La COVID-19 nos ha tendido una emboscada, sustituyendo escenas que nos eran familiares por incertidumbres tan desconcertantes como mortíferas. Muchas cosas han cambiado. Muchas cosas siguen cambiando.
Y qué bien sienta, en estas condiciones, encontrarse con algo totalmente inesperado… pero positivo en todos los sentidos. Algo caprichoso. Bello. Rebosante de vida.
España encajó uno de los golpes más tempranos y contundentes de la COVID-19, lo que obligó a confinar a la población durante tres meses.
En junio se celebró el alivio de las restricciones con un concierto en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona.
El público: 2.292 plantas naturales.
Tan verdeante público fue obsequiado por un cuarteto de cuerda que interpretó el Crisantemi de Giacomo Puccini. El crisantemo es una flor relacionada con la pérdida y el luto.
El artista Eugenio Ampudia creía que las plantas llenarían el teatro de «vida, aun estando vacío de gente». Un público humano invisible se benefició de la idea: tras el concierto, regalaron las plantas a los profesionales sanitarios de Barcelona.
Las críticas fueron magníficas. En palabras de un columnista: «En un año de oscuridad y sufrimiento, un acto como este, de bondadosa absurdidad, puede levantarnos el ánimo».