Como grietas en el australiano valle del Hunter, el teléfono del despacho de Glenn Albrecht empezó a sonar a todas horas. Eran los primeros años de la década de 2000 y Albrecht, profesor de estudios medioambientales, estaba interesado en el impacto emocional de la minería sobre las comunidades locales. Durante generaciones, la región había sido famosa por sus bucólicos campos de alfalfa, granjas de caballos y viñedos. La minería de carbón siempre había formado parte de la economía de la zona, pero de pronto estaba viviendo una oleada de nuevas operaciones mineras a un lado y otro del valle.
Se corrió la voz de que Albrecht estudiaba el asunto, y a los vecinos afectados les faltó tiempo para compartir con él sus historias. Le hablaban de explosiones que hacían temblar el suelo, del rugido incesante de las máquinas, del resplandor fantasmagórico de los reflectores industriales que rompían la noche, del insidioso polvillo negro que cubría el interior y el exterior de las casas. Temían por el aire que respiraban y el agua que bebían. Veían que se quedaban sin hogar y se sentían impotentes, incapaces de frenar la destrucción.
Foto: Pete Muller
Su propietario se está planteando ampliarla, pero muchos vecinos dicen que la gigantesca mina ha sembrado entre ellos un hondo pesar. «No es solo la añoranza de lo que fue –declara un lugareño–. Es también la pena por lo que pudo haber sido y ya nunca será».
Varios vecinos del valle emprendieron una batalla legal para detener la expansión de las minas, pero muchos lugareños necesitaban el empleo que estas creaban. Al final se impusieron los intereses de la potentada minería. El paisaje, y buena parte del tejido social urdido sobre él, fueron las víctimas colaterales.
Las minas ganaban terreno y Albrecht empezó a percibir un tema común en las respuestas emocionales de algunos habitantes del valle. Sabían que la causa de su malestar eran las minas, pero tenían dificultades para dar con las palabras precisas que describiesen sus sentimientos. «Era como si sintiesen algo semejante a la morriña –dice–, solo que sin haberse movido de su casa». La degradación del valle estaba minando la sensación de bienestar que la gente experimentaba en su hogar. Y así, mientras las minas pintaban de gris más y más campos verdes, Albrecht puso nombre al sentimiento: «solastalgia», que definió como el dolor de perder el solaz del hogar.
Más de una década después me topé con este inusual término en un documental sobre la sequía. En Google descubrí miles de páginas en las que figura la palabra: artículos académicos, congresos, textos periodísticos… hasta una exposición escultórica en Nueva Jersey, un disco de pop australiano, un concierto de música clásica en Estonia, todo ello inspirado en el vocablo acuñado por Albrecht.
Foto: Pete Muller
«Ya ve la devastación de la mina, el paisaje lunar que deja tras de sí –dice Lamb–. Si alguna vez sentimos algo de felicidad, ese sentimiento ya pasó». Su mujer, Denise, está de acuerdo: «Todo está cubierto de un polvillo negro. Por mucho que limpio, es una batalla perdida».
Se me ocurrió que el concepto de solastalgia parecía marcar un cambio en nuestra relación con el medio ambiente, el reconocimiento de un singular brebaje de emociones que cada vez sienten más personas al ver cómo los paisajes que conocían tan bien se tornan irreconocibles. Es bien sabido que los seres humanos estamos alterando el planeta, pero en este neologismo se atisba cómo esos cambios están alterándonos a nosotros.
«Si el diccionario se queda corto para describir estas sensaciones, habrá que ampliarlo –me dijo Albrecht cuando lo visité en su casa del valle del Hunter–. ¿Por qué no podemos describir un sentimiento humano con una sola palabra?». Máxime cuando es un sentimiento «profundo, evidente, que se palpa en todo el mundo en distintos contextos y que probablemente llevamos miles de años experimentando en circunstancias similares».
La pregunta era lógica. A lo largo de la historia, inundaciones, incendios forestales, terremotos y volcanes –además de civilizaciones expansionistas y ejércitos conquistadores– han perturbado sociedades y alterado permanentemente paisajes amados. Los nativos americanos así lo vivieron cuando los europeos transformaron América del Norte. «Esta tierra pertenecía a nuestros padres –dijo en el siglo xix Satanta, jefe de los kiowa–. Pero hoy voy al río [Arkansas] y veo campamentos de soldados en sus márgenes. Esos soldados talan mis árboles, matan mis búfalos; y cuando lo veo, siento que me estalla el corazón».
La Revolución Industrial trajo consigo más transformaciones radicales en los paisajes con la expansión de metrópolis pujantes, vías férreas y fábricas. Cuando en el estado de Nueva York se taló el valle del río Hudson para cultivar el suelo, el pintor del siglo XIX Thomas Cole lamentaba la destrucción de los bosques. «No puedo sino dolerme ante la veloz defunción de la belleza de tales parajes –escribió–. Los estragos del hacha aumentan a diario; estampas nobilísimas quedan desoladas, a menudo con una impiedad y un salvajismo difícilmente creíbles en una nación civilizada».
Foto: Pete Muller
En Nueva York lamentaría la desaparición de los bosques del valle del Hudson a manos de la expansión agrícola.
Mi madre experimentó una versión atenuada de este sentimiento a mediados del siglo XX. Se crio en Long Beach Island, una isla de barrera frente a la costa de Nueva Jersey. En sus marismas prístinas descubrió el amor por la biología y el mar que la acompañaría toda la vida. Pero en los años cincuenta la urbanización se aceleró cuando forasteros acaudalados del continente empezaron a adquirir suelo y construirse casas de vacaciones. «Al instante percibí lo que ocurría –me cuenta–. Me puse furiosa. Recorría la isla arrancando las varas que clavaban los topógrafos».
Sus protestas no obedecían simplemente a la ira, sino también a una mezcla de miedo, impotencia, preocupación y pena al constatar que el carácter definitorio de su hogar corría peligro. Las obras continuaron, y en cuestión de unas décadas no quedaba del pasado más que los nidos de águila pescadora en lo alto de los postes que llevaban electricidad a las casas levantadas allí donde antes solo había naturaleza.
Este tipo de alteraciones han ocurrido toda la vida. Es connatural a nuestra dinámica especie reformar paisajes para satisfacer nuestras necesidades y nuestros deseos, solo que la escala y el ritmo que han adquirido esas transformaciones en el siglo xxi no tienen precedente. A medida que nuestra población avanza embalada hacia los 8.000 millones, los humanos estamos alterando el planeta más que en ningún otro momento de nuestra historia. Seguimos arrasando bosques, emitiendo carbono y arrojando sustancias químicas y plásticos al suelo y al agua. Como consecuencia bregamos con olas de calor, incendios forestales, mareas de tempestad, la fusión de los glaciares, el ascenso del nivel del mar y otras formas de destrucción ecológica de consecuencias catastróficas. Todo ello causa perturbaciones políticas, logísticas y financieras. Y también genera unos problemas emocionales que solemos pasar por alto.
Hace bien poco que los científicos han empezado a dedicar recursos significativos al estudio de los efectos de la alteración del medio ambiente sobre la salud mental. En el mayor estudio empírico llevado a cabo hasta la fecha, un equipo dirigido por investigadores del MIT y Harvard analizó los efectos de los cambios en el clima sobre la salud mental de casi dos millones de estadounidenses desde 2002 hasta 2012. Entre otras cosas hallaron que la exposición al calor y la sequía magnificaba el riesgo de suicidio e incrementaba el número de visitas a hospitales psiquiátricos. Además, las víctimas de huracanes e inundaciones presentaban mayor probabilidad de sufrir trastorno de estrés postraumático y depresión.
Para quienes sufren el trauma de perder un paisaje, expresar las emociones puede ser desgarrador. «El dolor de perder la tierra no tiene nada que ver con cualquier otro dolor, porque es difícil de compartir», me dice Chantel Comardelle cuando visito su comunidad de la costa de Luisiana, donde el nivel del mar sube a un ritmo alarmante y se come el terreno por momentos. Comardelle nació en Isle de Jean Charles, una isla menguante que ha perdido el 98 % de su superficie desde 1955. En la generación de sus padres, los isleños, casi todos nativos americanos, eran cazadores y agricultores. Hoy muchos se han marchado. La comunidad se ha fracturado. «No es como perder a un ser querido o algo que los demás comprendan enseguida», dice.
Foto: Pete Muller
Glenn acuñó el término «solastalgia» a principios de este siglo para describir el trastorno emocional de los vecinos de la región ante el auge de la minería. La palabra se popularizó en internet por su capacidad para describir la pérdida de algo amado por culpa del cambio medioambiental.
Pero en la era del cambio climático global, cada vez lo comprenderá más gente. Al ver que Isle de Jean Charles se desintegraba, Comardelle y otros líderes locales decidieron contactar con otras poblaciones acuciadas por problemas parecidos. «En Alaska hay una población que está pasando por lo mismo –dice, refiriéndose a Newtok, una aldea yupik también amenazada por una grave subsidencia y la pérdida de suelo–. Pudimos sentarnos a hablar […] y sentíamos cosas casi idénticas –relata–. Pensé, vale, no estoy sola. Esto que siento no me lo estoy inventando. Es real».
En los últimos años he viajado a varios destinos, desde el Ártico hasta los Andes, cuyos paisajes han sufrido transformaciones drásticas. Quería comprender mejor no solo los cambios físicos del terreno, sino su traducción en la vida de sus habitantes. Apenas media docena de las personas con las que hablé conocían el término solastalgia, pero muchas describen de la misma forma conmovedora la experiencia que pretende denotar el neologismo. Lidian tanto con los imponentes retos prácticos que implica renunciar a un paisaje como con el complejo estrés emocional de perder la sensación de ocupar un lugar en el mundo.
De momento, solastalgia es un vocablo marginal, casi exclusivo del léxico inglés, y Albrecht espera que no pase de ahí. «Es una palabra que no debería existir, pero que tuvo que crearse por lamentable fuerza mayor –explica–. Hoy ya es global. Es terrible. Desterremos la palabra. Desterremos las circunstancias, las fuerzas que engendran la solastalgia».
Lorino, Rusia (65,50° N, 171,70° O)
«No podemos cultivar verduras. Solo podemos vivir de lo que nos da el mar. Nuestros ancestros observaron períodos de calentamiento y de enfriamiento. Nos cuesta saber qué está ocurriendo en realidad». Alexéi Ottoi, cazador.
Foto: Pete Muller
En el pasado, los cazadores chukchi se desplazaban sobre el hielo marino en trineo de perros, pero ahora es demasiado fino. «Por eso empezamos a usar botes en invierno», explica. La caza es clave para la identidad chukchi. «Cazar es la tradición. Los mayores enseñan a los jóvenes en una cadena continua», dice Eduard Ryphyrgin.
Foto: Pete Muller
Los mamíferos marinos constituyen el grueso de la dieta de las comunidades costeras chukchi, en las que más de la mitad de la población vive solo de lo que obtiene del mar. «La carne nos da la energía para la vida que llevamos –dice Teyu Nelia Vasilievna, cocinera del lugar–. En las tiendas la comida es carísima. Sin los cazadores no podemos sobrevivir»
Foto: Pete Muller
La caza ha sido la salvación de este pueblo en muchas épocas difíciles, como cuando se desintegró la Unión Soviética y las tiendas estaban vacías. «Hasta los rusos [étnicos] empezaron a comer mamíferos marinos», dice Eduard Ryphyrgin. Pero esa despensa podría desaparecer pronto conforme el hielo costero que se forma en invierno se reduce a causa del cambio climático. «Los animales necesitan ese hielo. Nosotros necesitamos ese hielo», insiste Ryphyrgin
Paradise, California (39,75° N, 121,61° O)
«Si buscas en un mapa, encuentras sin problema Paradise, California 95969.pero aquí ya nada es lo que era […]. Te sientes perdida en tu propia ciudad. Y eso es algo que cuesta mucho asimilar». Kayla Cox, ama de casa.
Foto: Pete Muller
Fue el más letal y destructivo de la historia del estado; mató a 86 personas, desplazó a decenas de miles en la región y calcinó casi toda Paradise, cuya población es de 26.800 habitantes.
Foto: Pete Muller
Antes del incendio, Don actuaba hasta cinco noches a la semana en Paradise. «En un instante pasaron a ser cero», cuenta. Los Criswell dan gracias de haber conservado su hogar, pero el Paradise que conocían ya no existe. Dentro de casa «podemos medio fingir que va todo bien –dice Debbie–. Pero en cuanto sales a la calle, recuerdas que el lugar en el que vivíamos ya no existe»
Foto: Pete Muller
Dos meses después del incendio, Nordgren permitió a Muller acompañarla cuando volvió al lugar para despedirse de «la casa perfecta para la jubilación», escenario de 15 años de recuerdos. Ella se acuerda mucho de la piscina: «Por las mañanas me bañaba un rato yo sola. Me ponía el bañador, me metía en esta preciosidad de piscina y me sentía como una reina. Levantaba la vista y contemplaba el maravilloso cielo azul de California»
Nevado Colque Punku, Perú (13,54° S, 71,23° O)
«Es un verdadero motivo de preocupación porque nosotros somos agua, ¿cierto? Los seres humanos somos agua. Así nos lo dicen desde el colegio. Que sea el fin de los glaciares nos revela que también será el nuestro, de un modo u otro». Clark Esto, bailarín quispicanchi.
Foto: Pete Muller
Cada primavera, cientos de miles de peruanos acuden en peregrinación hasta estas altitudes de la región de Cusco para cantar, bailar y rezar cuando las Pléyades vuelven a ser visibles
Foto: Pete Muller
«Año tras año, al ver que los glaciares se alejan cada vez más, siento ganas de llorar –admite–. Nos vemos impotentes. Hemos traído especialistas al glaciar para que nos digan cómo mantenerlo o qué hacer para que no desaparezca. Pero no hallamos una solución. Siento una profunda tristeza porque sé que algún día ya no podré seguir practicando sobre el hielo los ritos del santuario».
Foto: Pete Muller
Los peregrinos atribuyen a los glaciares propiedades curativas. Pero desde que el hielo retrocede a pasos agigantados está prohibido cortar pedazos de glaciar. «Antes usábamos el hielo como medicina –explica Norberto Vega–. Con solo pasártelo [por el cuerpo], ya te sentías mejor, y eso tiene que ver con la fe»
Isla de Jean Charles, Luisiana (29,40° N, 90,49° O)
«Es como si todos los árboles se hubiesen muerto. Yo quería vivir aquí, pero según me hago mayor me doy cuenta de que no es posible. A estas alturas la Madre Naturaleza está herida de muerte. Duele en el alma. Te sientes como cuando pierdes a un ser querido». Voshon Dadfar, pescador.
Foto: Pete Muller
De las 8.900 hectáreas que tuvo la isla, quedan 130. «No te das cuenta de que a tu alrededor desaparece la tierra. Se fue yendo poquito a poco, y ya no está», dice Albert Naquin, jefe de la banda isleña de la tribu
Foto: Pete Muller
La familia de Bayah es una de las muchas que se plantea dejar la isla y empezar de cero en el continente. Pero Bayah teme por su amiga Avery, cuya familia pretende quedarse. «A lo mejor ella no se muda, pero seguramente todos los demás sí lo haremos, y me dará mucha pena separarme de mi amiga».
Foto: Pete Muller
Sus antepasados llegaron a la isla en la década de 1820, pero la actual subida del nivel del mar en el golfo de México está tragándosela. Chantel (sentada a la mesa) ayuda a los vecinos a reasentarse en el continente. Es difícil explicar lo que sienten, cuenta. «No puedo decir que es como cuando se te muere alguien. Lo que sientes al perder la tierra y las cosas que rodea es muy diferente»
Este artículo pertenece al número de Abril de 2020 de la revista National Geographic.