líneas de investigación sobre la alimentación del futuro: nutrición, alimentos funcionales, seguridad alimentaria, innovación tecnológica, hábitos y conductas alimentarias, genómica animal y vegetal… Solo en el ámbito del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) hay una veintena de ellas, pero hay muchísimos equipos en todo el país vinculados a universidades y centros de investigación de los cuales, a su vez, emergen con frecuencia las denominadas spin off, empresas derivadas que buscan transferir el conocimiento al ámbito empresarial.

Cultivos de carne cultivada
Rami Shlush

Shulamit Levenberg, directora del Centro de Bioimpresión 3D de la Facultad de Ingeniería Biomédica del Instituto Tecnológico Technion de Israel, ubicado en Haifa, muestra en estas placas el crecimiento incipiente de unos cultivos de carne cultivada impresos en tecnología 3D.

 

¿Sabían que el 75 % del suministro mundial de alimentos procede únicamente de cinco especies animales y de 12 vegetales? De estas últimas, solo tres –el arroz, el maíz y el trigo– representan casi el 60 % de las calorías de origen vegetal que ingerimos. Son datos del informe The Future 50 Foods Report (Los 50 alimentos del Futuro), publicado en 2019 por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) y Knorr, donde se apunta que, aunque se conocen unas 250.000 especies de plantas comestibles, hemos apostado por variedades genéticamente uniformes para ganar en rendimiento. Como consecuencia de ello, desde 1900 hemos perdido ya un 75 % de la diversidad genética de los cultivos. En la mayoría de los países asiáticos, el número de tipos de arroz cultivados ha disminuido de manera espectacular. «En Thailandia, por ejemplo, de las 16.000 variedades que se cultivaban antaño se ha pasado a tan solo 373, y en el último siglo Estados Unidos ha perdido el 80 % de sus variedades de guisantes, tomates y coles», se afirma en este estudio. 

Así las cosas, dependemos de un conjunto muy limitado de especies de cultivo, lo que nos hace extremadamente vulnerables a las plagas, las enfermedades y el impacto del cambio climático. Y eso intensifica nuestra dependencia de los alimentos de origen animal, cuya producción a gran escala es insostenible desde tantísimos puntos de vista. El informe aboga por diversificar mucho más nuestra dieta y presenta una lista de los «50 alimentos del futuro», seleccionados en función de su valor nutricional, impacto ambiental, sabor, accesibilidad, aceptabilidad y asequibilidad. La finalidad es múltiple: enriquecer la pobre agrobiodiversidad actual, incrementar nuestra limitada ingesta de vitaminas, minerales y antioxidantes, y promover fuentes de proteínas de origen vegetal que ayuden a disminuir el consumo de carne roja, aves y pescado. Entre estos alimentos se hallan las legumbres, los cereales, las verduras de hoja verde, los tubérculos, los hongos, las hortalizas, las cactáceas y las algas. Precisamente estas últimas desempeñan un papel crucial en la estrategia europea «De la granja a la mesa», uno de los pilares del Pacto Verde Europeo.

 

Algas rojas
Abstract Aerial Art  /  Getty Images

El cultivo de algas rojas es una importante fuente de ingresos para los indonesios, en especial en la isla de Nusa Lembongan, al sudeste de Bali. De ellas se extrae carragenina, muy usada en la industria alimentaria como gelificante, espesante, estabilizante y aglutinante de proteínas.

En esta estrategia, las microalgas son consideradas una fuente alternativa de proteínas muy valiosa en la promoción de un sistema alimentario justo, saludable y respetuoso con el medio ambiente. AlgaEnergy, una empresa española líder en biotecnología de microalgas y en soluciones aplicadas a la agricultura, encabeza estas conversaciones europeas. La compañía desarrolla bioestimulantes agrícolas basados en microalgas con el objetivo de optimizar el crecimiento y desarrollo de los cultivos. «Nuestras soluciones a base de microalgas han demostrado mejorar la resistencia de los cultivos ante factores de estrés abiótico, como la sequía, así como incrementar la eficiencia en la asimilación de nutrientes y regenerar la salud del suelo», explica Carmela Pérez Calleja, directora de marketing y comunicación. 

También un científico de la talla de Carlos Duarte, oceanógrafo español y actualmente investigador destacado en la Universidad Rey Abdalá de Ciencia y Tecnología (KAUST, por sus siglas en inglés) de Arabia Saudí, ha recalcado la importancia de los cultivos de las algas marinas, no solo desde el punto de vista nutricional, sino por los beneficios medioambientales que pueden suponer: no requieren pesticidas, fertilizantes ni riego, almacenan CO2, mitigan la desoxigenación y la acidificación del océano, mejoran la calidad del agua porque absorben nitrógeno y fósforo, y dan cobijo a muchas especies. 

Sin embargo, por ahora en Europa el sector no despunta. En España, que junto con Francia, Alemania e Irlanda es uno de los países de la UE con mayor número de empresas dedicadas a la producción de macroalgas, su cultivo representa menos del 0,002 % del sector de la acuicultura. Hoy, alrededor del 95 % de la producción todavía tiene lugar en Asia, donde forman parte de la dieta tradicional en muchos países, no como aquí. En parte puede deberse a lo que se conoce como neofobia, o rechazo a probar cosas nuevas. El caso es que ni las tenemos en mente cuando vamos a la compra ni abundan en los supermercados. 

El estudio de otras fuentes de proteínas, así como la valorización de alimentos «olvidados», es un campo de investigación puntero, y una de las temáticas que se abordan en el Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN-CSIC) de Madrid, donde Jara Pérez, doctora en Ciencia y Tecnología de Alimentos, investiga las posibilidades alimenticias de la algarroba, «un alimento muy interesante y muy rico en polifenoles y fibra», afirma. Mientras que las semillas se utilizan como aditivo alimentario, de la vaina se extrae una harina que tradicionalmente se ha hecho servir como pienso para el ganado.
Sin embargo, investigadoras del ICTAN-CSIC han desarrollado una mezcla de esta harina de algarroba y cacao que ha dado lugar a un producto con un buen sabor que, además de revalorizar una especie local, ha dado resultados prometedores en estudios con animales, en especial para prevenir la diabetes de tipo 2 y una de sus complicaciones, la miocardiopatía diabética. 

Por su parte, el grupo de investigación de Genética, Genómica y Microbiología de la Universidad Pública de Navarra (UPNA) lleva 30 años trabajando en la genética y mejora de setas comestibles producidas en cultivos agrícolas. «Los hongos son una fuente alternativa de proteínas que no aportan colesterol, lo cual es muy importante desde el punto de vista nutritivo –explica la investigadora Lucía Ramírez, catedrática de Producción Vegetal, Genética y Mejora Vegetal en la UPNA–. Esas proteínas pueden aportar aminoácidos poco presentes en proteínas vegetales, lo que permite enriquecer y complementar la dieta. Además, contienen compuestos como antioxidantes, antitumorales, antivirales, inmunomoduladores, anticolesterolémicos o antibióticos».

En paralelo, surgen proyectos empresariales centrados en crear propuestas de origen vegetal cada vez más parecidas a la carne animal. Estas «carnes vegetales» se hacen de materias primas como soja, habas, lentejas, gluten de trigo, hongos fermentados, algas, patatas, levaduras, remolacha para simular el sangrado y otros muchos productos. Se trata de un mercado al alza que capta a un público preocupado por su salud –recordemos que en España comemos unos 50 kilos de carne al año, más del doble de lo que recomienda la FAO– o por el medio ambiente, o por el bienestar animal. O por todo ello a la vez. Una tendencia positiva porque para producir un solo bistec se requieren unos 15.000 litros de agua, frente a los 3.400 de un kilo de arroz, los 1.000 de un kilo de trigo o los 50 de un kilo de lentejas. Pero aun así, la FAO prevé que el consumo de carne aumentará un 73 % para 2050 y el de productos lácteos, un 58 %.

Carne vegetal
Marco Raccichini

La carne vegetal se obtiene a partir de la combinación de diferentes harinas –de trigo, altramuces, garbanzos– que, mediante un proceso de fermentación natural, dan a los distintos productos unas características distintivas.

«Ya a nadie le queda ninguna duda de que la tierra es un recurso finito. Estamos usando el 50 % de las tierras disponibles en el planeta para cultivar, y el 77 % de lo que se produce en ellas es para dar de comer a los animales. Es obvio que necesitamos tecnologías alternativas que permitan un sistema de producción de proteína mucho más equilibrado», señala Iñigo Charola, CEO y fundador de la empresa vasca Biotech Foods. Su nueva planta de carne cultivada estará operativa en 2024 y será la más grande del sur de Europa. 

Carne cultivada
Alamy / Cordon Press

La carne cultivada es una realidad incipiente.

«Producimos carne cultivada a partir de las células de animales vivos, como la ternera, cultivando las células musculares fuera del cuerpo del animal, recreando las mismas condiciones biológicas naturales que permiten su reproducción. De este modo se produce carne de forma eficiente utilizando menos recursos naturales, como agua y tierra, y de forma respetuosa con el animal», insiste Charola. Su primera meta es alcanzar una producción de 1.000 toneladas anuales e ir ampliando hasta llegar a las 4.000. Esperemos que mientras estas investigaciones siguen su curso, las regulaciones necesarias para poder comercializar estos productos se acaben de implementar. En este sentido, añade, «ya se están dando los pasos adecuados. En diciembre de 2020 Singapur se convirtió en el primer país del mundo en regular la comercialización de la carne cultivada y hace unos meses lo hizo Estados Unidos. En la UE todavía no se conocen las previsiones», declara.

Producción de carne
Timgmena.com / Upside Foods

Biorreactor del Centro de Ingeniería, Producción e Innovación (EPIC) de la empresa de tecnología alimentaria Upside Foods, con sede en Berkeley, California, donde se generan células animales para producir cualquier tipo de carne. 

Popularizar otras proteínas de origen animal que permitan incrementar la producción de alimentos de forma sostenible es parte esencial de la ecuación. En este contexto, una interesantísima alternativa es la ingesta de insectos, una idea que con toda seguridad acaba de provocar una mueca de asco en muchas de las personas que están leyendo estas líneas. Más allá de la neofobia, esta posibilidad causa incluso auténtica repulsión. No obstante, y viendo cómo está el panorama, hace unos meses la UE aprobó la venta de ciertos insectos para consumo humano, desecados, en polvo o congelados. El primero fue el tenebrio, en 2021. Luego, en 2022, el grillo, y más recientemente el escarabajo de la cama. Cabe recordar que hay insectos como la cochinilla, cuyo rojo carmín (el ácido carmínico que producen las hembras) está presente en multitud de productos que llevamos ingiriendo toda la vida sin aspavientos. Como se suele decir, el gusto es cultura y, en la nuestra, la idea de comer insectos todavía no nos encaja, pese a que nos zampamos gustosamente invertebrados muy parecidos y apreciados, como gambas o caracoles. 

Grillos
Marco Raccichini

En la empresa italiana Nutrinsect, los grillos Acheta domesticus se transforman en una harina (en el centro) utilizada para fabricar piensos para ganado y mascotas. La pasta (arriba) es un prototipo producido con un 10 % de harina de grillo, cuyo uso alimentario en humanos todavía no está autorizado.

Según el entomólogo neerlandés Arnold van Huis, profesor emérito de la Universidad de Wageningen y durante muchos años experto de la FAO en el papel que desempeñan estos animales en la alimentación del futuro, ese rechazo cultural se remonta a nuestros ancestros europeos, los cuales se alimentaban de carne de caza y no necesitaron comer insectos. Por no hablar de la fama de plaga que tenían entre los agricultores a los que tantas penurias acarreaban. «También influyó la creciente urbanización occidental, que ha alejado a las personas de la naturaleza, al contrario de lo que ocurre en otros entornos», añade. 

Sea como fuere, lo cierto es que cientos de millones de personas en el mundo consumen insectos: unas 1.600 especies distintas, sobre todo larvas de escarabajos y especies de orugas, saltamontes, grillos, hormigas, termitas, abejas y avispas. En especial se comen en zonas tropicales, donde son mucho más abundantes. Su recolección y preparación puede hacerse con poca tecnología y escasa inversión, lo que ofrece a los sectores más pobres de la sociedad una posibilidad de empleo, explica el experto. «En las zonas templadas, donde los insectos son menos abundantes, la única forma de utilizarlos como alimento o como pienso es mediante su cría. El cultivo de insectos ha despegado durante la última década, ya que su producción tiene considerables beneficios en comparación con la de los animales de producción comunes», dice. Las emisiones de gases de efecto invernadero y de amoníaco de estas granjas son mínimas, al igual que la necesidad de superficie. Además, pueden criarse con residuos orgánicos de bajo valor, lo que contribuye a la economía circular. Al ser de sangre fría, los insectos son muy eficientes a la hora de convertir el alimento en proteínas. «Los grillos, por ejemplo, necesitan doce veces menos alimento que el ganado vacuno, cuatro veces menos que las ovejas y la mitad que los cerdos y los pollos de engorde para producir la misma cantidad de proteínas», explica Van Huis. 

 

Envases biodegradables
Justin Tallis / AFP / Getty images

Fabricar envases biodegradables, como estos de la empresa Notpla, es otra forma de minimizar el impacto ambiental del sector de la alimentación. Se hacen con un material no modificado químicamente a base de polisacáridos, que está clasificado como sustancia natural y orgánica por la legislación de la UE. 

Con estos invertebrados también se puede alimentar a las mascotas (ojo al dato: a nivel mundial, nuestros perros y gatos se zampan el 20 % de la carne y el pescado que se produce en el mundo), así como al ganado no rumiante (aves y cerdos) y a los peces de acuicultura. Un buen ejemplo es la firma Bioloop, fundada por dos jóvenes nigerianos en la capital de su país, Lagos. A partir de residuos orgánicos alimentan larvas de mosca soldado negra, que convierten en nutritivos piensos para avicultores, criadores de cerdos y piscicultores. Un valor añadido es que, durante su ciclo de vida, las larvas descomponen la materia orgánica generando un compost que usan agricultores, jardineros y paisajistas. A diferencia del estiércol, es seco, no huele y puede almacenarse sin problema.

La empresa biotecnológica española Tebrio conoce bien el potencial comercial de los insectos. El año que viene abrirá la mayor granja de insectos del mundo en Salamanca, donde fabricarán ingredientes para piensos destinados a la avicultura, la acuicultura y el sector porcino a partir del gusano de la harina(Tenebrio molitor) mediante un sistema de producción sostenible y circular. Esperan producir hasta 100.000 toneladas al año de una harina rica en proteína y grasa apta para sustituir en parte a la soja, cuyo cultivo genera una huella ecológica colosal, en la formulación de los piensos. «Además, recuperamos las deyecciones de los insectos para fabricar un fertilizante orgánico que ayuda a regenerar el suelo e incrementa su capacidad de retención de agua. Y de los ejemplares adultos obtenemos la quitina, que puede utilizarse para fabricar plástico biodegradable», explica Fran García, portavoz de Tebrio.

Bosque de kelp
Douglas Klug / Getty Images

Los rayos de sol se filtran en la espesura de un bosque submarino de kelp en las aguas de Santa Bárbara, en California. Esta alga parda del orden de las laminariales es una de las especies con potencial para la alimentación humana. Los densos bosques que conforman son el hogar y alimento de múltiples organismos. 

«La comida y la forma de producirla es la mayor causa de degradación ambiental del mundo», dice el chef José Andrés, Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2021 por su labor al frente de la ONG World Central Kitchen, siempre en primera línea de fuego cuando hay que proporcionar comida ante crisis humanitarias, climáticas y comunitarias. Por cierto, en el restaurante China Chilcano que el chef tiene en Washington D. C., y tras la reciente aprobación regulatoria completa de las autoridades estadounidenses, ya se sirven los primeros platos de carne cultivada, en concreto pollo, de la marca Good Meat, de la que Andrés forma parte. 

También en la comida reside el poder de transformar el mundo. «La comida debería ser buena, limpia y justa», afirma el italiano Carlo Petrini, gastrónomo, sociólogo y fundador del movimiento Slow Food. Y es que en el fondo, dice, comer es un acto político. O lo que es lo mismo: una gran responsabilidad colectiva.

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Este artículo pertenece al número de Noviembre de 2023 de la revista National Geographic.