Desde que el coronavirus comenzó a propagarse por el mundo, hemos aprendido mucho acerca de lo que estamos dispuestos a hacer por llevarnos a casa un rollo de papel higiénico, un frasco de gel hidroalcohólico o una mascarilla. Conforme aumenta el número de casos confirmados y los países confinan a la población y cierran los establecimientos comerciales para fomentar el distanciamiento social, la incertidumbre alimenta las llamadas «compras por pánico», que vacían los lineales de los supermercados a tal velocidad que la reposición no da abasto.

Adquirir suministros a la desesperada es una de las estrategias con las que los humanos hemos gestionado la incertidumbre inherente a las epidemias desde, como poco, la llamada gripe española de 1918 –cuando la población de Baltimore saqueó las boticas para hacerse con cualquier producto que pudiese impedir el contagio o aliviar los síntomas– hasta el brote del SARS de 2003.

«Las reacciones extremas delatan que la ciudadanía siente peligrar su supervivencia y se ve impelida a hacer algo para tener la sensación de que controla la situación», explica Karestan Koenen, profesora de epidemiología psiquiátrica de la Escuela T. H. Chan de Salud Pública de Harvard.

A los humanos se nos da mal calibrar los peligros en tiempos de incertidumbre, y cometemos errores que nos llevan a sobreestimar o a subestimar nuestro riesgo personal.

¿Pero qué desencadena exactamente el pánico? ¿Y cómo podemos mantener la calma en una época tan estresante como una pandemia? Todo depende de la interacción de distintas áreas cerebrales.

La supervivencia humana ha dependido siempre del miedo y de la ansiedad, mecanismos que nos exigen una reacción inmediata al toparnos con un peligro (por ejemplo, ese león que merodea por la zona) y nos inducen a reflexionar sobre las amenazas que percibimos (¿por dónde andarán hoy los leones?).

El pánico surge cuando descarrila la pseudonegociación que tiene lugar en nuestro cerebro. Koenen explica que la amígdala, el centro emocional del cerebro, quiere que nos alejemos del peligro inmediatamente, sin importarle en absoluto lo que hagamos o dejemos de hacer con tal de que huyamos del león.

Sin embargo, la corteza prefrontal, encargada de gestionar las respuestas conductuales, insiste en que debemos analizar la situación antes de actuar. ¿Cuándo podríamos volver a encontrarnos con un león? ¿Qué habría que hacer en ese caso? A veces la ansiedad se interpone en el proceso. En vez de hablar directamente con las zonas del cerebro más duchas en planificación y toma de decisiones, la corteza prefrontal se siente confusa ante el cruce de comunicaciones entre otras partes del cerebro que se empeñan en revisar todos los posibles escenarios de cómo podríamos acabar en las fauces del león.

Cuando todo ese sistema se cortocircuita, aparece el pánico. Aunque nuestra corteza prefrontal desea meditar sobre el posible paradero de los leones mañana por la noche, nuestra amígdala corre como un caballo desbocado.

«El pánico se desencadena cuando la parte más racional del cerebro [la corteza prefrontal] se ve anulada por las emociones», explica Koenen. El miedo es tan intenso que la amígdala se impone a todo lo demás y la adrenalina entra en escena. En determinadas situaciones, el pánico puede salvarnos la vida. Cuando existe el peligro inminente de que nos devore un león o nos atropelle un coche, la reacción más racional podría ser huir, luchar o paralizarnos. En ese caso no interesa que el cerebro dedique demasiado tiempo a ponderar las diversas opciones.

Pero escuchar solo a la amígdala puede ser muy arriesgado. En su trabajo de 1954 «La naturaleza y las condiciones del pánico», Enrico Quarantelli, sociólogo que llevó a cabo investigaciones pioneras sobre la conducta humana en contextos de catástrofe, relataba la historia de una mujer que oyó una explosión y salió corriendo de su casa pensando que había estallado una bomba. Hasta que comprobó que la explosión se había producido al otro lado de la calle, no se dio cuenta de que había olvidado a su bebé en la casa.

«El pánico no es una conducta antisocial, sino asocial –escribía Quarantelli–. Esta desintegración de las normas sociales […] puede conducir a la destrucción de los vínculos más resistentes de los grupos primarios». El pánico tampoco es útil a la hora de capear amenazas a largo plazo; entonces es esencial que la corteza prefrontal siga al mando, alertándonos de la posibilidad del peligro y demorándose en evaluar el riesgo y diseñar un plan de actuación. Pero si durante esta pandemia recibimos un diluvio de información, ¿por qué unos acaparan papel higiénico y gel hidroalcohólico mientras otros obvian el riesgo y, en Estados Unidos por ejemplo, abarrotan los bares?

A los humanos se nos da mal calibrar los peligros en tiempos de incertidumbre, y cometemos errores que nos llevan a sobreestimar o a subestimar nuestro riesgo personal. Sonia Bishop, profesora asociada de psicología en la Universidad de California en Berkeley, cuya investigación versa sobre los efectos de la ansiedad en la toma de decisiones, explica que esa incompetencia se manifiesta con especial claridad en la actual pandemia del coronavirus. Los mensajes contradictorios de los Gobiernos, los medios de comunica­ción y las autoridades sanitarias agravan la ansiedad.

«No estamos acostumbrados a vivir situaciones en las que las probabilidades cambian con rapidez», dice Bishop. En condiciones ideales, explica, deberíamos adoptar el enfoque denominado «aprendizaje sin modelos» para evaluar nuestro riesgo en condiciones de incertidumbre. Se trata en esencia del método de prueba y error: nos basamos en nuestras experiencias personales y poco a poco vamos actualizando nuestro cálculo de la probabilidad de que se produzca un evento dado, de los daños que causaría en caso de producirse y del esfuerzo que debemos invertir en impedirlo.

Cuando carecemos de un modelo en el que basarnos para gestionar una amenaza, prosigue Bishop, mucha gente recurre al aprendizaje sin modelos, un método que pasa por recordar ejemplos pasados o simular posibilidades futuras. Y ahí es donde sigilosamente entra en juego el «sesgo de disponibilidad». Cuando hemos oído o leído mucho sobre un tema –por ejemplo, un accidente de aviación al que los medios dan una importante cobertura–, empieza a resultarnos tan fácil imaginarnos a bordo de un avión que se estrella que quizá sobreestimemos el riesgo de volar. «La facilidad con la que simulamos ese escenario pesa como una losa sobre nuestros juicios de probabilidades», afirma Bishop.

En la misma línea, también existen sesgos pesimistas y sesgos optimistas. Los individuos pesimistas se reconcomen imaginando todos los escenarios apocalípticos habidos y por haber. Los optimistas van por la vida convencidos de que no va a pasarles nada; aunque pertenezcan a alguno de los grupos de riesgo, hallarán el modo de reconciliar ese dato con su cosmovisión, convenciéndose a sí mismos de que, con lo sanos que están, es imposible que se mueran por el coronavirus. «Eso te devuelve en parte [la sensación de tener] el control», dice Bishop.

El pánico surge cuando la amígdala, el centro emocional del cerebro, quiere que nos alejemos del peligro enseguida, sin importar lo que hagamos con tal de evitarlo.

¿Existe algún caso en el que convenga que cunda el pánico? Aunque hay personas en ambos extremos –los que sobreestiman y los que subestiman el riesgo personal–, la mayoría de la población experimenta una honda preocupación. Cierto grado de ansiedad puede ser positivo frente a una catástrofe. El miedo puede generar motivación, afinando nuestra capacidad de alerta e inyectándonos un chute de energía. Nos recuerda que nos lavemos las manos, que estemos atentos a las noticias y… sí, que nos surtamos de productos básicos en las tiendas de alimentación.

Jennifer Horney, experta en estrategias preparatorias de salud pública, apunta que no vendría mal un poco más de pánico en Estados Unidos, cuya población no ha estado históricamente a la altura de otros países a la hora de sumarse a medidas de salud pública tales como aislamientos y cuarentenas.

«En ese sentido quizá resultaría beneficioso un poco más de pánico, en el sentido de comprender que nuestra conducta tiene efectos sobre los demás», advierte. Por otro lado, sufrir ansiedad a largo plazo es una tortura. Para empezar, cuanto más ansiosos nos hallamos, más fácil es que el cerebro se deje arrastrar por el pánico. Varios estudios han revelado que el estrés crónico llega incluso a reducir las zonas cerebrales que nos ayudan a razonar, lo que a su vez puede agravar el pánico.

Bishop observa que nuestro organismo no está diseñado para resistir semanas o meses en condiciones de ansiedad y estrés agudos. Aunque a corto plazo nos deparen un extra de energía, al final se traducen en agotamiento y depresión. En última instancia podría tener repercusiones sociales graves si la población se desespera con el distanciamiento social hasta el punto de echarse a las calles antes de que la pandemia alcance el pico.

Horney afirma que reducir la incertidumbre es clave para garantizar el resultado de las medidas tomadas. El coronavirus no es una incógnita absoluta, apunta, y se atesoran importantes conocimientos gracias a la gestión de los virus que generaron el SARS y el MERS.

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El distanciamiento social en el mundo animal

Muchos habitantes de los países más golpeados por la pandemia del SARS CoV-2 están haciendo un esfuerzo ímprobo por quedarse en casa y evitar el contacto social. Pero el distanciamiento social no coge de nuevas al mundo natural, en el que las enfermedades infecciosas son habituales. Diversas especies de animales sociales expulsan a los miembros de su comunidad que resultan infectados por un patógeno. Gracias a sentidos especializados, los animales detectan determinadas enfermedades y modifican su comportamiento para no contagiarse. Las colonias de abejas expulsan de la colmena a las larvas infectadas, a las que las abejas veteranas identifican por el olor de los compuestos químicos que emiten.

En 1966, mientras estudiaba los chimpancés en el Parque Nacional de Gombe, en Tanzania, Jane Goodall observó que un macho había contraído la polio, una virosis muy contagiosa. Sus congéneres lo atacaron y lo echaron del grupo. Al igual que los humanos, los chimpancés son criaturas que dependen enormemente del sentido de la vista, y algunas investigaciones sugieren que el rechazo inicial contra los chimpancés que padecen la polio puede nacer del temor y la repugnancia ante sus deformidades, que es parte de la estrategia para evitar contagiarse de la enfermedad que las causa. —Sydney Combs.

Este artículo pertenece al número de Mayo de 2020 de la revista National Geographic.

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