Las conversaciones más reveladoras, sinceras y serias a propósito de la raza son aquellas que por norma general no llegan a nuestros oídos, porque se producen en espacios privados. En el vestuario o en el dormitorio. En la mesa de la cocina o fumando un pitillo a las puertas de la fábrica. Conversaciones que la gente mantiene consigo misma mientras se cepilla los dientes o va al volante camino del trabajo.
El auge de redes sociales como Twitter, Facebook y Parler ha creado nuevas ventanas por las que asomarnos a nuestras tribulaciones raciales. Pero incluso con ese soplo relativamente novedoso de franqueza, no han desaparecido los filtros autoimpuestos que cohíben a la gente a la hora de airear sus preguntas o sus quejas más íntimas en un foro público, a la vista de todos.
El de los pensamientos más íntimos acerca de la raza es un terreno difícil de atravesar cuando lo compartes con desconocidos, lo que no obsta para que yo haya dedicado más de 10 años de mi vida a hacerlo, gracias a un sencillo proyecto que inicié en el desván de mi casa. Había escrito un libro sobre el complejo legado racial de mi familia y me disponía a emprender una gira de presentación que me llevaría a 35 ciudades, cuando este tipo de viajes aún era posible. Estaba nerviosa por muchos motivos, pero sobre todo porque sabía que iba a presentarme ante el público en librerías y auditorios de todo Estados Unidos y proponerles un diálogo sobre la raza. Y es que hace una década yo estaba convencida de que los estadounidenses preferirían tirarse por un barranco antes que entablar públicamente una conversación sincera o personal sobre la raza. Estaba equivocada.
Ilustración: Joe McKendry
Me propuse crear un punto de partida para aquella conversación difícil y se me ocurrió pedir al público que pensase en la palabra «raza», se fijase en lo que le venía a la mente y resumiese aquel pensamiento, recuerdo o interrogante en una frase de solo seis palabras.
Imprimí unas postales en las que ponía: «Raza. Qué piensas. 6 palabras. Mándamelas», y las repartía dondequiera que iba. No tenía la menor idea de que años más tarde me inundaría una avalancha de emociones de todo tipo cuando las historias empezaron a llegar a mi buzón primero y a mi correo electrónico después, cuando el pequeño equipo que organicé creó un sitio web e invitó a la gente a enviar sus historias por internet.
No tenía la menor idea de que en realidad estaba habilitando una línea de comunicación directa con los espacios más privados de la gente, con ciudades que ni siquiera me sonaban, países en los que no había estado jamás y culturas que me resultaban conocidas y ajenas a la vez. No tenía la menor idea de que hubiese tanta gente deseando hablar de la raza y de la identidad, hasta el punto de prestarse a compartir sus pensamientos con una desconocida, sabiendo que sus historias podrían acabar publicadas en una web al alcance de cualquiera.
Demasiado negra para enamorar hombres negros
¿Estuvo en linchamientos mi abuelo sureño?
Qué curioso, si no pareces judía
Cuando empezamos a recopilar historias digitalmente (y no solo por medio de postales), incluimos una pregunta extra en el formulario de la web: «¿Quieres contarnos algo más?». Aquello fue como abrir un grifo a tope. La gente empezó a enviar mucho más de seis palabras, historias que iban de un par de frasecillas cortas a textos largos, profundos y reveladores.
Como aquel hombre de Ohio que lleva casi toda la vida siendo el único afroamericano del colegio y del trabajo. Contaba que la gente lo tenía por «pacífico» e «inofensivo», cuando en secreto está «lleno de rabia». O la mujer que se crio en Colorado y a quien advirtieron que no mencionase el origen choctaw de su abuela si no quería que la denunciasen y la enviasen a vivir a una reserva. Su abuela era una mujer orgullosa que, pese al odio y la discriminación que se vivía en su ciudad, contaba historias sobre sus antepasados choctaw en la intimidad de su hogar.
Un río de humanidad fluyó de repente hacia mí y se llevó por delante mi axioma original, a saber, que la gente teme hablar abiertamente sobre la raza.
Mi madre odiaba mi piel oscura
Soy blanca, pero no soy simple
Soy mexicano pero solo cuando interesa
A lo largo del proyecto hemos archivado más de 500.000 historias procedentes de los 50 estados y de un centenar de países y territorios. Recibimos historias de lugares lejanos en los que es más habitual poner el foco en la etnia, la religión y la casta, no tanto en la raza. Y, aun así, la gente discierne las dinámicas que subyacen a este término: poder, rechazo, pertenencia y miedo.
Este proyecto se inició en un momento en el que los acontecimientos y las tendencias demostraban una reorganización del orden social en Estados Unidos: una familia negra en la Casa Blanca, cambios radicales en la actitud para con el matrimonio homosexual y el universo LGTBQ, las secuelas del 11-S y unos cambios demográficos que saltaban a la vista en la publicidad, en las escuelas y en los estados donde la población blanca no hispana ha pasado a ser una minoría (en seis, por ahora).
En Estados Unidos, nuestros debates nacionales acerca de la raza suelen venir dictados y definidos por sucesos relevantes y explosivos: debates sobre inmigración, un pionero que rompe la barrera del color, una pintada cargada de odio, una bandera secesionista que ondea desafiante o un monumento confederado que cae al suelo. Pero las historias que la gente suele compartir en este proyecto destilan intimidad. Sí, hay referencias directas a la esclavitud, a las cuotas de discriminación positiva y al primer presidente negro del país, el tipo de hechos que solemos encontrar en los libros de historia y los titulares de prensa. Pero la mayoría de las veces la gente exterioriza su sentir hablando de sus hijos y sus compañeros de trabajo, de su barrio o su parroquia, de cómo el mundo recibe su acento, sus tradiciones o su complexión física.
Hay muchas historias de mujeres a las que confunden con niñeras porque no se parecen a sus hijos multirraciales. Muchas historias de hombres negros que cuentan cómo las señoras agarran el bolso con fuerza cuando se los cruzan por la calle. Muchas historias de blancos que insisten en que ellos no han sido dueños de esclavos y se declaran hartos de que se les haga sentir culpables por un pasado que no tiene relación directa consigo.
También nos han escrito muchas familias empeñadas en que a sus hijos se les considere «verdaderos» estadounidenses. Comparten la misma meta, pero cada una entiende a su manera qué es ser un estadounidense «de verdad». Es una definición que también se ha modificado desde que empecé este trabajo, pues el cambio demográfico sitúa a Estados Unidos en una trayectoria en la que las minorías actuales devienen en mayoría.
Y aunque operamos bajo el nombre de Proyecto Race Card («Proyecto Tarjeta de Raza»), muchos de quienes nos escriben nos envían historias que nada tienen que ver con el color de la piel ni con la casilla de raza o etnia que marcan en el formulario del censo. Son historias que hablan del servicio militar, de la orientación sexual, de la discapacidad o del color del pelo.
¿Y cómo tienes un bebé pelirrojo?
Antes llevaba rastas, ahora ni loco
Demasiado rubia para el perfil "Étnica"
Este trabajo nos permite ver a las personas tal y como se ven a sí mismas. Cada participante eligió de qué quería hablar, qué tema deseaba explorar, y el resultado es que logramos ver una parte del mundo que suele estar oculta, recluida intramuros. He tenido la oportunidad de oír a policías, maestros, agricultores y sanitarios de primera línea. He oído la voz de exreclusos, militares retornados, adolescentes en transición de género y personas que no tenían intención de hacerse pasar por nada que no fuese su identidad heredada, pero que acabaron dándose cuenta de que era más fácil no sacar a la gente de su error cuando las tomaban por blancas, cristianas o filipinas.
Este lienzo multicolor subraya algo que a menudo se diluye cuando reflexionamos sobre la raza. Y es que el término suele estar ligado a la toxicidad histórica del racismo. Dado el pasado segregacionista de Estados Unidos, la palabra «raza» suele evocar un marco automático de privilegio blanco y sesgo antinegro. Pero ese velo binario acaba ocultando o desdibujando otros hilos culturales. En el debate por antonomasia sobre la raza y la etnia en Estados Unidos, los latinos, asiáticos, iraníes, árabes, nativos americanos y, de hecho, individuos con los orígenes culturales más diversos quedan relegados a los márgenes.
Llevar turbante no es ser terrorista
Soy apalachiano: es una etnicidad invisible
Pregunta, ¿defendería MLK los derechos gays?
Esta es una colcha de retales que incluye todos esos hilos. Microensayos sinceros que ponen de manifiesto una verdad durísima. Es cierto que la integración y la tolerancia son cada vez mayores en Estados Unidos gracias a los cambios legislativos y la evolución de las actitudes, pero también lo es que, a consecuencia de ello, nuestras experiencias, presuposiciones y alarmas en torno a la raza ganan en complejidad. Progresar siempre conlleva pasar por un trágala.
Al hacer este trabajo durante años he podido seguir algunas historias a lo largo del tiempo, lo que me ha enseñado valiosas lecciones sobre la fluidez de la noción de identidad. En un país en proceso de cambio, cada vez es menos probable que las identidades –de cualquier tipo: de raza, género, clase, etnia– se definan simplemente marcando una casilla certera e inamovible, como si de ese modo quedasen fosilizadas eternamente en ámbar.
De hecho, algunos de estos relatos en seis palabras confirman que la identidad y las actitudes evolucionan con el tiempo y las circunstancias.
La visión a largo plazo suele estar llena de sorpresas. Las personas se transmutan o se reprimen. Las actitudes se modifican o se calcifican. Los acontecimientos ajenos a nuestro control pueden catalizar casi instantáneamente el sentir de una nación y crear una sensación de vértigo personal.
Soy lo que odia Donald Trump
Odiado por ser un poli blanco
El árabe invisible hasta el 12-S
Escuchar esta sinfonía a lo largo de tantos años ha resultado infinitamente gratificante. Y difícil. Mantener el proyecto vivo ha costado lo suyo. Doy las gracias a todos cuantos nos han hecho partícipes de su historia personal y al pequeño ejército de personas que percibieron el potencial de este proyecto y le prestaron su apoyo. Ha habido triunfos, giros copernicanos y epifanías, pero este es un archivo construido principalmente en torno a la raza, por lo que cada semana trae consigo una nueva tipología de ansiedad o intensidad. En modo alguno lo veo como una carga, pero sí es cierto que los contornos de mi corazón se han redibujado al cabo de una década. Hoy comprendo mejor los obstáculos que invaden el paisaje de la raza, las raíces que alimentan el racismo y el instinto visceral de desear que se acabe todo de una vez, en lugar de intentar entender mejor por qué no conseguimos superar nuestras divisiones.
La abuela mandó 100 $ cuando cortamos
Para mi padre yo estoy muerto
Me apuntó un arma... sigo intentándolo
El término «posracial» todavía estaba en boga en 2010, cuando inicié este proyecto. Pero, ya entonces, muchas facetas de nuestra vida sugerían que la raza no tenía visos de desaparecer de la carta a corto plazo. Antes al contrario, estaba a punto de convertirse en el plato principal: siempre presente en el menú, de una forma u otra, y normalmente servido bien caliente. Diez años después, los sociólogos hablan de un fenómeno de salud pública denominado fatiga de la batalla racial, un trastorno definido como el resultado acumulativo de una respuesta de estrés repetida ante estados mentales y emocionales perturbadores asociados a tensiones raciales persistentes. No muy posracial que digamos.
Vivimos unos tiempos en que son muchos los que se confiesan saturados de luchas raciales, pero al mismo tiempo no cejan en hacer valer su particular punto de vista. ¿Estamos hartos del tema o simplemente es que no nos interesa explorar un mundo distinto al nuestro? A la hora de la verdad, sondear realidades y perspectivas ajenas resulta hoy más difícil que antaño por culpa de la polarización política y la segmentación de los medios de comunicación. Mucho de lo que leemos, oímos y vemos no hace sino confirmar lo que ya creemos. Y ahí estriba la diferencia de este proyecto. Cada entrada es una ventana a un universo ajeno.
El archivo del Proyecto Race Card incluye un amplio espectro de visiones y experiencias vitales. Uno puede encontrar algo que le suene, algo en lo que vea reflejado su sentir. Pero le garantizo que si echa un vistazo a estas historias, también encontrará cosas que le despertarán incomodidad, ganas de llorar, vergüenza ajena o rabia impotente.
No es de extrañar. Al fin y al cabo, este es un viaje por la raza y la identidad. Es un proyecto que pone al mundo delante de un espejo. Teniendo en cuenta el tema, ¿de verdad alguien esperaría disfrutar y concordar con todo lo que se encuentre?
A lo largo de estos diez años, el Proyecto Race Card ha crecido hasta convertirse en un espacio de confianza que desentierra verdades ocultas y cuestiona discursos empedernidos. El ejercicio de escritura en seis palabras y el archivo narrativo se usa ya en escuelas y universidades de todo el país y el extranjero. También recurren a él instituciones de todo tipo con el fin de fomentar el debate o sacar a la luz historias que la gente no suele comentar.
Dentro de unas décadas, este inmenso archivo de relatos autobiográficos en torno a uno de los temas más perturbadores de la historia ayudará a historiadores, sociólogos, antropólogos y periodistas a entender la experiencia vivida de la raza y la identidad en el período comprendido entre los mandatos presidenciales de Barack Obama y Donald Trump, aderezado ahora, para más inri, por una pandemia mundial, protestas callejeras y agitación política. El archivo es como un anuario, un catálogo, un repositorio de las pequeñas cosas que componen el panorama general. Nos definen las leyes, los acontecimientos y las tendencias, pero los pequeños instantes pixelados son, en realidad, los que completan la imagen.
He dedicado 10 años a un proyecto que comenzó con una suposición errónea. Creí que nadie querría hablar sin tapujos sobre un tema tan espinoso como la raza. Fue una equivocación gloriosa. A veces abres la puerta que no es y te ves de pronto justo donde querías.
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«Black Boy. White world. Perpetually exhausted» «Chico negro. Mundo blanco. Perpetuamente agotado». Esayas Mehretab. Richmond, Virginia.
La primera noche que Esayas Mehretab se instalaba en un nuevo piso con su compañero de universidad en 2012, los dos decidieron salir con un grupo de cinco amigos. Se montaron todos en un monovolumen y se fueron a explorar los alrededores de la Universidad de la Comunidad de Virginia, en Richmond. Menos de un minuto después, la policía municipal los paraba y los hacía bajar del coche uno por uno y con las manos en alto.
«Fue de locos, porque nos hicieron parar, vimos un coche de policía y no entendíamos nada –dice Mehretab–. Y de repente había dos, tres, cuatro, cinco, seis coches de policía, no dejaban de llegar. Estábamos bastante asustados, por decirlo finamente».
Mehretab cuenta que los esposaron, les ordenaron tenderse en la acera y les requisaron la cartera. Al cabo de una media hora les quitaron las esposas y les dejaron ponerse en pie. La policía les explicó que esa noche había habido un robo y que dos de los estudiantes del monovolumen –los dos negros, precisamente– coincidían con la descripción de los sospechosos.
«Esa fue mi primera experiencia en Richmond», dice Mehretab. Los chicos no volvieron a hablar del incidente y él no dijo ni una palabra de lo ocurrido a sus padres hasta varios años después, cuando decidió compartir su historia en seis palabras: «Chico negro. Mundo blanco. Perpetuamente agotado».
Su familia había llegado a Estados Unidos como refugiada, huyendo de la persecución que sufría en una Etiopía sumida en la guerra civil. Mehretab tenía cinco años, y durante la mayor parte de su vida oyó que él solo tenía que preocuparse de hacer bien las cosas, en el colegio y en los deportes. «Siempre tuve la sensación de que no había un espacio al que yo pudiese acudir para hablar de mis experiencias, de mis problemas, y contar cómo era vivir siendo un chico negro», dice.
Mehretab, que ahora trabaja en el departamento de recursos humanos de una empresa de Richmond, decidió finalmente que sus padres debían conocer las dificultades a las que se enfrenta como hombre negro y como inmigrante, incluido su encontronazo con la policía. Dice que el habérselo callado fue una manera de normalizar la situación. Al echar la vista atrás comprende que lo encajó como un rito de paso, algo que tenía que suceder tarde o temprano. Algo que tampoco era para tanto.
«Lo asimilé. Lo superé. Debí enfadarme, pero no me enfadé, y eso es todavía más triste que el incidente en sí».
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«Ashamed that accomplished minorities surprise me» «Vergonzante sorpresa ante las minorías exitosas». Daniel Chaim Robbins. Seattle, Washington.
Algunos mensajes recibidos en el Proyecto Race Card son como un puñetazo en el estómago. Las seis palabras de Daniel Robbins entran ciertamente en esa categoría. Son palabras que generan incomodidad. Hay quien se toma a mal que Robbins ose decir algo semejante en público. Les ofende su franqueza.
Yo lo veo de otra forma. Aprecio su sinceridad, porque representa una actitud que está a la orden del día en los centros de trabajo, en las aulas y en cualquier entorno en el que los logros de quienes pertenecen a colectivos con una historia de marginación colisionan con unas expectativas profundamente arraigadas en los demás. Robbins, que es diseñador de producto y vive en Seattle, envió sus seis palabras al Proyecto Race Card en 2014 tras asistir a un programa de liderazgo que exploraba las raíces y el impacto del racismo.
«Por muy liberal y progresista que me declare, por muchos talleres a los que haya asistido o por muchos ensayos sobre el privilegio que me haya leído, sigo oyendo cómo mi voz interior se confiesa gratamente sorprendida cada vez que a una minoría le va bien en algo –escribía Robbins en el breve texto que acompañaba su frase de seis palabras–. Cuando veo a una minoría que destaca en el mundo de la empresa, que escribe un editorial en la prensa nacional o que hace las rondas en un hospital, mi primera reacción interna es pensar: "¡Anda, mira tú!"».
Añadía: «Esto no me gusta nada y no sé cómo corregirlo».
Años después sigue trabajando para dar con la respuesta, empeñado en hacerse vulnerable abandonando su zona de confort. Y reconoce que sigue oyendo esa vocecilla de asombro cada vez que se encuentra con la excelencia en lo que considera entornos insospechados. Cada persona es diferente, pero Robbins afirma que, en su caso, el primer paso es reconocer esa voz interna y acto seguido decidir cómo responder.
«Entender que se trata de una voz interior y que a veces puede ser más respetuoso expresárselo tal cual, ¿cómo decirlo?, expresarles la misma reacción que mostraría con cualquier otra persona –dice Robbins en una entrevista–. Es como si mi lado blanco, progresista y liberal tuviese ganas de decir: "¡Dios mío, qué idea tan estupenda! ¿Cómo se te ocurrió?". Cosa que no diría nunca a un colega blanco».
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Maren Robinson y Rom Barkhordar. Chicago, Illinois.
La mañana del 11 de septiembre de 2001, Maren Robinson y Rom Barkhordar cruzaban el país por carretera cuando se detuvieron en un área de servicio de Arkansas para repostar y comer algo. Cuando entraron en la cafetería, todo el mundo tenía la vista clavada en el televisor. Salía humo de dos rascacielos contiguos de Nueva York.
«¿Qué está pasando?», preguntó Barkhordar. Desde la barra, un hombre respondió que estaban atacando el World Trade Center. Y otro parroquiano apostilló con un improperio que suele dirigirse a los oriundos de Oriente Próximo. Barkhordar miró a su mujer y le dijo: «Vámonos de aquí».
Barkhordar es irano-estadounidense. Su esposa, Maren, es rubia y de ascendencia europea. El 11 de septiembre marcó un antes y un después en la vida de ambos. «Diría que fue, sin lugar a dudas, la primera vez que temí por la integridad física [de Rom], un temor que sigue vivo a día de hoy», asegura Robinson.
Tras escuchar un programa de radio sobre el Proyecto Race Card, tanto Robinson como su marido se animaron a compartir sus respectivas historias. Pero ninguno de los dos sabía qué había enviado el otro.
La transformación que experimentaron tras el 11-S se sintetiza en las seis palabras propuestas por Robinson: «11-S: marido blanco se vuelve iraní». También redactó un texto para explicar su frase. «Vi cómo mi marido, un medio iraní nacido en Estados Unidos, pasaba de ser considerado blanco […] a ser considerado vagamente "de Oriente Próximo" (con las consiguientes miraditas en los trenes y los cacheos adicionales en los aeropuertos) a raíz del 11 de septiembre».
Robinson trabaja en la Universidad de Chicago y es asesora de guiones en varios teatros de la zona de Chicago. Barkhordar es actor y tiene en su haber una larga lista de participaciones en teatro, televisión y doblaje de videojuegos. La frase que envió al Proyecto Race Card dice así: «¡No pareces iraní!». «Pues lo soy».
Hasta el 11 de septiembre, dice Barkhordar, él era un tipo blanco de piel cetrina que daba bien en un amplio abanico de papeles étnicos. A partir del 11-S la mayoría de las ofertas que le llegaban eran para interpretar al malo árabe, el tipo de papeles que en los guiones figura como «Terrorista 2».
A continuación Robinson y Barkhordar empezaron a recibir correo y llamadas de teleoperadores que les hablaban en farsi y en árabe, idiomas que ninguno de los dos maneja. No se explicaban a qué venía aquella avalancha repentina de mensajes. Hoy sospechan que los estaba vigilando algún programa del Gobierno que evaluaba a los hombres procedentes de Oriente Próximo instalados en Estados Unidos.
«A ver, yo tengo un historial y unos antecedentes intachables –dice Barkhordar–. Vieron que tenía un apellido de origen iraní y que era un hombre de determinada edad, con lo cual les encajaba en el perfil».
Con el vigésimo aniversario del 11-S en el horizonte, aquello todavía les duele. En todo caso, su experiencia no ha hecho sino fortalecer su compromiso con el origen étnico de Barkhordar, en especial a través de su trabajo en el teatro. Por la parte que le toca a Robinson, ella fomenta aquellas historias que examinan una gama más amplia de culturas y personajes. Y Barkhordar se ha dejado barba, en parte para identificarse más con su cultura, dentro y fuera del escenario.
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«Blackcican Spanish speaker didn’t teach kids» «Negxicana no enseñó español a hijos». Marisha Vanderberg, Riverside, California.
Marisha Vandenberg explica que vivía el momento más feliz de su vida. Después de criar a sus tres hijos con su marido, Richard, había retomado los estudios para sacarse un máster en educación. Sin embargo, cuando uno de los profesores de la Universidad Baptista de California en Riverside pidió en 2017 a los estudiantes que enviasen sus historias en seis palabras al Proyecto Race Card, Marisha escribió sobre el arrepentimiento.
«Negxicana no enseñó español a hijos» son las seis palabras que escogió para aquella tarea de clase. La primera constituye una minibiografía: su padre es negro y criollo, y su familia materna procede de México. Marisha se crio en una familia muy unida que incluía a sus abuelos, dos tías y dos tíos, todos ellos latinos.
Las cinco palabras siguientes, «no enseñó español a hijos», aluden a una decisión que hoy desearía poder cambiar. Su esposo es blanco y de ascendencia europea. Al someterse a un análisis de ADN descubrió que desciende de noruegos, suecos, alemanes, ingleses y holandeses. Marisha le llama en broma «mi vikingo».
Cuando tuvieron hijos, la madre de Marisha fomentaba que los pequeños Vandenberg se expresasen en español cuando aprendían a hablar. Marisha siempre había dado por hecho que sus hijos serían bilingües como ella, pero a Richard le preocupaba que el bilingüismo los confundiese. Ella insistía en que no pasaba nada. «En su familia no había ninguna experiencia de bilingüismo –relata Marisha acerca de su marido–. Por más que se lo explicaba, seguía preocupado».
Quienes acceden a su historia en la web del Proyecto Race Card podrían llegar a la conclusión de que Richard se siente incómodo con la cultura latina, apuntó Marisha. Pero ella insiste en que si lo conociesen, no pensarían así.
Con el tiempo ella aceptó que a sus hijos solo se les hablase en inglés. Pero como pasaban tantas horas con su extensa familia materna, para sus adentros tenía la seguridad de que aprenderían el español casi por ósmosis. Pero no fue así, a su pesar. Si algún efecto tuvo aquella convivencia fue que los abuelos, tíos abuelos y tías abuelas terminaron aprendiendo más inglés de los niños que estos español de sus mayores.
Y mientras ocurría todo esto, el mundo cambiaba a su alrededor. En California, sobre todo, ser capaz de pasar fácilmente del español al inglés y viceversa figuraba cada vez más en la lista de competencias valiosas que buscaban las empresas, llegando incluso a recompensarse con un salario más alto.
Cuando sus hijos eran adolescentes, los Vandenberg decidieron cambiar de rumbo. Se aseguraron de que los chicos cursasen la asignatura de español en el instituto y dieron luz verde a los familiares para que hiciesen las veces de embajadores lingüísticos. Los niños están avanzando, dice Marisha. Ya tienen unas nociones básicas. Pero reconoce que el español –o el «spanglish» que ella misma suele hablar– no les sale de forma natural. Lo más irónico es que Richard, por haber trabajado varios años en restaurantes durante su juventud, hablaba el español mejor que sus propios hijos, aunque a estas alturas ya lo han alcanzado.
«Ojalá no hubiese cedido en mi ignorancia y mi juventud –se lamenta Marisha–. Pero bueno, nunca es tarde para corregir los errores».
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«We aren’t all “Strong Black Women”» «No todas somos "mujeres negras fuertes"». Celeste Green, Chapel Hill, Carolina del Norte.
A Celeste Green no le molesta que vean en ella a una mujer negra llena de fortaleza. De hecho, es las tres cosas. Lo que escuece a esta médica residente de 32 años es que con más frecuencia de la que le gustaría la gente no ve más allá cuando la mira, y pasa por alto otras características de las que se siente igualmente orgullosa: la elegancia, la inteligencia, la paciencia y la compostura. De modo que cuando llegó el momento de escribir el ensayo de admisión para solicitar por segunda vez el ingreso en la Facultad de Medicina, construyó su declaración personal en torno a la historia en seis palabras que había enviado al Proyecto Race Card en 2012: «No todas somos "mujeres negras fuertes"».
«Mi identidad no es solo la de una Mujer Negra Fuerte que aprieta los dientes y avanza por la vida superando obstáculos –escribió Green en la redacción que acompañaba su solicitud de acceso a la Facultad de Medicina de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill–. Mi deber no es fingir fortaleza y virtud moral, sino convertir mis experiencias en empatía».
Green, que fue admitida y hoy completa su residencia de obstetricia y ginecología, afirmaba que el tópico de la mujer negra fuerte es un arma de doble filo. En muchas ocasiones perjudica a aquellas mujeres que se creen obligadas a estar permanentemente a la altura de ese listón. Y es peligroso que la gente esté convencida de que las mujeres negras son capaces de salir adelante contra viento y marea aunque nadie les eche un cable ni les dedique una palabra de aliento.
«Lo de la fortaleza entraña una expectativa enorme –escribía Green–. "¿Para qué administrarle más analgésicos, con lo fuerte que es ella?". "No le hace falta esa beca, ella es fuerte". Tal vez estos ejemplos parezcan exagerados, pero cuando observamos la disparidad en materia de salud, diferencias salariales, reconocimiento de nuestro arte, nuestras iniciativas, nuestra inteligencia […], las mujeres negras seguimos siendo olvidadas.
»Pienso que si una mujer negra se siente más poderosa y capaz al autodescribirse como fuerte, entonces apoyo que exista en ese espacio –escribía Green–. De hecho, hoy en día yo misma me siento fuerte mucho más a menudo que cuando escribí mis seis palabras. Pero "mujer negra fuerte" puede pasar con gran rapidez de ser un cumplido a una carga».
Muchas veces, escribía, es «una excusa para exigirnos más a costa de nuestro bienestar y nuestra tranquilidad».
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«I wish he was a girl» «Ojalá mi hijo hubiese nacido chica». Kristen Moorhead, Silver Spring, Maryland.
Kristen Moorhead envió sus seis palabras al Proyecto el 26 de noviembre de 2014, el día en que la policía de Cleveland había hecho público el borroso vídeo de una cámara de seguridad que mostraba el momento en que Tamir Rice, de 12 años, era abatido por un agente segundos después de que este acudiese en respuesta a una llamada al 911. Resultó que el niño tenía en la mano una pistola de juguete.
El hijo de Moorhead, Che, tenía también 12 años. Su madre escribió: «Ojalá mi hijo hubiese nacido chica». Decía que era como un grito mudo.
«Yo siempre le he dicho a mi hijo: "Puedes ser lo que tú quieras" –escribió también ese día–. Ahora tiene 12 años. Mide casi lo mismo que yo y jura que no ve el color. Sus posibilidades son infinitas, sí, pero hay una trampa cruel. Puedes ser lo que quieras, siempre y cuando sobrevivas».
Este invierno vi cómo Kristen leía sus seis palabras a su hijo, que ya ha cumplido los 18. No quería decir que no le gustase tenerlo como hijo, explicó; solo estaba procesando el miedo cerval que le causa saber que tantos hombres y chiquillos negros desarmados han sido asesinados por la policía.
Con su metro ochenta de estatura, Che le saca una cabeza a su madre. Salido de varios programas para alumnos con talentos y altas capacidades, actualmente se prepara para la universidad y ya no insiste en que no ve el color. Al contrario, explica que su color y su sexo son precisamente la primera impresión que de él se lleva el mundo.
«Sigo teniendo la costumbre de decir siempre "hola" o "buenos días" al entrar en una tienda o incluso al cruzarme con alguien por la calle, o tratar de mantener una miniconversación con ellos, simplemente porque mi modo de hablar tiende a variar la percepción que la gente tiene de mí –dijo Che, que aún tiene voz de niño–. Y debo ir siempre con la sonrisa en la cara […] y levantar un muro que me convierte en una figura unidimensional capaz de existir como persona […] en vez de como una amenaza».
Probablemente haya oído hablar de «la charla» que los padres negros y de piel oscura tradicionalmente dan a sus hijos, en la que les explican cómo han de comportarse para llegar a casa sanos y salvos, especialmente si se encuentran con la policía. Pues bien, aquella era «la charla», pero al revés. Un chiquillo explicándole a su madre por primera vez cómo ha asimilado y puesto en práctica todos sus consejos. Kristen se alegra de que su hijo los haya interiorizado, aunque ello le inspira más pena que orgullo.
«No deja de darme un punto de rabia, la verdad, que mi hijo haya tenido que aprender esto y que yo haya tenido que enseñárselo –relataba–. Que tu niño saque sobresaliente en esto no es motivo de alegría».
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Siga las instrucciones y añada su historia en seis palabras. Si lo desea, escriba un texto más largo y lea los de otras personas que también han decidido compartir sus vivencias.
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