«¡Chicos! Recordad: ¡del cuello para arriba! Preparados, listos... ¡ya!».

Estamos aprendiendo a hacer cumplidos en el Campamento de Citas que organiza PEERS, un programa para adolescentes y adultos con necesidades especiales que confían en encontrar el amor. La mayoría de los participantes, muchos de ellos con trastorno del espectro autista, tienen veintimuchos años, pero aparentan bastantes menos. Vienen solos o con sus padres o sus cuidadores, a veces con un hermano. Casi todos viven con su familia. Se ve mucho jovencito con barba rala, camisetas de grupos musicales a cual más raro (Radioactive Chicken Heads), auriculares de cancelación de ruido para personas que sufren hiperacusia, llaveros blandos colgados de la mochila.

Las personas con trastorno del espectro au­tista tienen dificultades para interpretar las señales sociales, de modo que todos los presentes desean conocer las reglas. Y si hablamos de buscar pareja, la lista de reglas es interminable. Los monitores –doctorandos o administradores del programa de neurociencias de la Universidad de California en Los Ángeles– intentan explicárselas.

La importancia de la amistad
Foto: Lynn Johnson

En su decimoprimer cumpleaños, Madi Haley baila en su dormitorio de Key West, Florida. Lo celebran con ella tres amigas y su hermana. Mientras sus amigas maduran, Madi sigue teniendo unos intereses más infantiles, pero las chicas son buenas amigas y no se han alejado de ella.

La felicidad de los detalles
Foto: Lynn Johnson

De camino a un baile, Brandon Drucker, de 27 años, y Leah Nesenman, de 23, comparten arrumacos mientras la madre de ella, Linda Gonzalez, hace ver que no se entera. Brandon y Leah siguen dependiendo en gran medida de sus respectivos padres, pero ambos esperan vivir por su cuenta algún día.

Costumbres arraigadas
Foto: Lynn Johnson

Hace más de diez años que el hijo de la escritora Judith Newman, Gus (en el centro), que hoy tiene 18, se planta casi todos los domingos en la Grand Central Terminal neoyorquina para ver a los revisores. Los conoce a todos por su nombre y se sabe las rutas de cada uno de ellos. También le gusta entregar horarios a los pasajeros y darles información.

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Un hombre menudo vestido con camisa de franela a cuadros y pantalones de pinzas en los que parece haber entrado a presión frunce el ceño mientras mira de arriba abajo a una monitora en busca de algo que piropear. Se le ilumina la cara al percatarse de que lleva un tatuaje en el tobillo.

«¡Anda! ¡Llevas una lambda! ¿Te gusta la biofísica? ¡A mí también!».

«Dije del cuello para arriba, ¡pero vale, muy bien! –dice el monitor que dirige el ejercicio–. Estupendo, bien resaltado el interés común».

El chico sonríe de oreja a oreja.

El monitor se gira hacia un hombre con cara de niño que luce una impecable camisa de vestir y le indica que pruebe a hacer un cumplido a la monitora. Ella sonríe para animarlo; a él le entran sudores fríos. Por fin se arranca a hablar: «Yo... Eh... A mí... me gusta mucho el contraste entre tus pendientes brillantes y tu piel blanca».

«¡Muy poético! –dice el monitor–. Pero de entrada es mejor no aludir a cosas como el color de la piel, la raza, la religión y la etnia, ¿sabes?». El hombre, de piel morena, asiente y toma apuntes. Aunque no pierde la ocasión de explicarse: «Si la chica es muy blanca, quiere decir que no se pasa el día trabajando al sol, de agricultora, o sea, que es como una reina». Vaya manera de arreglarlo. De todas formas, confieso que a mí me llenaría de ternura oír algo así. Ser adulto es difícil. Ser adulto y tener un trastorno del espectro autista es aún más difícil.

Canalizando energías
Foto: Lynn Johnson

Calvin Clark (a la derecha) realiza una serie de movimientos autoestimulatorios repetitivos –llamados estereotipias o stimming– e inspira a un amigo, Bennett Solomond, a bailar. Los chicos estaban en el Campamento Terapéutico Quest de Pittsburgh, Pennsylvania. Calvin, de 12 años, ha sufrido acoso escolar y ahora tiene estallidos de violencia como secuela.

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El autismo es un trastorno complejo del neurodesarrollo que conlleva dificultades sociales, lingüísticas y comunicativas, combinadas con conductas rígidas y repetitivas, llamadas estereotipias. El rango de discapacidad (y de capacidad) es inmenso, razón por la cual se habla de «espectro», y la cifra de afectados está aumentando. En 2018 los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos publicaron un estudio que cifraba la prevalencia en uno de cada 59 niños de ocho años, lo que suponía un aumento del 15% en solo dos años. ¿Por qué? Este es un tema muy debatido. Pero hay algo que no admite discusión: existe una población de adultos con autismo que no para de crecer. En 2030 habrá en Estados Unidos más de 700.000 personas con autismo estrenando la edad adulta, apunta Paul Shattuck, profesor asociado de salud pública en la Universidad Drexel. Los servicios para adultos con autismo caen en picado a partir de que estos cumplen los 21 años. ¿Qué harán todas esas personas en su día a día?

Los datos sobre empleo presentan variaciones muy significativas, pero se cree que más del 80% de los adultos con autismo están desempleados o empleados por debajo de su capa­cidad. Los estudios también revelan que el mismo porcentaje desea tener pareja, pero que solo entre un tercio y la mitad llegan a casarse. Si Freud estaba en lo cierto cuando afirmó que el amor y el trabajo son los cimientos de la humanidad, tenemos mucho que mejorar.

Todos estos problemas me tocan muy de cerca. Tengo un hijo con autismo, Gus, que acaba de cumplir 18 años. Es la persona más bondadosa que uno pueda imaginar, con una desconcertante combinación de fortalezas y debilidades que me impide predecir si algún día vivirá por su cuenta. ¿Por qué toca el piano como los ángeles, pero no sabe cortarse la comida en el plato? ¿Por qué le encantan las redes sociales, pero se dedica a pedir amistad a todo hijo de vecino, de modo que entre sus contactos figuran «Aboud Profesional del Sexo» y tantos «amigos» sospechosos? ¿Y por qué se orienta tan bien por Nueva York, pero no puede llevar dinero encima porque se lo regala al primero que se lo pide?

Paso mucho tiempo preguntándome qué necesitaría para ser independiente. Algunos días no pienso en otra cosa. No soy la única. Si en Estados Unidos se estima que hay más de cuatro millones de personas con autismo, sin duda existe un número mucho mayor de personas neurotípicas (las que no presentan alteración en su neurodesarrollo) que los quieren.

A medida que Gus se adentra en la edad adul­­ta, la lista de dificultades que me preocupan se alarga. Pero las dos cuestiones que me quitan el sueño son: si encontrará el amor y si en­­contrará un empleo que le guste y le permita ganarse la vida, aunque sea en parte. Me propongo investigar para tratar de responderlas.

Dedicación diaria
Foto: Lynn Johnson

Anat Klebanov calma a su hijo de 21 años, Gil, que ha tenido una rabieta en JoyDew, un programa de Midland Park, Nueva Jersey. Klebanov y su marido, Moish Tov, fundaron el programa para ofrecer formación laboral y empleo a adultos con autismo, muchos de los cuales no se comunican verbalmente. JoyDew trata de emparejar las habilidades de los participantes con trabajos reales, como escrutar mamografías en busca de anomalías. Además de Gil, la pareja tiene otro hijo con autismo, Tal, de 23 años. JoyDew es la traducción al inglés de los nombres hebreos de los dos chicos.

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Hace más o menos un año llegó a mis manos una nota. La había escrito una profesora del colegio de Gus. Yo acababa de publicar A Siri con amor, un libro sobre cómo criar a un niño con un autismo de grado medio, e imagino que estaba muy desasosegada. «No entiendo de qué demonios habla Judith Newman –escribía la profesora–. ¡Pues claro que Gus encontrará un trabajo como es debido! No va a depender de la caridad de nadie». Es la mejor nota que he recibido en mi vida.

Es cierto que cada vez son más las empresas que reconocen los talentos originales y a veces extraordinarios de las personas con autismo. Algunas cuentan con departamentos de recursos humanos especiales. Microsoft y HP contratan ingenieros y científicos de datos con este trastorno; JPMorgan Chase y Deutsche Bank también han entendido las tremendas ventajas de contratar a personas con habilidades sociales dudosas –o directamente nulas–, pero dotadas de talento técnico. Sin duda es una maravilla. Lo que ocurre es que esos genios constituyen un subgrupo minoritario.

¿Qué pasa entonces con los chicos (con au­tismo) normales y corrientes?

Muchas aventuras empresariales de padres y madres están llenando este nicho, casi siempre lanzadas por el progenitor emprendedor de un hijo con autismo. Me llegan noticias de proyectos de este estilo casi todos los días. Good Reasons es una empresa de North Salem, en Nueva York, que fabrica golosinas para perros y ayuda a las personas con autismo. En Washington D.C., Coletta Collections vende bisutería y fulares teñidos a mano. Dos librerías de Nueva Jersey llamadas Words trabajan con personal mayoritariamente autista. Gus ha hecho unas prácticas en Luv Michael, que fabrica barritas de cereales y cuyo nombre alude al hijo con autismo de los fundadores. A Gus, que tiene el limitadísimo paladar típico de los autistas, no le gustan las barritas de cereales. Pero la primera nómina vaya si le gustó.

Pequeños retos del día a día
Foto: Lynn Johnson

Madi Haley, quien aparece en una foto anterior celebrando su cumpleaños, se halla al borde de la rabieta mientras hace los deberes. Su hermana de seis años, MacKenzie, la observa expectante. «Los deberes son muy frustrantes y me confunden –dice Madi–. Me ponen superansiosa y me sale toda la rabia, una emoción que me cuesta mucho controlar».

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Luv Michael y muchos negocios similares trabajan sin ánimo de lucro. Me pregunté si existirían empresas que nutriesen sus recursos humanos principalmente con personas en el espectro, pero intentando al mismo tiempo obtener beneficios.

El autolavado Rising Tide llegó a mis oídos por dos vías. Primero, gracias a su vídeo viral. En él aparecen unos jóvenes lavando coches, combinando una atención al detalle demencial con… en fin, bailoteos. Y segundo, porque me habló de él una amiga de Parkland, Florida, que es cliente habitual. «La gente no lleva allí el coche para ayudar a los chicos autistas –me dijo–. Va porque les dejan el coche impoluto».

Tom D'Eri es el copropietario; su hermano Andrew, que tiene autismo, trabaja en el autolavado y fue su inspiración inicial. En 2011 Tom y su padre investigaron qué negocio podría dar beneficios y al mismo tiempo emplear a adultos jóvenes como Andrew, de 27 años. Rising Tide se inauguró en 2013. Cuatro años después abrió un segundo establecimiento.

Cuando visito el negocio, Tom D'Eri pide a varios trabajadores que acudan a la sala de des­­canso. Luke Zenda, de 19 años, es un empleado excelente que dice todo lo que piensa. No lo digo yo, lo dice él: «Soy buenísimo lavando coches y no tengo filtro», afirma muy conten­­to. Le pregunto qué es lo que más le gusta de su trabajo: «A veces los descansos y a veces la lluvia y a veces la gente. Pasan cosas que te hacen cuestionarte la vida».

Me daba un poco de miedo preguntarle a qué se refería, pero no hizo falta preguntárselo. A veces llegaba algún cliente raro: «Una vez vino una señora en sujetador». Y los artículos singulares que se olvidan los clientes: «Un día encontré dentro un condón, usado y todo».

«¿Y en tu tiempo libre qué haces?», me apresuro a preguntar.

«Cuando salgo de trabajar me apetece dormir y no hacer nada que tenga que ver con los coches», responde, aunque delante de «coches» coloca un adjetivo que yo obvio pero que sintetiza la exasperación y el orgullo del currante.

Al principio D'Eri no estaba muy convencido. «No me hacía mucha gracia contratar a personas con autismo –me confiesa–. Me daba bastante miedo, la verdad». Este encargado, que se describe a sí mismo como un jefe de los de aquí mando yo, tuvo que aprender a escuchar para entender a sus empleados.

Llegan Jeff y Anthony con sus andares desgarbados. Los dos tienen 32 años. Cuando no está limpiando coches, Jeff dice ser actor de doblaje en formación. Anthony hace un podcast en el que pone canciones cómicas; también imita voces, y me lo demuestra poniendo la de Bernie Sanders. Anthony se arranca con unos chistes impublicables sobre Bill Clinton.

Al preguntarles qué es lo que más les gusta de trabajar en el autolavado, Anthony responde sin vacilar: «La camaradería. Es decir, ver las mismas caras, y también tener con quién hablar mientras trabajas. O sea, cuando se pone aburrido. ¿Verdad, Jeff?».

«Sí –responde Jeff–. Hablamos de lo que se nos ocurre. Y hablamos desde el corazón».

Esa desinhibición causaba al principio cierta preocupación a D'Eri. Sin embargo, asegura, «tenemos muchísimos más problemas de conducta con nuestros empleados típicos».

Todo es cuestión de conocer a tus empleados, saber qué peculiaridades pueden dar problemas. «Cuando hablamos de esto con otros empresarios les decimos: "Una forma de enfocarlo es pensar que los empleados con autismo van a hacer un uso extremo de nuestra gestión y liderazgo" –explica D'Eri–. Necesitan exactamente lo mismo que cualquier empleado convencional, solo que a niveles más palpables. Si lo ves así, se descomplica la cosa».

Talentos innatos

«Son amigos», afirma Steven Nesenman con rotundidad.

Intentamos hacer ver que paseamos por este mercadillo callejero de Lake Worth, en Florida, aunque el paseo es más bien un trote. Nesenman tiene un único afán: no perder de vista a su hija, Leah. No porque tema que se pierda, sino porque va con su «amigo», Brandon, y podría pasar cualquier cosa. De hecho, es posible que ya haya ocurrido alguna que otra vez. Pero no con papá vigilando.

Leah es una chica guapa y afable con unos penetrantes ojos verdes; pinta obsesivamente signos de la paz, colecciona figuritas de lagartos y ranas y fabrica joyas de vidrio. Trabaja en la confitería Chocolate Spectrum, otro ejemplo de negocio emprendido por los padres de un hijo con autismo. Brandon también es artista; pinta coloridas viñetas en miniatura de animales, flores y caligramas. Vende su obra por internet y en la galería de Pompano Beach que fundó su madre y que a veces lleva él solo. Leah y Brandon se conocieron en una clase de pintura hace siete años. Hoy tienen veintitantos.

«Tengo un talento innato», dice Leah cuando los alcanzamos. No sabe explicar exactamente cómo elige los cristales, pero se aferra al collar y añade: «Me encantan los colores. Te hace sentir bien. Es bonito. Me gusta el verdor». Cada uno admira inmensamente la obra del otro.

Ese mismo día había visitado a Brandon en el piso que comparte con su madre, Cynthia Drucker. Brandon es guapo, tiene un remolino en el pelo y una amplia sonrisa. De jovencito era impulsivo, y aunque nunca lastimó a nadie, cuando se enfadaba golpeaba objetos. Drucker guarda encuadernados los boletines de notas de su hijo desde preescolar para recordar lo mucho que ha progresado.

Nuevos modos de aprendizaje
Foto: Lynn Johnson

En el colegio Celebrate the Children de Denville, Nueva Jersey, un alumno usa unas gafas de realidad virtual controladas por la maestra. El centro, que acoge alumnos de entre tres y 21 años, fomenta el desarrollo de habilidades de pensamiento, creatividad y flexibilidad para saber salir de las situaciones problemáticas que depara la vida.

Expectativas sociales
Foto: Lynn Johnson

Christian Golon, de 25 años, juega con su gato en su casa de Virginia. Es encargado en una tienda de productos para mascotas, donde siente que no está sometido a tantas expectativas sociales. Su autismo es de alto funcionamiento; su esposa, Catherine Bettenbender, es neurotípica.

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La suma de no saber distinguir las intenciones de la gente y ser un chico joven que busca el amor como todos los demás le ha causado problemas no banales. Hace un par de años, su madre creyó que estaba preparado para usar una tarjeta de débito. Pronto descubrió que quizá se había precipitado cuando se encontró con un descubierto de más de 1.000 dólares tras el paso de su hijo por un club de striptease. Poco después Brandon llevó a casa una prostituta que buscaba un techo en el que pasar una temporada; su madre no puso objeciones. («Yo qué sé, me creí que iba a salvar otra alma»).

Cuando se le acabó el dinero y la mujer lo mandó a paseo, Brandon se quedó deshecho. Pero Drucker vio la parte positiva. «Al haber pasado por esta experiencia, ahora sabe qué hacer. Sabe lo que es un condón por esa experiencia con la prostituta –dice–. Al final salió algo bueno de esa historia. Pero cuando se empeña en contárselo por teléfono a sus compañeros... Dios mío». Drucker es, por decirlo de algún modo, una madre de las que ven el vaso medio lleno. Brandon tiene muchas ganas de hablar de Leah y de la vida que, espera, podrán compartir algún día.

«Supongo que nos cuidaríamos a nosotros mismos y luego, por ejemplo, si se pone enfer­­ma yo le doy la medicina y ya está», dice. También promete que hará la comida y la colada. ¿Y con eso está todo? A lo mejor no, pero para empezar está bien. Brandon también dice que quiere vivir con Leah y con Maria, otra novia que tiene. Hum... En fin, con autismo o sin él, Brandon no sería el primer hombre que se monta semejantes fantasías. Cuando hablo con Leah sobre su sueño de tener una relación amorosa, ella expresa la esperanza de que constituya un paso hacia la independencia.

Oírla hablar así incomoda profundamente a su padre. Qué difícil es criar un hijo autista, dice, y qué enorme factura pasa a tu matrimonio. (Está divorciado de la madre de Leah). Lo cierto es que yo, que no soy precisamente una ingenua, veo en Leah y Brandon lo que tanto deseo para mi hijo. Intento que Nesenman asimile lo que tiene: una hija que rebosa creatividad, que ha encontrado trabajo, que necesita supervisión y tal vez no tenga capacidad para cuidar niños, pero que da la impresión de tener bastantes posibilidades de llegar a vivir por su cuenta y disfrutar de una relación de pareja. Él no lo ve así. Sí, tiene trabajo, eso es verdad, pero no remunerado. Y total, aunque le pagasen, ella no entiende el valor del dinero.

Bueno, ¿pero no se alegra al ver que su hija ha encontrado el amor?

«No se le puede llamar amor –me dice con firmeza–, pero sí podría ser apoyo, seguridad, saber qué va a traer el mañana. Porque, ya sabe, ahí radica la mayor dificultad de los au­tistas. Quieren rutina».

Aunque entiendo sus preocupaciones, su actitud me dio ganas de llorar. Sí, las personas con autismo quieren y necesitan rutina. ¿Pero qué hay de malo en que también quieran amor?

El poder del día a día
Foto: Lynn Johnson

Denise Resnik guía a su hijo, Matt, de 27 años, mientras se afeita siguiendo las instrucciones en un iPad. Para ayudarle a vivir por su cuenta, Denise, promotora inmobiliaria, fundó First Place, una comunidad de 55 pisos en Phoenix, Arizona. El personal asiste a los residentes en tareas cotidianas como hacer la compra, les enseña competencias como hacer la colada y actúa de puente entre los residentes y los puestos de trabajo que casan con sus habilidades e intereses.

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Adaptación a las motivaciones

Frank está amasando en una pizzería de la Universidad Rutgers en New Brunswick, Nueva Jersey. Prácticamente no habla y tiene un autismo profundo. Lo que observo es un poco aburrido y un poco milagroso.

Cuando Frank se convirtió en uno de los primeros participantes del Centro Rutgers de Servicios a Adultos con Autismo, presentaba dos conductas casi incesantes: apretar las ma­­nos y dar alaridos. No parecía lo más alentador para desempeñar un empleo remunerado. Pero entonces el equipo de Rutgers descubrió que a Frank le encantaban los libros y el orden, y creyó que en la biblioteca estaría en su salsa. Resultó que al recitar las signaturas para sí mismo mientras colocaba los libros en los estantes sentía menos ganas de chillar, y al final ningunas. ¿Pero qué hacer con lo de las manos? Este es el motivo de que Frank pase las tardes en la pizzería, donde le han enseñado a hacer masa y formar bolitas que luego se congelan. Si haces bases de pizzas, apretar las manos es parte del curro, no un problema.

Christopher Manente, director ejecutivo del centro, que forma parte de la Escuela de Posgrado de Psicología Aplicada y Profesional, observa atentamente a Frank y su monitor. «La gente tiene una idea preconcebida de las personas con autismo: o los ven como Temple Grandin o como al protagonista de The Good Doctor, o los ven como discapacitados totales. Solo ven los extremos. Por eso cuando contac­­to con una empresa y les propongo que cojan a alguno de nuestros participantes, creen que les va a dar trabajo extra. Cuando en realidad es muy interesante lo que pueden aportar».

Progreso laboral
Foto: Lynn Johnson

Con la barbilla apoyada en la mano, Brian McDermott, de 35 años, escucha a sus colegas de desarrollo de software en las oficinas de JPMorgan Chase en Wilmington, Delaware. Las reuniones le causan estrés, aunque es un empleado muy apreciado que cuenta con el apoyo de sus compañeros. Es uno de los 177 empleados que forman parte del programa Autismo y Trabajo de la empresa.

A tiempo completo
Foto: Lynn Johnson

Una residente de First Place, Jenny Liebowitz, de 26 años, trabaja a tiempo completo haciendo tareas informáticas en Precisionists, una empresa que crea empleos para personas con discapacidad. El trabajo que hace Jenny reduce al mínimo la interacción con la gente.

Amor al arte
Foto: Lynn Johnson

Christy Owens, de 25 años, otra residente de First Place, trabaja en una tienda de alimentación, donde recoge los carritos del aparcamiento y embolsa las compras. Es una pintora excelente, pero prefiere cultivar esa faceta por amor al arte en vez de por dinero.

Concentración máxima
Foto: Lynn Johnson

En Invictus Enterprises, una empresa neoyorquina, Dusty Sweeney, de 20 años, parece ensimismado mientras trabaja con la masa de la que saldrán golosinas saludables para perros. La empresa fue fundada por Molly Sebastian y una amiga, Alison Berkley. Sebastian tiene una hija con autismo.

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El programa de Rutgers investiga y forma a adultos con autismo de uno a otro lado del espectro. Es el primer programa de su género en una universidad estadounidense. Hay matriculados 12 alumnos, pero confían en admitir hasta 60. Por ahora van y vienen, pero la idea es crear una comunidad laboral y habitacional en la que los estudiantes de posgrado que se forman para trabajar con adultos con autismo convivan con ellos.

Manente y yo paseamos por el campus para conocer a los aprendices. A Scott lo que más le gusta de trabajar como camarero en la cafetería es enrollar los cubiertos en las servilletas. Michael está en el restaurante Rutgers Club, donde se queja a todo volumen de que él quiere ser recepcionista, aunque de momento aprovecha su meticuloso detallismo para pasar el aspirador como un derviche. Stan, aficionado a los acuarios y la hechicería, trabaja en la tienda de informática del campus. Todos tienen sus excentricidades.

Sin duda dan más trabajo del que alivian, ¿verdad?

Manente me presenta a Sebastian Nieto, el encargado del Rutgers Club. «Mire, esto es una universidad, normalmente somos el primer contacto con el mundo laboral que tienen los estudiantes "normales" –me dice–. Invertimos mucho tiempo y esfuerzo en formarlos. ¿Qué diferencia hay?». Nieto, oriundo de Argentina, lo ve desde el punto de vista del inmigrante: «Llegas de otro país, no hablas el idioma, no conoces las costumbres. Alguien tiene que apostar por ti, aunque le cueste más trabajo llevarte hasta donde tienes que llegar».

Nieto, que sabe cómo trabaja Scott, apunta que jamás había visto a nadie enrollar los cubiertos tan bien y tan rápido. Y encima es una tarea que le encanta. «Vamos, que un empleado con autismo es un chollo», dice.

Inclusión y aceptación
Foto: Lynn Johnson

Al término de un congreso sobre autismo celebrado en Savannah, Georgia, varios participantes asisten a una vigilia en recuerdo de las personas con discapacidad asesinadas por sus cuidadores. La organizadora, Faye Montgomery, está sentada entre su marido, William, y la profesora universitaria de zoología Temple Grandin, quien se ha convertido en una de las personas con autismo más conocidas del mundo. En su faceta de oradora y activista, Grandin ha propiciado la mayor aceptación de unas personas que, en sus propias palabras, tienen «un cerebro con capacidades diferentes».

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Descifrando enigmas

El campamento de citas amorosas fue idea de Elizabeth Laugeson, profesora clínica asociada del Instituto Semel de Neurociencias y Conducta Humana de la UCLA. Muchos programas de adquisición de habilidades sociales, una terapia habitual para las personas con autismo, pierden efectividad a cierta edad.

«La mayoría de los programas se diseñan para los niños –dice–. ¿No cree que las habilidades sociales que necesitas cuando estás en primaria son distintas de las que te pedirán en secundaria, en bachillerato, en la edad adulta?».

Laugeson dirige el campamento todo el fin de semana; es amable, directa, imperturbable. Su misión: descodificar el universo social-romántico-sexual. «No todos saldrán contigo aunque tú quieras y tú no saldrás con todos los que te lo pidan», repite como un mantra.

En el campamento se desmontan y teatralizan todas las posibles maneras de acercarte a una persona: flirtear con la mirada (echar un vistazo y apartar la vista, en vez de esquivar la mirada todo el rato o fijarla como un zombi), entrar y salir de las conversaciones con fluidez («Tengo que ir al baño» resultó no ser la estrategia de salida ideal), conversar a una distancia adecuada del interlocutor (cuando dijeron a una mujer que estaba demasiado lejos, se puso a 15 centímetros de la cara del monitor).

Se puso enorme énfasis en criticar el desaliño. «Es una falta de respeto hacia la persona que va a salir contigo», dice Laugeson de las personas con falta de higiene.

Los asistentes quieren respuestas concretas sobre una realidad que no podría ser más variable. Laugeson intenta dárselas. Una regla importante: si pides salir a alguien y no te contesta, puedes pedírselo una vez más y punto. Una mujer alza la mano. «O sea... ¿dos mensajes al día?». «No, dos mensajes», dice Laugeson.

Hay normas que ni siquiera esta psicóloga puede transmitir, como la probabilidad de que haya beso de despedida en la primera cita. «¿Qué porcentaje hay de que haya beso?», pregunta un chico amante de las matemáticas.

Varias personas quieren saber si deben o no desvelar que están diagnosticadas de autismo. En este punto, dice Laugeson, no hay norma. Algunos lo hacen, porque no lo ocultan y lo llevan con orgullo. Otros no. Eso sí, si lo decís, apunta, «no lo presentéis como un defecto. Decid lo que significa para vosotros». Les indica que revelen las cosas positivas, como que las personas con autismo tienden a seguir las normas, a ser leales, a decir lo que piensan.

Estos aspirantes a novios tienen mucho que interiorizar, pero están llenos de esperanza. Yo también. Les deseo lo mejor a todos ellos, a la sociedad, a mi hijo. Y sobre todo, al hombre de gafas que, sentado a mi lado, asiente y murmulla feliz: «Yo puedo. Seré un novio genial». 

Este artículo pertenece al número de Mayo de 2020 de la revista National Geographic.

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