Cada vez más, los arquitectos e ingenieros se inspiran en principios naturales para erigir sus obras. algunos se regodean en la estética y la forma. Otros buscan además incorporar en sus obras soluciones de diseño que la evolución ha encontrado tras millones de años de experimentación. «Mientras que la arquitectura biomórfica desarrolla diseños basados en formas biológicas, la arquitectura biomimética traslada a los edificios funcionamientos existentes en la naturaleza», aclara la arquitecta navarra Miren León, especializada en economía circular aplicada a la arquitectura y accesibilidad.
Por supuesto, esa búsqueda de inspiración en la naturaleza no es un fenómeno moderno. «Para nuestros ancestros la naturaleza fue durante largo tiempo la única inspiración posible, y la sostenibilidad, la máxima que se debía seguir», apunta el ingeniero industrial Francesc Arbós, presidente del grupo Bellapart y autor de singulares estructuras de acero y vidrio en todo el mundo. Un ejemplo aún vigente, señala, es el puente colgante de Q’eswachaka, situado en el distrito de Quehue, en el departamento peruano de Cusco, que justo por estas fechas, a principios de junio, como cada año desde la época incaica, hace casi seis siglos, es reconstruido por las comunidades que viven a ambos lados del río Apurímac. Mide 28 metros de largo y 1,20 de ancho, y su renovación anual conlleva tres días de trabajo en los que las distintas comunidades de ambos lados del cañón colaboran entretejiendo cuerdas con fibras de ichu, una gramínea muy abundante en el altiplano andino, con las que trenzan gruesas y larguísimas sogas parecidas a los cables que, en versión metálica, se usan todavía hoy en algunos puentes colgantes modernos. Cuando la primera cuerda está terminada, se pasa al otro lado del barranco por el puente antiguo. Luego se cortan los extremos de la vieja pasarela, que cae al río y cuyas aguas arrastran y biodegradan por completo. Esta obra de ingeniería tradicional, cuya práctica de renovación es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad desde 2013, ejemplifica el principio de mínima acción que Pierre-Louis Moreau de Maupertuis formularía en 1744: «La naturaleza es económica en todas sus acciones».
Con posterioridad, matemáticos de la talla de Leonhard Euler demostrarían que ese principio se cumple también fuera del ámbito terrestre, por ejemplo, al describir la trayectoria de un planeta alrededor del Sol. «Fue la semilla matemática que permitiría comprender cómo la naturaleza alcanza un grado máximo de optimización», dice Arbós, que ha experimentado con ello en sus propios proyectos. Por ejemplo, recurriendo al efecto Venturi, ese fenómeno físico que brinda a los colosales termiteros su extraordinario sistema de ventilación. «Se trata de hacer circular el aire por conductos que se estrechan de forma determinada para crear corrientes de aire, lo que permite obviar los sistemas de aire acondicionado», explica. La empresa Bellapart lo puso en práctica en el enorme atrio del edificio de Endesa de Madrid, diseñado por KPF Architects de Londres y galardonado por su sostenibilidad, y anteriormente, en otra premiada construcción industrial, Metalúrgica Ros, ubicada en Sant Jaume de Llierca, en la comarca gerundense de la Garrotxa.
La arquitectura biomórfica se inspira en las formas de la naturaleza. La biomimética busca además incorporar sus funcionalidades.
Los desarrollos matemáticos de Maupertuis, Euler y muchos otros serían el detonante de investigaciones que abrirían un mundo de posibilidades a arquitectos e ingenieros. Desde encontrar el camino más corto para unir dos ciudades hasta experimentar con las fuerzas moleculares de distintas superficies y materiales.
En la década de 1960, el arquitecto alemán Frei Otto impulsaba las primeras grandes construcciones inspiradas en el mundo natural que situaron en la vanguardia una arquitectura basada en las formas orgánicas. Otto nacía en 1925, un año antes de que un tranvía segara la vida de Antoni Gaudí, para quien la naturaleza era una guía primordial. «El gran libro, siempre abierto y que tenemos que hacer un esfuerzo para leer, es el de la naturaleza –decía el genial precursor del modernismo–. Los otros libros han sido extraídos de este, y en ellos se encuentran los errores y malas interpretaciones de los hombres». Precisamente Gaudí, seguido de Otto y de otros como el visionario arquitecto estadounidense Buckminster Fuller, «abrieron el camino a la geometría computacional, disciplina que, mediante algoritmos geométricos, hoy permite optimizar variables como el gasto de energía, la eficiencia estructural, los costes o la iluminación», añade Arbós. Dicen que Fuller, inventor de la cúpula geodésica y en cuyo honor se denominó fullerenos a las moléculas esféricas de carbono por su parecido con las cúpulas diseñadas por él, dedicó su vida a responder una pregunta: «¿Tiene la humanidad una posibilidad de sobrevivir con éxito en el planeta Tierra, y si es así, cómo?». Lo cierto es que hoy nos lo preguntamos más que nunca.
Como afirma Janine Benyus, al frente del Instituto de Biomímesis de Montana, en Estados Unidos, la respuesta se halla en la naturaleza, donde la vida lleva 3.800 millones de años ingeniándoselas para resolver todo tipo de problemas de diseño y de adaptación a los ambientes. Según esta bióloga, la naturaleza nos revela un modo de construir en el que toda la materia está dotada de una función y en el que todo queda integrado en el sistema. El autoensamblaje, el uso del CO2 como materia prima, la transformación de la energía solar, el poder de la forma, la autolimpieza, la autorreparación o el aprovechamiento del agua son algunas de las capacidades inspiradoras que deberíamos aprender de la naturaleza.
En la misma línea de pensamiento se sitúa el arquitecto británico Michael Pawlyn, quien reclama la necesidad de construir aumentando radicalmente la eficiencia y gestión de los recursos
y obviando los combustibles fósiles. Pawlyn participó en el Proyecto Eden desarrollado por el estudio de arquitectura de Nicholas Grimshaw, situado en Cornualles, Inglaterra. Inspirado en moléculas de carbono, como las cúpulas geodésicas de Fuller, es el invernadero más grande del mundo y está constituido por dos grandes biomas que albergan distintos ecosistemas. En lugar de vidrio, su cubierta está formada por piezas poliédricas de un polímero llamado ETFE (acrónimo de etileno tetrafluoroetileno), lo que permite que sean hasta siete veces más grandes y pesen tan solo un 1 % respecto a un doble acristalamiento. Su ligereza posibilitó minimizar el uso de acero estructural, lo que redundó en una mayor luminosidad. «Al final del proyecto calculamos que el peso de esta superestructura era menor que el peso del aire contenido en su interior», afirmaba Pawlyn tiempo atrás. Esta inteligente solución estructural, apunta Miren León, es un ejemplo claro de biomímesis inspirada en un organismo o en una unidad estructural de la naturaleza. En este caso las cúpulas de ETFE emulan pompas de jabón y moléculas de carbono. Esas formas permitieron una gran adaptabilidad a una topografía irregular y una disposición variable de tamaños y alturas.
Otro ejemplo similar es el Estadio Olímpico de Múnich, obra de Frei Otto, inspirado en las alas de las libélulas. «La estructura, muy compartimentada, es económica y ligera y cubre espacios de grandes dimensiones de una manera muy estable frente al viento», afirma la arquitecta.
Foto: © Von Schlaich
En cambio, los dos rascacielos cubiertos de vegetación del Bosco Verticale de Milán, obra de Boeri Studio, no imitan un organismo, sino un entorno, emulando las diferentes interacciones de un ecosistema. «Funcionan como un ecosistema próspero, y la biodiversidad de las fachadas, que albergan más de 2.000 especies vegetales, permite limpiar el aire, reducir el consumo de energía, gestionar el agua y utilizar los recursos de una manera muy eficiente», explica León. Otras iniciativas construidas a modo de entorno propio son el edificio Harmonia de São Paulo, obra del estudio Tryptique Architecture, del que sus autores dicen que es como un ente vivo «que se modifica con el tiempo e incluso va envejeciendo», o el edificio inteligente CSI-Idea de Alhaurín de la Torre, en Málaga, del estudio EZAR Arquitectura y Diseño. Ambos usan la vegetación como un elemento constructivo y engloban múltiples medidas inspiradas en el funcionamiento natural para lograr una máxima eficiencia. Por su parte, el bloque de apartamentos BIQ de Hamburgo, en Alemania, desarrollado por la empresa internacional de ingeniería Arup, persigue reproducir el comportamiento de la naturaleza, es decir, la interacción de los organismos con el entorno. En su fachada de vidrio se cultivan microalgas productoras de biomasa, que a su vez se transforman en un biogás que sustenta energéticamente al conjunto de las viviendas.
Otros diseños se han decantado por fórmulas más bien biomórficas, como el Pabellón Quadracci del Museo de Arte de Milwaukee, en Estados Unidos, del arquitecto Santiago Calatrava. Esta compleja estructura está inspirada en las alas de un pájaro que se abren y cierran a lo largo del día y forman un parasol gigante que proporciona sombra al espacio inferior.
«La biomimética da paso a una era que se basa no en lo que podemos extraer de la naturaleza, sino en lo que podemos aprender de ella», Janine Benyus.
También son creaciones de inspiración biomórfica dos edificios de culto religioso. Uno, el Templo del Loto de Nueva Delhi, obra del arquitecto iraní Fariborz Sahba, del estudio de ingeniería Flint & Neil, que simula una flor de loto entreabierta. Y dos, la Sagrada Familia, del universal Antoni Gaudí, cuyo interior, con sus columnas a modo de árboles y sus bóvedas ramificadas con vidrieras verdes y doradas que permiten la entrada de la luz entre las hojas, reproduce el efecto de un bosque de piedra. Más allá de la mera imitación de la naturaleza, ambos espacios generan una atmósfera contemplativa y de reflexión que busca una relación interactiva entre el público y la edificación.
Pese al talento de tantísimos genios y de la influencia que la naturaleza ha tenido en todos ellos, es obvio que nuestra manera de poblar el mundo ha acabado dando la espalda a los sistemas naturales, poniendo en jaque a los ecosistemas y amenazando la salud a escala planetaria. En especial desde la Revolución Industrial, que si bien es cierto que impulsó el mayor avance social y económico de la historia de la humanidad, también acarreó unos daños colaterales que hoy son más que evidentes. La arquitectura no ha sido una excepción, opina Rachel Armstrong, profesora de arquitectura experimental en la Universidad de Newcastle, en Inglaterra, quien en marzo del año pasado participó en un seminario internacional sobre biología y arquitectura en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla coordinado por el arquitecto Carlos Tapia.
Ya no nos fijamos solo en la naturaleza macroscópica: la microscópica también estimula la mente de arquitectos e ingenieros.
«Hoy nuestros edificios son responsables del uso de la mitad de la energía global y de la mitad de todas las emisiones de gases de efecto invernadero, consumen una sexta parte del agua dulce, una cuarta parte de las cosechas mundiales de madera y dos quintas partes de todas las demás materias primas, mientras que los ciclos de construcción y demolición de edificios generan dos quintas partes de nuestros desechos», afirma Armstrong. Todas las edificaciones de hoy, añade, tienen algo en común: «están hechas con tecnología victoriana. Trazamos planos, ponemos en marcha procesos de manufactura industrial y un esfuerzo de construcción que concluye en un objeto inerte. La transferencia de energía se da en una sola dirección, desde el medio ambiente hacia nuestras casas y ciudades. Y eso es insostenible».
Armstrong está involucrada en lo que se conoce como arquitectura metabólica, basada en materiales que interaccionan con el medio. «¿Te imaginas que se diseñaran los edificios como lo hace la naturaleza? No solo replicando su forma y procesos, sino incorporando el espectro completo de propiedades de los seres vivos, capaces de enriquecer y regenerar el mundo», plantea. Tras experimentar con unas protocélulas que producen estructuras similares a la piedra caliza –lo que podría ser de extrema utilidad para, por ejemplo, recubrir y regenerar los pilares de madera que constituyen los frágiles cimientos de Venecia–, ahora lidera el proyecto LIAR (Living Architecture) para desarrollar tecnologías vivas en el marco del programa europeo FET Open, que apoya ideas innovadoras con potencial para nuevos desarrollos tecnológicos. Se trata de una iniciativa que experimenta con unos ladrillos que contienen microorganismos capaces de generar oxígeno y electricidad y de depurar las aguas residuales.
«Los microorganismos ofrecen infinitas posibilidades y son muy diversos y abundantes –dice el microbiólogo de la Universidad de Sevilla Carlos Medina, quien también participó en el seminario celebrado en la capital andaluza–. Se estima que en determinadas zonas del océano hay 109 células por litro de agua, en un gramo de suelo hay más microorganismos que seres humanos en el planeta, y en el cuerpo humano hay más microorganismos que células». Muchos científicos investigan cómo estos seres obtienen energía y cómo producen compuestos derivados de su metabolismo e incluso estudian su caprichosa morfología. «De la sinergia entre microbiología y arquitectura se puede conseguir una reducción tanto de materiales no renovables como de fuentes de energía basadas en el petróleo, finitas y responsables de la crisis climática», explica Medina. Determinados microorganismos pueden servir para construir nuevos materiales más sostenibles, en especial los que precipitan carbonato de calcio, útiles para sellar grietas, compactar suelos arenosos o fabricar hormigón biológico, un material que albergará hongos, musgos y líquenes. También pueden producir efectos beneficiosos para la salud. «Ciertos diseños erróneos, algunos materiales, como el plomo, o determinados micro-organismos perjudiciales provocan el llamado síndrome del edificio enfermo –dice el microbiólogo–. De la misma forma, existen materiales y comunidades bacterianas que pueden redundar en un ambiente más saludable».
Las bellas y ultrafuncionales estructuras de los microorganismos también son fuente de inspiración. Y desde que la tecnología nos permite observarlos al detalle, nuestro campo de imitación ya no solo se fija en la naturaleza macroscópica: la microscópica también estimula la mente de arquitectos e ingenieros, que ven en ella infinidad de posibilidades.
Como dice Norman Foster, la arquitectura es una expresión de valores. En este «nudo evolutivo» en que vivimos, como lo denomina Janine Benyus, repensar esos valores y actuar en consecuencia será el camino que deberemos seguir si queremos habitar en este planeta a largo plazo.