En el interior de aquella tumba real egipcia de 4.400 años de antigüedad, escruté los muros en busca de un símbolo concreto.
Las formas de uno de los sistemas de escritura más antiguos del mundo –buitres y búhos, ojos y pies, serpientes y semi-círculos– aparecían grabadas sobre la caliza en ordenadas columnas. En las hendiduras de aquellos signos jeroglíficos todavía resistían motas de un pigmento de intenso color azul, un ornamento muy apreciado en el Reino Antiguo.
El símbolo que buscaba se parece un poco a un cuenco con una línea horizontal justo por debajo del borde, como si estuviese lleno de agua. Las luces fluorescentes del suelo iluminaban la lóbrega antecámara, y los turistas y guías que pululaban por ella proyectaban sombras sobre los textos. Hileras de estrellas de cinco puntas tallaban el techo abovedado.
Zhao Ang, Museo Estatal De Guo, Sanmenxia, China. Fondo: Owen Freeman
Alta artesanía
En la tumba de un gobernante del siglo VIII o IX a.C. se encontró una ge con hoja de hierro meteorítico montada en bronce. El arma representa una innovación en el arte de trabajar el metal: se confeccionó fundiendo bronce alrededor de una hoja de hierro ya hecha. Otras armas similares con el filo de hierro fundido sugieren que el metal meteorítico pudo servir de base para las primeras técnicas siderúrgicas.
La egiptóloga onubense Victoria Almansa Villatoro escudriñaba los jeroglíficos con dos dedos extendidos. Miembro de la Harvard Society of Fellows, esta experta en textos del Reino Antiguo había accedido a mostrarme las tumbas de la necrópolis de Saqqara, a unos 25 kilómetros al sur de El Cairo.
Esta tumba perteneció a Unas, el último faraón de la V dinastía, que gobernó Egipto en el siglo XXIV a.C. Los pasajes de las paredes –un conjunto de consejos, plegarias y conjuros– tenían como objetivo orientar al rey por los peligros del más allá.
Se trata de los escritos más antiguos de su género, conocidos en conjunto como los Textos de las Pirámides.
Los dedos de Almansa Villatoro se detuvieron de pronto sobre una columna de símbolos situada junto al pasillo que conduce al sarcófago de Unas. «Ahí lo tiene», susurró emocionada, señalándome la marca en forma de U.
El símbolo en cuestión, sugieren las investigaciones de esta egiptóloga, se utilizaba para aludir al hierro, un tema extraordinario sobre el que escribir para los egipcios de la época. Los humanos todavía tardarían otros mil años en dominar la fundición del hierro. Solo que el metal también puede proceder de otra fuente: los meteoritos.
Paolo Verzone
Objeto de fascinación
En 1751 aterrizó un meteorito en la localidad croata de Hrašćina; los testigos refirieron haber oído una explosión y visto una bola de fuego en el cielo, afirmaciones a las que más tarde se restaría credibilidad. El fragmento más grande de aquel meteorito, de 40 kilos de peso, se exhibe hoy en el Museo de Historia Natural de Viena.
En la última década, varios estudios de piezas arqueológicas han confirmado que algunas civilizaciones utilizaron hierro de meteoritos para fabricar objetos cuando aún no tenían acceso al hierro fundido. En Gerzeh, una necrópolis del Nilo de unos 5.200 años de antigüedad, los arqueólogos descubrieron nueve cuentas de metal meteorítico. Y entre los tesoros que se sellaron en el interior de la tumba de Tutankamón hace aproximadamente 3.300 años figuraban una daga pulida de exquisita factura y otros objetos de hierro meteorítico. También han aparecido joyas y armas antiguas fabricadas con este raro material en otras regiones del mundo: cuentas en América del Norte, hachas en China y una daga en Turquía.
En la mayoría de los casos se desconoce si aquellas culturas comprendían el origen de los meteoritos. En la tumba de Unas, sin embargo, los textos funerarios hablan expresamente del metal del cielo, lo que invita a pensar que los egipcios no solo reconocían el fenómeno del hierro que caía del cielo, sino que incluso lo incorporaron a sus creencias místicas.
Almansa Villatoro me descifró la sintaxis de la frase. Señaló un símbolo arqueado que significa «cielo» y un glifo en forma de lágrima que denota «metales». Junto con el símbolo del cuenco, aquellos jeroglíficos aludían a un metal perteneciente al cielo, me explicó.
«Unas agarra el cielo y hiende su hierro», tradujo.
La frase describe el viaje de Unas al reino divino del cielo. El significado preciso es opaco, pero Almansa Villatoro sostiene que el pasaje refleja la creencia de que el firmamento es un gran recipiente de hierro lleno de agua del que a veces caen lluvias y metales. Para llegar al más allá, nos dicen los Textos de las Pirámides, el rey debe navegar a través de ese dominio celeste.
Los textos, que aparecen también en las tumbas de posteriores faraones, incluyen otras referencias igualmente abstrusas. «La puerta de hierro del cielo estrellado se abre de golpe», reza una línea, según las traducciones de Almansa Villatoro. También se habla de un «huevo» de hierro, una posible metáfora del vientre de Nut, la diosa celestial. «Él romperá el hierro después de hender el huevo», dice otra línea.
«El hierro tiene una serie de connotaciones cosmológicas asociadas a la creación y, por ende, a la resurrección», afirma la egiptóloga. Hender el huevo celeste de hierro es volver al útero para renacer.
Paolo Verzone
Pruebas contundentes
A principios del siglo XIX, los científicos europeos aún debatían la existencia de los meteoritos. Pero todo cambió cuando en 1803 un meteoroide explotó en el cielo y unos 3.000 fragmentos llovieron sobre la localidad francesa de L’Aigle. Hoy se exponen en el Museo de Historia Natural de Viena algunas de aquellas piedras, junto con el informe de un científico que investigó el suceso y lo declaró «el fenómeno más asombroso jamás observado por el hombre».
METEORITOS: DEL MITO AL HECHO
La roca y el metal se han precipitado sobre la Tierra desde sus albores, casi siempre en forma de fragmentos de cuerpos planetarios pulverizados en colisiones. Cada año alcanzan la Tierra unos 17.600 meteoritos de más de 50 gramos. La mayoría son principalmente rocosos, pero en torno al 4 % presentan aleaciones de hierro-níquel diferentes del hierro terrestre. Por lo general aterrizan sin que nadie se dé cuenta; solo unos cinco al año caen ante la mirada humana.
La primera crónica datada de la posible caída de un meteorito la encontramos en los textos grecorromanos. Aristóteles, Plutarco y Plinio el Viejo, entre otros, escribieron sobre la caída de una roca en la actual Turquía en el año 467 o 466 a.C. «No ha de caber duda de que caen piedras repetidas veces», observó Plinio en su Historia natural.
Plutarco también relata un enfrentamiento militar romano en el siglo I a.C. que pudo ser interrumpido por un meteorito. «Estando así dispuestos juntamente, sin que hubiera ningún cambio aparente del tiempo, de improviso, el aire se partió y se vio un gran cuerpo llameante que cayó en medio entre los dos ejércitos –escribió–. Su apariencia era más bien parecida a una jarra de vino, de un color semejante al de la plata fundida».
En 861, cerca de un santuario de Nogata, en Japón, según tradiciones orales recopiladas en 1927, «se produjo una gran detonación», «se vio un destello brillante» y «apareció una piedra negra en el fondo de un hoyo que antes no había». En 1983 unos científicos japoneses estudiaron el meteorito, que aún hoy se guarda en una antigua caja de madera con el año inscrito. De la datación por carbono de la caja concluyeron que era probable que la roca hubiese caído conforme describe el relato.
En Europa, sin embargo, hasta principios del siglo XIX la mayoría de los científicos eran escépticos ante la posibilidad de que los meteoritos fuesen un fenómeno real. En abril de 1794 el físico alemán Ernst Chladni publicó un libro que recopilaba informaciones sobre la caída de piedras y hierro del cielo… y se ganó la burla general.
Hasta que intervino el cosmos. En junio de 1794, varios testigos vieron caer una lluvia de piedras en las afueras de Siena, en Italia. Al año siguiente cayó una roca de 25 kilos en Wold Cottage, Inglaterra.
Los humanos todavía tardarían un milenio en dominar la fundición del hierro. Pero había otra fuente del metal: los meteoritos.
Aquellos impactos incitaron al químico inglés Edward C. Howard y al minerólogo francés Jacques-Louis de Bournon a tomar muestras de «cuerpos caídos». Sus análisis, publicados en 1802, demostraron que cuatro meteoritos rocosos tenían composiciones y estructuras diferentes a cualquier roca terrestre. Howard también midió un elevado contenido en níquel en tres meteoritos metálicos y en uno metalorrocoso, revelando que el metal era distinto al fundido a partir de mena.
Pero hubo que esperar a 1803 para que la comunidad científica europea se convenciese plenamente de aquello que ya Plinio afirmaba con total seguridad. Y es que aquel año una lluvia de meteoritos acribilló la población francesa de L' Aigle con unas 3.000 piedras.
Aquello avivó el interés científico por los meteoritos. El naturalista inglés James Sowerby reunió en su museo personal una colección que incluía el meteorito de Wold Cottage. Tal era su fascinación que a partir del fragmento de un meteorito metálico hallado en Sudáfrica mandó forjar una espada para el zar Alejandro I de Rusia en conmemoración de la derrota napoleónica de 1814. La inscripción que hizo grabar en la hoja comienza así: «Este hierro, caído de los Cielos…».
Mark Thiessen
Joyas espaciales
Dos cuentas de hierro halladas en un túmulo funerario de Illinois, hoy custodiadas en el Museo Nacional de Historia Natural de la Smithsonian Institution, se exponen sobre una sección pulida del meteorito a partir del cual las confeccionaron los antiguos pueblos de la cultura hopewell. El crecimiento de los cristales de hierro-níquel, que adopta una estructura como entretejida típica de los meteoritos metálicos (llamada Widmanstätten), es fruto del lento enfriamiento que sufre el núcleo de un cuerpo planetario.
METAL RARO, OBJETOS PRECIOSOS
Conocedores o node su procedencia, los pueblos antiguos valoraban el hierro meteorítico. El cobre, la plata y el oro son metales que existen como tales, pueden extraerse de las minas y trabajarse, pero en la Tierra el hierro casi siempre aparece unido a otros elementos, como el oxígeno, formando parte de unos minerales llamados menas.
Los objetos más antiguos fabricados con metal espacial de los que tenemos noticia eran ornamentos, como las cuentas de Gerzeh, algunas de las cuales estaban ensartadas con oro y piedras semipreciosas como lapislázuli, cornalina y ágata.
«Al principio el hierro meteorítico se usaba para confeccionar artículos preciosos, abalorios y figuras representativas [objetos ceremoniales], porque era muy exótico –dice Katja Broschat, restauradora del Centro Leibniz de Arqueología de Maguncia, en Alemania–. Pasó un tiempo hasta que la técnica de fabricación alcanzó los niveles de pericia necesarios para producir armas o herramientas».
Para cuando se fabricó la daga de Tutankamón, en el Bronce Tardío, los artesanos ya sabían esmerilar y pulimentar el metal meteorítico hasta convertirlo en una hoja fina. «Es superafilada», señala Broschat, que ha estudiado la pieza.
Presenta una empuñadura de oro con incrustaciones de piedras y vidrios, pomo de cristal de roca y vaina de oro con elaborados motivos. Hallada entre las vendas del muslo derecho de la momia, era «algo que necesitaría en el más allá para luchar contra los demonios o contra cualquier peligro de la otra vida –dice Almansa Villatoro–. Y también es un signo de estatus».
La daga de Tutankamón es uno de los objetos de su género elaborados con mayor pericia, pero en otros puntos de la región, y del mundo, han aparecido vestigios de que las culturas antiguas utilizaban hierro meteorítico. En una tumba real de Alacahöyük, en Turquía, se ha identificado una daga de hierro, probablemente meteorítico, mil años anterior a la de Tutankamón.
En China, las tumbas de dos hombres, quizás hermanos, que rigieron el Estado de Guo en el siglo VIII o IX a.C. contenían un cuchillo y un arma de asta llamada ge, en ambos casos con la hoja de hierro meteorítico. Lo más probable es que fueran armas ceremoniales, como otras piezas coetáneas con hoja de jade, dice Kunlong Chen, profesor de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Beijing.
La Smithsonian Institution adquirió en 1934 dos piezas parecidas, un ge y un hacha ancha con filos de hierro meteorítico, al parecer procedentes de la provincia de Henan, donde hay varios yacimientos de la dinastía Zhou. El hacha se fabricó probablemente durante la dinastía Shang, anterior a la Zhou, y es posible que se legase de generación en generación como una preciada herencia. Este tipo de armas estaban en uso en la época en que el Estado de Zhou derrocó a los reyes Shang e instauró el Mandato del Cielo, la filosofía según la cual el rey gobernaba por decreto divino.
¿Sabían aquellos dirigentes que las armas estaban hechas de metal celeste? No se han descubierto referencias contemporáneas a meteoritos, pero los textos chinos sí aluden a eclipses y cometas. «Por entonces la astronomía ya estaba bastante desarrollada –afirma Keith Wilson, conservador del Museo Nacional de Arte Asiático de la Smithsonian Institution–. Por eso consideramos muy posible que existiese una suerte de astrónomos de la corte dedicados a observar el firmamento».
En América del Norte se han hallado decenas de cuentas, orejeras, hojas cortantes y otros objetos de hierro meteorítico en los túmulos funerarios de la cultura Hopewell, una vasta red de pueblos que trocaban materiales exóticos. Buena parte de esas piezas aparecieron en distintos yacimientos de Ohio, pero en concreto 22 cuentas tubulares que en su día estuvieron engarzadas con conchas se encontraron en un enterramiento de hacia el año 300 a.C. en las inmediaciones de la actual población de Havana, en Illinois. Un equipo de investigadores concluyó que aquellas cuentas estaban hechas con hierro procedente de una lluvia de meteoritos caída unos 650 kilómetros más al norte, cerca de lo que hoy es Anoka, en Minnesota. El metal en bruto del meteorito de Anoka probablemente llegó por trueque hasta el centro de Havana, donde se transformó en cuentas.
A falta de registros escritos, es imposible saber si aquellos pueblos entendían que el metal procedía del cielo. «Conocemos bien su cultura material –dice Tim McCoy, geólogo del Museo Nacional de Historia Natural de la Smithsonian Institution–. Y bastante poco sus sistemas de creencias».
En otros lugares, los propios meteoritos aportan pistas sobre las interacciones de los humanos con el metal extraterrestre. En Argentina, a aproximadamente 800 kilómetros al noroeste de Buenos Aires, una lluvia de meteoritos metálicos dejó hace unos 4.500 años un campo de cráteres de impacto. En el siglo XVI el gobernador español de la provincia de Tucumán oyó hablar a los indígenas de trozos de metal caídos del cielo.
Conducidos por guías, los soldados españoles llegaron hasta el lugar, que por lo visto los indígenas denominaban Piguem Nonraltá («Campo del Cielo»). Encontraron un gran bloque de hierro, pero se negaron a creer la explicación de que había caído del cielo. Las crónicas españolas cuentan que los indígenas fabricaban armas con aquel hierro, pero no se conserva ninguna.
En Campo del Cielo hay al menos 26 cráteres de impacto. En la zona se han recuperado más de 100 toneladas de hierro, incluidos dos de los fragmentos de meteorito más grandes del mundo. Investigadores de la Universidad Nacional de La Plata han indagado si los relatos indígenas sobre grandes cataclismos podrían ser descripciones de aquel impacto. Pese a no hallar una relación irrefutable, sí observan que algunas de esas historias hablan de fuego o de rocas que caen del cielo. También concluyen que la lluvia de meteoritos «tuvo una magnitud tal que debió de marcar profundamente a las culturas de la zona».
EN BUSCA DE METAL METEORÍTICO
Es complicado desentrañar hasta qué punto se utilizaba el metal celeste. Los registros arqueológicos consignan cientos de objetos de hierro procedentes de yacimientos de la Edad del Bronce, pero la mayoría no se han analizado, y muchos no son más que trocitos de metal oxidado, restos de objetos que pudieron ser alfileres o anillos.
«Es un escándalo que se haya desenterrado tanto y se haya analizado tan poco», se lamenta el arqueólogo del Instituto de Chipre Thilo Rehren. Como muchos colegas suyos, su interés en discriminar entre hierro meteorítico y hierro fundido no es necesariamente para descubrir metal celeste, sino para averiguar cómo y dónde empezó la Edad del Hierro.
Las civilizaciones de Asia occidental y el Cáucaso empezaron a fabricar bronce ya en el IV milenio a.C., pero la mayoría de los expertos creen que los humanos no dominaron la separación del hierro de la mena hasta finales del II milenio a.C. La siderurgia requiere generar temperaturas que rondan los 1.200 grados.
«Cuando empiezas a producir hierro fundido, inauguras un gran negocio porque puedes fabricar armas a bajo coste –explica el geoquímico Albert Jambon, profesor emérito de la Universidad de la Sorbona, en París–. Es el advenimiento de una economía nueva». Jambon ha dedicado los últimos 12 años a localizar y analizar objetos de hierro de la Edad del Bronce. Sus investigaciones lo llevaron a Alepo, en Siria, donde examinó un colgante esférico de hierro hallado en una tumba de 2300 a.C. de la ciudad de Umm el-Marra. Formaba parte del ajuar funerario de una mujer, que incluía cuentas de oro y piedra y una talla de lapislázuli en forma de cabra, todo lo cual pudo haber adornado un mismo collar. El museo de Alepo también custodiaba una cabeza de hacha de cobre con hoja de hierro, datada en torno a 1400 a.C. y hallada en las ruinas de la ciudad portuaria de Ugarit.
Jambon estudió la composición química de las piezas con un analizador portátil de fluorescencia de rayos X. El análisis lo condujo a concluir que ambos objetos son de origen meteorítico.
Conocí a Jambon en Nicosia, capital de Chipre, donde estaba estudiando la extensa colección de piezas arqueológicas de hierro de la isla, datadas de hacia 1200 a.C. Su origen es algo misterioso, ya que en Chipre no hay las típicas menas de hierro, como son la magnetita y el hematites.
En un polvoriento almacén del Museo de Chipre, Jambon utilizó su analizador portátil y una lupa pequeña para examinar decenas de piezas de hierro. «Oh là là –murmuró al ver la primera, la punta de una hoz–. C'est vraiment bien».
Por grande que fuese su emoción, lo más probable era que aquellos objetos no llegasen a exponerse. El hierro se oxida en contacto con el oxígeno, a diferencia del bronce, que crea una pátina verde, o del oro, que es inoxidable. Al lado de tesoros bien conservados, el metal corroído desmerece. Y ninguna de las piezas estaba fabricada con metal meteorítico, o eso parecía. La mayoría eran cuchillos, pero un anillo helicoidal y un broche ofrecían un atinado recordatorio de que el hierro seguía considerándose un metal precioso incluso cuando ya se dominaba su fundición.
INTERPRETAR TEXTOS ANTIGUOS
Los objetos que podrían ayudarnos a resolver el rompecabezas de los orígenes de la Edad del Hierro se corroen día a día, pero al mismo tiempo seguimos descubriendo nuevas pistas sobre el hierro en los textos antiguos.
Entre los siglos XX y XVIII a.C., la antigua ciudad-Estado asiria de Assur, en el actual Iraq, estableció colonias comerciales en lo que hoy es Turquía. Unas 20.000 tablillas cuneiformes halladas en Kültepe-Kanesh, el principal puesto de avanzada, revelan detalles de aquel comercio. Los registros incluyen múltiples términos relacionados con el hierro, como la palabra acadia parzillum, que también se utilizaría en períodos posteriores. Uno de los más comunes, sin embargo, es el vocablo amūtum, representado con signos cuneiformes que pueden significar «metal» y «cielo».
No queda claro si el término se refiere expresamente al hierro meteorítico o si denota sin más un tipo concreto de metal. «Sea lo que fuere, tiene un precio prohibitivo», apunta Gojko Barjamovic, asiriólogo de la Universidad Harvard. Los registros de Kültepe-Kanesh muestran que este metal celeste se cotizaba hasta 40 veces por encima de la plata.
La lluvia de meteoritos «tuvo una magnitud tal que debió de marcar profundamente a las culturas de la zona».
Parzillum vuelve a aparecer en dos tablillas cuneiformes enviadas a Egipto en el siglo XIV a.C. Entre las 382 halladas en la antigua capital egipcia de Amarna, las tablillas describen tres dagas con hoja de hierro, así como brazaletes de hierro y una maza de hierro chapada en oro.
Dichos objetos figuran en listas de obsequios enviados por Tushratta, rey de Mitanni, en las actuales Siria y Turquía, al faraón egipcio Amenhotep III. Se cree que Tutankamón era nieto de Amenhotep III, lo que ha llevado a algunos expertos a postular que la daga de hierro de Tutankamón podría ser una de las mencionadas en las listas, quizá legada con el caudal hereditario.
Owen Freeman
Daga celeste
Un sacerdote con máscara de Anubis, el dios de la momificación, coloca un cuchillo de hierro meteorítico sobre Tutankamón. Protección para el peligroso viaje al más allá, el arma podría serle útil en caso de tener que enfrentarse a Apep, la serpiente gigante. Es posible que los antiguos egipcios supiesen que los meteoritos caían del cielo e incorporasen ese conocimiento a sus creencias religiosas.
En los registros del Imperio hitita, que hacia el siglo XIV a.C. llegó a ser la potencia dominante en gran parte de las actuales Turquía y Siria, aparecen más términos relacionados con el hierro: «hierro bueno», «hierro negro» y, posiblemente, «hierro blanco», aparentemente para distinguir variantes. Un ritual recogido en varios textos describe a los dioses construyendo un templo. En una de las versiones se dice: «Trajeron hierro negro del cielo», una posible referencia a la costra negra que cubre los meteoritos después de atravesar la atmósfera.
«Detalles como este a todas luces revelan que seguramente conocían su origen celeste», afirma Mark Weeden, estudioso de los textos hititas del University College de Londres.
Los inventarios hititas mencionan cientos de objetos de hierro, entre ellos hojas de corte, joyas, estatuillas y un recipiente de 30 kilos. La cantidad de hierro plasmada en estos textos, así como las descripciones de personas trabajándolo, han llevado a algunos expertos a concluir que los hititas podrían haber desarrollado ya la fundición de hierro. Pero en los yacimientos hititas solo se han hallado veintitantos objetos de hierro oxidado, que además no se han sometido a análisis para determinar si son o no meteoríticos, por lo que el grado de desarrollo de la siderurgia en aquel momento continúa siendo un misterio.
Sandro Vannini. Fondo: Owen Freeman
Digna de un rey
La daga de hierro de Tutankamón destaca por su magnífica factura. El arqueólogo Howard Carter, al frente de la excavación de la tumba, la describió como «muy afilada». La empuñadura de oro está decorada con incrustaciones de vidrio y piedras semipreciosas de colores, además de fragmentos de oro utilizados para crear filigranas y motivos granulados. El pomo está tallado en cristal de roca, una variedad de cuarzo. Los investigadores que han estudiado la daga creen que la empuñadura puede no ser la original, ya que la espiga de la hoja no encaja a ras del mango. Es una de las dos dagas descubiertas en la momia del faraón, lo que significa que este utensilio de hierro era un objeto muy valorado.
EL ORDEN NATURAL DE LAS COSAS
En el Museo Egipcio de El Cairo admiré dos objetos de hierro hallados junto a los restos momificados de Tutankamón, cuyo origen meteorítico acababa de confirmarse. Uno es un colgante del Ojo de Horus que pende de un brazalete de aleación de oro, descubierto dentro del vendaje en el lado derecho de la caja torácica del faraón. Este símbolo es uno de los más reconocibles del antiguo Egipto, no en vano se utilizó de forma ininterrumpida durante más de 2.000 años. Deriva de una saga egipcia sobre la lucha entre Horus, dios del orden, y Seth, dios del caos. Seth arranca un ojo a Horus, que más tarde lo recupera. El símbolo representa el retorno al estado natural de las cosas.
El otro es un pequeño amuleto con forma de reposacabezas, como los de madera sobre los que dormían los egipcios. Se encontró en la parte posterior de la máscara funeraria de Tutankamón. Estos amuletos eran símbolos de renacimiento. Una cabeza redonda sobre un reposacabezas curvo evocaba al sol naciente, Ra, al que la diosa celeste Nut paría cada mañana y engullía cada noche.
Me pregunté si las personas que fabricaban aquellos talismanes sabían de dónde procedía la materia prima que trabajaban. Mientras limaba las rayas de la ceja de Horus, ¿cavilaría el artesano sobre el viaje de aquel metal desde el reino de los dioses hasta sus manos? Al dar forma a aquel trocito de hierro para representar un reposacabezas, ¿vería en él el herrero el gran recipiente del cielo?
Paolo Verzone
Récord mundial
El meteorito Hoba, que debe su nombre a la granja de las afueras de Grootfontein, en Namibia, donde fue hallado, es el mayor del mundo. Con un peso estimado de más de 60 toneladas, sigue en el lugar donde cayó hace menos de 80.000 años, según la datación por radioisótopos. Hoy se encuentra rodeado por un mirador escalonado.
Nunca lo sabremos, pero sí nos consta que las descripciones del metal celeste perdurarían miles de años en los escritos egipcios. Los conjuros funerarios de los Textos de las Pirámides dieron paso a los Textos de los Ataúdes, pintados en los féretros tanto por dentro como por fuera. «Conozco el Campo de Juncos de Ra –reza una línea que se repite en varios ataúdes, refiriéndose a una región del cielo–. La tapia que lo rodea es de hierro».
En el siglo XIII a.C. empezó a usarse una forma más directa de escribir «metal del cielo». Por entonces los conjuros funerarios se consignaban sobre papiro: lo que hoy llamamos Libro de los Muertos.
Uno de ellos describe una gran red de pesca, una barrera que los difuntos debían sortear en su viaje al más allá. «¿Sabes que conozco el nombre de sus pesos? –salmodia el Libro de los Muertos–. Es el hierro que hay en medio del cielo».
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Jay Bennett es redactor científico sénior de National Geographic. Owen Freeman es ilustrador, artista conceptual y profesor. Este es el quinto reportaje que el fotógrafo Paolo Verzone hace para la revista.
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Este artículo pertenece al número de Junio de 2023 de la revista National Geographic.