Al saber que he dedicado los últimos 10 años de mi vida a caminar por la Tierra, a veces la gente me pregunta: «¿Cómo se ven a pie de terreno los grandes problemas de nuestro tiempo?». O: «Después de tanto caminar por el mundo, ¿evalúa de otra forma la actualidad?». O, en palabras más sencillas (a menudo en boca de escolares): «¿Te has llevado alguna sorpresa?».
Para algunas preguntas tengo respuestas inmediatas: llevan vibrando en mis huesos, con la constancia de un metrónomo, los últimos 25 millones de pasos –o más de 19.000 kilómetros– de mi caminata por el mundo.
Gilles Sabrié
La familia de Zhang Pengcheng (primero por la derecha) prepara un banquete casero para celebrar el festival de la Antorcha, una festividad observada por varias minorías
de Yunnan. Además de la mayoría china han, en la provincia viven tibetanos, bai y otros grupos étnicos.
Visto a mi ritmo de cinco kilómetros por hora, por ejemplo, puedo confirmar que Homo sapiens ha alterado la ecología de nuestro planeta hasta tal extremo que no me explico cómo alguien puede conciliar el sueño, y no solo por los remordimientos, sino por el terror que debería infundirnos. (En los más de 3.500 días con sus noches que he pasado caminando desde África hasta Asia oriental, por desgracia me sobran dedos para contar las veces que me he encontrado de veras con un animal salvaje). ¿Cuál es la injusticia más mayúscula que he visto de cerca en todas y cada una de las culturas humanas recorridas? Fácil: los grilletes con que los hombres, cruel y arbitrariamente, coartan el potencial de las mujeres. (¿Quién gana menos de lo que merece? ¿A quién no le dejan estudiar? ¿Quién se levanta primero para ir a trabajar? ¿Quién se acuesta el último todos los días?). Mientras, las preocupaciones por el clima se ciernen sobre todas las conversaciones entabladas a la orilla del camino, ya sea con entrañables campesinas kazajas o con guerrilleros kurdos armados hasta los dientes.
Pero existe otro suceso humano inesperado, y quizá no menos impactante, con el que me he topado en mi proyecto, un pausado viaje narrativo llamado Caminata Más Allá del Edén cuyo objetivo es reproducir la dispersión ancestral que nos sacó de África en la Edad de Piedra. Se trata de la extinción, después de miles de años sin solución de continuidad, de los paisajes humanos construidos a fuerza de músculo.
Zhou Na
Xu Ben Zhen (arriba, a la izquierda, un retrato de cuando era joven), fallecido a principios de 2023, fue uno de los 200.000 campesinos de Yunnan que participaron en la construcción de la carretera de Birmania, la vía para reabastecer a China ante la invasión japonesa de 1937. Se cree que murieron más de 2.000 trabajadores antes de la llegada del Ejército estadounidense para abrir vías auxiliares en la Segunda Guerra Mundial.
Y con esto me refiero a los cada vez más escasos rincones de la Tierra habitada que todavía no han sido subyugados, o transformados, por las exigencias de nuestras máquinas. Llamémosle el mundo hecho a mano.
Lo paradójico es que esta arcaica geografía humana suele ser tan sutil, incluso vista de cerca, que no reparé en su existencia hasta que advertí su ausencia. Como espacio distintivo, no emergió en mi consciencia hasta que empecé a adentrarme a pie en la sociedad más hiperindustrializada de la Tierra, China, el decimoctavo país de mi ruta, que algunos llaman la fábrica del mundo.
Era la primera vez que ponía el pie en China. Y, como les ocurre a muchos visitantes, llevaba en mente el típico y tópico batiburrillo de megalópolis hiperactivas, puntualísimos trenes de alta velocidad, centros comerciales superiluminados y puertos robotizados: una infatigable sociedad ultramecanizada y entregada por entero a saciar el pantagruélico apetito humano de teléfonos móviles, juguetes de plástico, paneles solares, prendas de ropa y demás artículos de producción industrial en masa. (¿Necesita un ordenador portátil? China exporta más de 20 millones al mes).
Zhou Na
Salopek se asoma al abismo del tiempo: los 3.780 metros de profundidad de la garganta del Salto del Tigre, el «Gran Cañón» de China. La accidentada orografía del terreno ha contribuido a aislar las regiones himalayas de Yunnan del veloz ritmo de desarrollo del resto de China.
Buena parte de ese estereotipo de la colmena de hormigón tiene su razón de ser, por supuesto. En los años del boom de China la naturaleza y quienes viven cerca de ella salieron perdiendo. Por eso, cuando en octubre de 2021 me eché a los hombros la mochila en la provincia sudoccidental de Yunnan y orienté las punteras de las botas hacia el norte desde la frontera con Myanmar, la antigua Birmania, para empezar a recorrer los 5.950 kilómetros del País del Centro en dirección a Rusia, me asombró descubrirme en medio de escenas que parecían sacadas de volúmenes chinos medievales: retablos de valles plisados y escarpas, donde la escala humana determina la manera de visualizar el paisaje y donde una economía de hojalateros, sastres y candeleros sigue fabricando a mano vidas parsimoniosas.
«¡Partes de la mejor zona de China, con diferencia! –me felicitó una amiga montañera de la megalópolis de Chengdu al enterarse de que iniciaba mi ruta en la accidentada mitad occidental de Yunnan–. De ahí en adelante es un aburrimiento».
Christine Fellenz, NGM
Fuentes: Jeff Blossom, Centro de Análisis Geográfico, Universidad Harvard; Nasa / JPL; Iniciativa sobre el cambio climático de la Esa, Base de datos de la Cubierta Terrestre; Openstreetmap
Ella pensaba en los agrestes picos helados del Himalaya oriental. Sin embargo, lo que más me admiró del Yunnan remoto no fue la naturaleza imponente. Casi diría que fue justo lo contrario: el inusitado acomodo entre la gente y el paisaje, la posibilidad prácticamente olvidada de que los humanos y la naturaleza coexistan en una vecindad rayana en armonía.
Las estrechas carreteras de Yunnan parecían las líneas de un pentagrama sobre un paisaje modelado aún por tendones vivos. Pozos revestidos de piedra. Huertos de manzanos. Montañas azules en lontananza. Cada paso me resultaba sorprendentemente familiar, como si me internase en el más antiguo de los hogares posibles.
Gilles Sabrié
Los visitantes pagan a los estudios fotográficos del lugar el equivalente a hasta 55 euros por ser inmortalizados en escenarios de ensueño en Dali, una floreciente ciudad turística situada a orillas de un lago en las estribaciones del Himalaya. Dali saca partido a un anhelo humano moderno: el de escapar de la alienación de la vida postindustrial, en la que todos hemos perdido importantes conexiones con nuestros congéneres y nos hemos vuelto seres solitarios pegados a nuestros dispositivos.
La primera carretera que recorrí en Yunnan se había construido a mano. Para la guerra.
Cerca de la frontera con Myanmar, en el pueblo de Yusan, pasé junto a hombres y mujeres vestidos como celadores de hospital, con sus delantales de plástico azul. Recogían hectáreas de damasquinas, unas flores de las que se extraen aceites esenciales. Billones de pétalos caídos chapaban de oro la calzada. Era el tramo chino del antiguo atajo de Tengchong, un ramal de la llamada carretera de Birmania, que tristemente abrieron con sus fatigas 200.000 hombres, mujeres y niños de Yunnan en los campos de la muerte de la Segunda Guerra Mundial.
Hace 86 años, trabajando sin descanso los siete días de la semana, aquel ejército civil construyó una carretera de 1.154 kilómetros a través de algunos de los terrenos más lluviosos, pedregosos y palúdicos de la Tierra para llevar a la China atenazada por la guerra las municiones, alimentos y medicinas que necesitaba con desesperación a través de la Birmania de dominio británico.
Saludé a humildes cesteros, arrieros de mulas,
buscadores de setas, tejedores y hacheros especializados en cortar colmenas de viejos troncos huecos. La artesanía aparecía por doquier en mi ruta zigzagueante.
La carretera de Birmania fue una de las mayores obras de ingeniería del conflicto más cruento de la historia de la humanidad.
En su aguda autobiografía The building of the Burma Road («La construcción de la carretera de Birmania»), un ingeniero llamado Tan Pei-Ying describió cómo aquella alfombra de grava machacada a mano, de siete metros de ancho y más de 965 kilómetros de largo, fue tendida con esmero, sin más herramientas que los dedos humanos, sobre tres abruptas cordilleras de Yunnan: «La imagen de aquellos millones y millones de piedras colocadas a mano una por una» simbolizaba para Tan «el ímprobo trabajo colectivo de los cientos de miles de peones anónimos que participaron en la obra». Brigadas de obreros izaban monstruosos rodillos de caliza por las pendientes de la carretera, resbaladizas a causa del barro. A veces se les escapaban, y los cilindros de 4,5 toneladas de peso rodaban ladera abajo, aplastando obreros a su paso. Para cuando el Ejército estadounidense apareció con sus excavadoras, dispuesto a construir carreteras auxiliares, al menos 2.300 campesinos se habían dejado la vida en el proyecto.
Gilles Sabrié
El ebanista Li Mingli talla con formón bajorrelieves tradicionales en la aldea de Yangcen. Este taller emplea a artesanos con discapacidad auditiva. En su ruta por Yunnan, Salopek se topó con trabajadores duchos
en oficios manuales que se remontan a tiempos pasados: molenderos de pimentón, apicultores, tejedores, canteros.
«Fue muy duro», reconocía Xu Ben Zhen, un antiguo maestro de escuela en un pueblo de la periferia de la ciudad mercado de Tengchong. Espléndido a los cien años cumplidos –mejillas cinceladas, húmedos ojos de color avellana y una mata de cabello níveo–, Xu, fallecido en el ínterin, era uno de los últimos supervivientes de la famosa carretera de Birmania. A los 17 años lo obligaron a incorporarse a la legión de ciudadanos que, armados con poco más que palas y cestas de ratán, desbarataron los bloqueos costeros de los invasores japoneses.
Hoy la carretera está asfaltada en la mayoría de sus tramos. La vía de los años de la guerra se pierde bajo superautopistas de hormigón palpitantes de tráfico. Pero en las colinas volcánicas que rodean Tengchong aún se contonea como una bailarina, pasando junto a aldeas y sobre verdes arrozales. Si recorres sus arcenes hasta el final, estos desembocan, como toda la arquitectura vernácula de Yunnan, en las arrugadas palmas de un ser humano.
Sentado muy erguido al sol en el patio de su centenaria casa de labor, el viejo maestro Xu se sumía a cada poco en el silencio. Se miraba fijamente las manos, posadas en el regazo. Las venas, cordones azul pálido. La piel moteada por el sol que adquiría la finura del papel de seda. Un buen mapa del Yunnan que se desvanece, caminos antiguos describiendo espirales en las yemas de sus dedos.
Gilles Sabrié
En Shilong, unos aldeanos de la etnia bai preparan la torre gigante que quemarán durante el festival de la Antorcha, una celebración de la cosecha con siglos de tradición. En su ruta por el mundo, Salopek está constatando que este tipo de homenajes naturales son cada vez más ajenos a la experiencia humana.
Mire las manos de la granjera de Yunnan. Callosas. Fuertes como el martillo y el torno.
Vea cómo sube y baja su azada en lo alto de una cumbre al norte de la Vieja Dali. ¿Cuántas veces han completado esta tarea unas manos tan poderosas? ¿Decenas de miles? ¿Cientos de miles? Sin embargo, cada golpe de azada de Wang Liusui es único, imposible de reproducir. Porque Wang no es una máquina. En estos 50 años, ni una sola vez ha usado sus aperos de idéntica manera. Su pequeña granja de subsistencia era imperfecta, construida a ojo, diseñada a golpe de ingenio, original, casera.
«El baijiu lo compramos en la ciudad», me dijo Wang, sonriendo bajo el sombrero que la protegía del sol mientras aludía al producto industrial que consumían su marido y ella, una bebida de garrafón que anestesiaba la boca.
La granjera Wang era una artesana en un mundo que lleva existiendo 11.000 años, desde los albores de la agricultura en el valle del Jordán durante el Neolítico hasta un poco antes de 1850, cuando la máquina de vapor empezó a sustituir la tracción humana y animal en los campos de Europa. El áspero Yunnan occidental es el ocaso de esa era.
Wang elaboraba su propio abono con agujas de pino y estiércol de cerdo. Desgranaba las mazorcas con una vara tallada. Almacenaba las patatas en cestas de ratán hechas a mano. La misma geometría de su finca se burlaba de las formas rectilíneas impuestas por los tractores: demasiado empinados para la maquinaria, sus campos parecían resbalar por la verde ladera en lóbulos ameboides.
Es complicado explicar por qué en Yunnan sobreviven estos modos de vida. La geología lo justifica en parte. Las placas tectónicas India y Euroasiática colisionan en el sudoeste de China. Aquel impacto ha levantado unas barricadas montañosas que han frenado el tsunami industrializador en marcha en el resto del país. La superficie accidentada del oeste de Yunnan ha propiciado, además, la existencia de un mosaico de culturas. Prácticamente la mitad de los 56 grupos étnicos oficialmente reconocidos en China siguen agazapados en esta provincia. Cada vez que cruzaba un boscoso puerto de montaña, se abría ante mí la posibilidad de descender hacia un catálogo de posibles idiomas: bai, dai, lisu, mandarín, naxi, tibetano, yi… Históricamente más pobres que la mayoría han de China, estos pueblos de montaña se aferraron a sus actividades manuales. (Wang es de etnia bai).
Zhou Na
Yang Hong Zhang, un chamán de etnia naxi, muestra los utensilios de su oficio en la región montañosa cercana a Lijiang. Yang oficia ceremonias familiares y fiestas religiosas. Yunnan alberga aproximadamente la mitad de los 56 grupos étnicos oficialmente reconocidos en China, un mosaico que conserva muchas de las formas de vida medievales de la provincia.
Subí y bajé cual yoyó más de 950 kilómetros de la franja himalaya de Yunnan. Empecé a compilar una lista de oficios arcaicos.
Conocí a remendadores de ollas que iban de casa en casa cerca de los montes Gaoligong, prensadores de aceite de nuez que trabajaban a pecho descubierto en el valle de Lujiang, destiladores de aceite de eucalipto que bregaban con vaporizadores de bambú a lo largo del río Nu (Saluén) y fornidos molenderos de pimentón que machacaban sus productos carmesíes en torno a la Vieja Dali. Saludé a humildes cesteros, arrieros de mulas, buscadores de setas, tejedores que trabajaban en el patio de su casa y hacheros especializados en cortar colmenas de viejos troncos huecos. La artesanía aparecía por doquier en mi ruta zigzagueante.
Gilles Sabrié
Una familia de recién llegados de las ciudades de Wuhan y Weihai vende sus artesanías de madera a los turistas en la Vieja Dali. La ciudad recibe el sobrenombre de Dalifornia por la atracción que ejerce sobre los jóvenes chinos que buscan alternativas al 9-9-6: trabajar de 9 de la mañana a 9 de la noche seis días a la semana.
En el curso alto del Jinsha, o «Arena Dorada», las manos grandes y nervudas de los albañiles habían levantado viviendas con patio que en realidad eran esculturas habitables: cada pared y cada esquina eran distintas y nunca estaban del todo a plomo. Las herramientas que usaban solían estar hechas a mano. Las callejuelas entre casa y casa estaban diseñadas para los peatones y tenían el ancho de la envergadura humana. Por razones que no acierto a explicar, recorrerlas era reconfortante. Las puertas de las casas solían tener el tamaño de sus ocupantes. Franquearlas, con sus diulian, o pareados propiciatorios, estarcidos sobre las jambas rojas, era recibir un obsequio de intimidad. Aquella arquitectura revelaba una sola vida humana, no una demografía de millones.
Gilles Sabrié
Li Peihan, de ocho años, disfruta de unas vacaciones escolares en casa de su abuela, en un pueblo del oeste de Yunnan. Las viviendas tradicionales como la de la imagen, con el maíz puesto a secar en las vigas, están dando paso a una arquitectura global de ladrillo industrial y hormigón como la de Kunming, la capital provincial, donde vive Li.
En Yunnan también atravesé ciudades modernas, en las llanuras. Aquella era la China que enorgullecía a los burócratas. En Baoshan y Nueva Dali podías alquilar una bici eléctrica con un simple toque en la pantalla del móvil. Un cajero automático tardó apenas 14 segundos en descontar yuanes de mi cuenta, abierta en un banco en la otra punta del mundo. Incluso paré en un Starbucks clonado hasta en el último grano de café. Pero ese hábitat homogeneizado de cristal y acero de nuestras ciudades globalizadas me pareció extrañamente provisional tras haber caminado cientos de kilómetros por el montañoso Yunnan occidental. Tenía la sensación de poder traspasar con la mano aquellos edificios cortados por idéntico patrón, como si fuesen hologramas. Así de efímero se me antojaba el mundo fabricado en masa.
Se trataba de una ilusión, claro está. Por todo el remoto cosmos de aldeas improvisadas surgían como setas antenas de telefonía móvil camufladas de pinos de polímero y viviendas prefabricadas de formas cúbicas. Era ese aire añejo e imperfecto de Yunnan lo que se desvanecía por momentos.
Gilles Sabrié
Los jóvenes monjes budistas hacen gimnasia además de practicar meditación durante su estancia en el monasterio de Dongzhulin, en el montañoso noroeste de Yunnan. En esta zona fronteriza confluyen diversos credos, desde el budismo hasta el confucianismo, pasando por creencias animistas.
Acompañado por lugareños, en mi ruta por el mundo he atravesado un mosaico de paisajes humanos. Y muy pocos siguen estando hechos a mano.
Huyendo del vacío de las autopistas de Arabia Saudí, me deslicé como la aguja de un tocadiscos por los surcos estrechos e irregulares de los caminos camelleros, muescas de un metro de profundidad abiertas en la roca por 1.400 años del paso de las caravanas con destino a La Meca. ¿Qué los diferenciaba de los de Yunnan? Los milenarios rasgos saudíes ya estaban muertos: eran piezas de museo.
En el sur del Cáucaso me cautivó la pequeña Georgia. Sus campos eran un cuadro primitivista de riscos exagerados y valles naíf. Las carreteras rurales eran de tierra (o de barro) y no se enderezaban más que de casualidad. Construidas a la buena de Dios, las casas se torcían hacia todos los lados. Los tiradores de las puertas eran de alambre de embalar. En un manantial junto al camino, el cazo que una mano ingeniosa había tallado en una rama sumaba un plus de deleite al acto de beber.
Por el contrario, al otro lado de la frontera en la petrolífera Azerbaiyán el paisaje rural era más ordenado, más ortogonal y generosamente asfaltado. Los tiradores de las puertas de las casas eran productos de fábrica. Las puertas cerraban a la perfección dentro de sus precisos marcos fabricados en serie. Semejante impecabilidad estandarizada –el sello distintivo de las superficies manufacturadas– tendía a embotar los sentidos. Tenías la sensación de estar tocando la vida a través de un celofán. ¿Era Georgia mejor que Azerbaiyán? Por supuesto que no. A buen seguro era cuestión de gustos. Georgia me recordaba a los artesanales pueblos maiceros de mi infancia en México. Pero diré una cosa: en el recuerdo, Azerbaiyán siempre se me escapa. Y Georgia fue el único lugar en que me sentí invitado a posar la palma de la mano sobre el rostro de otro ser humano.
La madre naturaleza rehace constantemente el planeta. Experimenta de forma obsesiva, rescatando viejos accidentes de la evolución, reciclando huesos y moléculas. Su taller de Yunnan es especialmente veleidoso. Su volubilidad añade un raro ingrediente a los paisajes habitados: la humildad humana.
Cruzando noguerales con la cabeza gacha, recorrí los restos de la Ruta del Té y los Caballos –una red viaria centenaria por la que en otro tiempo transitaron las recuas de mulas que llevaban jade, té y seda de Yunnan hacia el sur y el sudeste de Asia– hasta la devastada ciudad de Yangbi. Unos meses antes, un terremoto había agrietado las casas como quien casca huevos. La gente seguía alojada en tiendas de campaña. Tras los seísmos, Yunnan se había visto sepultado por capas de 30 centímetros de granizos como pelotas de ping-pong. A veces las lluvias monzónicas caen como perdigonadas, y es habitual que destrocen carreteras, puentes y campos. En parte debido a esa intemperancia, Yunnan es una instantánea de un mundo pretérito, una cámara acorazada de biodiversidad.
Gilles Sabrié
Los campos aterrazados del noroeste de Yunnan añaden un toque visual a las laderas salvajes que bordean el río Jinsha, levantadas por la colisión de las placas India y Euroasiática y desgastadas por siglos de sudor humano. La antigua China que perdura en este margen oriental del Himalaya es un reducto de armonía entre el ser humano y la naturaleza.
Penetrando más de 4.800 metros en el cielo turbulento como la proa de un arca titánica, los selváticos montes Gaoligong albergan uno de los mayores filones de ADN botánico que resisten en la Tierra. Casi 5.000 especies de plantas tapizan las laderas, dispuestas en acordeón, del macizo. Tres amigos chinos y yo recorrimos con denuedo aquella sierra. Nos abrimos paso entre billones de hojas húmedas: magnolias, laureles, robles, helechos, decenas de rododendros diferentes… Nos detuvimos a escuchar el canto de unos pájaros que casi nunca avistábamos. Mosquiteros. Currucas. Bulbules. Papamoscas. Sivas aliazules. Todas las cigarras del mundo nos perforaron los tímpanos con su canto metálico. Las lluvias torrenciales destrozaron nuestros paraguas baratos. La reserva natural de Gaoligong era pura naturaleza virgen.
«Una vez me quedé atascado en los Gaoligong –me contó Zhang Qing Hua, uno de mis jóvenes compañeros de caminata–. No podía moverme». Naturalista aficionado, Zhang cerró los ojos con reverencia al recordarlo. «Fue por culpa de las salamandras. Las había a miles. A decenas de miles. Si movía los pies, las pisaba. Cubrían todo el suelo del bosque. Salían a aparearse». Acabó bajando de puntillas por los cauces de los arroyos para no perturbar aquella alfombra de vida.
Que no quepa duda: los 47 millones de habitantes de Yunnan, una provincia más grande que Japón, han depredado su entorno, como hemos hecho los demás, con las habituales lacras del Antropoceno. Contaminación industrial. Deshielo de glaciares. Mareas estériles de hormigón. Pero en Yunnan la naturaleza contraataca con fuerza.
Zhou Na
Zha Xi La Mu, pastora y criadora de cerdos, nos devuelve la mirada desde un paisaje todavía modelado en gran medida por manos humanas. China, la llamada fábrica del mundo, es conocida por los forasteros como una dinamo industrial, pero algunas zonas de la provincia fronteriza de Yunnan y la cercana Sichuan aún albergan vestigios de una época más tranquila y humana.
Los humanos estaban en plena retirada de los Gaoligong. Se habían establecido estrictas zonas de protección ecológica, con la consiguiente expulsión de los agricultores de sus fincas. Muchos se habían marchado voluntariamente, formando parte del éxodo de los más de 220 millones de chinos que en la última generación han abandonado en estampida el campo para instalarse en «pueblos nuevos» y ciudades a expensas del Estado. Aquellos últimos campesinos ancianos de los Gaoligong disfrutaban de agua corriente y electricidad en casas construidas con máquinas en los valles bajos. Unos pocos insumisos insistían en estabular sus últimas vacas en los garajes. La mayoría parecían contentos y solían ver mucha televisión.
Pero al descansar a la sombra de un árbol de un viejo huerto de membrilleros cargados de fruta sin recoger, costaba trabajo no ponderar las compensaciones de una aldea construida a mano y finalmente abandonada. Tiradas por la maleza había piedras de molino y enormes tinajas para guardar el grano. Las cubiertas de las casas tejadas a mano se venían abajo, liberando mil años de memoria. Me pregunté quién recordaría cómo era subsistir en tan estrecha relación con el entorno. No era difícil imaginar, mientras escuchaba a las moscas zumbar en los patios quedos, un mundo sin nosotros.
Zhou Na
Un puente adoquinado conduce a Heshun, junto a la frontera con Myanmar. Esta población histórica, bien conservada, es un lugar de parada de la Ruta del Té y los Caballos, una de las muchas vías comerciales centenarias que todavía serpentean por los frondosos bosques y escarpas del oeste de Yunnan.
Ya lo sé. No hay que idealizar la pobreza. Ni dejarse llevar por fantasías ingenuas sobre las penurias de la vida preindustrial. (Que conste que durante años sudé la gota gorda recogiendo fruta como peón agrícola migrante). Pero sin duda es más iluso creer que la adictiva y explosiva economía de producción en masa, tal y como está configurada hoy en día, es sostenible. O que los sistemas ancestrales y artesanales de conocimiento valen poco o nada en la era del colapso medioambiental.
«Las poblaciones locales tienen mucho que enseñarnos –me dijo Liu Zhenhua, exeducador de la megalópolis de Guangzhou que vivía en una granja bai cerca de la Vieja Dali–. Saben cooperar con la naturaleza en vez de luchar contra ella».
Liu formaba parte de las crecientes filas de millennials que recalan en Yunnan en busca de alternativas a la extenuante economía china del 9-9-6 (trabajar de 9 de la mañana a 9 de la noche seis días a la semana). Con sus restaurantes veganos y sus recitales de poesía, «Dalifornia», como la llamaban, era un destino al alza.
Pero la mayor parte del Yunnan premecanizado jamás se convertiría en un destino boutique.
Seguí caminando hasta Lijiang, donde las familias de etnia naxi cosechaban peras en huertos otoñales de tonos encendidos. Subí hasta Yongning, donde los pastores guardaban sus ovejas de los osos. Y en los montes Diancang Shan permití que un viejo mulero bai cargase mi mochila sobre uno de sus lustrosos «vehículos a forraje».
«Hace diez años tenía diez mulas; ahora solo tengo dos», dijo Luo Siming, encogiéndose de hombros con nostalgia. Tenía las uñas de pedernal, y sus manos, grandes como palas, mostraban las cicatrices de todas las lecciones aprendidas desde los tiempos de la domesticación de los animales.
Me explicó que últimamente había ganado una pequeña fortuna transportando sacos de cemento y martillos neumáticos a su antes aislado rincón de Yunnan. Aquellas mercancías estaban construyendo nuevas carreteras para automóviles… y dejándolo sin negocio.
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La fotógrafa documentalista Zhou Na vivió parte de su infancia en la provincia de Yunnan. El fotógrafo Gilles Sabrié está afincado en China.
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Este artículo pertenece al número de Agosto de 2023 de la revista National Geographic.