Durante mucho tiempo la humanidad imaginó que las profundidades marinas eran un reino silencioso, carente de sonidos; incluso el gran explorador de los océanos Jacques Cousteau, inventor de la escafandra autónoma en 1943, tituló El mundo del silencio el libro y la película que realizó a mediados de 1950 para dar a conocer al mundo las maravillas de un mar que estaba entonces en sus inicios exploratorios. Pero nada más lejos de la realidad. Como se empezaría a descubrir años más tarde gracias a los avances en bioacústica, el mar alberga un magnífico auditorio donde se interpreta un majestuoso concierto del que nosotros los humanos, sin ayuda de la tecnología, apenas percibimos un 10%. Se trata de una sinfonía conformada por todos los sonidos que los animales intercambian entre sí, un rico paisaje sonoro que se ha venido gestando desde los orígenes de la vida y en el que estamos interfiriendo de una forma brutal. Desde hace ya demasiado tiempo, las ruidosas actividades humanas dificultan esa comunicación submarina, con unas consecuencias devastadoras para una gran variedad de organismos.
Foto: Cortesía de Michel André
Una cabina suspendida de un brazo articulado permite al operario sumergir una de las boyas pasivas del sistema de escuchas de la Tierra ideado por el investigador Michel André en el Ártico, en el marco del proyecto LIDO (Listen to the Deep-Ocean Environment).
Foto: ©Heather Cruickshank
Con los auriculares puestos y gracias a una boya situada en el fondo marino, Michel André escucha el ruido del Ártico, cuyo deshielo ha abierto la posibilidad a nuevas actividades humanas. La perturbación sonora en el ecosistema puede causar un desequilibrio de la biodiversidad polar.
«El sonido es para muchos animales el principal medio de comunicación, tanto entre individuos de la misma especie como entre las distintas especies», dice Michel André, profesor de bioacústica en la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC) y director del Laboratorio de Aplicaciones Bioacústicas (LAB) de dicha universidad. Nacido en Toulouse, este ingeniero y biólogo lleva más de 30 años estudiando el impacto que acarrea la contaminación acústica en el medio marino. Y no solo sobre los mamíferos, en especial los cetáceos, como se pensaba hasta hace unos años. Hoy sabemos que el ruido que producimos debajo del agua –tráfico marítimo, prospecciones petrolíferas, construcción de parques eólicos, puertos o puentes, campañas sísmicas, minería submarina, sonares militares y comerciales…– afecta también a peces, invertebrados marinos e incluso a especies de flora marina como la Posidonia oceanica.
André, que estudió en Francia bioquímica y fisiología animal, y biotecnología, y luego se especializó en bioacústica en Estados Unidos, llegó a las islas Canarias en 1992 a raíz de varias colisiones entre embarcaciones y cetáceos –en concreto, cachalotes (Physeter macrocephalus)–que provocaron heridos graves e incluso un muerto entre los pasajeros. Los expertos, él incluido, apuntaron ya entonces que las colisiones podrían deberse a una pérdida de capacidad auditiva de esos animales, algo que se pudo confirmar a posteriori en las autopsias. «Algunos cetáceos, como los cachalotes, sufren pérdidas irreversibles de audición debido al creciente alboroto en los océanos provocado por los seres humanos –explica el científico–. Además, estos grandes mamíferos marinos suelen emerger a la superficie de forma brusca para respirar, tras permanecer a 3.000 metros de profundidad alimentándose, un esfuerzo del que les cuesta recuperarse alrededor de 15 minutos. Es en ese lapso de tiempo cuando son embestidos por las afiladas quillas que tan a menudo los dejan heridos de muerte». Aquellos lamentables sucesos fueron el detonante de que se iniciasen investigaciones para evaluar cómo los ruidos que produce el hombre en los océanos están relacionados con estas colisiones y plantear algún tipo de solución. Fue entonces cuando André tuvo la idea: escucharía los sonidos del mar para detectar la presencia de ballenas instalando unos «oídos» bajo el agua. Y así fue como creó el primer sistema anticolisión de ballenas, llamado WACS (por sus siglas en inglés de Whale Anti-Collision System).
«Se trata de unas boyas pasivas acústicas fijadas en el fondo marino, a 50 metros de profundidad, que, equipadas con micrófonos y sensores, captan el sonido o la mera presencia de los cetáceos y envían la señal a un laboratorio de detección en tierra. Desde allí se alerta a los capitanes de barco de la presencia de los animales en su zona para que eviten la colisión», explica André. Su invento le valió en 2002 ser uno de los laureados de los Premios Rolex a la Iniciativa, los galardones que desde hace más de 40 años apoyan a personas con proyectos innovadores que mejoran la vida en el planeta, amplían el conocimiento humano, responden a grandes retos o preservan el patrimonio natural y cultural para las generaciones venideras. «El premio nos dio visibilidad, nos permitió tener voz. Y gracias al galardón creamos el LAB en Barcelona, el primer laboratorio de contaminación acústica, y desarrollamos el proyecto de escucha de
las profundidades oceánicas LIDO (siglas de Listen to the Deep-Ocean Environment)», explica. En el marco de este proyecto, André ha creado una red mundial
de observatorios en las profundidades marinas, unos 150 por el momento, que a través de varías tecnologías que ha ido desarrollando a lo largo de los años escuchan los sonidos del océano las 24 horas del día, detectando la contaminación acústica de origen humano. Se trata, dice, de combinar los intereses de las industrias con la preservación del medio ambiente marino. «Estos sistemas permiten diferenciar los sonidos naturales, propios de la vida marina o de los eventos geológicos, de los producidos por el ser humano. El objetivo es recabar la mayor cantidad de datos posible, cartografiar qué zonas son las que presentan mayor riesgo y actuar en consecuencia».
Pero sus sistemas de escucha de la Tierra no solo están ayudando a salvar especies en el mar. También las ha instalado en ecosistemas terrestres, gracias a la colaboración que el bioacústico francés ha establecido con otros Laureados Rolex. Por ejemplo, con el ambientalista Arun Krishnamurthy, dedicado a la restauración de los lagos contaminados de la India y también comprometido en la conservación de los elefantes. Con su ayuda trabaja desde 2019 en el estado de Bengala Occidental para tratar de evitar accidentes entre estos animales y los ferrocarriles. «Más de 350 elefantes mueren cada año arrollados por los trenes», relata André. Para evitarlo, las autoridades usan sensores de imagen, pero estos detectan a los animales a un máximo de 250 metros de las vías, lo que da muy poco margen de maniobra. En cambio, los sensores acústicos captan los sonidos de los elefantes en un radio de un kilómetro, lo que permite a los conductores frenar a tiempo.
También ha colaborado con el espeleólogo Francesco Sauro, cuyo trabajo en los tepuyes de América del Sur presentamos en la revista en agosto de 2020. Juntos han puesto en marcha una nueva disciplina científica, la espeleoacústica, destinada a comprender la formación y evolución de las cavernas a través del análisis de sus paisajes sonoros.
Y en la Amazonia ha puesto en marcha, junto con el equipo del primatólogo José Márcio Ayres, un Laureado de 2002 ya fallecido que dedicó su vida a la protección de la selva amazónica, una red de escuchas en la Reserva de Desarrollo Sostenible Mamirauá que proporciona valiosos datos a los guardas del bosque y les ayuda a monitorizar la salud de los ecosistemas. No solo mediante micrófonos ubicados en las copas de los árboles: también con una serie de drones extremadamente silenciosos cuya misión será captar sonidos, imágenes y muestras de especies tanto en tierra como en el medio acuático. En total, están monitorizando más de una treintena de especies de mamíferos, aves, monos e insectos, y a uno de los cetáceos en mayor peligro de extinción del mundo: el delfín rosado (Inia geoffrensis), uno de los pocos delfines de agua dulce que existen. «El ruido de las embarcaciones es una de sus grandes amenazas, así como también la contaminación que genera la minería de la zona», explica André.
Foto: Teresa Correa
Desde 2016, Michel André ha puesto en marcha en la Reserva de Desarrollo Sostenible Mamirauá una red de escucha que proporciona valiosos datos a los guardas del bosque y les ayuda a monitorizar la salud de los ecosistemas.
Foto: ©Rolex/Kurt Amsler
El científico Michel André recibió un Premio Rolex a la Iniciativa por su sistema anticolisión de ballenas (WACS), una de cuyas antenas es introducida en el agua tras ser revisada.
Foto: Moment/ Getty Images
Los peces también se ven afectados por la contaminación acústica causada por los humanos.
Desde el LAB, donde se custodia la mayor base de datos de sonidos de la naturaleza y del impacto que los ruidos humanos ejercen sobre ella, André participa en numerosos proyectos internacionales y combina el desarrollo de nuevos micrófonos más sensibles y robustos que puedan adaptarse a distintos entornos con sistemas de inteligencia artificial y aprendizaje automático que le permiten monitorizar cada vez mejor los sonidos de la Tierra. «Hace unos años abordábamos los ecosistemas de manera independiente. Aislábamos los datos del océano de los del bosque y los del desierto. Ahora, gracias a la red mundial de sensores que están continuamente comprobando la salud de la naturaleza, sabemos qué debemos hacer para prevenir una amenaza debida a la actividad humana, desde la tala de árboles en la Amazonia hasta la caza furtiva en África o los graves ruidos industriales en los océanos». Hoy escuchamos a la naturaleza desde cualquier parte del mundo: «Desde nuestra casa, podemos acceder cómodamente a los sonidos de la selva, de los polos, de los océanos… Podemos ir a cualquier sitio, al mismo tiempo».
Cómo afecta la contaminación acústica a la vida marina
El ruido generado por las actividades humanas causa lesiones e incluso la muerte a una gran variedad de animales. En resumen, pone en riesgo los ecosistemas marinos e impacta severamente sobre los recursos.
Foto: Richard Robinson/Getty Images
Foto: SJO/Getty Images
Protagonizaron los primeros estudios de contaminación acústica: el ruido no solo les impide comunicarse, también los puede llegar a matar. Se ha podido comprobar que el ruido emitido por sonares de alta intensidad provoca grandes varamientos y muertes de cetáceos.
Muchas especies usan sonidos para comunicarse, orientarse, alimentarse y huir de los depredadores. Pero la injerencia humana causa un ruido que los estresa, induce a cambios de comportamiento y los despista a la hora de encontrar las mejores zonas de alimentación y reproducción.
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El ruido de origen antropogénico lesiona de forma grave y permanente a las praderas de posidonia. Daña sus órganos sensoriales, equivalentes a los estatocistos de los invertebrados, lo que afecta a sus procesos nutricionales y también a sus raíces.
Sepias, calamares, pulpos y otros invertebrados tienen un sistema auditivo formado por unos órganos sensoriales especializados que se denominan estatocistos. La contaminación acústica daña gravemente estos receptores de las vibraciones sonoras.
El ruido de origen antropogénico lesiona de forma grave y permanente a las praderas de posidonia. Daña sus órganos sensoriales, equivalentes a los estatocistos de los invertebrados, lo que afecta a sus procesos nutricionales y también a sus raíces.
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El bioacústico francés Michel André fue Laureado con los Premios Rolex a la Iniciativaen 2002 por crear un sistema de escuchas submarino para prevenir el riesgo de colisión entre barcos y ballenas. Este artículo ha contado con el apoyo de Rolex, que colabora con National Geographic para arrojar luz, mediante la ciencia, la exploración y la divulgación, sobre los retos que afrontan los sistemas más cruciales que sustentan la vida en la Tierra. Más información en www.rolex.org/es/rolex-awards.
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Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2022 de la revista National Geographic.