Julio de 2018. En una autovía rural del norte de California, un automovilista sufre un reventón. La llanta metálica roza contra el asfalto. Las chispas provocan un incendio que arrasa el bosque agostado, ruge en tornados de fuego y devasta decenas de miles de hectáreas, sin dejar nada a su paso. Cuando las llamas empezaron a avanzar hacia la ciudad de Redding, Keith Bein preparó su nuevo laboratorio móvil: un remolque con dos minicoches eléctricos, un montón de tubos y aparatos, y un artilugio blanco que tiene el aspecto de un faro en miniatura.
Foto: Stuart Palley
Bein es científico atmosférico en la Universidad de California en Davis, a unos 240 kilómetros al sur de Redding. Para cuando enganchó el remolque a su camioneta y partió hacia el norte del estado, el incendio de Carr –las chispas de aquella llanta saltaron en las inmediaciones de la central hidroeléctrica de Carr– ya era uno de los incendios forestales más vastos de la historia de California. Se había cobrado seis vidas, entre ellas las de dos bomberos. Calcinaba árboles, praderas, cabañas campestres, pasarelas peatonales, farolas, coches aparcados. En las afueras de Redding acababa de arrasar una urbanización llamada Lake Keswick Estates, y con ella toda la infraestructura asociada a las viviendas unifamiliares: aislamientos, tejas, neveras, pintura…
Y alrededor de la inmensa trayectoria del incendio de Carr había humo, enormes nubes que lo engullían todo y llegaban a miles de kilómetros de las llamas. De todas las cosas que contaminan el aire que respiramos, el humo de los incendios forestales es lo que más fascina a Bein.
Este científico se ha propuesto entender de qué se compone el humo exactamente, qué diferencias químicas existen entre un incendio y otro y qué consecuencias tienen los megaincendios sin precedentes de este siglo sobre la contaminación atmosférica del planeta y la salud humana. Para el oeste de América del Norte y Australia, en cuanto a tamaño y número de incendios forestales, 2018 fue el peor año desde que existen registros… hasta que llegó 2020 y pulverizó todos los récords.
«Algo así ocurría antes una vez en la vida –dice Bein–. Ahora sufrimos un incendio gigantesco todos los veranos. Y constituye un problema de salud pública muy preocupante».
Por eso fue a Lake Keswick Estates, donde se encontró un suelo carbonizado, vecinos evacuados y viviendas arrasadas hasta los cimientos. Calzó el remolque y encendió el artilugio, que en realidad es una sofisticada combinación de bomba de aire y sensor. Sacó tubos y monitores de los coches eléctricos, que proporcionan alimentación recargable y portátil a la instalación. Le dolían los ojos y la nariz. «Era horroroso», dice.
Horroroso, pero perfecto para su investigación. Aunque las llamas ya habían pasado de largo, los investigadores saben que las brasas también generan un humo extremadamente tóxico. Saben que la construcción de tantas viviendas en medio de áreas naturales o adyacentes a ellas ha creado comunidades asequibles, pintorescas… y vulnerables, ahora que el aumento de las temperaturas convierte los bosques en yesca. Bein y sus colegas llaman a estos lugares zonas de interfaz urbano-forestal (donde se combinan usos residenciales, productivos o recreativos en un entorno con vegetación forestal), y saben que un megaincendio en una interfaz urbano-forestal genera una humareda gigantesca en la que a la contaminación propia del incendio forestal se suma la del incendio de los edificios: una combinación nociva.
Foto: Stuart Palley
Qué contiene esa mezcla? ¿Y qué les pasa a los humanos y otros animales que inhalan las emisiones de tamañas conflagraciones? Son preguntas que deben responderse con urgencia si pretendemos comprender y reducir la contaminación atmosférica, pero no es tan sencillo como pudiera parecer. No hay más que imaginar lo que cuesta trasladar el auténtico humo de un incendio forestal a un centro de investigación. Tienes que convertirte en el equivalente a un cazador de tornados y salvar barreras policiales a base de explicaciones, como hace Bein cuando lo requiere la ocasión. O bien instalar en el fuselaje de un avión C-130 de carga unos tubos de aspiración de humo y meterte de lleno en las humaredas de los incendios forestales, como hizo el equipo de investigación que pasó el verano de 2018 sobrevolando los incendios de Colorado e Idaho.
«Convertimos el avión en un laboratorio químico volante», dice desde la Universidad Estatal de Colorado la científica atmosférica Emily Fischer, jefa del equipo de investigadores que analizan las sustancias detectadas en aquellas humaredas. La lista de componentes incluye monóxido de carbono, cianuro de hidrógeno y más de un centenar de otros gases, así como las peligrosas partículas finas (PM2,5) que Beth Gardiner describe en su artículo. Hay consenso en que el humo representa un riesgo inmediato para la salud, tanto si es de una interfaz urbano-forestal como si es «natural», y bastan unos cuantos días de exposición para que una persona con asma o cualquier otra sensibilidad acabe en urgencias.
También es posible –las pruebas no son concluyentes– que respirar humo de un incendio forestal desencadene un tipo de cambios celulares que podrían generar futuros problemas de salud:insuficiencias cardíacas, enfermedades respiratorias, accidentes cerebrovasculares. También hay dudas sobre la enfermedad de Alzheimer. Simplemente identificar la mejor manera de explorar esos vínculos ya supone un reto formidable para los investigadores; al fin y al cabo, no es posible provocar un incendio forestal con fines experimentales. Hay que pensar en el estrés físico y psicológico que conlleva un incendio, incluso para quien no está en la trayectoria de las llamas. Y el humo cambia constantemente durante un incendio a medida que sus componentes se calientan, se enfrían e interactúan. «Los efectos sobre la salud pueden variar en función de la química de cada caso –dice Lisa Miller, inmunóloga respiratoria del Centro Nacional de Investigación en Primates de California–. Tardaremos en entenderlo como es debido».
Foto: Stuart Palley
El centro alberga unos 4.000 primates, muchos de ellos en recintos al aire libre, y durante los terribles incendios que en 2008 asolaron el estado, Miller tuvo la idea de estudiar a lo largo de varios años al grupo de macacos Rhesus recién nacidos, que pasaban sus primeras semanas de vida respirando el humo omnipresente de un incendio forestal. Trasladar a las crías al interior para protegerlas del humo quedaba descartado, explica Miller; eso habría interferido en los agrupamientos sociales, ya que no había espacio interior suficiente para todos los animales. Su equipo y los veterinarios del centro han seguido de cerca al grupo expuesto al humo en sus primeras semanas de vida. Hoy, cuando han cumplido 12 años, los macacos no manifiestan problemas de salud que exijan tratamiento médico. Pero sí hay signos preocupantes. Cuando en el laboratorio se exponen sus muestras de sangre a agentes infecciosos, la respuesta inmunitaria se hace de rogar. Y en comparación con las crías nacidas en 2009, un año en que el aire era más limpio, las que respiraron humo denso en sus primeras semanas de vida presentan unos pulmones más pequeños y unas vías aéreas que parecen comprometidas. Los paralelismos con los humanos son inquietantes. «La enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC) o la fibrosis no suelen diagnosticarse hasta los cincuenta y muchos o sesenta y pocos años –dice Miller–. Eso nos lleva a pensar que tal vez estamos asistiendo a las primeras fases de un trastorno pulmonar crónico».
Cabe recordar que la mayor parte de la contaminación atmosférica del planeta sigue procediendo de otras fuentes: tubos de escape, calderas, fábricas, quemas agrícolas, cocinas de leña o de carbón… Pero los incendios forestales aumentan en número y magnitud a tal velocidad que hemos acuñado una nueva terminología para hablar de ellos. No existe una definición formal de «megaincendio», pero en general denota un mínimo de 40.000 hectáreas de terreno en llamas. Hace unos años, cuando la revista digital Wildfire Today pidió a sus lectores sugerencias de nombres para calificar conflagraciones aún mayores, recibió una propuesta al instante. Quizá se la haya encontrado usted en los titulares del año pasado: «gigaincendio».
Los megaincendios destrozan mucho más que el aire que respiramos, y las propuestas para lidiar con ellos van desde lo abrumador hasta lo prohibitivo, pasando por lo contrario al sentido común. Abrumador: poner freno al calentamiento global, que está recalentando espacios naturales, agostando la vegetación, matando árboles y generando unos efectos meteorológicos inquietantes, como los 14.000 rayos que cayeron en 2020 e iniciaron el llamado August Complex Fire, el gigaincendio californiano que se inició con casi 40 incendios separados y acabó calcinando más de 4.000 kilómetros cuadrados. «Usamos prefijos como “mega” y “giga”, pero esto no ha hecho más que empezar –afirma la epidemióloga de la Universidad de Tasmania Fay Johnston, uno de los nombres más reputados a nivel mundial en la investigación sobre el humo de los incendios forestales–. Si no hacemos nada contra el cambio climático, vamos a saber lo que es bueno».
Prohibitivo: limpiar a fondo los espacios naturales, retirando árboles muertos y otros restos secos que se han ido acumulando porque llevamos años apagando incendios forestales como autómatas, sin reflexionar acerca de una estrategia a largo plazo. Es una labor titánica que exigiría una inversión ingente de maquinaria y mano de obra.
Contrario al sentido común: usar el fuego. Dejar hacer a aquellos pequeños incendios forestales que no amenacen viviendas; así es cómo la naturaleza limpia y propicia el crecimiento de nueva vegetación. Los pueblos indígenas concebían las quemas contenidas como una herramienta de gestión del territorio, y casi todas las propuestas para combatir los megaincendios reclaman más fuegos controlados, planificados tras un estudio meticuloso del estado del viento y el impacto sobre las personas que viven cerca. Y sí, los incendios reducidos también generan humo. Pero menos. Según Donald Schweizer, que investiga la calidad del aire desde la Universidad de California en Merced: «La opción de incendio sin humo no existe».
El laboratorio de Bein en la Universidad de California en Davis prácticamente echó el cierre a principios del año pasado a causa de la pandemia, cuando su equipo estaba haciendo grandes avances en lo que él llama «el primer estrato» de la extracción de información química y toxicológica de las muestras de humo del incendio de Carr. Como sus colegas y él estaban resueltos a seguir tomando muestras y el laboratorio móvil no podía salir del garaje, instalaron un punto de muestreo en el tejado de un edificio de la universidad. Una estudiante de posgrado subía regularmente para recoger muestras y sustituir los filtros de la bomba de aire. Cuando llegó el invierno y se extinguieron por fin los históricos incendios de 2020, Bein contaba con más de 60 pliegos de filtro de uso científico, cada uno de ellos cargado de información y envuelto en papel encerado para su protección. «Ya me han pedido esas muestras de un montón de sitios», dice Bein. Por ahora las guarda en un congelador, a 80 °C bajo cero.
Cynthia Gorney, colaboradora habitual de la revista, vive en California; recientemente ha adquirido un purificador de aire doméstico.
Stuart Palley es bombero forestal y ha documentado más de un centenar de incendios californianos.
Ver más información en "Tierra en llamas, aire tóxico".
Este artículo pertenece al número de Abril de 2021 de la revista National Geographic.