Desde mi infancia en el Mediterráneo, siempre me ha fascinado la diversidad biológica de nuestro planeta y he querido aprender todo lo posible sobre ella. He dedicado buena parte de mi carrera a estudiar la red trófica marina, en la que los animales más diminutos son ingeridos por depredadores cada vez mayores, a menudo culminando en nosotros mismos. Pero los científicos saben que no todo es tan sencillo, y ver paralizada la vida por obra de un minúsculo virus ha sido una cura de humildad.

Desde China, concretamente desde un mercado de Wuhan donde se venden carnes recién despiezadas y animales salvajes vivos para consumo humano y usos medicinales, el virus probablemente se transmitió a los humanos a finales de 2019 por vía zoonótica. Y en cuestión de meses, la COVID-19 se ha llevado por delante a cientos de miles de Homo sapiens, el depredador preeminente de la Tierra.

Escribir sobre esto para mi nuevo libro me llenó de tristeza: el virus había atacado a conocidos míos. Pero esta pandemia es un convincente argumento en favor de algo en lo que creo a pies juntillas: que la biodiversidad es imprescindible para la salud humana y, en última instancia, para nuestra supervivencia.

Los seres humanos llevamos milenios padeciendo enfermedades causadas por los virus y bacterias que nos transmiten los animales salvajes. A medida que ganamos terreno a los hábitats naturales y competimos con los animales por el agua, el alimento y el territorio, es inevitable que cada vez haya más contacto físico con ellos, lo que se traduce en más conflictos… y más contagios.

Un estudio de 2020 exploraba la relación entre la abundancia de especies portadoras de virus zoonóticos y la probabilidad de que estos den el salto a los humanos. Los investigadores analizaron la bibliografía científica, recabaron datos sobre 142 virus zoonóticos y descubrieron que los roedores, los primates y los murciélagos eran mayores portadores que otras especies. También hallaron que el riesgo de transmisión a los humanos era más elevado en el caso de los animales más abundantes, porque se han adaptado a los entornos dominados por nosotros.

Cuando degradamos los hábitats, los animales se estresan y liberan más virus. En los hábitats con diversidad de especies hay menos enfermedades.

¿Y qué riesgos entrañan las criaturas del mar, que cubre más del 70 % de la superficie del planeta? ¿Es la explotación de la vida marina otra amenaza para la salud? Encontré la respuesta mientras explorábamos algunas de las islas más remotas del Pacífico central.

En 2005 organicé mi primera expedición científica al arrecife Kingman y sus islas vecinas. Kingman es la más septentrional de las Espóradas Ecuatoriales, 11 atolones e islotes de coral que cruzan el ecuador a lo largo de 2.350 kilómetros. La visita a cuatro de las islas al norte del ecuador constituyó un experimento natural perfecto para comparar los distintos niveles de impacto antropogénico sobre los arrecifes de coral.

Kingman estaba deshabitada. La siguiente isla en dirección sur, Palmira, tenía 20 habitantes: el personal de una estación de investigación y refugio de fauna salvaje. Más al sur están Teraina (con 900 habitantes), Tabuaeran (2.500) y Kiritimati (con 5.100), que forman parte de la República de Kiribati. Por su cercanía, las cuatro islas compartían condiciones oceanográficas, clima y fauniflora. La única variable discrepante era el número de habitantes humanos.

Nuestro equipo se propuso evaluar la diversidad y la abundancia de todo –virus, bacterias, algas, peces e invertebrados– y medir cómo cambia el ecosistema de arrecife coralino conforme aumenta la perturbación humana. A lo largo de cinco semanas de inmersiones, cuantificamos la abundancia y la biomasa de todo cuanto pudimos. La conclusión fue clara: desde el instante en que las personas –aunque no pasen de un par de cientos– empiezan a pescar, recortan la red trófica desde arriba. Y a medida que aumenta la población humana de cero a unos miles, el arrecife pasa de ser un hervidero de tiburones y corales a albergar muchas algas y peces menudos, pero ningún tiburón.

También hicimos otro descubrimiento inesperado a propósito de las criaturas más diminutas del arrecife.

Siempre daré las gracias por haber invitado a mi querido amigo Forest Rohwer a sumarse a la expedición. Forest es un brillante ecólogo experto en virus de la Universidad Estatal de San Diego y uno de los primeros en aplicar tecnologías genómicas para estudiar virus y bacterias en el mar. Aquel año, en las Espóradas Ecuatoriales, Forest y su reducido equipo recogieron muestras de agua para cuantificar la abundancia de microbios en relación con la presencia humana. Hallaron 10 veces más bacterias en las aguas de Kiritimati que en las de Kingman.

No solo constataron una correlación entre el número de microbios y la población humana: observaron que la función de las bacterias también cambiaba radicalmente. En Kingman encontramos unas aguas cristalinas en las que la mitad de los microbios eran bacterias pequeñas, como los proclorococos, que se dedican solo a hacer la fotosíntesis. En contraste, en Kiritimati hallamos aguas turbias en las que cerca de un tercio de las bacterias eran patógenas, entre ellas varios tipos de estafilococos, vibrios y escherichias.

Preocupaban sobre todo los vibrios, que pueden causar enfermedades a los corales y contribuir con ello a la transición de arrecifes dominados por corales a arrecifes dominados por algas, lo que potencia a su vez las proliferaciones microbianas. Los vibrios también pueden causar afecciones potencialmente letales en humanos, como cólera, gastroenteritis, infecciones de heridas y septicemia. Forest denomina este cambio de ecosistema –de maduro, estable y lleno de animales grandes a inmaduro y dominado por criaturas pequeñas– «microbianización» de los arrecifes de coral.

En abril y mayo de 2009 llevamos a cabo la primera expedición Mares Prístinos de National Geographic a cinco de las Espóradas Ecuatoriales del Sur, todas ellas deshabitadas. Allí descubrimos lo mismo que en Kingman: aguas límpidas y una enorme ictiomasa –incluido un gran número de tiburones–, así como un arrecife dominado por coral vivo. En la laguna del atolón del Milenio nos maravillamos ante la abundancia de almejas gigantes, algo que ya habíamos observado en la laguna de Kingman.

Las almejas gigantes filtran el agua con su cuerpo y capturan los microorganismos de los que se alimentan; nos preguntamos hasta dónde llegaba su contribución a la hora de mantener la pureza del mar. Forest recogió agua de la laguna y llenó con ella acuarios de experimentación a bordo de nuestro barco: en unos colocó una almeja gigante viva, en otros, una concha vacía, en otros dejó solo agua. A continuación midió la abundancia de bacterias y virus a lo largo del tiempo.

Los resultados fueron asombrosos. Las almejas gigantes eliminaban la mayor parte de las bacterias y los virus del agua marina en menos de 12 horas, mientras que el agua de los otros acuarios se enturbiaba y cargaba de microbios. Forest añadió después vibrios a todos los acuarios, a partir de un cultivo que había llevado consigo a la expedición. Como era de esperar, las almejas gigantes de los acuarios de experimentación redujeron significativamente los vibrios, que sin embargo proliferaron en los acuarios del grupo de control.

Se trata de otro modo de control natural de los virus –su eliminación del sistema por filtración– que apenas hemos empezado a reconocer. En la mayoría de los arrecifes del Pacífico se ha mariscado la almeja gigante para explotar su carne y su concha, y en muchos lugares ya no existe. Sin saberlo, el hombre ha estado eliminando unos filtros naturales –las mascarillas FFP2 de la laguna– que protegían contra enfermedades.

Estamos juntos en esto, todas las especies del planeta. ¿Qué podemos hacer? Ahora que el mundo se ha volcado en ayudar a quienes lo necesitan durante los brotes de la COVID-19, podríamos empezar a pensar en cómo prevenir la próxima pandemia zoonótica.

Una y otra vez hemos comprobado que todas las especies animales desempeñan labores cruciales para el mantenimiento de nuestra biosfera, aunque en la mayoría de los casos ignoremos cuál es. Si algo hemos aprendido del estudio de los ecosistemas naturales en relación con estas recientes enfermedades, es que en lugar de exterminar animales salvajes para impedir que nos contagien, deberíamos hacer justo lo contrario: salvaguardar los ecosistemas naturales que constituyen sus hogares y, si es necesario, encauzarlos de nuevo en el camino hacia la madurez por medio de la renaturalización.

Cuando degradamos los hábitats, los animales se estresan y liberan más virus. En cambio, en los hábitats con diversidad de especies de microbiota, fauna y flora existen menos enfermedades. La biodiversidad diluye cualquier virus que emerja y ofrece un escudo natural que absorbe los efectos de los patógenos.

Cortar de raíz el tráfico ilegal de fauniflora, poner fin a la deforestación, proteger los ecosistemas intactos, educar sobre los riesgos de consumir animales salvajes, cambiar la manera de producir alimento, abandonar el uso de combustibles fósiles y pasarnos a la economía circular: he ahí lo que podemos y debemos hacer.

Aunque solo sea por egoísmo –por nuestra propia supervivencia–, hoy más que nunca necesitamos la naturaleza. Un mundo natural sano es nuestro mejor antivirus.

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Conservar el planeta no es un lujo

En tiempos inmemoriales, la menor movilidad y el tamaño más reducido de las comunidades humanas probablemente restringían las enfermedades al ámbito local. Sin embargo, a lo largo de la historia la humanidad ha terminado por poner muy fácil a los virus alcanzar el éxito evolutivo. Nos concentramos en áreas urbanas de gran densidad y viajamos por todo el mundo como nunca ha hecho ninguna otra especie. Hemos transformado hábitats naturales en ciudades y tierras de cultivo, invadiendo terreno a las especies con las que antes compartíamos el planeta. Hemos creado el caldo de cultivo perfecto para una nueva plaga.

La COVID-19 es un recordatorio más de que la conservación no es un lujo de países ricos ni un ideal romántico. Nuestra supervivencia misma depende de que seamos miembros responsables de la biosfera, la gran comunidad a la que pertenecemos.

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Este texto está basado en el libro The Nature of Nature: Why We Need the Wild, escrito por el ecólogo, oceanógrafo y Explorador Residente de National Geographic Enric Sala.

Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2020 de la revista National Geographic.

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