«¡Papá, bueyes!», gritó la pequeña María Sanz de Sautuola al vislumbrar las pinturas del techo de la cueva de Altamira en el verano de 1879. Ese grito entusiasmado ha entrado por derecho propio en la historia de las grandes frases de la ciencia, quizás a la altura del «¡Eureka!» de Arquímedes o del murmullo con el que Galileo abjuró de lo confesado ante la Inquisición.

Si fuese hoy, quizá María y su padre, el caballero montañés Marcelino Sanz de Sautuola, habrían fotografiado las pinturas con el móvil y subido las imágenes a las redes sociales, y Altamira se habría hecho famosa en un instante. Pero no fue así. Sautuola murió incomprendido, consciente de que no se valoraba su descubrimiento y del menosprecio con el que se recibieron inicialmente las pinturas. Nadie creía que el hombre del Paleolítico fuese capaz de legarnos una manifestación artística tan sublime.

María Sanz de Sautuola
Foto: Cortesía de la Fundación Marcelino Botín

La pequeña María Sanz de Sautuola fue la primera persona que, un día de verano de 1879, vio las pinturas trazadas en el techo de Altamira.

Como una matrioska rusa, el relato del descubrimiento de las pinturas de Altamira contiene múltiples subhistorias, entre ellas incluso una de amor. Un excepcional matrimonio de artistas, Matilde Múzquiz y Pedro Saura, enamorados del arte paleolítico y de la cueva cántabra, crearon una réplica que preservaría las maravillosas pinturas del inevitable deterioro causado por las visitas de los turistas. En un derroche de rigor científico y creatividad, Pedro y Matilde estudiaron hasta el último detalle de Altamira, cada surco y cada grieta de la piedra, cada trazo pictórico, y llevaron a cabo una réplica exacta de la cueva original. Se convirtieron en portavoces de un movimiento por la conservación del arte parietal in situ y en defensa del derecho de las generaciones futuras a maravillarse tanto como la pequeña María.

Corría el año 2000. Nuestra revista, fundada tres años antes, decidió entonces dar un paso de gigante. Había una historia (o, mejor dicho, varias historias) que contar sobre Altamira. En el universo de la Geographic de la época, los reportajes eran responsabilidad exclusiva de la institución matriz, cuyos legendarios recursos le permitían destacar fotógrafos, periodistas e ilustradores sobre el terreno durante meses. Pep Cabello, por entonces director de arte de la edición española y posteriormente director de la misma, aceptó la misión de cruzar ese Rubicón psicológico y convencer a los editores estadounidenses de que autorizasen la aventura.

Páginas del artículo sobre Altamira publicado en National Geographic España
Foto: Alfredo Garófano

El trabajo sobre la réplica de las cuevas de Altamira fue publicado en la edición española de la Geographic en el primer artículo creado íntegramente fuera de Estados Unidos.

Presentación del proyecto en Washington D.C.
Foto: Pedro Saura

Los editores de España tuvieron que viajar a la sede de National Geographic, en Washington D.C., para presentar el proyecto (derecha, Pep Cabello, de espaldas).

Fue como una saga nórdica. Hubo momentos de alegría y momentos de nervios. «La edición española decidió, en un alarde técnico, insertar un papel vegetal en algunas de las páginas que, superpuesto a las fotografías de las pinturas, permitía al lector descifrar los trazos y grabados menos perceptibles», explica Pep Cabello. Jamás se había hecho nada semejante en la revista del marco amarillo. Solo faltaba superar la prueba definitiva. En la sede central de National Geographic Society, en Washington D.C., William Allen, el entonces director, protagonizaba un curioso ritual: se conocía como el Wall Walk, y consistía en inspeccionar los proyectos de reportajes expuestos en una pared, candidatos a constituir futuros artículos de National Geographic. Se decía que un simple gesto de desagrado de Allen podía echar por tierra el trabajo paciente de varios meses.

Y llegó la hora de la verdad. El meticuloso trabajo sobre Altamira se expuso en una sala de la sede central de nuestra casa madre. Como el general que pasa revista a las tropas, Allen comenzó el recorrido en compañía de Pep. «Hizo un par de preguntas, queriendo saber más sobre lo que veía y lo que significaba –recuerda nuestro antiguo director–. Al final miró hacia el grupo de editores estadounidenses que avanzaban junto a él, pendientes de la más mínima expresión facial o verbal, y formuló una sencilla pregunta: "¿Por qué no publicamos Altamira también en la edición americana?"».

El artículo en cuestión acababa de convertirse en el primer reportaje de National Geographic creado fuera de la redacción de Estados Unidos.

Este artículo pertenece al número de Octubre de 2022de la revista National Geographic.