Cédric Gerbehaye vestía tal y como le habían recomendado los profesionales sanitarios que tenía a su alrededor: mascarilla; pantalla facial; mono entero; calzas dobles sobre los zapatos; guantes dobles, los exteriores de plástico, pegados con cinta adhesiva para cortar el paso al virus. Aprendió a manejar la cámara de fotos a través del plástico. En una residencia de mayores de Bruselas vio cómo una anciana miraba a los ojos a la enfermera que había acudido para ha--cerle una prueba de COVID-19. «J’ai peur», le dijo.

El titánico esfuerzo físico y emocional que exige luchar contra la pandemia se refleja en el rostro de este técnico mientras ayuda a preparar a un paciente para un TAC en un hospital de La Louvière.
Foto: Cédric Gerbehaye

La enfermera le tomó las manos y contestó: yo también tengo miedo. Ella y su equipo iban a hacer pruebas a casi 150 pacientes solo en esa jornada. Cuando terminó y se giró hacia Gerbehaye, habló con una voz que el fotógrafo no ha podido olvidar; era un tono de derrota, fortaleza, pena y furia al mismo tiempo. «Somos los únicos que podemos acercarnos a ellos –dijo–. Si no lo hago yo, ¿quién lo hará?».

Tras intentar explicar a un atemorizado interno de un geriátrico de La Louvière que debía someterse a una prueba PCR, una enfermera se ve obligada a sujetarlo.
Foto: Cédric Gerbehaye
Horas de trabajo sin quitarse la mascarilla dejan una marca en el rostro de Yves Bouckaert, director de la unidad de cuidados intensivos del hospital Tivoli de La Louvière.
Foto: Cédric Gerbehaye

 

Gerbehaye tiene 43 años y es nieto de supervivientes belgas y holandeses de la Segunda Guerra Mundial. Por su profesión de fotoperiodista no le son ajenas la guerra y la muerte. Pero cuando la primavera pasada escudriñó las entrañas de hospitales, geriátricos y furgones funerarios, comprendió que los belgas de su generación –como sus abuelos décadas atrás– estaban viendo por primera vez a su país sumido en la crisis y el miedo.

 

Ante la sospecha de un caso de COVID-19, un médico de urgencias que presta asistencia domiciliaria en La Louvière solicita una ambulancia para su traslado al hospital.
Foto: Cédric Gerbehaye
Una enfermera desinfecta su pantalla entre paciente y paciente. Muchos países tuvieron dificultades para dar a los sanitarios suficientes equipos de protección frente a la COVID-19.
Foto: Cédric Gerbehaye

J’ai peur.Durante unas semanas de marzo y abril, la tasa de mortalidad por COVID-19 en Bélgica parecía ser la más alta del mundo. ¿Se debía a que las autoridades belgas contabilizaban las muertes con más transparencia que otros países, como alegaban algunas voces? En cualquier caso, entre las víctimas que vio Gerbehaye en su seguimiento del personal funerario y sanitario de Bruselas y de otras dos ciudades más pequeñas también se contaban los vivos: mujeres y hombres en primera línea de combate, cuidando a los enfermos, improvisando sobre la marcha, sobrepasados.

Después de transportar el cadáver de una víctima de COVID-19 desde el hospital hasta un coche fúnebre, un exhausto profesional funerario de La Louvière es rociado con desinfectante.
Foto: Cédric Gerbehaye
Una sala especial de urgencias pediátricas se reutilizó para atender a víctimas de COVID-19. Estos profesionales funerarios preparan para su traslado el cadáver de una paciente.
Foto: Cédric Gerbehaye

Una tarde, a las puertas de un hospital de Mons, dos enfermeras se sentaron cerca de él, mudas, agotadas, fumando sendos cigarrillos en sus minutos de descanso. Le recordaron a los animales que se acurrucan para darse calor. He visto a vuestras hermanas en las clínicas de Gaza después de los bombardeos, se dijo; como ellas, sois parte de la historia, aunque estéis tan cansadas que no os importe. Levantó la cámara. Las enfermeras no alzaron la vista.

En la ciudad belga de Mons, dos enfermeras toman fuerzas de unos escasos minutos de descanso. Los hospitales se vieron superados por una avalancha de pacientes.
Foto: Cédric Gerbehaye

Este artículo pertenece al número de Noviembre de 2020 de la revista National Geographic.

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