«Concluye una jornada sin precedentes en la historia de Estados Unidos», anunciaba Walter Cronkite desde los informativos vespertinos de la CBS el 22 de abril de 1970. La celebración inaugural del Día de la Tierra había sacado a las calles a unos 20 millones de personas, una multitud que superaba de largo lo previsto por el fundador de la celebración, el senador Gaylord Nelson. Los asistentes manifestaban su preocupación por el medio ambiente con expresiones exuberantes, a menudo idiosincráticas. Cantaban, bailaban, se ponían máscaras de gas y recogían basura. En Nueva York arrastraban peces muertos por las calles. En Boston se hacían los muertos sobre el suelo del Aeropuerto Internacional Logan. En Filadelfia firmaban una enorme «Declaración de Independencia» para todas las especies.

«El Día de la Tierra consiguió justo lo que yo esperaba –diría después Nelson, un demócrata de Wisconsin–. Fue una explosión ciudadana asombrosa».

Por mi edad, viví el primer Día de la Tierra, y aunque no recuerdo haberme sumado a las celebraciones, soy en gran medida un producto de aquel mo­mento «único», con sus protestas y sus declaraciones. Pasé los años setenta manifestándome bajo la lluvia, intentando convencer a mis compañeros de clase de que reciclasen las latas de refresco, vistiendo pantalones de campana con grandes flores de color violeta y preocupándome por el futuro del planeta.

De adulta me hice periodista medioambiental. En cierto modo convertí mis preocupaciones de juventud en una profesión. He estado en la Amazonia informando sobre la deforestación, en Nueva Zelanda estudiando el impacto de las especies invasoras, en Groenlandia acompañando a los científicos cuando perforaban el manto de hielo en retroceso. También he tenido hijos. Me he sentido orgullosa al ver que se apuntaban al club ecologista del colegio y les he contado –quizá repitiéndome más de una vez– que en mis tiempos sacaba la basura reciclable de las papeleras del comedor del instituto.

Ahora vivo en Nueva Inglaterra, donde el 22 de abril puede ser un día maravilloso. Los árboles empiezan a brotar, las ranas croan, los mosqueros anidan. Cada año, cuando llega el Día de la Tierra intento salir a dar un paseo por el bosque más cercano a mi casa. Busco renacuajos y admiro las efímeras de primavera. Y cada año regreso más preocupada por el futuro del planeta.

Una universitaria con máscara de gas «huele» una magnolia en Nueva York en el marco de la manifestación del primer Día de la Tierra, el 22 de abril de 1970.
Foto: AP Images / Gores

Quien al final del primer Día de la Tierra en vez de ver a Walter Cronkite en la CBS sintonizó la NBC oiría a uno de los locutores de esa cadena, Frank Blair, transmitir un mensaje curioso. Blair apuntaba que un científico llamado J. Murray Mitchell había emitido una «espectacular advertencia en el Día de la Tierra» y la resumía así: como no actuásemos para reducir la contaminación del aire, se acabaría por «crear un efecto invernadero» que calentaría todo el planeta. En última instancia el efecto sería tan acusado que derretiría la capa de hielo del Ártico e inundaría «vastas regiones del mundo».

A buen seguro, la mayoría de los televidentes no sabían de qué les estaban hablando. En 1970 el término «calentamiento global» todavía no se había acuñado. Los científicos sabían que ciertos gases, entre ellos el dióxido de carbono, atrapan el calor cerca de la superficie de la Tierra; era algo que se comprendía desde la época victoriana. Pero muy pocos se habían propuesto calcular los efectos de quemar combustibles fósiles. La modelización climática estaba en mantillas.

En el ínterin, los modelos se han hecho muchísimo más sofisticados. Y aunque muchos estadounidenses siguen negándose –deliberadamente– a aceptar la demostración científica del cambio climático, hoy todos sufrimos sus consecuencias. El hielo perenne del Ártico –la banquisa, o hielo marino, que resiste tanto en invierno como en verano– está consumiéndose. En los últimos 50 años ha perdido más de tres millones de kilómetros cuadrados. El nivel del mar se está elevando a un ritmo incluso más elevado, en gran parte debido a la aceleración de la fusión de Groenlandia y la Antártida.

Las ciudades del litoral estadounidense sufren cada vez más a menudo las llamadas inundaciones mareales, que se producen cuando una simple pleamar anega las calles. Según la NOAA, en unas décadas este tipo de inundaciones será la norma en ciudades como Miami (Florida) y Charleston (Carolina del Sur). Se prevé que para 2050 Norfolk (Virginia) se inunde con la pleamar casi la mitad de los días del año. Y la misma subida del nivel del mar que complicará la vida en poblaciones como Norfolk tiene visos de hacer totalmente inhabitables lugares como las islas Marshall y las Maldivas. Un reciente estudio de investigadores estadounidenses y neerlandeses predice que a mediados de este siglo la mayoría de los atolones serán inhabitables.

Pero las inundaciones son solo una de las nefastas consecuencias de nuestra manipulación del termostato planetario. Un mundo más cálido conlleva también sequías más graves, temporales más virulentos y monzones más erráticos. Y prolonga las temporadas de incendios, que además son más grandes e intensos.

Hasta 1970, los megaincendios –los que calcinan más de 40.000 hectáreas– eran excepcionales en Estados Unidos. En la última década se han registrado decenas de ellos. En el verano de 2019 un incendio forestal quemó en Siberia más de 7 millones de hectáreas, una superficie casi tan grande como Irlanda. El humo sumió la región en una niebla irrespirable, y las autoridades sanitarias recomendaron a los habitantes de ciudades como Krasnoyarsk no salir de sus casas si no era imprescindible. A finales de 2019 y principios de 2020, el fuego arrasó más de 9,5 millones de hectáreas de territorio australiano.

Y no acaba ahí el problema. La degradación del suelo, el blanqueamiento del coral, las olas de calor cada vez más mortíferas, la expansión de las zonas muertas marinas: todo eso está ocurriendo ya. Podría alargar la lista de impactos peligrosos del cambio climático, pero me arriesgaría a que usted deje de leer. La cuestión es: ya estamos percibiendo daños gravísimos, que además aumentan a cada año que pasa.

En 2070, cuando el Día de la Tierra cumpla 100 años, ¿cómo será el planeta? A todas luces depende de la cantidad de carbono que emitamos desde ahora hasta entonces. Pero en gran (y perturbadora) medida, el futuro ya está escrito.

Conforme los veranos son cada vez más cálidos, se multiplican los lagos de agua de fusión en el manto de hielo groenlandés.
Composición Tom Chudley / Universidad de Cambridge

El primer Día de la Tierra fue tal explosión ciudadana que todos los medios de comunicación quisieron hacerse eco. El programa Today emitió un monográfico semanal titulado «Un mundo nuevo o un mundo muerto». El presentador, Hugh Downs, lo abrió con esta afirmación: «La Madre Tierra se pudre, sepultada por los desechos de nuestra buena vida. Los mares se mueren, el aire está envenenado […]. ¿Queremos cambiar radicalmente nuestro modo de vida? Porque será imprescindible hacerlo. ¿O seguiremos reproduciéndonos, demandando más y más energía, más y más cosas, hasta que nos ahoguemos o acabe con nosotros una epidemia o una hambruna?».

En 1970 el planeta tenía 3.700 millones de habitantes. Había unos 200 millones de automóviles y camiones en las carreteras; el consumo de petróleo rondaba los 45 millones de barriles diarios. Ese año el conjunto de la humanidad produjo unos 30 millones de toneladas de carne de cerdo y 13 de ave de corral, y extrajo unos 65 millones de toneladas de pescado y marisco.

Hoy somos casi 8.000 millones de personas y conducimos unos 1.500 millones de vehículos. El consumo mundial de crudo se ha doblado de largo, como el de energía. El consumo per cápita de carne de cerdo se ha multiplicado casi por dos; el de carne de ave de corral, casi por cuatro. El volumen mundial de capturas pesqueras ha aumentado un 50%, pese a que la sobrepesca dificulta la extracción. Citando a Downs, hemos seguido demandando más y más.

Y, sin embargo, los humanos no solo hemos sobrevivido: según la mayoría de los criterios, hemos mejorado. La esperanza de vida mundial ha pasado de los 59 años en 1970 a los 72 de la actualidad. Aunque el número de personas que viven en el planeta es más del doble que entonces, el de las que viven en la pobreza extrema se ha reducido a la mitad.

Hoy, mirando atrás, es fácil identificar por qué Downs erró en sus predicciones: no previó transformaciones tan sustanciales como la revolución verde, que en los últimos 50 años ha extendido nuevas variedades de plantas y técnicas de cultivo y posibilitado aumentos de la producción cerealera que compensan con creces el incremento demográfico. En 1970 la acuicultura apenas existía. Hoy produce en torno a cien millones de toneladas de pescado al año.

Aunque empezásemos hoy mismo a reducir las emisiones, el problema del cambio climático seguiría agravándose.

Y el propio Día de la Tierra espoleó el cambio. Apenas siete meses después de que millones de estadounidenses se echasen a las calles se creaba la Agencia para la Protección del Medio Ambiente. Muchas de las grandes leyes medioambientales del país –como la Ley de Aguas Limpias, la Ley de Especies Amenazadas y las enmiendas clave a la Ley del Aire Limpio– fueron aprobadas por el Congreso en los siguientes años. La legisla­ción propició a su vez el desarrollo de tecnologías; por ejemplo, las centrales térmicas se dotaron de fil­­tros que limpian los gases residuales.

¿Por qué no dar por hecho, pues, que gracias a innovaciones semejantes, tanto tecnológicas como sociales, evitaremos ese futuro aciago cortesía del calentamiento global? De aquí a 2070 asistiremos a un gran número de avances que serán determinantes. En el ejercicio del periodismo he tenido la oportunidad de conducir coches que emiten única y exclusivamente vapor de agua y he visto máquinas que secuestran el dióxido de carbono del aire. Sin duda están por venir inventos que ni siquiera alcanzo a imaginar.

Sin embargo, y por desgracia, el cambio climático es un problema muy singular. El dióxido de carbono permanece en la atmósfera durante siglos, cuando no milenios. Esto significa que, aunque empezásemos hoy mismo a reducir las emisiones, el volumen de CO2 presente en la atmósfera y el problema del cambio climático seguirían agravándose, de igual modo que el nivel de agua de una bañera continúa subiendo si reducimos el caudal pero no cerramos el grifo del todo. La Tierra seguirá calentándose a no ser que reduzcamos las emisiones al cero absoluto.

Además, todavía no hemos experimentado los efectos plenos del CO2 que ya hemos emitido, sobre todo porque nuestros inmensos océanos tardan mucho tiempo en calentarse en respuesta a un nivel dado de CO2. Los promedios de las temperaturas planetarias han subido en torno a un grado centígrado desde la década de 1880, pero el desfase temporal inherente al sistema lleva a los científicos a estimar que el futuro nos depara, sí o sí, otros 0,5 °C de aumento. En lo relativo al cambio climático, el problema siempre está más avanzado de lo que parece.

El pingüino emperador suele criar sobre el hielo marino, donde pasa más de ocho meses atendiendo a sus polluelos.
Foto: Stefan Christmann

Si la banquisa es inestable o se quiebra antes de que estos cambien el plumón por las plumas, a veces estas aves se trasladan a las plataformas de hielo del continente, más estables. Los polluelos se ven entonces obligados a saltar desde grandes alturas para alimentarse en el mar. Según las proyecciones, el calenta- miento del océano reducirá el hielo marino. Si los pingüinos no se adaptan, sus poblaciones podrían caer en picado.

¿Qué temperaturas se han de alcanzar para que se desencadenen cambios verdaderamente catastróficos? (Un ejemplo de cambio potencial: si se fundiese por completo el manto de hielo de Groenlandia, el nivel del mar subiría unos seis metros). Los científicos advierten de que el umbral probablemente se sitúe en torno a 2°C por encima de los niveles preindustriales, quizás incluso 1,5 °C. Dado que las temperaturas ya se han elevado alrededor de un grado y tenemos «garantizado» otro medio, es prácticamente seguro que superaremos los 1,5°C . Para que las temperaturas no alcancen el umbral de los 2 °C, las emisiones globales deberían reducirse como mínimo a la mitad en unas pocas décadas y llegar a cero para el año 2070 aproximadamente.

En teoría es posible. La mayoría (quizá la totalidad) de las infraestructuras de combustibles fósiles del mundo podrían sustituirse por células fotovoltaicas, aerogeneradores y centrales nucleares. En la práctica, el formidable auge de las energías eólica y solar al que asistimos no ha reducido el consumo de combustibles fósiles, porque nuestra demanda de energía aumenta sin cesar. Aunque los impactos del cambio climático saltan a la vista, las emisiones globales siguen aumentando. En 2019 batieron un nuevo récord con 43.100 millones de toneladas. Las negociaciones climáticas de la ONU celebradas el pasado mes de diciembre en Madrid quedaron, una vez más, en agua de borrajas. Si las tendencias actuales se consolidan, el mundo de 2070 será muy diferente y mucho más peligroso, un mundo en el que inundaciones, sequías, incendios y seguramente también turbulencias sociopolíticas de origen climático habrán expulsado a millones de personas de sus hogares.

Barbara Durrant extrae muestras citológicas de los congeladores del Instituto de Investigación para la Conservación del Zoo de San Diego.
Foto: Brent Stirton

El Zoo Congelado guarda 10.000 líneas celulares vivas de más de 1.100 especies y subespecies. Los investigadores confían en convertir esas células congeladas en células madre, que podrían usarse para crear espermatozoides, óvulos y quizás embriones para salvar especies amenazadas. Aunque conservar los hábitats y prohibir la caza legal y furtiva siguen siendo la mejor receta para salvar especies, la ciencia de laboratorio quizá sea la única esperanza en algunos casos.

El año pasado escribí la necrológica de un caracol llamado George, que había pasado los 14 años de su vida reptando por un terrario de Honolulu. Los investigadores de la División de Bosques y Fauna de Hawai intentaron buscarle pareja –George era hermafrodita, pero para reproducirse necesitaba pareja– y, al no encontrarla, concluyeron que seguramente era el último individuo de su especie. A los pocos días de su muerte, la división colgó en internet un panegírico titulado «Adiós a un caracol querido… y a una especie».

Achatinella apexfulva se sumó a la larga lista de especies extinguidas desde 1970. En ella figuran también el zampullín colombiano, el tritón del lago de Yunnan, el sapo dorado, la rana incubadora gástrica australiana meridional y la gacela saudí. Otros cientos de especies, como el delfín del Yangtse, son consideradas «posiblemente extintas» por la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza). La mayoría de ellas llevan décadas sin avistarse. La lista solo incluye las especies evaluadas por la UICN, probablemente menos del 2% del total.

Las tasas de extinción actuales son cientos de veces (en algunos grupos, probablemente miles) más altas de lo que fueron en el grueso de la historia geológica. Y por cada especie que se debate al borde del abismo, muchas más parecen avanzar hacia el mismo sino. Según el Informe Planeta Vivo de WWF (Fondo Mun­­dial para la Naturaleza), las poblaciones silvestres de mamíferos, aves, peces, reptiles y anfibios se han reducido un 60 % de promedio desde que celebramos el primer Día de la Tierra. (No significa esto que el número total de individuos haya caído un 60%, ya que las pérdidas en poblaciones pequeñas tienen un efecto desproporcionado sobre las cifras).

Un estudio publicado el pasado otoño descubrió que en América del Norte hay unos 3.000 millones de aves menos que hace 50 años, un declive de cerca del 30%, y que algunas de las caídas más abruptas afectan a especies tan comunes como mirlos y gorriones. La tendencia menguante se observa también en los insectos. Un estudio europeo publicado en 2017 hallaba que la biomasa de insectos voladores en un conjunto de áreas protegidas alemanas había caído un 76% en apenas tres décadas.

Los humanos vivimos mejor que en 1970, pero para la mayoría de las demás especies ocurre lo contrario. Las dos tendencias comparten una misma explicación. Para dar comida, techo y energía a nuestra creciente población, nos hemos apropiado como nunca antes de los recursos de la Tierra. Hemos alterado significativamente alrededor de tres cuartas partes del territorio sin hielo de la Tierra. Hemos destruido más del 85% de los humedales del planeta. En todo el mundo los métodos agrícolas se han vuelto más intensivos, dedicando más hectáreas al monocultivo y reduciendo las áreas incultas que daban sustento a los insectos autóctonos, a su vez alimento de las aves. Hasta en lugares como los parques nacionales, el hábitat de múltiples especies mengua a ojos vistas a causa de facto­res como el cambio climático y las especies invasoras.

El auge de las renovables no ha reducido el consumo de combustibles fósiles, porque nuestra demanda de energía aumenta sin cesar.

La pregunta del millón para el próximo medio siglo es si reproduciremos las tendencias del previo. La gente podría tomar la decisión de reducir su im­­pacto sobre las demás especies con medidas como poner fin a la deforestación y reconectar hábitats fragmentados. Pero ocurre lo mismo que con las emisiones de CO2: nada hace pensar que vaya a suceder. Al contrario, las tasas de deforestación tropical han ganado ímpetu en los últimos años.

El año pasado, el organismo internacional a cargo de monitorizar los ecosistemas y la biodiversidad advertía en un informe de que la humanidad no podría continuar prosperando mientras tantos otros seres sufrían. «La naturaleza es esencial para la existencia humana», avisaba. Tres cuartas partes de los cultivos alimentarios, por ejemplo, dependen de los polinizadores. Sin ellos, los humanos lo tendríamos difícil para vivir.

«La red de la vida en la Tierra, esencial e interconectada, se empequeñece y deshilacha», afirmaba el ecólogo Josef Settele, codirector del informe, desde el Centro Helmholtz de Investigación Medioambiental, en Alemania.

Cierto es que Settele y sus colegas podrían estar equivocados por los mismos motivos que Downs. Quizá los humanos perfeccionemos los drones polinizadores (que ya estamos testando). Quizá también discurramos maneras de bregar con la subida del nivel del mar, los ciclones cada vez más violentos y las sequías agravadas. Quizá creemos mediante ingeniería genética nuevos cultivos que nos permitan seguir alimentando a una población creciente en un mundo que se calienta. Quizá descubramos que la «interconectada red de la vida» no es, al fin y al cabo, esencial para la existencia humana.

Algunos verían en ello un final feliz. A mí se me antoja una posibilidad todavía más aterradora. Significaría que podríamos seguir avanzando indefinidamente por nuestro actual camino: alterando la atmósfera, secando los humedales, esquilmando los océanos, dejando los cielos sin vida. Desencadenados de la naturaleza, nos encontraríamos cada vez más solos, sin más compañía, quizá, que la de nuestros drones insectoides. 

Este artículo pertenece al número de Abril de 2020 de la revista National Geographic.