Al norte de la isla de Santa María, el alboroto de las aves sugiere que algo se cuece bajo la superficie de las aguas templadas y cristalinas. Reviso una vez más el equipo y me sumerjo.
Luís Quinta
Tras sufrir la embestida de un banco de atunes, esta enorme esfera de peces pequeños que se desplazan cerca de la superficie en aguas de Santa María, la isla más oriental de las Azores, son engullidos por un tiburón ballena.
Guiándose por el color del agua y el movimiento de las aves, el turoperador que me acompaña señala hacia una zona en la que adivina la presencia de varios gigantes marinos. Enseguida descubro en mi horizonte visual cinco tiburones ballena en formación que se deslizan por el agua con movimientos amplios y lentos. Consigo encuadrar cuatro de los grandes peces; parecen naves espaciales flotando en el espacio. Las primeras imágenes son inolvidables. Intento coordinar mi posición con la de los demás buceadores para incluir en las fotos siluetas humanas que aporten una referencia de la escala. Aunque me quedo anonadado por estas criaturas míticas, me obligo a recordar que es importante captar su flanco izquierdo, tal y como dictan las convenciones internacionales. Cada individuo tiene un dibujo único e irrepetible de puntos, manchas y rayas. Como una huella digital, es inconfundible. Y esa es una de las razones por las que hoy estoy buceando en la zona.
Luís Quinta
Los pescadores buscan a los tiburones ballena para capturar las diversas especies de túnidos que acompañan a los gigantes marinos en sus viajes. Mientras haya un tiburón ballena cerca del barco, la jornada de pesca puede ser fructífera.
De hecho, esta historia se sustenta en dos pilares improbables. A un lado del Atlántico se encontraba Jorge Fontes, investigador del Instituto de Investigación de las Ciencias del Mar-Okeanos de la Universidad de las Azores (IICM), autor de veintitantos artículos sobre la presencia de grandes peces en las Azores y una autoridad en el tiburón ballena. Tras pasar años estudiando la relación entre las poblaciones de peces de los montes submarinos con la megafauna oceánica, este biólogo marino se percató de que las aguas de esta región autónoma portuguesa ocultan secretos que atraen a algunos de los animales más grandes de la Tierra y decidió orientar su carrera a comprenderlos.
El otro pilar sobre el que se asienta esta historia se alzaba nada más y nada menos que en Santa Coloma de Farners, un pueblo rodeado de montañas de la provincia de Girona, donde reside el joven investigador Bernat Martí Alsina. Cuando en 2019 decidió estudiar los grandes tiburones ballena, Fontes le sugirió que tratase de descifrar la estructura y el tamaño de sus poblaciones y de identificar las relaciones entre estos esquivos animales. Solamente había un problema: necesitaba una herramienta de trabajo.
Luís Quinta
Cada tiburón ballena nace con un dibujo de manchas y rayas que conserva toda su vida. Esta característica, analizada por software, permite identificar a cada individuo concreto.
El catalán la encontró en un instrumento desarrollado para un fin muy concreto: el algoritmo de Groth, diseñado originalmente para cartografiar las imágenes espaciales captadas por el telescopio Hubble, pero adaptado en el ínterin a proyectos de fotoidentificación de grandes peces en distintos puntos del planeta. Los estudios oceanográficos suelen valerse de marcas implantadas en el cuerpo de los animales, pero estos dispositivos son caros y poco duraderos. Las manchas y los puntos, en cambio, son una suerte de huellas dactilares en toda regla. No hay dos animales idénticos. Y Bernat Martí confiaba en aplicar este método a los tiburones ballena avistados en las Azores.
En los últimos años se han tomado cientos de imágenes de tiburones ballena que visitan las aguas de las Azores. Muchas de esas fotografías son obra de investigadores, pero otras están almacenadas en las cámaras de innumerables turistas y fotógrafos profesionales que buscan encuentros con estos emblemáticos peces. En la última década las autoridades regionales se han esforzado por mostrar al mundo que el Atlántico Norte es un excelente destino para nadar con tiburones, y ese trabajo de promoción se ha traducido en un mayor número de imágenes disponibles.
El volumen de información ha generado resultados interesantes para los científicos, que de este modo pueden identificar animales ya avistados en otras ocasiones o latitudes. Año tras año se acumulaban en el IICM-Okeanos cientos de registros pendientes de análisis. Era como si un gran aeropuerto almacenase los resultados acopiados por su software de reconocimiento facial, pero no procesase la información: se desconocería el número y la identidad de los pasajeros en tránsito.
En esta investigación, Bernat Martí y Jorge Fontes empezaron por comparar las fotografías con el catálogo mundial Wildbook for Whale Sharks, un repositorio de miles de imágenes de esta y de otras especies de tiburones que incluye las coordenadas geográficas de cada avistamiento. Y en este trabajo de despacho, llevado a cabo al término de la temporada de trabajo de campo, Bernat Martí se topó con revelaciones inesperadas.
De un total de 3.705 fotografías tomadas entre 2008 y 2020, fueron validadas para su comparación 545 (el 15 %), con un saldo de 186 individuos identificados. El estudio también reveló otros datos sorprendentes: de los 115 individuos en los que fue posible determinar el sexo (algo que en varios años no se pudo hacer), aparecía aproximadamente un macho por cada dos hembras. Todos los ejemplares referenciados superaban los ocho metros de longitud, lo que representa una población en la que predominan las hembras adultas. Y así empezaron a tomar forma nuevas hipótesis.
Luís Quinta
Esta hembra grande (Az_127) y de vientre abultado fue avistada en la zona durante cuatro días seguidos. La posibilidad de que las Azores sean una zona de cría de esta especie sigue sobre la mesa, pues todavía se ignora dónde nacen los tiburones ballena.
Regreso a bordo y avanzamos unas decenas de metros para situarnos de nuevo ante los tiburones. Los atunes que se desplazan a la sombra de estos grandes peces abandonan su tarea de escolta para atacar un banco de peces menudos que se materializa en el horizonte. El frenesí es indescriptible; los tiburones ballena cambian también de rumbo y se lanzan sobre la masa de pececillos. En plena vorágine marina intento controlar el pulso y la cámara. Hay peces por todas partes: pequeños, medianos, grandes, gigantes, por debajo, a los lados, por encima… Fuera del agua, aves marinas de distintas especies participan en el delirio, zambulléndose para atrapar a los peces o intentando robar la comida a los compañeros distraídos.
Después de unos minutos de caos subacuático entre depredadores y presas, los atunes se reúnen de nuevo bajo el vientre de los tiburones ballena y, completamente sincronizados, unos y otros desaparecen en el mar azul.
Subo al barco y reviso las imágenes que he tomado. Las siluetas que veo en la pantalla de la cámara son inconfundibles: estoy viendo animales grandes, hembras con el vientre abultado. ¿Podrían estar preñadas? ¿Serán las Azores una especie de sala de maternidad? Jorge Fontes tiene sus reservas: «Habrá que hacer análisis de sangre, aunque las extracciones no son fáciles en estos animales, o recurrir a otras técnicas –dice–. Hasta la fecha no hemos podido averiguar, ni aquí ni en otras regiones, qué significan esos vientres abultados». A pesar de los avances, la especie todavía se guarda sus secretos, lo que constituye todo un acicate para la investigación que a buen seguro traerá novedades en los próximos años.
En las aguas de las Azores, la asociación entre la comunidad científica y los ciudadanos ha permitido un acopio de datos incomparablemente más rico que si dependiese únicamente de los biólogos. Con una red de intercambio y de contactos, esta información promete resultados sorprendentes y pertinentes para las políticas de conservación en el Atlántico. Cada vez que un animal es avistado de nuevo y registrado en la red, encajamos una pieza más del intrincado rompecabezas que es la ecología de estos gigantes.
Luís Quinta
Isla de contrastes, Santa María –la más antigua de la región desde el punto de vista geológico– es escenario de una actividad pesquera muy importante. Los lugareños se refieren a los tiburones ballena como «pintados».
Al día siguiente regreso al mar y me encuentro con nuevos individuos. Entre los centenares de imágenes es posible identificar otro tiburón ballena, el Az_129. Es el más joven y el de menor tamaño que me encuentro esta jornada, una hembra de unos nueve metros de largo, lo que debe de corresponder a unos 30 años de edad. Hablamos de peces que llegan a vivir más de 100 años y pueden alcanzar una longitud de 20 metros.
Me topo de nuevo con la misma hembra de gran tamaño de la víspera, que más tarde será catalogada con la impersonal etiqueta «Az_127». Su aleta dorsal deformada le confiere una silueta inconfundible. Curiosa, sale a la superficie sin miedo y me permite acercarme. Situada a dos metros de mi máscara de buceo, contemplo y fotografío el cuadro abstracto que pintan sus manchas grises y blancas. Deslizándose casi sin moverse, desaparece de nuevo en el mar abierto.
Me lleno los pulmones de aire y regreso al agua. Me sumerjo unos metros y acompaño a uno de estos grandes animales. En sintonía con el gigante, con él nadan otros peces además de los atunes. Los peces piloto y las rémoras son compañeros habituales de estos viajeros de larga distancia. La ciencia todavía no comprende todas las relaciones simbióticas, pero en este momento salta a la vista que todo el ecosistema desfila ante mí como a cámara lenta.
Además de la fotoidentificación, los investigadores del IICM-Okeanos acopian datos sobre los desplazamientos de estos animales. «Mediante el uso de diversos dispositivos podemos conocer, por ejemplo, la profundidad y el perfil de sus inmersiones», explica el biólogo brasileño Bruno Macena, investigador de esta institución y autor de un nutrido trabajo sobre avistamientos de tiburones ballena en las islas atlánticas y en la costa brasileña entre Ceará y Rio Grande do Sul, así como en los archipiélagos de Fernando de Noronha, São Pedro e São Pablo, y Trinidad.
Dependiendo de la vida de las baterías –que ronda los ocho o nueve meses–, se ha podido comprobar que algunos individuos han llegado a cruzar el océano hasta el Caribe, o más al sur hasta la costa de Brasil.
Los datos de GPS revelan un lado oscuro de esta historia. Un estudio reciente en el que participaron 69 investigadores de 18 países –entre ellos Macena– siguió a 348 tiburones ballena y descubrió que la pérdida de la señal de los transmisores, interpretada como un suceso catastrófico que produce la muerte y el hundimiento del cadáver de un tiburón, se da con mayor frecuencia cuando sus rutas se cruzan con las de los mercantes. Se calcula que desde mediados del siglo XX la población de esta especie se ha reducido a la mitad, a lo que quizás hayan contribuido el declive de las poblaciones de peces y las colisiones con barcos.
Pronto estos animales se alejarán de las Azores, como atendiendo a una llamada inaudible para nosotros. La reunión estacional de los tiburones ballena, conocida desde hace mucho tiempo por los pescadores de Santa María pero no investigada realmente hasta principios del siglo XXI, tiene lugar entre julio y noviembre. De noviembre en adelante, los animales migran a otras aguas.
En este estudio apoyado por la ciencia ciudadana, Bernat Martí llegó a la conclusión de que algunos individuos fueron avistados el mismo año en diferentes islas de las Azores, pero Santa María concentra la mayoría de los avistamientos. Pese a haberlos estudiado hasta la extenuación y de conocer a algunos con una minuciosidad detectivesca, el biólogo aún no ha tenido ocasión de nadar con ellos. Sabe que la especie lleva 450 millones de años surcando los océanos y ha sobrevivido a cinco extinciones masivas, por lo que su resiliencia ofrece garantías. Ahora podemos verlos. Sabemos mejor dónde nadan y cuándo. Como unos parientes lejanos, estos dóciles gigantes nos visitan de vez en cuando y dejan su instantánea en el gran álbum de familia de las Azores.
Este artículo pertenece al número de Octubre de 2023 de la revista National Geographic.