Al principio, el Gobierno lo cerró prácticamente todo: fronteras, tiendas, escuelas, calles. Tanques y camiones militares impusieron un confinamiento absoluto: ni siquiera se podía salir a comprar comida o medicamentos. Ammán está construida sobre colinas, y desde la cocina de su casa el fotógrafo Moises Saman oía el eco de las sirenas en toda la ciudad, las mismas que alertan de un inminente ataque aéreo. Se quedó en casa con la familia hasta que empezaron a dejar salir a la calle durante las horas de luz solo en casos muy concretos. Entonces se dirigió a los lugares donde viven los refugiados.
Moises Saman
Jordania acoge a unos 750.000 refugiados registrados por ACNUR, agrupados en campamentos establecidos por la ONU o desperdigados en asentamientos y vecindarios. Provienen de lugares tan lejanos como Somalia y Sudán, pero la mayoría son sirios huidos de la guerra civil. Al fotografiar la pasada primavera el interior de sus chabolas y apartamentos urbanos, a menudo en compañía de trabajadores de Unicef, Saman constató que las terribles escenas que habían hecho temer lo peor en los asentamientos sobresaturados –una propa-gación incontrolable de enfermedad y muerte por coronavirus– se habían evitado. El férreo confinamiento jordano, sumado a un estricto rastreo de contactos, parecía haber puesto coto a la pandemia: a finales de agosto solo constaban 15 fallecimientos confirmados por COVID-19.
Moises Saman
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Lo peor llegó tras el confinamiento. A veces las penurias se acumulan hasta formar una masa indistinguible de aflicción. La pandemia frenó la economía, liquidando las actividades de las que dependen muchos refugiados. Los colegios y centros comunitarios cerrados de la noche a la mañana habían sido para los niños refugiados lugares seguros, en especial para las niñas, para quienes los estudios son la principal defensa contra un matrimonio prematuro. Cuando las clases empezaron a impartirse por internet y en la televisión pública, los niños que no tenían ordenador intentaron hacer los deberes y los exámenes con la única pantalla que había en casa: el móvil familiar.
Moises Saman
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Trabajar con el móvil consume datos; y obtenerlos cuesta dinero. A la lista de donaciones cruciales en esta pandemia –jabón, cubos, lápices–, Unicef añadió una forma de ayuda muy del siglo xxi: cuotas de datos para que los pequeños pudieran seguir estudiando.
Moises Saman
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Este artículo pertenece al n��mero de Noviembre de 2020 de la revista National Geographic.