Mi madre lleva melena larga de color castaño con raya al medio. Está cosiendo una cápsula de eucalipto a un vestido de tela verde claro, riéndose con sus amigos. Tiene 19 años.
Es febrero de 1970, faltan unos meses para el primer Día de la Tierra, y los alumnos de la Universidad Estatal de San José, en California, están organizando una «Feria de la Supervivencia» en la que planean enterrar un Ford Maverick amarillo recién salido del concesionario. El Maverick y todos los motores de combustión deben declararse muertos, porque vomitan los contaminantes que han ayudado a crear el nauseabundo smog que cubre San José y tantas otras ciudades del mundo. El Maverick, escribía el periodista Paul Avery en el San Francisco Chronicle, «fue empujado por el centro urbano de San José en un desfile encabezado por tres sacerdotes, la banda de música de la universidad y un grupo de alumnas envueltas en túnicas verdes con cierto aire a sudario».
Foto: Stan Creighton / San Francisco Chronicle / Polaris
En febrero de 1970, en una movilización precursora del Día de la Tierra, alumnos de la Universidad Estatal de San José, en California, compraron un Ford Maverick nuevo y lo enterraron en el campus como protesta contra el smog. Aquella ceremonia se enmarcó dentro de la «Feria de la Supervivencia», celebrada a lo largo de una semana y que dio lugar a uno de los primeros departamentos de estudios medioambientales de las universidades de Estados Unidos.
Mi madre recuerda bien aquellas túnicas, aunque han pasado 50 años. Aquellos universitarios se preocupaban por la contaminación del agua y la sobrepoblación, además de por la calidad del aire, pero mi madre era optimista. «Estaba segura de que los seres humanos daríamos el paso cuando fuese necesario», dice. Yhasta cierto punto lo dimos: los automóviles que conducimos en Estados Unidos contaminan un 99% menos que los de entonces, gracias a la legislación en esta materia.
Yo no heredé su melena castaña, como tampoco sus habilidades costureras. Pero sí heredé su optimismo. Y hoy tenemos que dar el paso en otros ámbitos.
Tras 15 años informando sobre temas medioambientales en publicaciones tanto científicas como divulgativas y un libro sobre el futuro de la conservación, todavía me impresiona la maraña de problemas que nos acucian: el cambio climático, la mengua de poblaciones de animales y plantas, la rampante injusticia medioambiental. Tienen más difícil solución que el smog, pero en pleno remolino de pena, preocupación, ira y amor por la hermosa originalidad de la vida en la Tierra, hallo la férrea determinación de no rendirme jamás.
¿De dónde sale mi esperanza? Ya disponemos de los conocimientos y las tecnologías imprescindibles para alimentar a una población más numerosa, abastecer de energía a todo el mundo, empezar a revertir el cambio climático e impedir la mayoría de las extinciones. En las calles se palpa el deseo de la gente de que nos pongamos manos a la obra. El pasado mes de septiembre, seis millones de personas de todo el planeta se sumaron a la «huelga por el clima». Igual que en 1970, el cambio cultural se percibe de nuevo en el ambiente. Estoy convencida de que construiremos un buen 2070.
No se parecerá a 2020 ni a 1970. No podemos deshacer lo que hemos hecho; no podemos dar marcha atrás en el tiempo. El cambio –ecológico, económico, social– es inevitable. En algunos casos será trágico. Tendremos que despedirnos de cosas que amamos: especies, lugares, relaciones con el mundo no humano que han pervivido durante milenios. Algunos cambios serán difíciles de predecir. Los ecosistemas se reconformarán, las especies evolucionarán.
También nosotros cambiaremos. Muchos adoptaremos un nuevo concepto de nosotros mismos, como una especie más entre otras muchas: como parte de la naturaleza, no como su adversario. Mi predicción es que echaremos la vista atrás hacia finales del siglo XX y principios del XXI y veremos una transición dolorosa y turbulenta, en cuyo transcurso la humanidad habrá aprendido a prosperar en relaciones ecológicas positivas, entre nosotros y con las especies que nos rodean.
El mayor reto que nos une es el cambio climático. Si se antoja un problema abrumador, es en parte porque a título individual no podemos ponerle freno. Aunque seamos los perfectos consumidores verdes –no viajemos en avión, reutilicemos las bolsas, nos hagamos veganos–, estamos atrapados en un sistema dentro del cual es imposible dejar de agravar el problema. Para vivir tenemos que comer, ir a trabajar, calentarnos en invierno y refrescarnos en verano. Por ahora, en la mayoría de los sitios es imposible cumplir con esas tareas sin emitir carbono.
Pero las cosas pueden cambiar más rápido de lo que pudiera parecer. En muchos lugares los coches sustituyeron a los caballos en apenas 15 años. Durante miles de años vivimos perfectamente sin plástico y de pronto, en cuestión de un par de décadas, lo teníamos por todas partes. A lo largo de la historia hemos demostrado ser una especie ingeniosa y deseosa de adoptar nuevas tecnologías. Con la voluntad de la gente y las políticas adecuadas, crearemos sin problema nuevas infraestructuras de transporte y energía, bienes manufacturados sin toxinas ni emisiones de carbono, sustitutos biodegradables de los plásticos.
No podemos solucionar el cambio climático siendo "buenos" consumidores. Pero siendo buenos ciudadanos sí podemos mejorar las cosas
Como ciudadanos individuales es mucho más efectivo gastar nuestra energía en exigir la adopción de estas políticas –para que la vía verde se consolide como la opción más barata y fácil– que gastar nuestro dinero en comprar las caras alternativas verdes que hoy ofrece el mercado en nichos muy concretos. Constato que cada vez más gente lo entiende así, y eso también me da esperanza. No podemos solucionar el cambio climático siendo «buenos» consumidores. Pero siendo buenos ciudadanos sí podemos mejorar mucho las cosas.
El 25% de las emisiones proceden de la generación de electricidad y calor. Por suerte, con voluntad política, son también las más fáciles de eliminar. «Podríamos reducirlas a la mitad en 10 años», afirma Jonathan Foley, director ejecutivo de Project Drawdown, que lleva a cabo análisis de coste-beneficio de soluciones al cambio climático. Las energías eólica y solar están lo bastante evolucionadas como para que las adoptemos a escala masiva, y los acumuladores –tanto centrales como domésticos– que almacenan la electricidad generada son cada vez mejores y más baratos. Al mismo tiempo, las compañías de carbón están quebrando.
La agricultura, la silvicultura y el uso del suelo son temas más complejos. Producen otro 25% de nuestras emisiones, mayoritariamente óxido nitroso (generado por los estiércoles o los fertilizantes sintéticos), metano (expelido por las cabezas de ganado) y CO2 (producto de la quema agrícola y de combustibles). En 2070 es posible que en el mundo haya más de 10.000 millones de bocas que alimentar. ¿Cómo reducir la huella de la agricultura y la ganadería sin dejar de producir calorías suficientes para todos?
La agricultura, la silvicultura y el uso del suelo son temas más complejos producen otro 25% de nuestras emisiones
Una solución pasa por eliminar las subvenciones a la producción cárnica y fomentar la transición de la sociedad hacia dietas con mayor proporción de alimentos de base vegetal. Concretamente la carne de vacuno se asocia con las cifras más elevadas de uso del suelo y el agua; para producir un kilo de carne hay que dar al animal seis kilos de plantas. Por suerte hay esperanza: ahí están las sabrosas alternativas, como Impossible Hamburguer o Beyond Meat. No creo que en 2070 nos hayamos vuelto todos veganos, pero la mayoría de la gente comerá mucha menos carne que hoy, y probablemente ni siquiera la echará de menos.
¿Y qué ocurrirá con las explotaciones? Los medioambientalistas se dividen en quienes afirman que la actividad agropecuaria debe ser más intensiva –por la vía de la robótica, la modificación genética y el big data– para producir cantidades ingentes de alimento con una huella minúscula y quienes afirman que debe avanzar hacia «lo natural», optando por el policultivo, reduciendo las sustancias químicas tóxicas y dejando las lindes de los cultivos como hábitat de fauna salvaje. Tras años informando sobre el tema, me pregunto por qué no podríamos hacer ambas cosas a la vez. Podemos instalar «cultivos verticales» urbanos en rascacielos alimentados con energía renovable y, al mismo tiempo, gestionar en el campo grandes explotaciones que aúnen alto rendimiento, alta tecnología, respeto a la fauniflora y capacidad de absorber carbono en el suelo.
El resto de nuestras emisiones de carbono proceden de la industria, el transporte y los edificios. Estas son las que quitan el sueño a Foley. ¿Cómo reformar miles de millones de edificios, sustituyendo calderas de gas y gasoil? ¿Cómo sacar de las carreteras 1.500 millones de vehículos que consumen litros y litros de gasolina? No hay suficientes universitarios hippies en el mundo para enterrarlos todos.
Las emisiones de carbono producidas por la industria, el transporte y los edificios son las más complicadas de afrontar: ¿cómo llevar a cabo un cambio tan profundo?
La única opción factible es que los Estados impulsen el cambio con normativas e incentivos fiscales. En Noruega, la mitad de los coches de nueva matriculación son ya eléctricos, en gran medida porque están exentos de pagar el impuesto de ventas, lo que alinea su precio con el de los automóviles de gasolina, cuya venta quedará prohibida a partir de 2025. La pasada primavera el Ayuntamiento de Nueva York aprobó una ley en virtud de la cual los edificios de tamaño grande y medio tendrán que reducir sus emisiones de carbono en más de un 25% antes de 2030. Convertir todo un país como Estados Unidos a la causa de la eficiencia constructiva, el transporte público eficaz y el coche eléctrico no saldrá barato, pero será un gasto que debemos relativizar. «Nos costará menos que el rescate de los bancos», dice Foley, refiriéndose a la respuesta federal a la crisis financiera de 2008.
Conocemos la receta: es el mensaje básico de Project Drawdown. Una de las soluciones más rentables al cambio climático, explican Foley y su equipo, es asegurar el acceso de niñas y mujeres a la educación y los anticonceptivos. Las mujeres de Kenya, por ejemplo, pasaron de tener 8,1 hijos de promedio en 1970 a 3,7 en 2015. Cuando en la década de 2000 hubo un breve repunte, se relacionó con la interrupción del acceso de las niñas a la educación. Empoderar a las mujeres contribuirá a estabilizar la población mundial y a limitar la demanda de alimento y energía.
Para lidiar con el cambio climático, al tiempo que reducimos las emisiones globales hasta eliminarlas casi por completo tendremos que invertir en sistemas que secuestren parte de los gases de efecto invernadero ya presentes en la atmósfera. Se trata de tecnologías prometedoras, pero casi todas ellas están en pañales… con excepción de los árboles, que al menos a corto plazo son excelentes sumideros de carbono. Además, los árboles presentan otra ventaja: crean bosques en los que crecen líquenes, dormitan lagartos y aúllan monos mientras saltan de aquí para allá comiendo frutos. He estado en bosques así, y el aséptico tecnicismo «biodiversidad» se queda muy corto para expresar su incalculable valor.
Foto: Joel Sartore
El kiwi, un ave no voladora nativa de Nueva Zelanda, se resiente del aumento de las sequías y de la depredación por parte de armiños y perros. Los polluelos son los más vulnerables, razón por la cual distintos colectivos conservacionistas de ámbito local, como Kiwis for Kiwi, recogen huevos o pollos recién nacidos y los crían en refugios seguros hasta que son capaces de alimentarse con eficiencia y protegerse de los depredadores.
Quizás haya leído que estamos viviendo la sexta extinción masiva. Esta afirmación se basa en nuestra elevada tasa de extinción, no en las cifras totales de pérdidas registradas hasta este momento. Desde el siglo XVI se han producido menos de 900 extinciones documentadas, una cifra absolutamente excesiva y probablemente infraestimada. Pero teniendo en cuenta que la ciencia ha evaluado el estatus de más de 100.000 especies hasta la fecha, no parece que tengamos que hablar todavía de extinción «masiva», que la paleontología define como un período en el que se extinguen al menos tres cuartas partes de todas las especies. Si nos mantenemos en estas tasas unos cuantos millones de años –o si las inflamos tremendamente al superar algún umbral de destrucción del hábitat o del clima–, entonces sí podríamos vernos en medio de una extinción masiva. Pero por ahora no hemos llegado a ese punto y, si no nos dejamos paralizar por el pesimismo, todavía podemos cambiar el rumbo.
Investigaciones recientes sugieren que es posible salvar a la mayoría de las especies y restaurar la fauniflora a mayores niveles de abundancia si conjugamos la creación de áreas protegidas y parques, la restauración de algunos ecosistemas y la reducción de las tierras de cultivo. En este momento la agricultura utiliza una tercera parte del suelo del planeta. Pero si reducimos a la mitad la ingesta de carne y el desperdicio de alimentos, si aumentamos el rendimiento de las cosechas y mejoramos la eficiencia del comercio de alimentos, los investigadores estiman que podríamos producir en menos suelo todas las calorías que necesitamos. Así crearíamos más espacio para las demás especies.
Con la creación de áreas protegidas, restaurando ecosistemas y reduciendo las tierras de cultivo, muchas investigaciones apuntan que esto podría mejorar el destino de muchas especies
El naturalista E. O. Wilson y otros han defendido el concepto de «medio planeta», en el que la mitad de la Tierra se reserva para la fauniflora silvestre, con estrictas limitaciones a la actividad humana. Los grandes parques son una maravilla, y necesarios para determinadas especies, pero entrañan el riesgo de desplazar a un gran número de personas. «Sin duda son necesarios, y probablemente necesitamos un 20% o más de los que ya hay –dice Georgina Mace, experta en biodiversidad del University College de Londres (UCL)–. Pero también tiene que haber personas viviendo con y junto a la fauna y la flora silvestres». En su visión del futuro, los seres humanos y las demás especies comparten espacio casi en todas partes. «Yo voto por el planeta entero, no por medio planeta», dice Mace.
Estoy convencida de que este pensamiento híbrido será la norma en 2070. Las fronteras serán más fluidas; los jardines, menos impolutos. Corredores naturales atravesarán cultivos y ciudades; los terrenos anegables almacenarán carbono, producirán alimento y controlarán las inundaciones. Los niños treparán a los árboles de sus huertos escolares para coger los frutos.
Seguirá habiendo espacios silvestres, pero podrían ser muy distintos a los de hoy. A medida que las especies se mueven en respuesta al cambio climático, tratar de impedir el cambio de los ecosistemas será imposible y, en algunos lugares, contraproducente. En vez de intentarlo nos centraremos en garantizar que el planeta conserve poblaciones robustas de la mayoría de las especies. Se abandonará la idea purista de que las especies se dividen en «autóctonas» e «invasoras». Tampoco es que eso haya tenido nunca demasiado sentido. Los ecosistemas son entes en constante movimiento, y la mayoría lleva milenios encajando cambios antropogénicos.
La gestión no consistirá en dejar hacer a la naturaleza sin más. En Nueva Zelanda y otras islas en las que las especies foráneas son el mayor peligro para las autóctonas, quizás usemos trampas incruentas o ingeniería genética para eliminar a los intrusos. En otros lugares, las especies amenazadas necesitarán ayuda para adaptarse, tal vez incluso las traslademos a nuevos hábitats menos tórridos. A corto plazo, muchas especies necesitarán una gestión intensiva.
La gestión no consistirá en dejar hacer a la naturaleza sin más, sino que habrá que darle un pequeño empujón que beneficie tanto a ecosistemas como a sus moradores
En 2070, enormes extensiones del planeta estarán gestionadas por naciones indígenas, cuando su soberanía se tome por fin en serio. Para la naturaleza será beneficioso, porque los territorios de gestión indígena presentan un promedio de especies superior al de los parques nacionales. En algunos casos se recuperarán usos tradicionales, perfeccionados por el paso de los siglos: aquellos métodos que engendraron los hermosos y prósperos paisajes que los colonizadores, al invadirlos, tomaron erróneamente por naturaleza «virgen».
Durante muchos años me centré en el aspecto científico de las extinciones y el cambio climático, indagando en las soluciones tecnológicas y políticas, como los paneles solares o la creación de más parques, mientras en mi vida privada luchaba para que se hiciese justicia a los pobres y oprimidos. Tardé mucho en conectar ambas batallas, en comprender que fuerzas como el colonialismo y el racismo forman parte de la crisis climática y deben abordarse como parte de la solución.
Quienes más tajada sacan de los combustibles fósiles no suelen ser quienes más sufren las consecuencias de su uso. Las centrales eléctricas y los humos tóxicos que desprenden, por ejemplo, están con una frecuencia desproporcionada en barrios pobres de población no blanca. La desconexión traspasa fronteras; un análisis sugiere que la brecha de PIB per cápita entre los países más pobres y los más ricos ya es un 25% mayor de lo que sería si no existiese el cambio climático, en buena medida porque el aumento de las temperaturas reduce la productividad agrícola en los países tropicales. La intensificación de las tormentas, las sequías y las inundaciones ya está damnificando a los más pobres.
El Acuerdo de París de 2015 incluía un mecanismo en virtud del cual los países ricos habrían de ayudar a los pobres. Hasta la fecha la financiación es insuficiente, pero hay visos de que aumentará, sobre todo una vez que el Gobierno de Estados Unidos reconozca el consenso científico global y regrese al Acuerdo.
Una auténtica justicia climática se traduciría en una Tierra más resiliente, aun ayudando a la humanidad a sanar sus traumas y dolores históricos. En cierto sentido, el cambio climático nos da la oportunidad de dar el paso –de crecer– como especie.
En cierto sentido, el cambio climático nos da la oportunidad de dar el paso –de crecer– como especie
En mi familia hay otra costurera. A mi hija, que ahora tiene 10 años, le encanta coser. A mí me gusta imaginar cómo será su vida cuando tenga 60 años.
Lo primero que percibe cuando se despierta en su piso urbano en 2070 es el canto de los pájaros. Se oye muy bien, porque no hay tráfico. Enciende la luz, alimentada por las tejas solares presentes en casi todos los tejados de la ciudad. Su edificio está construido con bloques fabricados con el carbono secuestrado de la atmósfera. Se levanta y toma un café «de comercio justo». Todos los comestibles cumplen este criterio. Coge un tren de emisiones cero que hace una parada automática de dos minutos cuando las cámaras de la línea detectan que una familia de zorros se dirige hacia las vías. El cielo está azul, sin rastro de polución, aunque hace algo más de calor que en 1970. A lo lejos distingue el giro de los elegantes aerogeneradores.
Le llega un mensaje: está invitada a la fiesta del centenario del Día de la Tierra; una fiesta, no una manifestación. Ya no quedan políticos escépticos que convencer. Ni coches de gasolina que enterrar. Habrá música y baile, y seis tipos de tacos sin carne y ‘ehpaa –nopales– importados de la nación Kumiai, próxima a San Diego.
Mientras camina por la calle, recoge del suelo media docena de cápsulas de eucalipto, recordando vagamente que a principios del siglo XXI se hablaba de talarlos todos por no ser nativos de América. Con ellas en la mano, decide cosérselas al escote del vestido verde que se pondrá para la fiesta.
Le llega otro mensaje: ¡soy yo! Tengo 91 años. Y también quiero ir a la fiesta.
Este artículo pertenece al número de Abril de 2020 de la revista National Geographic.