Sus fotos suelen aparecer juntas, enmarcando el principio y el momento actual de la larga campaña que han llevado a cabo unos jóvenes empeñados en que los adultos den pasos significativos en la lucha contra el cambio climático. Greta Thunberg, la activista adolescente sueca, es la última niña que ha dado la voz de alarma. Pero la canadiense Severn Cullis-Suzuki, hija de un científico medioambiental de Vancouver, fue la primera.

En 1992, cuando tenía 12 años, Severn asistió con otros tres jóvenes activistas a la cumbre del clima que celebraba la ONU en Río de Janeiro. La explicación científica del calentamiento global empezaba a hallar eco. Hacía solo cuatro años que la ONU había creado el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), convertido hoy en la principal au­­toridad en materia de climatología, y los líderes mundiales no estaban acostumbrados a que unos niños les leyesen la cartilla.

«Nuestra generación está transformando la crisis climática en el momento más unificador de la historia de la humanidad», Xiuhtezcatl Martinez

Severn se convirtió en «la niña que enmudeció al mundo du­­rante seis minutos», sentando el precedente sobre el que jóvenes activistas han expresado, con esa visión clara que solo está al alcance de los niños, su sensación de que la catástrofe está a la vuelta de la esquina. «Deben hacer las cosas de otro modo –dijo Severn–. Perder mi futuro no es lo mismo que perder unas elecciones o unos cuantos puntos en el mercado bursátil».

Cuando el pasado mes de septiembre Greta tomó la palabra en Nueva York para regañar a los participantes de una nueva cumbre del clima de la ONU, las semejanzas saltaban a la vista. No estaría injustificado afirmar que en los 27 años transcurridos entre ambas intervenciones nada se ha hecho para evitar la amenaza que se cierne sobre la existencia misma de la humanidad.

Y, sin embargo, han sido muchos los cambios que por fin podrían mover a la acción. El aumento acelerado tanto del número como de la intensidad de unas catástrofes que hace tres décadas eran invisibles ha concentrado la atención mundial en lo que nos jugamos. Es revelador que la población que habrá de vivir con las consecuencias se echase a las calles el año pasado para protagonizar algunas de las mayores manifestaciones en favor del medio ambiente que se han dado en la historia.

«Creo firmemente en un mundo sin residuos y más verde. Únete a nosotros. Actúa. Hazlo por tus hijos y tus nietos», Ghislain Irakoze

Los jóvenes, por su fuerza numérica y por el poder organizador de las redes sociales, están bien posicionados para provocar la acción. En el mundo hay más de 3.000 millones de menores de 25 años, dos quintas partes de la población total. Las manifestaciones de la juventud, además, se han ampliado hasta formar un movimiento que integra un gran abanico de causas sociales –como la justicia racial y el control de las armas de fuego–, comparable al activismo social que a finales de los años sesenta agitaba países en todo el mundo.

Millones de niños se han hecho mayores viendo cómo se funden los mantos de hielo y se elevan las temperaturas, y están hartos de esperar a que los dirigentes de los Gobiernos hagan algo al respecto. «La guerra de Vietnam fue el desencadenante que radicalizó a toda una generación –dice Stephen Zunes, profesor de la Universidad de San Francisco–. Esta vez el catalizador será el clima».

Delaney Reynolds tiene 20 años y vive en Florida, una de las zonas más vulnerables al cambio climático. Se confiesa cada vez más frustrada ante la inacción política. «Muchos de los adultos que hoy están en el poder se preocupan demasiado del dinero y los beneficios –dice–. En cuanto podamos sacarlos del sillón, lo haremos». Alumna de la Universidad de Miami, Reynolds fundó la organización Sink or Swim Project y empezó a educar a los floridenses sobre los riesgos que entraña el ascenso del nivel del mar, impartiendo cientos de charlas allí donde había un público receptivo. «Es increíble que los niños de preescolar entiendan que es un problema y los políticos no», afirma.

Felix Finkbeiner, activista alemán de 22 años, es otro veterano del movimiento juvenil en contra del cambio climático. Se sumó a la defensa del medio ambiente con nueve años tras ver unas fotos de osos polares famélicos que intentaban cazar mientras el hielo ártico desaparecía bajo sus patas. Quiso ayudar: plantó un árbol en su colegio. Hoy hace un doctorado en ecología climática y dirige la organización sin ánimo de lucro que fundó en 2007. Plant-for-the-Planet ha plantado ocho millones de árboles en 73 países y forma parte de una iniciativa mundial que se propone plantar un billón.

El pasado otoño Finkbeiner se reunió y compartió ideas con Lesein Mutunkei, un futbolista de 15 años de Nairobi que empezó a plantar un árbol por cada gol que marcaba en su deseo de colaborar con la restauración de los bosques de Kenya. La iniciativa tomó inercia cuando otros chicos se apuntaron a celebrar también sus logros de esta manera. «Si se te da bien la música y alcanzas determinado nivel, puedes plantar un árbol para celebrarlo. Si sacas un sobresaliente en el colegio, puedes plantar un árbol», dice.

«Las huelgas estudiantiles dan resultado en el mundo occidental. En la mayor parte del mundo tienen otros problemas. Si no tienen qué comer, ¿cómo van a hacer huelga?», Kehkashan Basu

Una de las iniciativas de más envergadura es la que está dirimiéndose en tribunales de todo el mundo, como los de Noruega y Pakistán, donde los jóvenes han recurrido a la vía judicial para lograr amparo climático. En un caso aún en curso, 21 jóvenes estadounidenses han demandado al Gobierno federal por su responsabilidad en la creación de un «sistema climático peligroso».

La última oleada de protestas en favor del clima empezó a gestarse hace unos años en Europa. Jóvenes activistas alemanes organizaron huelgas estudiantiles que atrajeron pocos manifestantes y escasa atención, pero contribuyeron a sentar los cimientos del movimiento que pondría en marcha la huelga escolar de Greta Thunberg en agos­­to de 2018, que luego se extendió por el mundo entero. La niña que se sentó sola a las puertas del Parlamento sueco ha cumplido 17 años convertida en el rostro de un movimiento global que ha organizado huelgas escolares en la mayoría de los países y en más de 7.000 ciudades. Cuando arribó a Nueva York tras cruzar el Atlántico a bordo de un velero de emisiones cero, el mundo ya la conocía por su nombre de pila.

Thunberg es clara y directa. No se enreda en los circunloquios típicos del discurso político. Cuando testificó ante el Congreso de Estados Unidos, presentó un informe del IPCC en vez de texto preparado. «No quiero que me escuchen a mí, quiero que escuchen a los científicos», dijo.

«Es increíble que los niños de preescolar entiendan que es un problema y los políticos no», Delaney Reynolds

Elizabeth Wilson, abogada de derechos humanos y profesora visitante de la Facultad de Derecho de Rutgers, en Nueva Jersey, ha asistido al afianzamiento de los jóvenes activistas. En su opinión, «es extraordinario hasta qué punto nos hemos autoconvencido de que vivimos en el mundo de la posverdad, hasta que llegan estos chicos y nos dicen: "Nosotros creemos en los datos. Creemos en la ciencia. Lo que nos estáis contando no es una realidad alternativa: es una mentira"». Resulta demoledor.

Es fácil olvidar que, por muy duchos que sean en la gestión de los medios y la organización táctica, gran parte de estos activistas son niños. Muchos luchan contra la ansiedad y la depresión. No dejan de pensar en los informes alarmantes: un análisis de 2018 en el que la ONU concluía que las emisiones de carbono han de reducirse casi a la mitad antes de 2030 si queremos que el calentamiento global no supere los 1,5 °C; la investigación de la Organización Meteorológica Mundial y la revista Nature, publicada a finales del año pasado, que advertía que si las temperaturas superan ese umbral, asistiremos al recrudecimiento de huracanes, inundaciones, sequías e incendios forestales, así como a catástrofes agrícolas que podrían afectar al suministro mundial de alimentos.

«No es difícil dar con niños convencidos de que no tendrán hijos porque el planeta será un caos para entonces –apunta Lise van Susteren, psiquiatra que ha estudiado cómo se enfrentan los jóvenes al cambio climático–. Es una época turbulenta para ser niño. Lo han visto con sus propios ojos. Han visto los incendios, los huracanes. Y no son tontos: están furiosos».

Alexandria Villaseñor, de 14 años, que desde diciembre de 2018 se salta las clases los viernes para manifestarse ante la sede neoyorquina de la ONU, y Jamie Margolin, de 18, fundadora del colectivo Zero Hour, describieron sus temores en un simposio celebrado el pasado otoño en la sede de Twitter, en Washington D.C. Villaseñor teme que cuando tenga edad de votar y pueda participar en la elección de líderes que actúen contra el cambio climático será demasiado tarde. Mar­­golin, residente en Seattle, describió episodios de desazón que la dejan postrada en la cama. «Para mí la ansiedad climática es una realidad», dijo.

«La nueva generación necesita ver cómo actuamos en momentos de crisis. ¿Nos llevamos las manos a la cabeza y nos ponemos a chillar? Necesitamos llevar a cabo actuaciones serenas, constantes y claras: así es como se forja la colaboración intergeneracional», Severn Cullis-Suzuki.

¿Triunfará por fin el movimiento? La historia no le augura grandes posibilidades. Los movimientos sociales en contra del malo de la película –un dictador, por ejemplo– suelen dar sus frutos. Pero es más difícil forzar a las sociedades a llevar a cabo cambios estructurales, que pueden prolongarse décadas. Reformar el sistema energético del mundo se antoja casi una labor de Sísifo.

«Las claves para lograr que un movimiento triunfe son sostenerlo en el tiempo y traducirlo a políticas públicas –afirma Kathleen Rogers, presidenta de la Earth Day Network (la red mundial del Día de la Tierra) y con una larga experiencia en el activismo medioambiental–. Si no lo transformas en poder político, se va muriendo».

En Europa, el activismo ha mudado el paisaje político con más facilidad que en Estados Unidos. «En Alemania hemos asistido a una transformación fundamental –asegura Finkbeiner–. El estamento político alemán en pleno ha comprendido que ya no se ganan elecciones sin políticas verdes».

«Los políticos quieren salir reelegidos, y para eso necesitan votos y dinero. Los activistas jóvenes no tenemos mucho dinero, pero sí un número enorme de jóvenes votantes que no se registran para ir a votar», Jerome Foster II

Severn Cullis-Suzuki tiene ahora 40 años y no teme que el movimiento por el clima se desinfle. «Lo que me llama la atención es que, mirando atrás, no hay duda de que en 1992 teníamos toda la razón del mundo. Río fue un éxito. Logramos que se sumaran todos los mandatarios –dice–. Pues bien, volvemos a estar en ese punto. La gente está concienciada. Ahora tenemos que traducirlo nada menos que en una revolución».

Cullis-Suzuki, licenciada en ecología, vive con su marido y sus dos hijos en Haida Gwaii, un archipiélago de la Columbia Británica. Está preparando una tesis en antropología lingüística, estudiando el idioma y la cultura de los haida, un pueblo indígena cuya gestión del entorno les ha permitido sobrevivir más de 10.000 años. Hace una pausa. ¿Es necesario que diga algo más?

Este artículo pertenece al número de Abril de 2020 de la revista National Geographic.