Una fría tarde de enero, Susannah Maidment está de pie en la orilla de un lago londinense, observando una manada de dinosaurios.

Maidment, conservadora del Museo de Historia Natural británico, me acompaña en mi visita al Parque del Palacio de Cristal, que en 1854 incluyó la primera exposición pública de dinosaurios. Las esculturas causaron sensación desde su presentación y prendieron la mecha de una dinomanía que no ha perdido fuelle desde entonces. Cuando faltaba más de un siglo para que Steven Spielberg deslumbrase al mundo con Parque Jurásico, los dinosaurios del Palacio de Cristal atrajeron a dos millones de visitantes anuales durante tres décadas consecutivas, y Charles Dickens incluyó a uno de ellos en su novela Casa desolada.

Los picos vuelan y  las palas se hunden en el Sahara marroquí, mientras un equipo  de paleontólogos, estudiantes y expertos en excavaciones buscan fósiles de "Spinosaurus aegyptiacus". Los huesos encontrados en este yacimiento revelan que "Spinosaurus" presentaba una cola adaptada para propulsarse en el agua, la primera de su género jamás hallada en un gran dinosaurio depredador.
Paolo Verzone

Para ver de cerca estos monumentos de 166 años de antigüedad, Sarah Jayne Slaughter y Ellinor Michel, miembros del patronato de la entidad sin ánimo de lucro Amigos de los Dinosaurios del Palacio de Cristal, nos hacen pasar por una puerta metálica para acceder a las orillas del lago, donde nos calzamos unas botas de pescador, dispuestos a vadearlo. Yo calculo mal y, al primer paso, me caigo al agua. Cuando subo como puedo hasta tierra firme, empapado y apestando a lodo estancado, Slaughter exclama, sonriendo de oreja a oreja: «¡Bienvenido a la Isla de los Dinosaurios!».

Acomodadas entre helechos y esponjosos lechos de musgo, las esculturas de color verde claro son imponentes, impresionantes. Los dos Iguanodon –un herbívoro del Cretácico– del parque se antojan iguanas gigantescas con protuberancias en el hocico, aunque hoy los científicos ya saben que eran púas que tenían en los pulgares. Es tentador tachar el conjunto de obsoleto, o propio de películas de serie B, pero Maidment ve en los dinosaurios del Palacio de Cristal lo que en realidad son: la vanguardia del conocimiento científico de su época, basado en comparaciones entre animales vivientes y los contados fósiles de los que por entonces disponían los investigadores.

Los científicos siguen usando la misma técnica para recrear estas bestias fabulosas, rellenando en los fósiles gastados por el tiempo los huecos correspondientes a los tejidos blandos. Los huesos no preservan pruebas de que aquellos rostros inmemoriales tuviesen carrillos, dice Maidment, «pero los incluimos en las reconstrucciones porque funciona: los animales actuales tienen carrillos». Los escultores del parque siguieron el mismo sistema. «Era lógico que los reconstruyesen a partir de lo que conocían», añade.

En los casi dos siglos transcurridos desde entonces, la ciencia ha descubierto más sobre los dinosaurios de lo que jamás habrían soñado los creadores del Parque del Palacio de Cristal. Hoy nuestra comprensión de ellos está viviendo otra revolución, esta vez impulsada por la abundancia de fósiles nuevos y los avances de las técnicas de investigación, que nos obliga a reconsiderar la visión popular de estos animales antiquísimos.

Durante más de dos décadas ha desfilado por los escáneres TC del hospital O'Bleness de Ohio toda una procesión de restos congelados, como los de este cocodrilo de Siam. Lawrence Witmer, paleontólogo de la Universidad de Ohio, usa escáneres de animales actuales para reconstruir e interpretar la anatomía interna de los dinosaurios extintos.
Foto: Paolo Verzone

Los científicos llevan varios años desvelando un promedio de 50 nuevas especies de dinosaurio al año, un ritmo impensable hace décadas. Los hallazgos van desde diminutos seres voladores con alas de murciélago hasta herbívoros cuellilargos que se cuentan entre los mayores animales terrestres que han pisado la Tierra. Escáneres médicos, aceleradores de partículas y análisis químicos permiten a los investigadores separar virtualmente la roca del hueso y visualizar los más minúsculos rasgos ocultos de los fósiles. Desde los colores de los huevos y de las plumas hasta las diversas morfologías cerebrales, nuestra dinoenciclopedia ahora incluye detalles sin precedentes sobre el nacimiento, el desarrollo y la vida de estos animales.

Este "Mantellisaurus", desenterrado en 1914 y expuesto en el Museo de Historia Natural del Reino Unido, estuvo etiquetado como "Iguanodon" hasta 2007, cuando los científicos  lo reconocieron como un género propio.  Con unos 125 millones de años de antigüedad, es uno de los fósiles  de dinosaurio más completos que se han hallado en el Reino Unido.
Foto: Paolo Verzone

En lo relativo al descubrimiento de dinosaurios, «creo que ahora mismo estamos viviendo su edad de oro», dice el paleontólogo de la Universidad de Edimburgo Steve Brusatte.

No es de extrañar que ejerzan una fascinación imperecedera. Durante 150 millones de años los dinosaurios dominaron paisajes de toda la Tierra antediluviana y vivieron en lo que hoy son los siete continentes, disfrutando de una prosperidad sin parangón y adoptando toda una cornucopia adaptativa de formas y tamaños.

Además de exponer especímenes, los museos protegen y estudian fósiles. El Museo de Historia Natural del Reino  Unido custodia los únicos  huesos conocidos de Adratiklit, el estegosaurio más antiguo que se ha localizado. En 2019 un equipo dirigido por la conservadora Susannah Maidment declaró que Adratiklit constituía un nuevo género, basándose entre otras cosas en el hueso braquial que sostiene.
Foto: Paolo Verzone

Brusatte y otros calculan que los científicos han catalogado más de 1.100 especies de dinosaurios extintos, que no son más que un subconjunto de las que existieron en algún momento, porque la fosilización se produjo solo en un tipo de entornos muy concreto. Su historia continúa hasta nuestros días. Cuando hace 66 millones de años un asteroide impactó contra la península de Yucatán, en México, y acabó con tres cuartas partes de la vida terrestre, un grupo de dinosaurios sobrevivió: las criaturas emplumadas que ahora llamamos aves.

La ciencia occidental no empezó a estudiar formalmente los dinosaurios hasta la década de 1820, pero lo que hemos aprendido en el ínterin revela mucho acerca de los efectos de nuestro siempre cambiante planeta sobre la fauna terrestre.

Aunque los continentes se separaron y recombinaron –y las temperaturas y los niveles del mar ascendieron y descendieron–, los dinosaurios siguieron ahí. ¿Qué lecciones podemos extraer de sus respuestas y de su resiliencia? Contar una historia tan épica exige recorrer el mundo en busca de huesos de dinosaurio y, desde Alaska hasta Zimbabwe, los paleontólogos están encontrándolos a un ritmo sin precedentes.

1) Cómo se movían

Un descubrimiento revolucionario demuestra que Spinosaurus era predominantemente acuático. Tenía una cola diseñada para propulsarse en el agua, un centro de gravedad adelantado, excelente para la natación, y unas garras curvas que se prestaban mejor a cazar presas en el agua que a caminar sobre el suelo.

Dos "Spinosaurus aegyptiacus" cazan ejemplares del pez sierra Onchopristis en un sistema fluvial que regaba el actual Marruecos hace más de 95 millones de años.
Ilustración: Davide Bonadonna. Fuente: Nizar Ibrahim, Explorador de National Geographic

 

Ilustración: Dinosaurios nadadores y voladores

 

2 Cómo nacían

Parece que los huevos que ponía Deinonychus eran azulados, como los de algunas aves actuales, lo que sugiere que hacía nidos abiertos. El color y el moteado de los huevos quizá sean una forma de camuflarlos en entornos abiertos; la anidación al aire libre indicaría que Deinonychus incubaba a sus crías.

 

Un pollo de Deinonychus recién salido del cascarón aparece rodeado por vistosos huevos azules en un nido elevado, bajo la atenta mirada de su padre.
Ilustración: Davide Bonadonna. Fuente: Jasmina Wemann, Universidad Yale

 

Ilustración: Huevos de colores

3- Cómo crecían

Hoy los investigadores comprenden mejor los ciclos vitales de determinados dinosaurios. Gracias a los nuevos hallazgos, van completando la descripción de cómo se desarrollaban, maduraban y a veces alcanzaban un tamaño enorme.

Hoy los investigadores comprenden mejor los ciclos vitales de determinados dinosaurios. Gracias a los nuevos hallazgos, van completando la descripción de cómo se desarrollaban, maduraban y a veces alcanzaban un tamaño enorme.
Iustración: Davide Bonadona. Fuentes: John R. Hutchinson, Real Colegio de Veterinarios de Londres. Alejandro Otero, Museo de la Plata-Conicet.

Ilustración: cuerpo caliente, cabeza fría

4- Cómo eran

Cada vez disponemos de más datos sobre el aspecto de los dinosaurios. Gracias a los pigmentos fosilizados, ahora
los investigadores saben que muchos poseían algún tipo de plumaje que podía variar de color. Otras especies presentaban en la piel tonos y dibujos para exhibirse o para camuflarse.

 

Un "Yi qi" planea mientras dos Tianyulong del tamaño de un faisán se dan un baño. El análisis de tejidos blandos revela que "Yi qi" tenía alas membranosas interdigitales.
Ilustración: Davide Bonadonna. Fuentes: Michael Habib, Museo de Historia Natural del Condado de Los Ángeles; Michael Pittman, Universidad de Hong Kong

Ilustración: Resucitados a todo color

5- Cómo interactuaban

Gracias a los avances en tecnologías 3D, los expertos reconstruyen al detalle la anatomía de los dinosaurios, incluido el oído interno, las regiones del cerebro y otras estructuras de tejidos blandos. Todo ello arroja nueva luz sobre las competencias mentales y sensoriales de estos animales y su capacidad de desarrollar comportamientos sociales.

 

Dos "Edmontosaurus" macho se disputan una hembra. Los grandes hadrosaurios quizá tejían complejas relaciones sociales, comunicándose con rugidos graves.
Ilustración: Davide Bonadonna. Fuentes: David C. Evans, Real Museo de Ontario. Phil Bell. Universidad de Nueva Inglaterra.

 

Ilustración: Dinocerebros

Una de las regiones más productivas en cuanto a nuevos hallazgos fósiles es el norte de África. Cuando estás sudando la gota gorda a 41 °C en pleno Sahara marroquí no es fácil imaginar que este paisaje fue en su día un vergel surcado por ríos profundos en cuyas aguas nadaban peces enormes. Pero el Explorador de National Geographic Nizar Ibrahim y su equipo de paleontólogos llevan años regresando a la región en pos de uno de los dinosaurios más extraños jamás descubierto: un monstruo fluvial llamado Spinosaurus aegyptiacus.

Los primeros fósiles de Spinosaurus se hallaron en Egipto en la década de 1910, pero fueron destruidos en un bombardeo de la Segunda Guerra Mundial en Alemania. Las notas de campo, los bocetos y las fotografías de los fósiles originales –sumados a unos pocos huesos y dientes aislados encontrados en décadas posteriores del siglo XX– apuntaban a que aquella misteriosa criatura con una cresta dorsal en forma de vela llevaba algún tipo de existencia acuática. Spinosaurus tenía unos dientes cónicos bien adaptados para atrapar peces, por ejemplo, lo cual sugería a los paleontólogos que quizá merodeaba por los bajíos sacando peces del agua, como hacen las garzas o los grizzlies. Esto explica que Ibrahim y sus colegas causasen tal revuelo en 2014 al describir un nuevo esqueleto parcial localizado en Marruecos y demostrar que Spinosaurus pasaba buena parte del tiempo nadando y alimentándose en el agua.

 

Para apuntalar su tesis, el equipo de Ibrahim regresó en 2018 al árido yacimiento con el apoyo de National Geographic Society y la esperanza de encontrar más fragmentos de Spinosaurus. La excavación fue brutal. El martillo neumático adquirido para mover toneladas de roca se averió. Varios miembros del equipo fueron hospitalizados por agotamiento en cuanto regresaron a casa. Pese a todo, empezaron a encontrar una vértebra tras otra de la cola de Spinosaurus, a veces con apenas unos minutos y centímetros de diferencia. La euforia de los excavadores fue absoluta.

Con forma de remo y unos cinco metros de longitud, el apéndice que desenterraron, y que presentaron hace unos meses en Nature, constituye la adaptación acuática más extrema jamás hallada en un gran dinosaurio depredador. «Esto va a convertirse en un símbolo, un icono, de la paleontología africana», me dice Ibrahim.

La historia de Spinosaurus, con sus localizaciones en el desierto y sus intrigas históricas, parece salida de un guion cinematográfico. Pero ulteriores investigaciones sobre la cola fosilizada han demostrado lo mucho que ha cambiado el estudio de los dinosaurios.

En un laboratorio de la Universidad Hassan II de Marruecos, el Explorador de National Geographic Nizar Ibrahim (en el centro) examina unos huesos de "Spinosaurus" codo a codo con los paleontólogos Simone Maganuco (a la izquierda) y Cristiano Dal Sasso. «Estudiar un animal fosilizado tiene para mí algo de creación –dice Dal Sasso–. Tienes que resucitar un animal a partir de fragmentos».
Foto: Paolo Verzone

Ibrahim viajó de Casablanca a Cambridge (Massachusetts) para visitar el laboratorio del biólogo George Lauder en la Universidad Harvard. Lauder está especializado en estudiar el movimiento en el agua de los animales acuáticos, valiéndose de cámaras de alta velocidad y robots para dilucidar cómo nadan. Para poner a prueba a Spinosaurus, Lauder monta una maqueta de plástico anaranjado de 20 centímetros de largo de la cola del dinosaurio sobre una varilla metálica acoplada a un transductor de fuerza de 5.000 dólares, parte de un dispositivo robótico que pende del techo. «Es como un aparato de tortura medieval», apunta Stephanie Pierce, la paleobióloga de Harvard que diseñó y dirigió el experimento, mientras Lauder hace descender el robot hasta un canal.

Una vez sumergida, la cola cobra vida: ondea sin cesar mientras envía datos desde el dispositivo a unos ordenadores. Los resultados muestran que la cola de Spinosaurus podía generar ocho veces más empuje de avance dentro del agua que la cola de dinosaurios terrestres emparentados. Por lo visto, una bestia más larga que tiranosaurio rex nadaba en los ríos con la habilidad de un cocodrilo.

Este tipo de experimentos interdisciplinares de laboratorio son los que definen la actual investigación en materia de dinosaurios. Gracias a los ordenadores actuales, los científicos pueden analizar enormes conjuntos de datos de rasgos es-queléticos y construir árboles filogenéticos de dinosaurios. El meticuloso análisis de láminas óseas más finas que un folio revela con detalle cuándo se produjeron y cuánto duraron las fases de crecimiento acelerado de los dinosaurios.
Y con los mismos modelos que predicen el cambio climático, los paleontólogos pueden lanzar virtualmente contra la Tierra un asteroide como el que impactó en ella hace 66 millones de años para asistir a la reducción de los hábitats de los dinosaurios como consecuencia del invierno apocalíptico subsiguiente.

Pero pocas tecnologías han alterado tan profun-damente nuestra visión de los dinosaurios como el escáner médico de tomografía computarizada (TC), hoy una herramienta paleontológica habitual.

«Podemos introducir en el ordenador todos los huesos extintos que queramos y hacer con ellos lo que queramos –explica Lawrence Witmer, paleontólogo de la Universidad de Ohio–. Podemos reconstruir los fragmentos que faltan […] y hacer pruebas de impacto, llevar a cabo simulaciones de cómo corrían y entender mejor cómo funcionaban de verdad aquellos animales».

El escáner también exime de pagar un precio antes obligado: sacrificar las impresiones de los tejidos blandos del fósil para quedarse solo con el hueso. Ahora, los investigadores separan el hueso de la roca de manera virtual. «Esto hace que te preguntes qué datos habremos estado pasando por alto o directamente destruyendo hasta ahora», apunta Mark Witton, paleoartista de la Universidad de Portsmouth, en Inglaterra.

La filosofía contemporánea de actuar con la máxima precaución se ha traducido en una avalancha de descubrimientos. Recientemente Witmer ha demostrado con imágenes de TC que la evolución dotó a los grandes grupos de dinosaurios de sistemas de refrigeración craneal específicos para impedir el sobrecalentamiento del cerebro. Los dinosaurios acorazados, como el anquilosaurio Euoplocephalus, usaban las fosas nasales, evolucionadas hasta convertirse en conductos laberínti-cos que disipaban calor cuando el animal respiraba, enfriando así la sangre destinada a irrigar el cerebro. En contraste, los grandes depredadores como T. rex evacuaban el exceso de calor por los enormes senos del hocico. Como herreros con el fuelle, aquellos dinosaurios abrían y cerraban la mandíbula para forzar la entrada y salida de aire de las cámaras, provocando la evaporación de la humedad y la consecuente disipación de calor, como la que obra la sudoración un día de verano.

Las TC también nos ofrecen cierta idea de cómo se movían los dinosaurios y de los cambios que experimentaban al crecer. Con vídeos de rayos X y animaciones por ordenador de aligátores y aves, Ryan Carney construyó en la Universidad del Sur de Florida modelos 3D que en 2016 revelaron cómo el dinosaurio plumado Archaeopteryx podía batir las alas de manera que generaba un vuelo autopropulsado. Y para averiguar cómo crecía el herbívoro patagónico Mussaurus, el investigador argentino Alejando Otero ensambló en un ordenador múltiples escáneres de los huesos de este dinosaurio y simuló su postura a diferentes edades. Al igual que los bebés humanos, las crías de Mussaurus caminaban a cuatro patas y, conforme maduraban, adoptaban una deambulación más erguida sobre las patas posteriores.

Cuanto mejor acceden los paleontólogos a las interioridades de cada nuevo fragmento óseo, más son los detalles inestimables del pasado que pueden desentrañar.

En el extremo noroccidental de la ciudad francesa de Grenoble, en una lengua triangular de tierra donde se encuentran dos ríos, un anillo gris de unos 850 metros de circunferencia se eleva sobre la neblina. Esta singular estructura es el Laboratorio Europeo de Radiación Sincrotrón (ESRF), que en los últimos tiempos se ha convertido en la meca de la paleontología gracias a uno de sus investigadores, Paul Tafforeau.

 

Los dispositivos más punteros para el examen de huesos fosilizados pueden percibir detalles más de cien veces menores que un glóbulo rojo humano.

El ESRF es un acelerador de partículas que lanza electrones a una velocidad rayana en la de la luz. Mientras el haz de electrones completa sus revoluciones, los imanes dispuestos a lo largo de la pista circular curvan la corriente de partículas. Esta disrupción provoca que las partículas emitan unos de los rayos X más intensos del mundo, que los investigadores suelen utilizar para estudiar nuevos materiales y fármacos. Tafforeau es especialista en aprovechar esos rayos X para escudriñar el interior de fósiles que las TC típicas no logran desentrañar, y eso a unas resoluciones fuera del alcance de dichos escáneres.

Mientras visitamos las entrañas de acero y hormigón del acelerador, pregunto a Tafforeau hasta qué punto da respuestas la máquina. Me señala una vitrina con impresiones en 3D de algunos de los fósiles que ha sometido a rayos X. Porciones de uno de ellos, una madriguera de más de 250 millones de años, se escanearon con tal resolución que reveló detalles tan pequeños como un glóbulo rojo humano. Si las condiciones son óptimas, los escáneres de Tafforeau pueden revelar rasgos más de cien veces menores que eso. He ahí la potencia de una lupa del tamaño de un estadio de fútbol.

La intensidad del ESRF ha obrado maravillas para Dennis Voeten, investigador de la Universidad de Uppsala (Suecia), que se valió de él para laminar virtualmente fósiles de Archaeopteryx y trazar los cortes transversales de los huesos con sumo detalle. Como los huesos deben resistir la tensión del vuelo, su estructura geométrica delata el tipo de vuelo de cada animal. Aunque la anatomía de Archaeopteryx no permitía un aleteo plenamente aviar, los cortes transversales de los huesos de las alas se asemejan a los de los faisanes actuales, que vuelan breves trechos. Es una pista sobre cómo una criatura de hace 150 millones de años –una instantánea emblemática de la evolución de los dinosaurios a las aves– se desplazaba por las cadenas insulares del Jurásico donde debió de vivir.

Kimi Chapelle, de la Universidad del Witwatersrand, en Sudáfrica, ha recurrido también al centro de investigación multinacional de Grenoble para atisbar el interior de los huevos de dinosaurios más antiguos que se conocen, pertenecientes al herbívoro sudafricano Massospondylus. Gracias a los rayos X ha reconstruido los cráneos embrionarios de su interior, llegando hasta los minúsculos dientes que se habrían caído o reabsorbido antes de la eclosión. Los embriones de los geckos actuales también presentan estos protodientes, pese a que los últimos ancestros comunes de geckos y dinosaurios vivieron hace más de 250 millones de años. Gracias en parte a los geckos, la científica calculó que los embriones de Massospondylus habían completado tres quintas partes de su proceso de incubación cuando murieron prematuramente hace más de 200 millones de años. «Sientes con mucha más intensidad que fueron seres reales», me dice.

A medida que aumentan los descubrimientos de dinosaurios, se impone revisar las maquetas de estos animales. En la localidad italiana de Fossalta di Piave, Guzun Ion, artesano de la empresa de esculturas museísticas DI.MA. Dino Makers, moldea una  cola actualizada para  la recreación a tamaño natural de un subadulto de "Spinosaurus" de 10,50 metros de largo.
Foto: Paolo Verzone

Todas las primaveras, el Instituto de Paleontología de Vertebrados y Paleoantropología (IPVP) de Beijing da la bienvenida a su propio símbolo de la naturaleza efímera de la vida cuando un manto de flores de cerezo y ciruelo cubre la capital china. Para Jingmai O'Connor, la escena es encantadora: gárgolas esculpidas a imagen de peces, dinosaurios y tigres de dientes de sable de un pasado remoto contemplan desde el edificio principal risueños grupos de escolares que acuden a visitar un museo público de paleontología alojado en el mismo edificio. «Es como la Disneylandia de la paleontología, casi», dice la investigadora del IPVP.

Una vez dentro, sin embargo, el IPVP tiene más de máquina del tiempo que de parque temático. Desde la década de 1990, agricultores, investigadores y comerciantes de fósiles de la provincia nororiental de Liaoning han aportado cientos de fósiles que han dado un vuelco a nuestra comprensión del aspecto y la conducta de los dinosaurios. Muchos conservan vestigios de plumas, lo que confirma que el plumaje precedió al vuelo. Algunos fósiles también revelan que otros dinosaurios –no solo los ancestros más cercanos de las aves– también intentaron desafiar la gravedad.

Pocos reflejan mejor esa imagen en constante cambio que los escansoriopterígidos, un grupo de dinosaurios del Jurásico con más sílabas en su nombre que certezas sobre su morfología. Algunos científicos creyeron en su día que estos animales del tamaño de un cuervo se valían de sus dedos de diez centímetros de largo para atrapar insectos, como hacen los actuales aye-ayes. Pero en 2015 investigadores del IPVP descubrieron a un extraño miembro del grupo que resultó ser un callejón sin salida de los orígenes del vuelo. A diferencia de cualquier otro dinosaurio hallado hasta la fecha, Yi qi presentaba unas alas membranosas, semejantes a las de los murciélagos actuales, que sostenía con sus largos dedos externos y los huesudos espolones de las muñecas. «La cosa fue así: un espécimen crucial […] echó por tierra en diez minutos todo lo que creíamos saber hasta entonces», afirma O'Connor.

Los fósiles de China, así como los hallados en yacimientos de igual importancia dispersos por todo el mundo, preservan indicios de todo tipo de tejidos. En 2014 se anunció el descubrimiento en el oeste de Canadá de un Edmontosaurusregalis, un tipo de hadrosaurio que presenta una cresta de carne momificada similar a la que hoy luce un gallo. Nadie sabía que aquel dinosaurio tenía esa estructura, aunque la especie se conocía desde hacía casi un siglo. Los huesos ya delataban que los dinosaurios usaban partes corporales exageradas para atraer parejas sexuales y granjearse estatus social, como los animales actuales, o para identificar a los suyos. Al constatar que Edmontosaurus y otros dinosaurios presentaban tejidos blandos, los paleontólogos vislumbran vestigios de lo que pudieron haber sido aquellos atributos.

En algunos casos los investigadores pueden incluso inferir parte de las sustancias químicas originales de aquellos animales. En 2008 un equipo científico dirigido por el paleontólogo Jakob Vinther, ahora en la Universidad de Bristol (Inglaterra), descubrió que los melanosomas, minúsculos orgánulos celulares que contienen melanina, eran fosilizables. Su hallazgo hizo realidad algo que siempre se había considerado imposible: averiguar el color de la piel y las plumas de dinosaurios extintos a partir de la forma, el tamaño y la disposición de los melanosomas.

Estas reconstrucciones deben manejarse con cautela: los animales actuales emplean otros pigmentos además de la melanina, y es probable que algunos dinosaurios también lo hiciesen. Con todo, los últimos hallazgos son asombrosos. El dinosaurio plumado Anchiornis, que vivía en lo que hoy es China, lucía una cresta rojiza; Psittacosaurus, uno de los primeros ceratopsios, tenía una piel castaño rojiza que le aportaba una forma primitiva de camuflaje. En 2018 un equipo internacional comunicó que las plumas de Caihong, un dinosaurio que vivió en la misma región que Yi qi, brillaban con todos los colores del arcoíris.

Hay otras moléculas orgánicas susceptibles de sobrevivir al paso del tiempo. En la década de 2000, la paleontóloga de la Universidad del Estado de Carolina del Norte Mary Schweitzer causó sensación al descubrir que en algunos fósiles de dinosaurio, entre ellos ejemplares de T. rex, se habían preservado células, vasos sanguíneos y quizás incluso vestigios de proteínas. Desde entonces, Schweitzer y una creciente cohorte de científicos se han preguntado cómo puede ser que dichas sustancias sobrevivan millones de años... y qué podríamos aprender de ellas.

En su laboratorio de Yale, la doctoranda Jasmina Wiemann muele un pequeño fragmento de hueso de Allosaurus para analizarlo. Pasa el polvo a un tubo de ensayo y me invita a añadir una solución ácida, que espumea y adquiere un tono marrón oscuro. Al microscopio, el mejunje resultante incluye unos esponjosos fragmentos castaños atravesados por culebrillas negras. No puedo creer lo que estoy viendo. Aquella baba amarronada fue en su día un tejido rico en proteínas. ¿Y las culebrillas? Los contornos de células óseas de un depredador jurásico de diez metros de largo y dientes enormes que vivió hace más de 145 millones de años. Las reacciones químicas provocadas por millones de años de calor y presión suelen transformar este tipo de restos microscópicos. Alterados y todo, los materiales contienen datos inestimables sobre la conducta de los dinosaurios. En un estudio de 2018 Wiemann demostró que, al dirigir un láser hacia determinadas cáscaras de huevo de dinosaurio, la luz dispersada revela la presencia de protoporfirina y biliverdina degradadas, unos compuestos que dan a los huevos de ave actuales sus colores y moteado.

Este huevo fósil de ave hallado en Nebraska  fue puesto decenas  de millones de años después de la extinción de los dinosaurios no aviares. Estos restos ayudan a Jasmina Wiemann, doctoranda de Yale, a analizar la composición química  de cascarones más antiguos. «Todas las aves son dinosaurios,  de modo que también este es un huevo de dinosaurio aviar», afirma.
Foto: Paolo Verzone. Tomada en el Museo Peabody de Historia Natural, Universidad Yale

Análisis como este delatan que los huevos calcificados de Deinonychus, un pariente de Velociraptor, presentaban una tonalidad azulada, lo que sugiere que, al igual que las aves modernas que ponen huevos de un colorido parecido, aquel dinosaurio construía nidos a cielo abierto e incubaba a sus crías. En contraste, los embriones fosilizados de Protoceratops hallados en Mongolia y los de Mussaurus procedentes de la Patagonia aparecen rodeados por lo que en su momento fue una cáscara correosa, apunta un estudio cofirmado por Wiemann este año. El hallazgo sugiere no solamente que aquellos dinosaurios enterraban sus nidos como hoy hacen las tortugas, sino también que los primeros huevos de dinosaurio tenían una blandura similar. Este hecho da un vuelco a la historia evolutiva de los dinosaurios, pues significa que los cascarones duros, presentes en todo el clado Dinosauria, no tienen un único origen: es un rasgo que surgió al menos en tres puntos distintos de la evolución.

Los avances científicos muestran por encima de todo que los dinosaurios no eran esos monstruos monótonos que a menudo refleja la cultura popular. Se cortejaban y se disputaban el estatus social. Sufrían fracturas e infecciones. Cazaban bichos y mordisqueaban helechos. Sus días eran tan intensos y variados, frenéticos y rutinarios, como los de las aves que vemos por la ventana. Hasta el T. rex más grande y malote se echaba una siesta de vez en cuando.

Es algo que comprendo de pronto cuando recorro el laboratorio del profesor adjunto de Yale Bhart-Anjan Bhullar, quien estudia fósiles y embriones de animales actuales para desentrañar cómo los antiguos dinosaurios engendraron a las aves. En un estudio de 2012 descubrió que, desde el punto de vista del desarrollo, los cráneos de las aves son meras variaciones de los cráneos juveniles de los dinosaurios: el cráneo de una cría de dinosaurio tenía el hueso más fino y era más flexible, una característica que aprovechó la evolución aviar para crear el pico. Elementos de aquel viejo juego de herramientas del desarrollo de los dinosaurios han sobrevivido. El paleontólogo también ha demostrado que si se bloquean las rutas moleculares cruciales para la formación del pico, es posible lograr que un embrión de gallina presente un hocico semejante al de Archaeopteryx.

Rastreando el resto del plan anatómico de las aves, Bhullar ha localizado otros ejemplos llamativos de cómo los embriones de ave resumen su propia historia evolutiva. Me muestra una imagen al microscopio de la extremidad anterior de un embrión de codorniz: es idéntica al brazo de un dromeosáurido. «¡Un Deinonychus, tal cual! ¡Fíjese!», exclama, mientras señala hacia el portátil. Este vestigio ancestral no se transforma en ala de ave hasta que se acerca la eclosión.

Tras años escribiendo sobre dinosaurios, me había habituado a pensar en ellos en pretérito. Pero siguen entre nosotros, como fantasmas ocultos dentro de los huevos de sus descendientes aviares.

Los eslabones entre el pasado y el presente se manifiestan con mayor claridad en Londres, cuando finalizamos la visita a la Isla de los Dinosaurios. Aunque el mundo de los dinosaurios desapareció de la noche a la mañana, los del Palacio de Cristal se enfrentan a una amenaza más lenta e insidiosa. Las esculturas figuran en la lista de patrimonio amenazado del Reino Unido, pero la falta de mantenimiento explica las grietas de muchas de sus superficies descoloridas.

Pregunto a Maidment cómo construirían hoy los científicos su propia versión del Parque del Palacio de Cristal. La conservadora responde con elegancia: ella lo llenaría de aves. «Los dinosaurios son los vertebrados terrestres más diversos de la actualidad –dice, mientras una bandada de gaviotas nos sobrevuela–. Nunca han dejado de estar». 

 

Este artículo pertenece al número de Octubre de 2020 de la revista National Geographic.