Foto: Klaus Nigge
La mayoría de nosotros cuando pensamos en avestruces evocamos la misma imagen caricaturesca: aves enormes que entierran la cabeza en la arena cuando hay problemas, por lo visto convencidas de que el peligro desaparece si dejan de verlo.
En nuestro cajón de sastre de estereotipos, el avestruz se ha convertido en el animal tonto por antonomasia. Hasta la Biblia los tacha de bobos (y de malos padres, de paso). Pero la idea de que esconden la cabeza en la arena es un lugar común cogido con alfileres que nos retransmitió hace dos milenios el naturalista romano Plinio, quien más de una vez se hizo eco de leyendas sin fundamento. Piénselo bien. El avestruz tiene las patas largas y huesudas, un torso que flota como una balsa ingrávida de carne y plumas, y un pescuezo como un periscopio que culmina en una cabeza con forma de cuña provista de dos ojos más grandes que los de un elefante, y todo ello en una estatura de hasta 2,75 metros. No es precisamente un físico que se preste a ir por la vida enterrando la cabeza.
Es cierto que suelen acercar la cabeza al suelo –aunque no enterrarla– para comer plantas o cuidar de sus nidos. Pero su cuello es ligero y flexible, con 17 vértebras cervicales frente a las siete de los humanos, y lo mueven fácilmente de arriba abajo, de lado a lado y de adelante atrás. Además, sus enormes ojos les ayudan a mantener una vigilancia implacable del entorno.
Motivos tienen para estar alerta. Para empezar, son básicamente gallinas gigantes en hábitats poblados de leones, leopardos, hienas, licaones y guepardos hambrientos. Y si bien los individuos adultos son demasiado formidables para constituir una presa fácil –sus patadas fracturan huesos y con la mayor de sus dos garras pueden destripar a cualquier adversario que se le ponga por delante–, se les da mucho mejor escapar que pelear: de hecho, alcanzan velocidades máximas que rondan los 70 kilómetros por hora.
Los avestruces son básicamente gallinas gigantes en hábitats poblados por leones, leopardos, hienas y guepardos hambrientos. Pero sus patadas fracturan huesos y pueden correr a casi 70 kilómetros por hora.
Otra razón para estar en constante alerta es el peligro que afrontan sus vástagos. Los avestruces construyen sus nidos –que no son más que zonas de suelo despejado– en terreno abierto, donde es fácil que los huevos acaben pisoteados por cualquier elefante que pase por allí, o devorados por un depredador voraz. Para que la nidada salga adelante también interviene la suerte. El ave más corpulenta del planeta, además de una de las más llamativas, debe hacer nidos que pasen inadvertidos –o estar lista para defenderlos– durante más de dos meses, desde la puesta hasta la eclosión. Los fracasos son habituales: así se explica su ingeniosa conducta de nidificación de puesta compartida.
Foto: Klaus Nigge
Un buen lugar para ver avestruces es el Parque Nacional del Tarangire, en el norte de Tanzania, 2.850 kilómetros cuadrados de colinas secas y planicies herbosas a orillas del río que le da nombre. Vagan por él grandes manadas de elefantes, así como miles de cebras y ñúes. Los avestruces también abundan, pero cuando salgo en busca de nidos con Flora John Magige, ecóloga de fauna salvaje de la Universidad de Dar es Salaam y experta en la conducta del avestruz, lo primero que descubrimos es el escenario de un fracaso.
Hay nueve huevos desperdigados sobre un área de matorral de unos 25 metros de ancho. Magige examina la zona como un detective en la escena de un crimen. El desastre tiene visos de ser obra de un depredador hambriento, pero de pequeña talla, porque todos los huevos siguen intactos. ¿Un chacal, tal vez? En cualquier caso, los padres han abandonado el nido, como suelen hacer cuando se lo trastocan. Pero es posible que vuelvan a anidar juntos.
Foto: Klaus Nigge
Por otro lado, en época de apareamiento los avestruces exhiben una promiscuidad incansable: tanto machos como hembras buscan plan con múltiples parejas. Sin duda tienen sus motivos. Pero desde el punto de vista evolutivo, alternar con todo lo que se mueva es un modo de llevar ADN diverso al mayor número de nidos posible y compensar el inevitable fracaso en el que acabará la mayoría.
Y así es cómo un día, a las 10:30 de la mañana, avistamos un apareamiento a unos 500 metros de la carretera principal del parque. Las aves se separan, y cuando el macho se aleja, su consorte más reciente y otras dos hembras le van a la zaga. Una de ellas no tarda en abordarlo, separando las alas del cuerpo y agitándolas como si fuesen pompones de animadora. En la época de cría las hembras pueden poner un huevo cada dos días, y el deseo de que sea fecundado es acuciante. Pero suele pasar que los machos escaseen, quizá porque guardan su territorio con celo y obligan a sus congéneres a emigrar.
Él no presta atención a su última candidata. El paseo los lleva por una ruta sinuosa en la que dejan atrás acacias y baobabs. Junto a la carretera, ella vuelve a probar suerte, moviendo las alas. Un vehículo de safari pasa a toda velocidad, envolviendo en una nube de polvo su exhibición romántica. El macho sigue caminando. Perseverante, ella busca una excusa para marchar delante de él, con las alas bajas y temblorosas.
La seducción dura más de una hora. Llegan a una playa arenosa del río Tarangire. Cuando ella se aleja, él se deja caer, cautivado al fin. A continuación ejecuta el espectáculo precopulatorio, como quien toca una guitarra eléctrica imaginaria sacudiendo la cabeza: giro de alas, meneo desenfrenado del cuerpo, la cabeza echada muy atrás, balanceándola a un lado y al otro con energía.
La hembra sigue paseándose, con repentina indiferencia. Sin embargo, al final se juntan en el cauce seco. Él se contorsiona durante un par de minutos sobre ella, que está sentada como una esfinge, digna, la cabeza alta. Cuando él cata su momento de éxtasis, ella distingue algo apetitoso en la arena y alarga el cuello para comérselo.
Al acabar, todos comen y beben un rato junto al río, en una especie de pícnic avestrucil. Al girarnos para irnos, lanzamos una última mirada y vemos que las tres hembras se están acercando al macho, meneando las alas desplegadas.
Foto: Christine y Michel Denis-Huot, Nature Picture Library
Habíamos seguido a aquel grupo con la esperanza de que nos condujese a un nido, pero es difícil identificar un nido de avestruz aun conociendo su ubicación exacta. Generalmente el macho lo cuida de noche, sentado con la cabeza erguida, alerta. De día lo releva la hembra. Cuando inclina y repliega las plumas de la cola y adelanta el largo cuello, es fácil confundirla con un termitero viejo o con un tocón de árbol. A veces el mejor modo de encontrar un nido es esperar que otro avestruz lo visite, cosa que ocurre con sorprendente frecuencia.
Una tarde nos aposentamos en una gran llanura abierta y no tardamos en descubrir que es una excelente zona para los avestruces. Delante de nosotros hay una hembra sentada en su nido. El padre está comiendo a unos cientos de metros a la izquierda, y no parece prestar mucha atención. Pero cuando aparece otro macho a 750 metros de distancia o más, empieza a caminar hacia él con decisión, y luego se pone a correr. Como sucede entre los humanos, la promiscuidad y la posesión pueden coexistir: el macho nidificador busca monopolizar los apareamientos de su pareja, y eso pasa por ahuyentar a los rivales.
Foto: Richard du Toit, Nature Picture Library
Lo que resulta más sorprendente es la reacción de la pareja nidificadora ante las visitas femeninas. Otras especies han desarrollado elaborados mecanismos de defensa para disuadir a los «parásitos de puesta», aves que intentan zafarse de la tediosa labor de cría colando sus huevos en nidos ajenos. Los avestruces no. Si se aproxima otra hembra, es habitual que la futura madre se levante y se haga a un lado para que la visitante pueda poner los huevos junto a los suyos. Algunos estudios apuntan a que, en condiciones típicas, la hembra nidificadora es madre biológica de más o menos la mitad de los 19 o 20 huevos que puede incubar con éxito, y el resto es una aportación de hembras visitantes. No estamos ante un caso de parasitismo de puesta, sino de nidificación de puesta compartida; como ocurre con la promiscuidad, es una forma de lograr el éxito reproductivo en un mundo peligroso.
Eso no quiere decir que todo sea amor y compañía. La hembra nidificadora tal vez no tenga otra opción, apunta Brian Bertram, el biólogo que presentó la primera descripción detallada de la nidificación de puesta compartida en 1979. Resistirse a una hembra visitante podría generar un conflicto que atrajese a leones y otros depredadores. O podría pasar que saliesen mal parados los huevos –sobre todo los propios– y que al olor acudiesen hienas o chacales. Además, la visitante está en posición de superioridad respecto de la residente. En una ocasión Bertram observó que una hembra nidificadora no se decidía a levantarse, de modo que la visitante se dedicó a picotearle la cabeza «con bastante suavidad», pero machaconamente, hasta que pasados 20 minutos la nidificadora, exasperada, se irguió y se hizo a un lado.
Los nidos de puesta compartida aportan a la pareja nidificadora ciertos beneficios desde un punto de vista egoísta, dice Bertram. Para el macho significa que alrededor de un tercio de los huevos añadidos al nido por otras hembras son hijos biológicos suyos, resultado de sus correrías amorosas. Para la hembra nidificadora, tener huevos extra en el nido reduce el riesgo. No se sabe cómo los distingue, pero de algún modo se las arregla para mantener los propios en el centro del nido y relegar los ajenos a lo que Bertram llama «el funesto anillo exterior». Tener más polluelos amontonados cuando llega el momento también reduce la probabilidad de que sean los suyos los depredados.
Foto: Klaus Nigge
Una de las cosas que más me impresiona de los avestruces, aparte de su tamaño, es la sensación de que se están moviendo aunque estén inmóviles. Se percibe sobre todo en las hembras, porque su colorido leonado hace más visible el cimbreo de las plumas. El plumaje blanquinegro del macho da la sensación de ser más contenido, como un esmoquin. En ambos sexos, las plumas presentan una longitud y una densidad inusitadas, sobre todo en las alas y en la cola. También se distinguen de las de otras aves por carecer de barbicelos, los minúsculos ganchos que mantienen unidas las barbas de las plumas. De ahí su tendencia a ondear y temblar con la brisa. La falta de barbicelos es funcional en esta especie: el animal puede ahuecar las plumas para disipar calor corporal o cerrarlas para conservarlo. Ese cautivador vaivén de las plumas de avestruz se extiende también a la moda humana, una industria que se enamora y desenamora periódicamente de ellas.
La ruta hasta el corazón del negocio del avestruz discurre por un angosto puerto de rocas rojizas de los montes Swartberg, en la provincia sudafricana de El Cabo Occidental. A los pies de ese collado se despliega un mosaico de cultivos sobre una meseta semiárida rodeada de montañas agrestes. Ahí, en el Pequeño Karoo, se encuentra el origen, remoto y aislado, de los excesos plumíferos que se ven en las carreras de Ascot y en los espectáculos de Las Vegas. Pero la región que rodea la ciudad de Oudtshoorn lleva 150 años siendo el centro del negocio mundial de avestruces.
Desde la década de 1860, cuando el comercio de plumas ya empujaba al avestruz hacia la extinción en algunas zonas, los granjeros del lugar han sido pioneros de la cría en cautividad de esta especie. Estas aves quizá se presten más que otras a la vida en cautividad por su naturaleza comunitaria. Su incapacidad para levantar el vuelo y saltar también ayudan. Los campos cercados por alambradas de metro y medio contienen hoy miles de individuos en aparente armonía. La evolución del avestruz lo hizo perfecto para la vegetación desértica del Pequeño Karoo, que también resultó ser ideal para cultivar alfalfa de regadío, el alimento preferido de los avestruces de granja.
Los operarios recorren los campos a diario durante la época de cría, recogiendo huevos para trasladarlos a incubadoras industriales: 112 huevos por hilera, 1.008 por incubadora, girando lentamente a 36 grados. «A los 42 días el pollo accede a la bolsa de aire que contiene el huevo, inhala y reúne fuerzas para romper el cascarón», dice Saag Jonker, un importante criador de la zona. Vivirá un año si se cría para explotar su carne y su piel, o hasta 15 si es para el uso de las plumas, con desplumes cada nueve meses aproximadamente.
El comercio del avestruz ha sido siempre un negocio imprevisible, con precios que registran enormes fluctuaciones al albur de la moda internacional. En estos momentos está de capa caída, y Jonker y su esposa, Hazel, charlan esperanzados sobre el gusto de Kate Middleton por los sombreros de plumas y lo que tardará Louis Vuitton en resucitar los bolsos de piel de avestruz.
La edad de oro del comercio del avestruz y de Oudtshoorn empezó hacia 1870, alimentado por la demanda de plumas para los tocados de las damas. Las «mansiones de la pluma» de aquella época todavía flanquean las calles de Oudtshoorn con sus torretas, hastiales, porches y refinadas molduras que allí llaman puntillas de «broekie», palabra que en afrikaans designa la ropa interior femenina. Un detalle que da fe de la prosperidad del negocio: en 1912, la mercancía más valiosa que se hundió con el Titanic no eran lingotes de oro ni diamantes, sino 12 cajas de plumas de avestruz que al cambio actual valdrían unos dos millones de euros. Todo acabó en 1914, cuando la guerra y los automóviles sin capota hundieron de pronto la popularidad de los grandes sombreros de plumas.
Una mañana me encuentro en la ciudad con Maurice Fisch, alias Mickey, criador de avestruces jubilado y vestigio de la comunidad judía que en su día dominó el comercio internacional del avestruz desde Oudtshoorn. Los inmigrantes judíos, expulsados de Europa por la opresión política y económica, empezaron a llegar a este lugar a finales del siglo XIX. «Y los afrikáners los recibieron con los brazos abiertos», dice Fisch.
Los primeros inmigrantes solían ser vendedores ambulantes. Pero los que llegaron con posterioridad se dedicaban casi siempre a las materias primas o al textil, y la diáspora hacía que tuviesen contactos con comunidades inmigrantes dedicadas al mismo ramo en Londres, Nueva York y otras ciudades. El negocio de las plumas de Oudtshoorn prosperó en gran medida gracias a esos contactos, consolidando una red que se extendía desde el comprador de plumas de habla yidis que viajaba de granja en granja hasta los artesanos que fabricaban artículos con ellas y los comerciantes que los vendían al por menor. En su mejor momento, en Oudtshoorn hubo varios cientos de familias judías.
Fisch abre un libro sobre la historia de la ciudad y me señala una foto de su abuelo, Maurice Lipschitz. «Fue el mayor criador de avestruces del mundo –me cuenta–. Cuando falleció, en 1936, tenía 35 granjas». Montague House, la mansión que construyó, tenía salón de baile, bodega y una bañera de 1.500 litros forrada de mármol de Carrara.
La casa sigue en pie, pero ahora está dividida en un restaurante, un comercio, una vivienda y la consulta de un médico. El negocio del avestruz está en manos de una cooperativa aconfesional, y quedan muy pocas familias judías. Tras 50 años dedicado a la cría de esta ave, Fisch también ha abandonado una actividad que no echa de menos en absoluto. Los avestruces, dice, son «aves tontas que solo se salvan por las plumas».
No le pregunto por las capacidades parentales del ave, pero no tardo en descubrirlas por mí mismo. Una mañana, en la Reserva Natural de De Hoop, en el extremo más austral de África, observo cómo comen un macho y una hembra. Ellos también me observan a mí, pero al cabo de un rato se relajan y nueve pollos de avestruz salen de su escondite. Son criaturillas gordezuelas de una o dos semanas, con un ligero aire a dodo, de pescuezo pardo y moteado y un cuerpecillo de plumón erizado. Se ponen a comer con sus padres a la zaga, también comiendo.
Poco después aparece campo a través un trío de papiones. El avestruz macho los mira con animosidad y se lanza a la carrera hacia ellos para ahuyentarlos. Los primates se acercan una y otra vez, pero el ave no deja de cortarles el paso. Entonces aparece en el claro una banda entera de papiones. Los pollos se apelotonan nerviosos mientras los dos adultos se yerguen y miran desafiantes a los intrusos. Prudentes, los papiones siguen su camino mirando hacia otro lado, como si comerse un bocadillo de avestruz ni se les pasase por la imaginación.
Apenas se han ido los papiones cuando empieza a llover, el típico aguacero costero que azota en horizontal. El macho y la hembra se sientan al instante y levantan las alas, bajo las que corren a guarecerse los pollos. Bajo el ala izquierda del padre se cobijan tantos que parecen los lechones de una mamá cerda. Entonces bajan las alas y los pollos desaparecen, al abrigo de la lluvia heladora. Cuando por fin deja de llover, uno de los pollos asoma la cabeza por entre las plumas y mira a su alrededor. Eso es justo lo contrario a esconder la cabeza en la arena. Tras constatar que el tiempo es aceptable, se despoja del abrigo paterno y, todavía seco y calentito, vuelve a salir al mundo.
Tal vez no podamos llamarlo inteligencia, pero este comportamiento sugiere cierto ingenio para la supervivencia. Yo me alejo pensando que todos deberíamos ser tan buenos padres como ellos.
Richard Conniff es autor de libros sobre fauna salvaje, entre ellos Swimming with Piranhas at Feeding Time. Klaus Nigge se formó y trabajó como biólogo antes de reconvertirse en fotógrafo de fauna salvaje.