EN LOS ÚLTIMOS SIGLOS NOS HEMOS DEDICADO A EXCAVAR, TALAR, QUEMAR, PERFORAR, BOMBEAR, EXTRAER, FORJAR, COMBUSTIONAR, ENCENDER, LANZAR, CONDUCIR Y PILOTAR HASTA AÑADIR 2,4 BILLONES DE TONELADAS DE DIÓXIDO DE CARBONO A LA ATMÓSFERA.
Es la cantidad de CO2 que emitirían cada año 522.000 millones de coches, o lo que es lo mismo, 65 coches por cada persona viva hoy.
A 30 kilómetros de Reykjavík, en Islandia, en un valle solitario que se diría un paisaje lunar, Edda Aradóttir se empeña en devolverlo al lugar de donde vino. La cantidad de CO2 que retorna hoy al subsuelo es minúscula, pero en años venideros será mucho, muchísimo mayor. Con ello pretende revertir uno de los actos más trascendentales de la historia de la humanidad: la extracción de formidables volúmenes de carbono subterráneo en forma de combustibles fósiles, el alimento indispensable de la civilización moderna que hoy se ha convertido también en un veneno letal.
Davide Monteleone
La gigantesca central eléctrica de Drax, en el Reino Unido, cuyas torres de refrigeración son tan grandes que en su interior cabría el Big Ben de Londres, se encuentra en plena transición del carbón a los pellets de biomasa. Según su empresa matriz, con el tiempo la central de Yorkshire captará el CO2 emitido por sus chimeneas y lo enviará a gigantescos depósitos de almacenamiento bajo el mar del Norte. Pero los críticos se preguntan si quemar madera «renovable», procedente sobre todo de bosques de América del Norte, es mejor para el medio ambiente que quemar carbón.
Aradóttir no tiene mucho tiempo. Y nosotros tampoco. Los fenómenos meteorológicos extremos y las temperaturas récord producto del cambio climático ya están aquí. Y es prácticamente seguro que irán a peor.
En el interior de un iglú de aluminio construido sobre este suelo volcánico, Aradóttir –ingeniera química y de reservorios, y directora ejecutiva de la empresa islandesa Carbfix– me muestra cómo el CO2 capturado se mezcla con agua y se introduce en un complejo sistema de tuberías que descienden unos 750 metros. A esa profundidad, el dióxido de carbono disuelto se topa con basaltos porosos y genera un punteado de motas amarfiladas en la roca ígnea infrayacente.
Me pone en la mano un testigo de esa roca para que lo vea. Todas esas motas representan un objetivo simple pero increíblemente ambicioso. Y es que, por minúscula que sea, esta cantidad de CO2 –arrancado del aire, mineralizado y convertido en piedra– ya no está calentando nuestro planeta.
Otros científicos y emprendedores como Aradóttir están inmersos en proyectos audaces, y a veces polémicos, para eliminar dióxido de carbono del aire ambiental. En Arizona, un profesor de ingeniería me enseña su «árbol mecánico», del que dice que algún día logrará capturar y almacenar tanto CO2 como mil árboles naturales. En Australia, una eminente oceanógrafa me cuenta que la salvación radica en las algas, siempre y cuando fomentemos su crecimiento en gigantescos jardines acuáticos de kelp y wakame capaces de albergar miles de millones de toneladas de dióxido de carbono. En la cubierta de un edificio universitario de Zúrich, un inventor uruguayo me entrega un frasquito de combustible fabricado sin más ingredientes que aire y luz solar. Quizá sea el sistema de captura de carbono más prometedor que he conocido, pues sugiere la posibilidad de que algún día seamos capaces de aprovechar el carbono en un infinito ciclo virtuoso de energía con cero emisiones. Tal vez. Algún día.
Davide Monteleone
En esta imagen compuesta, una luz acoplada a un dron ilumina una cúpula geodésica de aluminio construida sobre un enorme campo de lava cerca de Reykjavík. En su interior, la empresa islandesa Carbfix convierte dióxido de carbono capturado en piedra, considerado el patrón oro del secuestro de CO2 al tratarse de un modo de almacenaje casi permanente.
Lo que tienen en común todos estos planes es que a largo plazo buscan aminorar una cifra que, según el consenso de los climatólogos, es clave para la salud del planeta. Y esa cifra es la concentración atmosférica de dióxido de carbono, que durante miles de años se había mantenido estable rondando las 280 partes por millón, hasta que a mediados del siglo XIX despegó la Revolución Industrial. Hoy esta cifra crítica se sitúa en unas 420 partes por millón. Dicho de otro modo, el porcentaje de CO2 en la atmósfera ha aumentado en torno a un 50 % desde 1850. Conforme aumenta, ese carbono añadido atrapa calor, lo cual provoca que la Tierra se caliente a niveles cada vez más peligrosos. Los defensores de la captura de carbono afirman que su labor –capturar el principal agente causante del cambio climático, a una escala vertiginosamente ampliada en las próximas décadas– contribuiría a rebajar esa cifra.
Davide Monteleone
Una plataforma marina llamada Transocean Enabler perfora pozos de inyección de más de dos kilómetros de profundidad bajo el mar del Norte, creando una red de depósitos submarinos capaces de absorber 1,5 millones de toneladas de CO2 al año, una cifra equivalente a las emisiones de unos 320.000 coches.
Pero hay otra cosa que todas esas iniciativas tienen en común, y es que para muchos de sus detractores la mera idea de absorber todo este carbono del aire nos distrae de una tarea infinitamente más acuciante: cortar de raíz las emisiones de dióxido de carbono.
Más de 500 grupos ecologistas, por poner un ejemplo, han firmado una petición en la que instan a los dirigentes estadounidenses y canadienses a «abandonar el peligroso y sucio mito de la CAC», o captura y almacenamiento de carbono, una de las formas de eliminación de carbono más importantes. La petición denuncia que el concepto es «una distracción peligrosa impulsada por los mismos grandes contaminadores que causaron la emergencia climática», en referencia a los gigantes del petróleo que han anunciado su intención de subirse al carro de la captura de carbono. Es indignante, claman los críticos, que precisamente quienes más culpa tienen de que el mundo se halle en este atolladero pretendan sacar tajada económica prometiendo que pueden arreglarlo.
El término «riesgo moral», el concepto de que la gente seguirá asumiendo riesgos mientras crea estar a salvo de las consecuencias, sale constantemente a colación en este debate. Si los gobernantes, por no hablar de los ciudadanos de a pie, empiezan a convencerse de que tal vez exista una solución mágica al dichoso problema del CO2, quizá dejen de preocuparse de que sigamos extrayendo petróleo, gas y carbón de la Tierra. Pero los defensores de la eliminación de carbono responden que necesitamos sí o sí hacer ambas cosas a la vez: reducir las emisiones futuras y revertir el impacto de lo que ya hemos emitido.
María Laura Babahekian
Kilo por kilo, el kelp y otras algas marinas retienen más CO2 que los árboles. La mexicana Camila Jaber, buceadora a pulmón, explora el inmenso bosque de kelp de la Tierra del Fuego argentina durante una expedición de 2022 destinada a averiguar si los bosques submarinos de macroalgas de la Patagonia pueden ampliarse de modo que conformen uno de los sumideros de carbono más importantes del planeta.
«Para mí está muy claro que esta es una solución al problema, aunque no la única –declara Aradóttir–. Dicho sin rodeos, vamos a tener que tirar por esta vía además de tomar todas las demás medidas que debemos implantar a nivel mundial para descarbonizar toda la energía que usamos».
O, como me dijo Matthew Warnken, presidente de la empresa australiana Corporate Carbon: «Todo el mundo me pregunta si es la panacea que curará el problema del cambio climático. Yo contesto que no, pero que sí es una medicina que lo aliviará en parte, y que nos va a hacer mucha falta».
Warnken se basa en las proyecciones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas, según las cuales cualquier plan realista para hacer frente a la emergencia climática debe incluir la eliminación de carbono a gran escala. Para impedir que la temperatura mundial supere el umbral crítico de los 1,5 °C respecto de los niveles preindustriales, es imprescindible alcanzar la neutralidad de carbono y, simultáneamente, eliminar hasta 12.000 millones de toneladas de CO2 al año antes de mediados de siglo.
Es un reto inconcebible, habida cuenta de que en un solo año nuestras emisiones de gases de efecto invernadero triplican esa cantidad.
Casi todo el secuestro de CO2 que tiene lugar en la actualidad es obra de la naturaleza y de métodos convencionales basados en ella, como la forestación del territorio y las prácticas agrícolas que mejoran la retención de carbono del suelo. De momento, las tecnologías punteras –como la planta de «captura directa del aire» que atrapa el dióxido de carbono que Carbfix inyecta en el subsuelo de Islandia– tan solo representan el 0,1 % de la eliminación de CO2.
Según el IPCC, la mejora de las prácticas agrícolas y el aumento de la masa forestal no bastarán para hacer frente a esta crisis, sobre todo porque esta última implicaría utilizar tierras y agua que necesitamos para cultivar alimento. Sin embargo, la tecnología de eliminación de carbono sigue siendo prohibitiva y aún no se ha probado a gran escala, y eso que la idea existe desde hace tiempo.
Pero este sector ha empezado a atraer jugosas inversiones que, según sus defensores, impulsarán la investigación y el desarrollo necesarios para abaratar la captura directa del aire y otras formas de eliminación de carbono. A principios de este año Climeworks, la empresa suiza que gestiona la planta islandesa de almacenamiento de CO2 junto con Carbfix, se granjeó 650 millones de dólares procedentes de sociedades de inversión: es la mayor inyección de fondos privados que ha visto esta floreciente industria hasta la fecha. Los clientes corporativos de la empresa –entre ellos Microsoft, JPMorgan Chase y la compañía de sistemas de pago Stripe– están ansiosos por adquirir «compensaciones» verificadas para poder publicitar que sus operaciones comerciales son neutras o incluso negativas en emisiones de carbono.
«Queremos utilizar algo que normalmente tarda millones de años y hacerlo realidad en décadas».
Kelly Erhart, COFUNDADORA Y
PRESIDENTA DE VESTA
El cofundador de Climeworks, Jan Wurzbacher, afirma que el precio de la tecnología de captura directa del aire caerá en picado, igual que ha ocurrido en los últimos años con los paneles solares y los aerogeneradores. Construidos en unidades modulares del tamaño de un contenedor de carga estándar, los dispositivos de su empresa pueden transportarse fácilmente y ensamblarse en su destino final como si de bloques de Lego se tratasen.
Davide Monteleone
Muchos emprendedores se han lanzado a transformar el CO2 en productos que la gente quiera comprar, como diamantes. Aether crea estas gemas a partir de dióxido de carbono atmosférico capturado, saltándose el paso de la extracción minera convencional, que consume una gran cantidad de energía. «Por cada quilate de diamante que producimos, hay menos CO2 en el aire que antes», afirma la empresa.
«Desde el punto de vista práctico es factible alcanzar el punto en el que de verdad contribuyes a solucionar el problema –explica Wurzbacher, ingeniero mecánico de origen alemán que en su día llegó a Suiza para cursar estudios universitarios–. Nada impide que construyamos cientos de miles, millones, de estas unidades. Ahora bien, ¿existe riesgo moral? Quizá sí. Pero qué le vamos a hacer. Puede que hace 20 años estuviésemos en condiciones de elegir entre una u otra opción (eliminar CO2 o dejar de emitirlo), pero a estas alturas necesitamos las dos. Hemos de ir a por todas».
La empresa de Wurzbacher se ha marcado unas metas ambiciosas en cuanto a la cantidad de carbono que planea capturar directamente del aire: una megatonelada anual (esto es, un millón de toneladas) en 2030, 100 megatoneladas anuales en 2040, una gigatonelada anual (mil millones de toneladas) en 2050. A precio de hoy, los ingresos anuales de Climeworks serían más del doble que los de Apple. Pero Wurzbacher asegura que la comparación no procede, porque prevé que el coste por tonelada se reduzca drásticamente.
Davide Monteleone
Vodka
Con un proceso que imita la fotosíntesis, Air Company ha ideado una gama de productos de lujo, entre ellos el vodka de esta fotoilustración. La empresa anuncia que cada botella elimina medio kilo de dióxido de carbono del aire.
Las instalaciones islandesas de Climeworks, la primera planta comercial de eliminación de dióxido de carbono del mundo, utilizan un sistema de filtros y ventiladores gigantes para atrapar el CO2, todo ello alimentado por energía geotérmica, y este dato pone de relieve una de las limitaciones de la tecnología, al menos en su estado actual. Los proyectos de captura directa del aire deben funcionar con energía limpia renovable; de lo contrario acabarían emitiendo casi tanto carbono como el que retiran de la atmósfera.
Hace unos años, mientras daba una charla en Londres, Wurzbacher arrojó al escenario varias bolsas de basura para visualizar un argumento. Tirar la basura donde nos dé la real gana, dijo al público, sería la manera más sencilla y barata de deshacernos de ella, pero la sociedad decidió hace tiempo que sería una locura, con lo cual pagamos un extra para que nos la recojan y le den el tratamiento necesario. Pues bien, concluía, lo mismo debería ocurrir con los gases de efecto invernadero. Solo que la humanidad ha permitido que estas emisiones no sean gravadas, mitigadas ni sancionadas, salvo en raras excepciones.
Davide Monteleone
Combustible
«¿Qué se hace con el CO2 capturado? La respuesta es que puede reconvertirse en los productos útiles que antes se fabricaban con combustibles fósiles», dice Nicholas Flanders, cofundador y director general de Twelve, una empresa que fabrica combustible de aviación a partir de dióxido de carbono y agua.
Ahora bien, la eliminación de dióxido de carbono de la atmósfera tiene un valor que, como cualquier otro producto del mercado, se cifra en aquello que los consumidores particulares y corporativos estén dispuestos a pagar. Y algunos contaminadores están dispuestos a gastar a lo grande. Cada vez que una gran aerolínea se compromete a alcanzar la «neutralidad de carbono» en 2030 o 2040, tenga por seguro que no se refiere a que sus motores dejarán de emitir CO2 por arte de magia al llegar esa fecha en cuestión. Lo que planean es adquirir compensaciones o créditos de carbono a empresas como Climeworks y Carbfix.
Pero por muy importante que sea ese dinero para estimular la I+D, sigue siendo una fracción ínfima de la inversión que se necesitaría en última instancia para revertir o al menos ralentizar el cambio climático con efectos palpables. La cifra probablemente se mediría en billones de dólares, lo que significa que hablamos de una de las actividades industriales más colosales de la historia. En palabras del filósofo y escritor de ciencia ficción Kim Stanley Robinson, recuperar el carbono que hemos emitido será un «proyecto civilizacional».
Davide Monteleone
Ropa
En el Post Carbon Lab de Londres, los cofundadores Dian-Jen Lin y Hannes Hulstaert diseñan ropa fotosintética con tintes microbianos (como los que crecen en esta placa) que eliminan dióxido de carbono de la atmósfera y liberan oxígeno. «La moda siempre se había basado en una relación de explotación con la naturaleza –afirma Lin–. Debemos empezar a desandar ese camino».
En el interior remoto de Australia, a 12 horas al norte de Adelaida por una carretera que se adentra en una de las zonas menos pobladas del mundo, hay un enorme yacimiento de gas natural conocido como Moomba. Cuando la carretera llega al campo de gas, los servicios generales desaparecen: Moomba no quiere forasteros no autorizados.
Pero lo que sí ofrecen Moomba y el resto de ese inmenso outback australiano, me asegura Julian Turecek, son las condiciones perfectas para operar decenas de miles de módulos que, alimentados por energía solar, pueden capturar dióxido de carbono y sumirlo en las grietas que oculta el suelo.
«¡Sol, espacio y almacenamiento! –me explica Turecek–. Australia los tiene en abundancia».
Respaldada por contratos financiados en última instancia por Stripe y las empresas matrices de Facebook y Google, la iniciativa de Turecek está desarrollando los módulos y tiene previsto empezar a instalarlos el año que viene en Moomba. La empresa, Aspira DAC, es una división de Corporate Carbon, una firma australiana que vende créditos certificados de eliminación de carbono.
Por su forma y tamaño, cada unidad recuerda a una tienda de campaña para dos personas, solo que el techo a dos aguas lo forman sendos paneles solares de dos metros. Los paneles alimentan un ventilador que impulsa aire a través de un dispositivo que filtra el CO2, alternando una fase de absorción del gas que dura 20 minutos y otra de desabsorción que dura 10 minutos y libera el CO2 a un sistema de recogida. Las unidades están equipadas con baterías suficientes para funcionar toda la noche, siempre y cuando de día haya habido bastante luz solar para cargarlas.
Davide Monteleone
A muchos metros bajo tierra, una máquina extrae materias primas para la macroplanta de Heidelberg Materials de Brevik, en Noruega, que produce 1,2 millones de toneladas de cemento al año. Su programa de captura de CO2 forma parte del proyecto Longship del Estado noruego para reducir el impacto del dióxido de carbono en múltiples sectores.
«Creemos que en el futuro habrá cientos de miles de unidades como estas en varias zonas remotas de Australia –dice Rohan Gillespie, gerente de Southern Green Gas, una start-up de energías renovables que fabrica las unidades con Aspira DAC–. Podría haber uno o dos millones». Cada módulo puede capturar dos toneladas de CO2.
Una de las ventajas de eliminar carbono es que puede hacerse en cualquier lugar de la Tierra –es tan útil en pleno outback australiano como, pongamos por caso, en Los Ángeles, adicta al automóvil–, pues el gas se dispersa en la atmósfera tanto y tan rápido que sus concentraciones atmosféricas suelen ser uniformes en todo el planeta.
Australia es una suerte de pionera en la investigación sobre la eliminación de carbono, donde cuenta con un amplio apoyo gubernamental, aunque por razones no del todo altruistas. Scott Morrison, primer ministro entre 2018 y 2022, prometió que contribuiría a que el país alcanzara el estatus de «cero emisiones netas» en 2050. Pero Australia es también el mayor exportador de carbón del mundo, y Morrison no manifestó el menor interés en dejar de suministrar a China, la India y otras regiones en vías de desarrollo. Es más, la propia Australia ni siquiera abandonó el carbón como principal fuente de generación eléctrica.
En ese sentido, la política de Morrison ilustra a la perfección el riesgo moral contra el que advierten los ecologistas: confiar en la eliminación de carbono para evitar o posponer la transición hacia la energía limpia. El Gobierno más moderado que sustituyó al de Morrison el año pasado demuestra parejo entusiasmo por la captura de carbono, aunque también mayor disposición a que los empleos del sector de las energías verdes suplan los de la industria del carbón.
«Si logramos sintetizar un queroseno neutro en carbono a partir del aire que nos rodea, tendremos la solución a muchos problemas. ¡Imagíneselo!».
Aldo steinfeld, Ingeniero
La captura directa del aire sigue siendo el método de eliminación de carbono más espectacular, la solución tecnológica más eficaz y el sistema que, según sus valedores, es más susceptible de llegar a satisfacer las formidables demandas que prevé el IPCC. Su padrino intelectual es Klaus Lackner, un físico genial que dirige el Centro de Emisiones Negativas de Carbono de la Universidad Estatal de Arizona.
Cuando lo visito en su laboratorio de Tempe, lo encuentro experimentando con la última versión de lo que él denomina «árboles mecánicos»: unos dispositivos de tres pisos de altura que absorben, filtran y fijan el carbono. Según él, son mil veces más eficientes que los árboles naturales a la hora de secuestrar CO2. Y lo retienen mejor. Al fin y al cabo, los árboles de verdad acaban liberando todo su CO2cuando mueren.
«¡Estoy convencido de que podemos resolver este problema a un precio asequible!», proclama Lackner, que lleva más de 20 años trabajando en su idea. Si esta no ha cuajado aún, arguye, es porque la industria necesita generosas inyecciones de fondos para financiar la investigación que llevaría la tecnología a una escala que reduzca drásticamente su coste por tonelada. Pero es difícil atraer esos fondos cuando el precio sigue siendo tan alto.
El panorama, sin embargo, podría estar cambiando. La trascendental Ley de Reducción de la Inflación propuesta por la Administración Biden y sancionada en 2022 incluye fondos de desarrollo y exenciones fiscales para las empresas que desarrollen o adopten la tecnología de captura directa del aire. Acaban de asignarse 1.200 millones de dólares a dos plantas sitas en Texas y Luisiana. (Los términos «eliminación de carbono» y «captura de carbono» se utilizan indistintamente, pero poseen orígenes y significados distintos. La captura implica la eliminación de CO2 en una fuente concentrada de emisiones, como la chimenea de una fábrica; la eliminación se refiere a cualquier tecnología que extraiga CO2 de la atmósfera).
Davide Monteleone
La producción de cemento representa el 7 % de las emisiones mundiales de CO2. Hasta que se encuentre una forma rentable de secuestrar ese CO2, la planta de Heidelberg Materials de Brevik, en Noruega, tiene previsto utilizar combustibles alternativos e implantar a partir de 2024 un sistema de captura de carbono para recortar a la mitad las emisiones.
Lackner también apunta que Carbon Engineering, un consorcio canadiense adquirido hace poco por Occidental Petroleum, ya está construyendo en Texas una planta de captura directa del aire cuyas dimensiones dejan a la de Islandia en pura anécdota. Un dato curioso: la nueva planta, que en teoría eliminará hasta un millón de toneladas de CO2 al año (el equivalente a sacar de la carretera unos 217.000 automóviles) se está construyendo en la llamada Cuenca Pérmica. En otras palabras, uno de los sitios más emblemáticos del despegue de la industria petrolera podría granjearse una fama parecida por devolver, justo al lugar del que se extrajo, cantidades inconcebibles de carbono derivado de combustibles fósiles.
Lackner afirma que la pregunta del millón no es si la tecnología funciona, sino a qué precio estará dispuesta a pagarla la sociedad.
«A 600 dólares la tonelada, la gente dice: “Qué pena, no es práctico” –explica–. A 100 dólares, probablemente dirían: “Bueno... es caro, pero quizá valga la pena”. A 50 dólares dirían: “Qué bien, empieza a tener buena pinta”. A 10 dólares la tonelada, se adoptaría con los ojos cerrados».
Lackner calcula que varios miles de plantas de eliminación de carbono, construidas en diversos puntos del planeta sobre una superficie que en conjunto equivaldría más o menos al tamaño de Italia, bastarían para reducir el CO2 mundial a niveles que eviten los efectos catastróficos del cambio climático. Cuando le pregunto si cree que llegarán a materializarse, ofrece una respuesta aguda que he oído a entusiastas de la tecnología de captura en distintas partes del globo.
«Soy un optimista de la tecnología –me dice–, pero un pesimista de la política».
La política a la que se refiere Lackner –o su ausencia, mejor dicho– es la incapacidad de los Gobiernos del mundo de obligar a que se pague por emitir carbono, ya sea por la vía fiscal o en forma de autorizaciones de emisión negociables. Utiliza la metáfora de la basura que oí en Zúrich a Wurzbacher. «Podemos y debemos hacer exactamente lo mismo con el carbono –declara Lackner–, porque nos consta lo perjudicial que es para el planeta. Pero no lo hemos hecho. Así que, como digo, no creo que en realidad se trate de un problema tecnológico, sino más bien de un problema (o de un fracaso) de voluntad colectiva».
Davide Monteleone
La planta de captura directa del aire que la empresa Climeworks opera en Islandia –la mayor del mundo– elimina de la atmósfera 4.000 toneladas de CO2 al año, una cifra equivalente a las emisiones anuales de unos 500 hogares. De momento no es mucho, pero sienta los cimientos del futuro.
Una mañana de julio de 2022 en North Sea Beach Colony, un barrio de Long Island, en Nueva York, un grupo de excavadoras descargaba y aplanaba unos 400 metros cúbicos –algo así como treinta y muchos volquetes– de arena de color menta que mezclaba con la arena existente, mientras un grupo de científicos tomaba medidas con sumo cuidado.
Aquella arena verde inauguraba un proyecto piloto destinado a llevar la eliminación de carbono a los dos tercios del planeta que cubre el mar.
La operación es una aceleración a escala gigantesca de los procesos naturales de meteorización, explica Kelly Erhart, cofundadora y presidenta de Vesta, la organización con sede en San Francisco que lleva a cabo el proyecto. El grupo confía en espolear una industria comercial que algún día podría eliminar carbono de los océanos a un coste que no superaría los 35 dólares por tonelada.
«Hablamos de los ciclos a largo plazo de la Tierra y de si es posible acelerarlos para revertir el daño del cambio climático –explica Erhart–. Queremos utilizar algo que normalmente tarda millones de años y hacerlo realidad en décadas».
La arena verde de Long Island es una fina molienda de olivino, un tipo de silicato de magnesio y hierro que abunda en el manto superior de la Tierra. En presencia de agua, el olivino absorbe CO2 mediante un proceso químico natural en el que se generan bicarbonatos que secuestran carbono. A mayor superficie de este mineral, más dióxido de carbono absorbido, razón por la cual Vesta utiliza un tipo especial de olivino molido en cristales microscópicos.
Al igual que Vesta, toda una rama de la investigación sobre la eliminación de carbono busca resultados a gran escala en los océanos, y no en el aire o en el suelo. Quienes proponen este enfoque aducen que el discurso sobre la plantación de árboles como método de absorber CO2 oculta una posibilidad submarina: las algas, que kilo por kilo llegan a ser hasta 40 veces más eficientes que los árboles a la hora de secuestrar carbono.
«Si utilizamos la infraestructura natural del mar y creamos grandes islas de algas, podríamos reducir drásticamente el principal agente del cambio climático», afirma la ecóloga de sistemas marinos Pia Winberg mientras me guía en mi visita a una antigua fábrica de papel de la costa de Nueva Gales del Sur, en Australia, que ha reconvertido en una suerte de meca de las algas.
PhycoHealth, la empresa que Winberg fundó en parte para llamar la atención sobre el potencial de las algas en la lucha contra el cambio climático, ofrece una impresionante gama de productos elaborados con ellas: kombucha de algas, fettuccine de algas y barritas energéticas de algas, así como suplementos, probióticos, cosméticos y productos dermatológicos derivados de sus extractos.
Las algas hierven y burbujean en grandes cubas de acero mientras Winberg me cuenta qué la llevó a emprender en este sector, abriendo una trayectoria profesional paralela a su ya prestigiosa carrera como investigadora marina.
«Las algas podrían limpiar el mundo, pero hasta ahora la mayoría de la gente no lo sabe –dice–. En un momento dado comprendí que no podía limitarme a escribir artículos sobre el tema, sino que debía empezar a vender un producto que la gente desease. Agregándolo a los alimentos cotidianos, se educa a la población sobre el milagroso poder de las algas para sanar el planeta».
Winberg y otras voces reclaman la participación del Estado, convencidas de que las empresas privadas afrontan grandes dificultades para reunir el capital que exige la puesta en marcha de una industria como esta. Además, como ocurre con la solución del olivino, se necesita investigación para demostrar tanto su eficacia como su seguridad.
Sus defensores dicen que instalando en el mar «macrogranjas de kelp y otras algas pardas» podría absorberse rápidamente el CO2 y secuestrarlo con facilidad durante las décadas necesarias para conducir el clima hasta un estado más seguro, con una menor concentración de este gas. Se necesitaría una superficie marina grande, pero no significativa respecto del total del oceáno. Aun así, incluso los defensores de esta vía recuerdan que es indispensable seguir investigando para atisbar las consecuencias, intencionadas o no, de una manipulación tan generalizada de la naturaleza.
Davide Monteleone
A mediados del siglo XX, los bosques de abedules de Islandia se habían reducido hasta ocupar el 1 % de la superficie del país. Consciente de que los árboles almacenan carbono, el Servicio Forestal islandés está fomentando su crecimiento. El inventario de árboles más reciente revela que bosques como este del sudoeste de la isla ya se han duplicado hasta cubrir el 2 % del país.
Durante su infancia en Montevideo, el uruguayo Aldo Steinfeld desarrolló una pasión por la química que a punto estuvo de costarle la vida: un día mezcló varias sustancias químicas y el compuesto prendió fuego al piso de su abuela.
Todos vivieron para contarlo, pero hoy, casi 50 años después, Steinfeld sigue jugando con fuego. Ahora lo hace en la cubierta de un edificio del campus de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich. Steinfeld está especializado en sistemas energéticos sostenibles. De todos ellos, el que despierta en él una pasión inquebrantable es fabricar combustibles de hidrocarburos a partir de la luz del sol y el aire que nos rodea.
Utilizando un conjunto dodecagonal de paneles espejados del tamaño de una gran sombrilla de playa, Steinfeld me demuestra que la luz solar puede concentrarse en un haz tan intenso que es capaz de romper el CO2 y el agua en sus componentes, desviándolos en dos flujos: por un lado, monóxido de carbono e hidrógeno (la base de lo que él llama «sinfuel solar», un combustible sintético creado a partir de energía solar); por el otro, oxígeno, que se devuelve a la atmósfera.
«Lo maravilloso es su circularidad –me dice al entregarme un frasquito del líquido en cuestión, una alternativa sostenible a los combustibles de origen fósil para transporte, como el queroseno, la gasolina o el gasóleo–. No se añade carbono a la atmósfera; se recoge y se reutiliza. Si logramos sintetizar queroseno neutro en carbono a partir del aire que nos rodea, tendremos la solución a muchos de nuestros problemas. ¡Imagíneselo!».
Si este prometedor concepto no ha despegado comercialmente, es porque se necesitan muchos paneles solares costosos para fabricar una cantidad minúscula de combustible. Según Steinfeld, construir enormes módulos de paneles solares en zonas estratégicamente situadas equivalentes al 0,5 % de la superficie del desierto del Sahara podría reducir radicalmente los precios y suministrar queroseno sintético neutro en carbono a la flota aérea del mundo entero. Sin duda se trata de una perspectiva portentosa, pero hasta la fecha nadie ha apostado por invertir en la infraestructura faraónica que sería necesaria para hacerla realidad, con la salvedad de dos aerolíneas y del aeropuerto de Zúrich, comprometidos a utilizar el combustible a modo de prueba.
Davide Monteleone
En lo alto de un edificio de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich, una minirrefinería que utiliza energía solar capta CO2 y agua para producir lo que los investigadores esperan se convierta en combustible de aviación neutro en carbono, si logran reducir el elevado coste del proceso gracias al perfeccionamiento de la tecnología y la producción en masa.
Aun así, el ciclo virtuoso de consumo y reutilización de carbono que ha concebido Steinfeld es brillante, y es muy posible que las futuras generaciones no se expliquen por qué hemos tardado tanto en descubrir el camino hacia la utopía energética. Por ahora, sin embargo, la eliminación de carbono (y ya no digamos su reciclaje) sigue siendo un hueso bien duro de roer. Quizá no habría sido necesaria si hubiésemos impuesto un precio realista al impacto del carbono hace unas décadas, cuando comprendimos que el CO2 antropogénico estaba calentando el planeta. Como no lo hicimos, hoy nos encontramos con que eliminarlo es exorbitantemente caro, potencialmente contraproducente (véase el «riesgo moral» del que hablábamos) y absolutamente imprescindible.
El carbono en sí no es ni mucho menos nuestro enemigo. Ni que decir tiene que continuará siendo esencial para la propia vida, pues no deja de ser la unidad básica de las moléculas orgánicas. Alrededor del 18,5 % de la masa corporal humana es carbono, más que cualquier otro elemento excepto el oxígeno. Y las plantas necesitan el carbono del CO2 para realizar la fotosíntesis. El problema es que hay demasiado en la atmósfera. El genio que un día sacamos de la lámpara en un alarde de inventiva se nos ha ido de las manos. Para ponerle coto necesitaremos todo el ingenio que logremos reunir.
«Podemos conseguirlo –afirma Klaus Lackner, el optimista tecnológico confeso–. Podemos suministrar la energía que demanda el mundo sin necesidad de ensuciarlo todo».
Ojalá tenga razón. Hacia el final de mi estancia en Islandia, mi mujer, Lisa, se unió al viaje para hacer un poco de turismo. Salimos de Reykjavík con intención de recorrer el llamado Círculo Dorado, una ruta repleta de cascadas, glaciares, géiseres y otras maravillas geológicas que subliman la belleza agreste y espectacular de la isla. Aunque ya había estado varias veces allí por trabajo, salí de la carretera y tomé una pista de tierra cerca del mastodóntico complejo de energía geotérmica de Hellisheiði.
Quería echar un último vistazo al complejo de eliminación de carbono Climeworks/Carbfix, donde Edda Aradóttir me había enseñado aquella muestra de basalto con sus motas de CO2 secuestrado. Aquí, dije a Lisa, podríamos detenernos unos instantes a respirar un aire con tan poco CO2 como el de antes de la Revolución Industrial.
La planta no era impresionante, reconocí. Sin saber lo que albergaba, no era mucho más que unos cuantos contenedores de carga apilados con grandes ventiladores zumbando en su interior. Hoy la maquinaria apenas captura del aire unas 4.000 toneladas de CO2 al año, una minucia: equivale a unos tres segundos –un abrir y cerrar de ojos– de nuestras emisiones globales anuales.
Pero era muy posible, observé, que aquellas instalaciones llegasen a ser algún día el punto de partida de algo trascendental, el lugar donde por fin empezásemos a enfriar la Tierra, devolviendo todo ese carbono a donde lo encontramos.
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Sam Howe Verhovek es colaborador habitual de National Geographic. En el número de octubre de 2021 escribió sobre las vías hacia un futuro más ecológico en la aviación.
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Este artículo pertenece al número de Noviembre de 2023 de la revista National Geographic.