La mañana ha amanecido nublada este sábado en Iwase, un somnoliento barrio portuario de la bahía de Toyama, en Honshu, la mayor isla de Japón, y las calles están vacías hasta que se acerca la hora señalada.
Una anciana asoma la cabeza por la puerta de su casa y echa un vistazo a la calle principal, flanqueada por los tradicionales edificios bajos de madera. Otra avanza con pasitos cautelosos por una estrecha acera lateral. Al cabo de unos minutos llegan dos camionetas y se detienen en la calle.
Noriko Hayashi
Japón está adaptando muchos aspectos de su sociedad –rituales como los baños colectivos, por ejemplo– a una nueva realidad: el envejecimiento de su población. Jiro Tajima, de 88 años, se ducha como paso previo a la inmersión en una casa de baños de Tokio, que la mayoría de los días está reservada hasta primera hora de la tarde para que los ancianos hagan ejercicio, coman y disfruten de un baño. El sistema de seguridad social en Japón cubre la mayor parte del gasto.
El barrio despierta de repente. Cinco operarios se apean de las camionetas y se ponen manos a la obra, colocando conos de tráfico, repartiendo cestas de la compra y disculpándose por haber aparcado el minimercado móvil Tokushimaru a un par de metros de su posición habitual. Trasladan los comestibles de la primera camioneta a la segunda, que en un abrir y cerrar de ojos se transforma en una tienda en miniatura con estanterías plegables y toldillos rojos. El lado izquierdo está refrigerado y surtido con raciones individuales de pescado y carne, yogur, huevos y otros alimentos perecederos. Las frutas y verduras quedan a la derecha. Los aperitivos y las galletas saladas, al fondo. Media docena de clientes, todas mujeres mayores, se mueven inseguras alrededor de la camioneta.
Noriko Hayashi
Chikayoshi Gonda, de 97 años, cocina unos pastelillos llamados oyaki, mientras Harumi Okubo, de 80, les da forma. El restaurante de Ogawa (en la isla de Honshu) en el que trabajan empezó a contratar a ancianos al constatar que la gente de este pueblo de montaña entraba en años. La edad promedio de sus empleados es en este momento de 70 años.
Miwako Kawakami, una anciana de 87 años con la espalda encorvada y media melena, entrega su bastón a un operario y coge una cestita. Kawakami vive sola detrás de un templo cercano. «Antes había muchas tiendas, pero cerraron todas –dice–. La verdulería, la pescadería... Todas echaron el cierre hace unos cinco años». Cruza la calle con paso vacilante para reunirse con su vecina de 86 años, que ha venido a ayudarla a llevar la compra.
Noriko Hayashi
Una granja de Nakashibetsu, en la isla de Hokkaido, utiliza una máquina rotativa para ordeñar automáticamente a sus 360 vacas. «La escasez de mano de obra y el envejecimiento son problemas graves en la industria láctea de Japón –afirma Daisuke Sasaki, propietario de la granja–. Adoptar estos robots contribuye a la economía».
Iwase se ha vaciado. Los jóvenes se han ido, y los que siguen en el barrio se van haciendo viejos. Es la misma dinámica que se registra en todo Japón, donde la tasa de natalidad se afianza en la tendencia descendente que emprendió hace décadas. La población del país tocó techo en 2010, con 128 millones de habitantes. Hoy se cifra en menos de 125 millones y se prevé que continúe menguando las próximas cuatro décadas. Al mismo tiempo, los japoneses viven más años: 87,6 de promedio las mujeres y 81,5 los hombres. Con excepción del diminuto principado de Mónaco, la población nipona es ya la más envejecida del mundo.
Noriko Hayashi
Ikuko Akasaka espera junto a otras geishas más jóvenes para actuar en una fiesta privada en un restaurante tradicional de Tokio. Durante varias horas, será la encarnación de la elegancia y la gracia mientras viste un pesado kimono y una peluca de más de dos kilos.
Las cifras no comunican bien hasta qué punto repercute este cambio demográfico en la vida cotidiana. La combinación cada vez más desproporcionada de ancianos al alza y jóvenes a la baja ya ha empezado a alterar la vida en Japón, desde su apariencia externa hasta sus políticas sociales, desde las estrategias empresariales hasta el mercado laboral, desde los espacios públicos hasta los hogares. Japón está convirtiéndose en un país diseñado para los ancianos y dominado por ellos.
Los noticiarios de la noche dedican tanto tiempo al tema de la «sociedad senescente» nipona como a la meteorología. Los jóvenes que cuidan de sus mayores necesitan más apoyo. Un conductor de 100 años se sube a la acera y atropella a un peatón. La mayoría de los yakuza superan los 50 años. El envejecimiento está por doquier. Los asientos de algunas estaciones de tren tienen una muesca en la base para apoyar el bastón. Y es habitual ver casas abandonadas en vecindarios como Iwase, pero también en barrios de grandes ciudades.
La senda que recorre Japón anuncia lo que se avecina en muchas zonas del mundo. China, Corea del Sur, Italia y Alemania siguen una trayectoria similar; también Estados Unidos, aunque a un ritmo más lento. Hace cinco años el mundo alcanzó un hito perturbador: por primera vez en la historia, los adultos de 65 años o más superaron en número a los niños menores de cinco años.
Noriko Hayashi
Hiromu Inada, de 89 años, entrena en un gimnasio de Chiba, en la bahía de Tokio. Desde que cumplió 70 años ha competido en 66 triatlones. En 2018 se convirtió en el triatleta de más edad en terminar el Campeonato Mundial de Ironman. Se ejercita a diario, preparándose para la competición de este año. «Aunque crea que algo es imposible, yo lo intento –dice–. Y sorprendentemente, resulta que es posible».
A juzgar por lo que ya está ocurriendo en Japón, el envejecimiento alterará el tejido social de manera evidente y sutil. Supondrá una factura exorbitante que los Estados tendrán dificultades para asumir. Afrontar el reto no será fácil, pero el futuro no es necesariamente aciago. La experiencia de Japón, con la atención al detalle y al diseño que lo caracteriza, sugiere que un mundo con una proporción de ancianos cada vez mayor puede dar paso a una era de innovación.
En 2020 el Ministerio de Sanidad, Trabajo y Bienestar nipón puso en marcha ocho «laboratorios vivientes» dedicados al desarrollo de robots gerocultores. En cierto modo, el país es en sí mismo un enorme laboratorio viviente que intenta encajar las repercusiones de una sociedad que envejece a pasos agigantados. En las empresas, instituciones académicas y comunidades de todo el país se están llevando a cabo incontables experimentos, todos ellos destinados a preservar la salud de los ancianos el mayor tiempo posible y, al mismo tiempo, aliviar la carga que supone cuidar a los miembros más vulnerables de la sociedad.
Noriko Hayashi
Cae la noche en la residencia de ancianos Activa Biwa de Otsu, una ciudad cercana a Kioto, y un robot hace la ronda. Sin hacer ruido, abre la puerta de cada habitación para saber cómo se encuentran los residentes. Si detecta algo extraño, envía imágenes para alertar a los cuidadores. Muchas residencias están probando tecnologías diseñadas para reducir la demanda de personal.
Osamu Yamanaka se ha propuesto que nadie muera en soledad. Varias veces por semana, este médico de 67 años sale de su clínica de Yokohama –la segunda ciudad más habitada del país– para visitar a pensionistas que viven solos en alojamientos destartalados de una sola habitación en Kotobukicho. Este barrio precario, surgido con el boom de la construcción de la posguerra para alojar a obreros, hoy alberga a ancianos beneficiarios de ayudas sociales y a «personas que rehúyen las constricciones sociales», dice Yamanaka: alcohólicos, enfermos mentales, expresidiarios.
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Osamu Yamanaka hace visitas a domicilio para ver a sus pacientes de más edad. Cargado con el viejo maletín de médico que ya perteneciera a su padre, suele subir las escaleras en vez de coger el ascensor. Este día Yamanaka se cruzó con Yasunari Mutaguchi, un paciente de 68 años, y esperó a que pasara para asegurarse de que estaba bien.
En una de sus visitas, Yamanaka atiende a Seiji Yamazaki, de 83 años, un antiguo trabajador de la construcción que yace en un catre de hospital con un puño permanentemente cerrado. Aparte de la cama, en la estrecha habitación hay una mininevera, un microondas, una colección de peluches de Winnie the Pooh y poco más.
«Estoy mareado –le dice al médico–. ¿Cómo tengo la tensión?». Yamanaka le toma las constantes vitales, le dice que comprobará su medicación y revisa el registro de visitas; los auxiliares sanitarios también pasan a diario para llevarle comida, darle la medicación y cambiarle los pañales.
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Yamanaka visita a Minoru Tanaka, de 85 años, y comprueba su estado de salud. Cuando sus pacientes se acercan al final de la vida, no solo les proporciona atención médica, sino que habla con ellos sobre cómo quieren pasar sus últimos días. A veces incluso los acompaña de excursión para cumplir sus últimos deseos. Piensa seguir trabajando mientras el cuerpo aguante. «No veo motivos para dejarlo», dice.
El Sistema de Seguro de Cuidados de Larga Duración, en el que son inscritos los afiliados a la seguridad social japonesa al cumplir 40 años, es uno de los más generosos del mundo, y las necesidades de Yamazaki están bien cubiertas. En comparación con los habitantes de otros países industrializados, los japoneses reciben muchas más prestaciones de las que abonan en concepto de impuestos y primas. El programa subvenciona entre el 70 y el 100 % de los cuidados geriátricos, en función de los ingresos. Antes de implantarse el sistema en el año 2000, los ancianos enfermos ingresaban en hospitales y se quedaban en ellos hasta su muerte. Hoy suelen fallecer en casa.
Pero el sistema empieza a tensionarse. Ya hay escasez de cuidadores; el Gobierno calcula que hacia 2040 el país necesitará otros 700.000. Entre las soluciones propuestas está subirles el sueldo, reclutar a jubilados y voluntarios, fomentar la enfermería como carrera profesional, recurrir a la robótica y –en última instancia, aunque probablemente no por mucho tiempo– abrir las puertas a más trabajadores extranjeros. Ya hay inmigrantes de países como Vietnam y Filipinas empleados en los geriátricos, pero los visados a trabajadores cualificados siguen expidiéndose a cuentagotas. La insularidad nipona, sumada a la dificultad de aprender el idioma, dificulta llenar el vacío de profesionales asistenciales por la vía inmigratoria.
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En Ibusuki, ciudad costera del sudoeste de Japón, Nga Thi Nguyen y Mien Thi Tran, ambas oriundas de Vietnam, trabajan en Mifuku Suisan, una empresa que fabrica copos de bonito seco, condimento fundamental de la cocina japonesa. El director de la empresa dice que este tipo de técnicos extranjeros en formación, a los que se concede permiso de residencia de cinco años, ya son indispensables.
Mientras tanto, el montante de las prestaciones no para de aumentar. El gasto de la seguridad social –que incluye la asistencia sanitaria, los cuidados de larga duración y las pensiones– se triplicó entre 1990 y 2022, financiado por la deuda pública. «El sistema universal que introdujimos es sumamente ventajoso, y la población se ha acostumbrado a él –afirma Hirotaka Unami, alto asesor del primer ministro Fumio Kishida–. Para mantenerlo, debemos restablecer el equilibrio entre beneficios y cargas. De lo contrario es insostenible». La solución, añade, se apoya en cuatro pilares: acelerar el crecimiento económico, incentivar el trabajo de las mujeres y los mayores, elevar el impuesto al consumo y recortar el gasto de la seguridad social. «El objetivo es que más ancianos aporten a la sociedad en vez de recibir de ella», dice.
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Shitsui Hakoishi, de 105 años, comprueba el corte de pelo que acaba de hacer a Chikara Ogane, de 91 años y su cliente desde hace siete décadas, en su casa de Nakagawa, una ciudad a unos 75 kilómetros al norte de Tokio. Hakoishi hace ejercicio todas las mañanas antes de ir a trabajar, y sus manos están lo suficientemente firmes como para afeitar a navaja a Ogane.
La receta es apabullante. El crecimiento económico no puede manipularse a placer. Las subidas de impuestos son medidas que se reciben mal. Más del 70 % de las japonesas de menos de 65 años ya trabajan, pero en su mayoría a tiempo parcial, debido a las escasas opciones para la conciliación y a los desincentivos financieros, entre ellos cobrar menos que los hombres. El Gobierno está intentando elevar la edad de jubilación por encima de los 65 años, y la población ya trabaja más años. En 2021, más de un tercio de las empresas niponas permitían el empleo más allá de los 70 años, frente al apenas 21 % de 2016. La demografía no deja otra opción: según las proyecciones, en 2050 cerca del 38 % de la población japonesa tendrá 65 años o más, lo que ejercerá una presión aplastante sobre la población activa que deba mantenerlos.
«No creo que tengamos soluciones eficaces –dice el economista de la Universidad de Tokio Sagiri Kitao–. Es demasiado tarde. Los políticos no quieren plantear un recorte de prestaciones».
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Más de la mitad de los municipios de Japón se han declarado zona despoblada, es decir, su padrón se ha reducido un 30 % o más desde 1980. En muchos de ellos los vecinos de más edad se están organizando para adaptar sus comunidades a esta nueva realidad. Una urbanización de Yokohama, en la otra punta de la isla de Honshu respecto de Iwase, ilustra a la perfección cómo el envejecimiento está remodelando el país desde cero.
En lo alto de una empinada colina se levantan las 868 viviendas unifamiliares de Kamigo Neopolis. Daiwa House, una de las mayores constructoras residenciales de Japón, inauguró la urbanización en 1974 para dar cabida a la explosión de familias jóvenes que siguió al baby boom de la posguerra. Actualmente, más de la mitad de los 2.000 vecinos tienen 65 años o más. La escuela cerró hace años. Ya no hay tiendas. La maleza se ha apoderado de los cuatro parques. La gente bromea diciendo que, en vez de «neópolis», su urbanización debería llamarse «viejópolis».
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En una aldea montañosa de Shikoku, Toshie Ueno de 91 años, da un paseo por el exterior de su casa después de haber dado de comer a sus 15 gatos. Es la última habitante de esta apartada zona. «Aquí estoy sola –dice–, pero tengo mi casa».
El centro comercial de la estación de tren de Kamigo, a 18 minutos en autobús colina abajo, tiene un pasillo entero de productos gerontológicos: delantales para bañar a ancianos, bolsas para desechar pañales de adulto, toallitas absorbeolores para colgar en la barandilla de las camas y bolsas de toromi, un polvo espesante que se añade a bebidas y sopas para evitar atragantamientos.
A medida que Kamigo perdía población y sus habitantes envejecían, los vecinos empezaron a sentirse aislados, física y socialmente. Surgió así una red informal de ayuda mutua que a la postre cristalizó en un comité llamado Kamigo Machizukuri, término que denota una forma específicamente japonesa de participación comunitaria colaborativa. En 2016 el colectivo empezó a solicitar con insistencia a Daiwa House que habilitase una zona céntrica en la que ir de compras y socializar. El resultado fue un edificio de una planta con un pequeño supermercado, un puesto de frutas y verduras, cinco mesas con sus sillas y una pantalla de vídeo. Hay una terraza exterior con bancos. El baño del centro incluye un inodoro adaptado a personas ostomizadas. Hoy estos lavabos son omnipresentes en Japón y están identificados por su propio icono en las puertas de los aseos.
«Nos planteamos poner un sistema de transporte al hospital para quienes no puedan desplazarse», dice Nobuyuki Yoshii, jubilado de 74 años. Yoshii estuvo décadas levantándose a las 5 de la mañana para ir a trabajar a Tokio y solía regresar a medianoche. Hoy dirige el comité del machizukuri.
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Kamigo es un ejemplo de las iniciativas tomadas por las comunidades japonesas para que la población pueda envejecer en su entorno. Toyama, la ciudad de más de 410.000 habitantes donde se encuentra el barrio de Iwase, es un caso de estudio más ambicioso en el replanteamiento del espacio urbano, y un ejemplo muy elogiado como modelo. Su catalizador fue Masashi Mori, quien hasta 2021 y durante casi 20 años fue su carismático alcalde.
Mori recorrió el mundo entero en busca de ideas para acomodar a los ancianos. Inspirándose en los sistemas de tren ligero de Portland (Oregón) y Estrasburgo (Francia), Toyama instaló tranvías a los que los ancianos acceden con descuento y sin desniveles. Tienen entrada gratuita a los espacios emblemáticos de su ciudad en compañía de sus nietos. El Ayuntamiento reconvirtió una escuela cerrada en un centro de cuidados preventivos que funciona como gimnasio para gente mayor, con máquinas de ejercicio, clases con monitores y piscinas de agua hasta la cintura, una de ellas con una ruta de deambulación y pasamanos incorporado.
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La ciudad de Toyama, en la isla de Honshu, se ha afanado por convertirse en un lugar más acogedor en el que envejecer. Una iniciativa clave es el Centro de Cuidados Preventivos Kadokawa, que cuenta con piscinas para hacer ejercicio alimentadas por aguas termales. Cada día, unos 250 mayores hacen ejercicio en las instalaciones.
«Cuanto más caminan, menos gastan en salud –dice Mori, de 69 años–. Es fundamental que sean activos e interactúen con otras personas». Mori está orgulloso de la labor de Toyama para crear una ciudad más compacta y practicable.
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Fumie Takino (delante) es la fundadora y, a sus 90 años, la integrante decana de Japan Pom Pom, un equipo sénior de animadoras de Tokio. Lleva 26 años ensayando una vez a la semana. «Es importante ser uno mismo y hacer lo que te apetece, tengas la edad que tengas», afirma.
En las áreas rurales de Toyama, cerca del 40 % de los habitantes tienen más de 65 años. Se los atiende en un flamante centro asistencial que ofrece servicios de enfermería a domicilio. «Estamos viendo un aumento de varones solteros que viven con sus madres ancianas, así como muchas parejas en las que ambos padecen demencia –dice Naoko Kobayashi, uno de los tres médicos del centro encargados de aliviar el sufrimiento tanto de los pacientes de edad avanzada como de sus exhaustas familias–. Morir no es fácil». Menos éxito ha tenido el Ayuntamiento a la hora de gestionar las «casas fantasma» vacías que nadie quiere, sobre todo aquellas en las que alguien falleció en soledad. Hay más de ocho millones de estas viviendas en todo Japón. El Ayuntamiento de Toyama estuvo cinco años empantanado en un proceso interminable para demoler tres viviendas, una ínfima fracción de las más de 7.000 que han quedado abandonadas en la ciudad.
Noriko Hayashi
Taira e Ichi Katsuta, de 89 y 85 años, felizmente casados, adecen demencia. Viven solos en un apartamento de Tokio y a menudo se cuentan historias que solo ellos entienden. En Japón, uno de cada cinco mayores de 65 años padece demencia.
En Yume Paratiis,una impoluta residencia de ancianos de Amagasaki, cerca de Osaka, un robot llamado Hug («Abrazo») pasa con mucho cuidado a Kotoyo Shiraishi, de 98 años, de su silla de ruedas a su cama. Los reposabrazos almohadillados la sujetan y sostienen con delicadeza. El personal de esta residencia de 116 plazas explica que Hug permite que el trabajo de levantar y sentar a los usuarios pueda hacerlo un solo auxiliar, no dos.
El sector económico de las residencias geriátricas, huelga decirlo, es la zona cero del laboratorio viviente en que se ha convertido Japón. Hug es una de las 20 tecnologías que están probando en Yume Paratiis, desde monitores de habitación hasta robots de comunicación. Entre estos últimos se encuentra Telenoid, un robot con muñones por extremidades y un rostro realista, pero inexpresivo. Su voz es la del cuidador que lo opera a distancia. Telenoid viste body naranja y blanco y lleva un gorrito a juego. Algunos residentes se abren a él, dice el personal; otros no quieren saber nada. Hidenobu Sumioka, de la empresa kiotense ATR, participó en el diseño de Telenoid e imagina un futuro en el que los robots desempeñen un papel social para los usuarios de geriátricos: «Me gustaría utilizarlos para cohesionar la comunidad, al estilo de como se vivía antes».
Entre las principales empresas dedicadas al envejecimiento figura Sompo Holdings, una de las primeras aseguradoras de Japón, que empezó a adquirir residencias de ancianos en 2015. Hoy tiene unas 400, lo que la convierte en una de las mayores operadoras geriátricas. Es también la única que gestiona uno de los ocho laboratorios vivientes de Japón; los demás están supervisados por centros de investigación.
Noriko Hayashi
Según Yamanaka (en la imagen, examinando a Kiichi Takahashi, de 74 años), para que las personas mayores vivan con tranquilidad, independientemente de sus circunstancias económicas, hay tres necesidades esenciales que deben tener cubiertas: un lugar al que sientan que pertenecen, un propósito en la vida y un sentimiento de autoestima.
El Laboratorio de Cuidados del Futuro que Sompo opera en Tokio tiene dos salas de ensayo. El suelo y las paredes están provistos de sensores de movimiento que detectan cualquier caída y envían alertas a los teléfonos de los gerocultores. La cama de alta tecnología fabricada por Panasonic cuenta con un colchón que se divide en dos para que, con un simple giro, el usuario se sitúe en la mitad exterior, que a continuación se pliega y transforma en silla de ruedas; su precio, de casi 10.000 euros, no es precisamente asequible. Otro dispositivo destacable es una bañera que parece un híbrido entre huevo de Pascua gigante y tanque de aislamiento sensorial. La persona que va en silla de ruedas es introducida en ella y rociada con espuma jabonosa primero y agua caliente después al toque de un botón. Pero el baño de inmersión es un estimado ritual japonés que las residencias intentan proporcionar. Por eso, en Yume Paratiis prefieren disponer de una silla elevadora rotatoria que introduce con cuidado a los residentes para sumergirlos en una bañera.
Sompo se ha propuesto optimizar la eficiencia de los cuidados geriátricos. En un estudio aún en curso, los empleados de 10 de sus residencias recogen datos aportados por sensores de «camas inteligentes» que detectan si los usuarios están dormidos, en la cama pero despiertos, o levantados. Con esta tecnología, 150 gerocultores pueden supervisar a distancia a 500 usuarios, apunta Albert Chu, director de digitalización de Sompo.
La robótica puede ayudar, y el Estado japonés subvenciona su implantación, pero tampoco es la panacea. Solo una quinta parte de las residencias japonesas utilizan algún tipo de robótica, revela un estudio de 2020, y casi siempre para tareas de supervisión y comunicación, más que para ayudar a levantar, bañar e interactuar con los residentes.
Noriko Hayashi
Kazuko Kori, de 89 años, habla con Telenoid en Yume Paratiis, una residencia de ancianos de Amagasaki, ciudad cercana a Osaka. Un cuidador habla a través de él a distancia. Se está estudiando el uso del androide para estimular la conversación con personas con demencia.
Hasta los sectores económicos no centrados específicamente en la geriatría están abordando los problemas de la «sociedad senescente». En marcado contraste con el parsimonioso ritmo de la reforma fiscal nacional, empresas de todo Japón, desde grandes conglomerados hasta nuevas start-ups, se afanan en hacer experimentos.
Algunas de las grandes empresas están ideando incentivos para mantener activos a los mayores con recetas que aúnan marketing y responsabilidad social corporativa a partes iguales. Rakuten, el gigante japonés del comercio electrónico, lanzó en 2019 Rakuten Senior, una aplicación que recompensa los pasos caminados con puntos canjeables por compras. Hitachi se asoció con el Estudio de Evaluación Gerontológica de Japón (JAGES), financiado por el Estado, para crear una aplicación de «fomento de la participación social» que pretende reducir el coste de los cuidados geriátricos por la vía de mantener activos a los mayores. La aplicación mide la actividad al aire libre y la clasifica en cuatro categorías, de principiante a experto. También recomienda actividades a las que asistir y hace llegar a los usuarios pruebas de los beneficios de la participación social.
Hitachi dice estar en conversaciones con 70 empresas y ayuntamientos con miras a firmar colaboraciones que vincularían la aplicación a servicios orientados a la tercera edad. Yuji Kamata, al frente del equipo que ha desarrollado la aplicación, señala que los datos también beneficiarán a JAGES, que lleva a cabo encuestas nacionales cada tres años; ahora la información se digitalizará a menor coste y proporcionará resultados en tiempo real. La aplicación es gratuita. Hitachi espera vender algún día los datos anonimizados.
Noriko Hayashi
Genyu Daito, de 64 años, sacerdote principal de Banshoji, un templo budista de Nagoya, reza en un osario iluminado con leds que destaca los nichos seleccionados mediante una tarjeta de identificación electrónica. A medida que se abandona la tradición de las tumbas familiares se popularizan las opciones funerarias innovadoras.
La constructora Daiwa House, instada por los vecinos de Kamigo Neopolis, ha fundado la división Livness Town Project para adaptar al envejecimiento otras 10 de sus urbanizaciones. «Puede que no sea rentable. Pero tiene valor social», apunta Koji Harano, director de Livness, quien confía en que la empresa acabe exportando su experiencia en adaptación residencial al envejecimiento al extranjero.
Noriko Hayashi
Kotobukicho, un barrio degradado de Yokohama, fue antaño hogar de jóvenes jornaleros que vivían en pequeñas habitaciones. Hoy unas 3.000 personas mayores de 65 años que dependen de que el Estado pague su asistencia sanitaria viven solas en alojamientos baratos. Hace casi dos décadas Osamu Yamanaka abrió una clínica en la zona. «No quieren estar en una residencia –afirma este médico de 67 años–. Están acostumbrados a ser independientes».
Han surgido otros servicios para atajar las consecuencias generales de los fallecimientos en soledad. En 2020 murieron solos en Tokio más de 4.200 mayores de 65 años. Muchas aseguradoras protegen ya a los arrendadores frente al riesgo de que el inquilino muera en su propiedad sin que nadie se percate, respondiendo a la creciente reticencia de los propietarios a alquilar a ancianos. Dichas pólizas cubren tanto el alquiler que se deja de cobrar como el coste de la limpieza. Ya hay miles de empresas especializadas en higienización de viviendas tras producirse un óbito de este tipo, algo que probablemente se hará más común en Japón en vista de que más de uno de cada cuatro adultos mayores de 65 años vive solo.
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En Nagoro, una aldea de la isla de Shikoku que se está quedando sin vecinos, Shinobu Ogura, de 79 años, limpia la escuela, hoy vacía. Los últimos alumnos cosieron muñecos a su semejanza. Tsukimi Ayano, vecina de 72 años, hizo al director, y ha poblado Nagoro, que hoy solo tiene 25 habitantes, con cientos de muñecos.
La pujanza económica y la innovación industrial de Japón fueron la envidia de todo el planeta hasta que llegó la Década Perdida, ese largo período de estancamiento iniciado en los años noventa. Aunque sigue rezagado en la carrera de la digitalización, las creativas respuestas al envejecimiento de sus ciudadanos pueden consolidarse como fuente de inspiración para un mundo senescente.
«Se aprecia que la nueva generación de talentos concibe el envejecimiento como una gran oportunidad», opina Jin Montesano, alta ejecutiva de Lixil, que vende artículos de baño y otros productos domésticos. Una de sus novedades es una ducha que dispensa jabón espumoso por dos barras ajustables que bajan hasta situarse a la altura de una silla de ruedas. Cada vez más centrada en el envejecimiento en el hogar, la empresa insta a sus empleados a pergeñar más ideas.
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Tadao Inoue llegó a tener 50 vacas en su granja lechera de Nasu, en el centro de Japón; hoy solo se ha quedado con una. Con la edad, el trabajo se le hizo demasiado duro, pero dice que tener aunque sea una sola vaca que ordeñar lo mantiene activo. Aun así, Inoue, de 84 años, ha decidido que pronto lo dejará.
La «tecnología de la edad» también empieza a verse como una oportunidad en las start-ups japonesas, que están asumiendo las tareas de cuidados más íntimos. Yoshimi Ui, ingeniera de 33 años, es la inventora del Helppad, un sensor de olores que detecta las excreciones en los colchones para hacer más eficientes los cuidados de aseo. Ui dirige su empresa, Aba, desde su casita cerca de Tokio. De pequeña vivió con una abuela aquejada de una grave depresión, y siempre se compadeció de su sufrimiento. Según Ui, su Helppad, que se está probando en el Laboratorio de Cuidados del Futuro de Sompo, ya se utiliza en un centenar de geriátricos japoneses. Aba, cuya página web proclama «Vivir bien, morir bien, construir el futuro», prevé saltar al mercado internacional. Ya recibe consultas desde Corea del Sur, Taiwán y Singapur.
Los actuales problemas de Japón son nuestro futuro colectivo. De igual modo que nadie quiere pensar en envejecer, dice Ui, la mayoría de la gente no se plantea los cuidados geriátricos hasta que su padre o su madre enferma y de pronto ven que la carga recae sobre ellos. Ella quiere cambiar esa mentalidad. Su idea, explica con entusiasmo, es «hacer del mundo un lugar donde en todas partes se apoyen los cuidados geriátricos».
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Sarah Lubman estudió literatura japonesa, vivió en Japón y ha viajado al país constantemente en los últimos 15 años. Noriko Hayashi está especializada en documentar temas sociales. Reside en Tokio.
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Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2023 de la revista National Geographic.