Pasé mi infancia en Michigan, el estado de los Grandes Lagos. Desde hace muchos años, cada vez que vuelvo allí en mi visita estival (sí, tiene que ser en verano), me alegro de no ver según qué cosas. Por ejemplo, no veo hordas de californianos (me disculparán) abarrotando adorables poblaciones ribereñas, como Petoskey o Glen Arbor. Tampoco hordas de neoyorquinos (con perdón) chapoteando en el lago Michigan o corriendo por las arenas blancas de las Dunas de la Osa Durmiente.

No es mi intención ofender a habitantes de una y otra costa, pero siempre me ha gustado la sensación de que los encantos aún intactos del noroeste de Michigan son un secreto que conozco solo yo, o pocas personas, casi todas ellas del Medio Oeste. Sin embargo, en los últimos tiempos me ha dado por pensar que ojos que no ven, corazón que no siente.

La mayoría de la gente no se acuerda de los lagos Michigan, Hurón, Superior, Erie y Ontario. Muchos ni saben los nombres. Pero deberían tenerlos muy presentes porque, como dice Tim Folger en el artículo de portada de este mes, los Grandes Lagos son «desde muchos puntos de vista, el recurso más precioso del continente, con un valor mucho mayor que el del petróleo, el gas o el carbón».

Todos ellos contienen en total más del 20 % del agua dulce superficial de la Tierra y el 84 % de la de América del Norte. Casi 40 millones de estadounidenses y canadienses «bebemos de los lagos, pescamos en ellos, transportamos mercancías en sus aguas, cultivamos sus orillas y trabajamos en ciudades que a ellos deben su existencia», escribe Folger.

Y sin embargo, les damos un trato in--fame: los contaminamos, los llenamos de especies invasoras, permitimos que las escorrentías de fertilizantes causen proliferaciones de algas tan inmensas que son visibles desde el espacio. El cambio climático significa que los lagos no se congelen como antes y que los temporales violentos sean más frecuentes que nunca.

Miremos hacia donde miremos, la Tierra padece grandes males. Incendios descontrolados en la Costa Oeste de Estados Unidos, y hasta en el Ártico siberiano. Hielo que se funde en la Antártida y glaciares que se derriten en el Himalaya. La destrucción negligente de la selva amazónica. Se habla mucho de estos problemas en este y otros medios, pero no tanto de lo que está sucediendo en los Grandes Lagos, el frágil e insustituible ecosistema de 22.700 billones de litros de agua dulce que la Tierra necesita para sobrevivir.

En resumen, lea el artículo de Folger. Aprecie la belleza del paisaje con las asom--brosas fotos de Keith Ladzinski. Conviértase en paladín de los Grandes Lagos. (Pero, por favor, no los visite).

Gracias por leer National Geographic.

Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2020 de la revista National Geographic