Foto: Javier Corso; Oak Stories
«Seremos los últimos. Cuando nos retiremos, nadie ocupará nuestro lugar».
Haruo Endo, líder espiritual de un grupo de cazadores matagi en Oguni, en la prefectura de Yamagata, ha tomado la palabra. El resto escucha con atención. «Esto se acaba en nuestra generación», sentencia. Un tenso silencio se apodera de los ancianos allí presentes, quienes fijan su mirada en el suelo y asienten, taciturnos. Solo el calor del fuego reconforta los corazones en la fría noche primaveral. Un fuerte olor a guiso impregna la bulliciosa estancia. Apenas media docena de hombres se han reunido en la pequeña cabaña de Takeshi Sato, apodado «el Capitán». En sus arrugados rostros se percibe una mezcla de tristeza y resignación, conscientes de que no pueden ganar la batalla contra el tiempo.
Los matagi son cazadores tradicionales, cuyos orígenes se remontan al siglo XVI, que viven en pequeños pueblos en los altiplanos del norte de Japón. Cada comunidad tiene sus propias características, pero todos ellos, herederos de un legado transmitido oralmente de padres a hijos, comparten unos códigos de conducta y una cosmovisión según la cual se consideran guardianes del equilibrio natural. Un reducto cultural, desconocido incluso por el resto de los japoneses, que actualmente se encuentra en peligro de extinción.
Foto: Javier Corso; Oak Stories
Una de las principales causas de su más que probable desaparición es el éxodo rural de los jóvenes, un fenómeno demográfico común en todo el mundo. Tomeo Abe, uno de los cazadores más veteranos, se sirve otra ración de carne de oso y masculla: «Los jóvenes de hoy reniegan de todo aquello que infunda temor o requiera esfuerzos. Cuando recorremos la montaña durante una semana sin tener éxito, suelen abandonar y nunca vuelven». La escasez de sucesores se evidencia al analizar el envejecimiento de la población. Según datos del propio Gobierno, más del 20 % supera los 65 años –con una media de edad de 48,5, es la segunda más alta del mundo, por detrás de Mónaco–, y la previsión es que en las próximas cuatro décadas el país pierda hasta un tercio de sus habitantes debido a la baja natalidad. Las prefecturas de Aomori, Iwate, Akita y Yamagata son las más afectadas: en ellas puede llegar a desaparecer hasta un 80 % de los municipios que hay actualmente. Y precisamente en ellas es donde viven las comunidades matagi.
El hogar original de esta subcultura, según afirman los locales, es la aldea de Ani, o Animatagi, en la prefectura de Akita. Los matagi conforman un pueblo heterogéneo que vive disperso por toda la región de Tōhoku, en Honshū, la principal isla de Japón. Sin embargo, resulta prácticamente imposible ubicarlos a todos en un mapa, y mucho menos llevar un registro preciso de las comunidades, solo meras estimaciones de su ocaso.
Foto: Javier Corso; Oak Stories
El trayecto entre Oguni y Ani alterna tramos de costa y de campiña, que transportan a un Japón reminiscente de la época en la que los daimios ostentaban el poder y los samuráis lo encarnaban. Aldeas repletas de residencias minka con tejados curvos y negros, custodiados por cerezos en flor. Escenarios que, inevitablemente, invitan a reflexionar sobre los orígenes históricos de los matagi.
A mediados del siglo XVI, durante el período Sengoku, Japón se hallaba inmerso en una larga y cruenta guerra civil. Como en todo conflicto bélico, la escasez de alimentos y de materias primas acabó siendo un problema grave e ineludible. En este contexto convergieron los factores propicios para que la caza se convirtiese en una actividad económica y un método de subsistencia de vital importancia. Los habitantes de las zonas rurales se empezaron a adentrar en las montañas para cazar –sobre todo en invierno, cuando la agricultura se tornaba impracticable– y suplir así la demanda de carne y pieles. Se cree que fue entonces cuando en las regiones montañosas del norte de Honshū nació la subcultura de los matagi.
Foto: Javier Corso; Oak Stories
Tras un largo y oscuro túnel, un manto de nieve y una densa neblina anuncian la llegada a la prefectura de Akita. Hideo Suzuki, afable y risueño líder de la comunidad de Ani, ejerce de anfitrión; su casa, que bien podría ser un museo, reúne reliquias y artilugios matagi que vienen empleando él y sus antepasados desde hace más de nueve generaciones, aunque actualmente la mayoría está en desuso.
En 2011 se produce un suceso que supone el último clavo en el ataúd para estas comunidades ya en declive: el accidente nuclear de Fukushima. Debido al riesgo inherente de que los animales salvajes estuvieran contaminados por radiactividad, el Gobierno prohibió el consumo y la venta de su carne durante casi cinco años. Durante ese período los matagi abandonaron –muchos de forma definitiva– la que ha sido su principal actividad durante cinco siglos. Cazar un animal para transportar su cuerpo al incinerador les genera no solo una sensación de vacío, sino también una disyuntiva que va en contra de su credo: dar muerte para conservar la vida.
Foto: Javier Corso; Oak Stories
Desde entonces, Hideo compagina la caza esporádica con su trabajo como guía turístico rural; también es miembro de la asociación local de protección forestal y lleva a cabo labores de mantenimiento del espacio natural: «Paso más de 20 días al mes en la montaña, y aún siento que ella me mantiene vivo». Tras servirse una taza de té, reconoce sin excesivo convencimiento que tal vez el cambio haya sido para mejor, pues el estilo de vida matagi no tiene futuro: «Siempre digo a los jóvenes que no vengan, tienen que dar prioridad a su vida y trabajo diario». De forma casi reverencial dispone sobre el tatami algunas fotos antiguas mientras relata con orgullo: «Antaño íbamos a cazar en grupos de 20 o 30 personas armados con lanzas y armas de fuego rudimentarias. Rezábamos antes de entrar en el sagrado reino de la montaña y pasábamos horas escuchando, aguardando, en busca del más mínimo signo perceptible de que el oso negro estaba cerca». En aquella época acababa de cursar la enseñanza obligatoria, y ni siquiera portaba un arma. Como los otros seko, su papel era alzar la voz en el momento adecuado para conducir al oso al lugar en el que debía ser rodeado y abatido por cazadores más veteranos: «De un solo golpe y sin hacer sufrir a la presa. Así es como me educó mi abuelo». El venerable anciano finaliza su historia llevándose a los labios un casquillo de bala y silbando con fuerza. Una muestra de cómo se comunicaban entre sí los matagi en las cordilleras nevadas cuando aún no empleaban radiotransmisores ni rifles modernos, instrumentos que fueron adoptando paulatinamente a partir de la Segunda Guerra Mundial.
Tradición y modernidad conviven en frágil armonía en el Japón del siglo XXI. Dos caras de una misma moneda que interesan especialmente al antropólogo estadounidense Scott Schnell, uno de los mayores expertos del mundo en estas comunidades. Se hospeda en una posada al pie de las montañas nevadas de Oguni, un lugar que le es de sobra conocido tras haber visitado el país en más de treinta ocasiones.
Foto: Javier Corso; Oak Stories
«Obviamente, no son como los cazadores tradicionales de hace 40 o 50 años», dice Schnell. Han evolucionado en diversos aspectos, pero aún conservan muchos ideales y costumbres que los diferencian de los cazadores modernos o deportivos. Su rasgo más característico es la relación íntima que mantienen con el entorno natural que los rodea, al cual otorgan conciencia propia, y la veneración de la figura que personifica esa naturaleza: Yama-no-Kami, la diosa de la montaña. Estas comunidades consideran que en los dominios de la deidad deben comportarse de forma responsable y consecuente para no incurrir en su ira. Del mismo modo que concede privilegios permitiéndoles alimentarse con todo lo que la montaña ofrece, la diosa exige a cambio seguir un estricto código de conducta. En esencia, pueden cazar porque ella se lo permite, afirma el profesor Schnell: «Los matagi sienten que su supervivencia depende de Yama-no-Kami. Esa es la razón por la que no toman más de lo que necesitan, y por tanto, lo que los distingue del resto». Sin embargo, existe un debate abierto sobre cuánto interferirá el progreso tecnológico en su sistema de creencias. «Con el tiempo eso puede suceder –añade el antropólogo–, pero hasta ahora han logrado mantener su conciencia y responsabilidad».
Una de las demandas que impone la deidad a sus cazadores se traduce en distintos tabús que desde hace siglos recaen sobre las mujeres de la comunidad. La diosa de la montaña es descrita –de forma recurrente en el sintoísmo– como una vieja y maliciosa bruja, hecho que le genera una virulenta aversión y envidia hacia el resto de las mujeres. Por este motivo, nunca se ha permitido la presencia del sexo femenino en territorio sagrado. No obstante, la apremiante necesidad de perpetuar su legado ha empujado a algunos de estos cazadores en peligro de extinción a renegociar su acuerdo tácito con Yama-no-Kami y a considerar la inclusión de algunas mujeres. «Nos encontramos en un momento interesante, quizás un punto de inflexión en su historia –defiende Schnell–. Un sistema de creencias que se adapta a un cambio social. ¿No sería genial que otras religiones pudieran hacer lo mismo?». Tras pronunciar estas palabras, abandona la incómoda postura seiza que dicta la formalidad japonesa para continuar la conversación de forma más distendida.
Foto: Javier Corso; Oak Stories
El estadounidense discurre en voz alta acerca de las prácticas o los conceptos que pueden enseñarnos los matagi: «Sabemos desde hace tiempo que estamos a punto de destruir numerosas especies, incluida la nuestra. Más ciencia o educación no van a servir de mucho; lo que nos falta es el sentimiento, la emoción que se obtiene al creer y comportarse como si realmente hubiera una diosa de la montaña».
Moralidad y ética son cuestiones imposibles de eludir cuando se aborda el tema de la caza. Los matagi han recibido muchas críticas por parte de sectores animalistas, ya que su principal presa es el oso negro japonés, una subespecie catalogada como vulnerable por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).
No obstante, el informe más reciente elaborado por esta organización muestra que, pese a la tendencia global, Japón es una de las pocas excepciones en las que las poblaciones de la especie (el oso negro asiático) son estables o incluso aumentan.
Foto: Javier Corso; Oak Stories
Sobre este asunto profundiza el profesor Hiromi Taguchi, quien imparte clases de Antropología y Estudios Ambientales en la Universidad de Arte y Diseño de Tōhoku (UADT): «En Tokio la gente vive como si fueran cazadores-recolectores, pero protegidos dentro de la estructura espacial de una ciudad». Tras una pausa intencionadamente larga, propia de quien medita y elige bien sus palabras, añade: «Matamos al ganado, pero no a los animales salvajes. Nuestra sociedad funciona así».
La simple dicotomía entre caza o conservación se torna más compleja cuando la frontera entre naturaleza y urbe se desdibuja. Según datos del Ministerio de Medio Ambiente japonés, entre 2008 y 2016 hubo 764 víctimas fruto de encuentros con animales salvajes, incluidas 12 muertes. Para entender mejor el contexto actual, y el papel que los matagi desempeñan en él, el profesor recomienda visitar estas comunidades y conocer su estilo de vida de primera mano. «Coexisten con el oso, por lo que no permitirán que se extinga. Cuando los matagi desaparezcan, probablemente también lo haga el animal», sentencia. Llegado el inexorable final, solo el tiempo determinará si los matagi fueron una comunidad romantizada o, por el contrario, los guardianes del equilibrio natural.
Hiroko Ebihara, la primera mujer matagi, es una joven que decidió aceptar el consejo del profesor Taguchi y explorar el mundo rural. «Fue él quien me introdujo en esta región y entre su gente hace casi una década», asegura. Nació y creció en Kumamoto (que casualmente en japonés significa «origen del oso»), en la isla de Kyushu, en el otro extremo del país. Pintar y dibujar eran sus mayores aficiones, por lo que se trasladó a Yamagata para estudiar en la UADT, donde conoció a Taguchi. Por entonces realizaba obras de estilo japonés, principalmente de animales, que de algún modo sentía inanimadas: «En el zoológico no podía captar su verdadera esencia, necesitaba comprender cómo viven y se comportan en su hábitat. Quería experimentar la auténtica naturaleza». Fascinada por el estilo de vida de la comunidad matagi, comenzó a frecuentar la villa de Oguni. Se inició entonces un lento proceso en el que los cazadores, transgrediendo una tradición secular en pos de su supervivencia cultural, introdujeron a Hiroko de forma progresiva, tanteando las posibles represalias divinas, hasta que finalmente la joven fue aceptada e instruida. «Tras convertirme en una más, me revelaron que yo era la primera mujer matagi. Cada vez soy más consciente de lo que eso significa», confiesa.
Eludiendo todo tipo de protagonismo, sugiere una reunión con su mentor, Saito Shigemi, quien lleva practicando el estilo de vida matagi más de 50 años: «Antaño nos referíamos a nosotros mismos como yamando, que significa “hombre de montaña”, o teppo-uchi, “cazador con arma de fuego”». Con un sutil gesto nos invita a entrar en el santuario donde veneran a la diosa, en la falda de la montaña, mientras añade: «Cuando el profesor Taguchi nos visitó por primera vez, hace unos 35 años, nos explicó que los matagi de Akita habían importado la caza tradicional a esta región. Desde entonces usamos el término matagi».
Maestro y discípula realizan en perfecta sincronía una oración, señal de que la partida de caza ha comenzado. Con poco más que un arma al hombro, emprenden un exigente ascenso por las laderas nevadas. A media expedición, Hiroko admite que nunca tuvo la intención de convertirse en matagi, de hecho, al principio apenas tenía conocimiento sobre su cultura: «Cuando los acompañé por primera vez, ni siquiera sabía que las mujeres estaban excluidas de su mundo».
Tras alcanzar la cima de la montaña, la joven, considerada la mejor rastreadora del grupo, hace un barrido de reconocimiento. Avista al oso negro en un valle cercano e informa por radio al resto de los escuadrones. Hiroko y Shigemi intercambian una sonrisa cómplice, la que solo pueden compartir aquellos a quienes las circunstancias de la vida y el destino han unido, tardíamente, como padre e hija adoptiva.
El fotógrafo Javier Corso, Explorador de National Geographic, es fundador y director de OAK STORIES, agencia y productora documental, de la que Alex Rodal es jefe de investigación. El proyecto sobre los matagi ha recibido el apoyo de la Sociedad, en el marco del programa de Exploradores de National Geographic.