Si existe un hilo conductor en los libros y artículos que he escrito a lo largo de 40 años de carrera profesional, es la fascinación por lo que los científicos han descubierto sobre el cuerpo humano. Divulgar la investigación biomédica me ha enseñado a sentir un gran respeto por el método científico. Pese a sus esporádicos pasos en falso y rectificaciones, estoy convencida de que en última instancia nos acerca a una mejor comprensión del mundo y una mejor forma de habitarlo.

Por todo ello, mientras los científicos se entregaban a descifrar el novísimo coronavirus, yo seguí por instinto sus recomendaciones en materia de seguridad, basadas en la hipótesis de que el virus se transmitía principalmente por las gotículas que toses y estornudos dejan en las superficies. En consecuencia, empecé a limpiar las encimeras, procuraba no tocarme la cara y me lavaba las manos continuamente.

Y entonces, 15 o 20 días después de que mi ciudad, Nueva York, decretase el cierre de la hostelería, los teatros y los centros de enseñanza, los científicos emitieron un mensaje distinto: todo el mundo debía llevar mascarilla. La recomendación original había sido que no debíamos llevarla a no ser que fuésemos personal sanitario en primera línea. La rectificación se basaba en gran medida en la nueva hipótesis conforme el coronavirus se propagaba sobre todo por el aire.

¿En qué quedábamos? ¿Transmisión por superficies o por aerosoles? ¿Qué nos debía dar más miedo, los botones del ascensor o la gente que respiraba a nuestro lado? ¿Lo sabían los científicos, por lo menos?

Debo confesar que aquel cambio de criterio sobre las mascarillas me asustó: los científicos iban enterándose sobre la marcha de lo que había. Las afirmaciones más contundentes de los expertos más inteligentes del planeta de pronto se antojaban poco más que conjeturas bienintencionadas.

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Diana Marques, NGM. Fuente: Cary Funk, Centro de Investigaciones Pew

Ahora que este año devastador toca a su fin conviene detenernos un instante y preguntarnos qué efectos a largo plazo tendrá que hayamos visto al estamento científico dando palos de ciego en su intento por entender el coronavirus y parar los pies a la enfermedad que provoca, la COVID-19, todo ello en público y a velocidad de vértigo. Hasta quienes sentimos fascinación por la ciencia hemos asistido con desasosiego a sus debates, contradicciones, cambios de discurso y rectificaciones. Hubiese preferido que un héroe con bata de laboratorio llegase volando y acabase con el virus de un plumazo. Cuando en 1955 Jonas Salk presentó su vacuna de la polio y desterró una enfermedad espeluznante, yo era un bebé; siempre oí a mi madre hablar de él con veneración.

Mientras los científicos trabajan día y noche para salvarnos de una plaga terrorífica y en apariencia incontenible, quizás estemos avanzando hacia otro final feliz, un escenario en el que salimos de esta no solo sanos y salvos, sino también más sabios. Si hemos de sacar algo en claro de esta infausta experiencia, espero que no sea que los humanos somos unos insensatos, sino que el método científico es capaz de sacarnos de una crisis existencial.

Para qué engañarnos: el reto es colosal y no hay precedentes. Si cualquier virus normal y corriente ya es una compleja maraña, el SARS-CoV-2 es todo eso y mucho más. Aúna facilidad de contagio y letalidad en una nefasta combinación que Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, ha llamado su «peor pesadilla». En primer lugar, ni un solo habitante del planeta era inmune a él en el momento de su aparición. En segundo lugar, se transmite por el aire e infecta las vías respiratorias superiores, lo que significa que retorna al ambiente con rapidez y va pasando de persona a persona. En tercer lugar –y esto quizá sea lo más preocupante–, el virus es más contagioso durante el estadio presintomático, con lo cual los portadores se sienten con energías y ganas de hacer vida normal cuando más probabilidades tienen de infectarnos.

Las mañas de este virus para frustrar el contrataque del organismo son de una eficacia diabólica. En cuanto penetra por vía nasal u oral, esquiva la primera línea de defensa inmunitaria, se introduce con facilidad en las células, secuestra la maquinaria celular para empezar a generar copias y más copias de sí mismo y se asegura de que esas copias funcionen, valiéndose de un mecanismo de corrección del que muchos otros virus carecen por completo. Su efecto es implacable: puede convertir las células pulmonares de la víctima en un material inservible con aspecto de cristal triturado, reventar los vasos sanguíneos o destruirlos con coágulos microscópicos, alterar el funcionamiento del riñón, el corazón o el hígado dándoles una rigidez irreversible. Es capaz de desarmar las células que atacan a los virus invasores y provocar a continuación una reacción inmunitaria secundaria descontrolada con terribles consecuencias, pues paradójicamente causa su propia catástrofe. Y quienquiera que entra en contacto cercano con un infectado tiene muchas papeletas –aunque se ignora cuántas– de contagiarse.

¿La peor pesadilla de Fauci? Yo no pegaría ojo.

Ante semejante amenaza contra la humanidad, la lucha para poner freno a la pandemia ha sido más que pública. El ciudadano medio asiste a las teorizaciones científicas que en condiciones normales no salen de los congresos académicos y las publicaciones especializadas. Buena parte del debate tiene lugar ante las cámaras, así como en Twitter, Facebook y en reuniones familiares y de amigos. Yo misma me pregunto si alguno de los interlocutores de esta cháchara sabe cómo funciona de verdad la ciencia.

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Ilustración: Rachel Levit Ruiz
  • El acceso a la banda ancha siempre ha sido desigual, y la pandemia puso en evidencia esa brecha. Sin embargo, los avances en las redes de telecomunicaciones 5G permitirán pasos de gigante en ámbitos como la telemedicina, la banca, la educación o el transporte, al ofrecer una conectividad más rápida y un acceso más general. «Será un cambio radical», dice David Grain, que fue director de una empresa de torres de telecomunicaciones entonces llamada Global Signal. La mayor eficiencia de las redes se traducirá en menores costes y mayores facilidades para que la pequeña empresa devastada por la pandemia llegue a nuevos clientes y comience a crecer.

Como no funciona es, para empezar, con el guion del héroe solitario a lo Jonas Salk. La ciencia es la colaboración de muchos héroes distintos. Lo estamos viendo ahora mismo, cuando miles de investigadores han reorientado sus laboratorios, por muy lejos de la virología o las enfermedades infecciosas que estuviese su ámbito de estudio original, para combatir colectivamente la cabeza de hidra a la que nos enfrentamos. Nunca se había visto nada igual: científicos dándolo todo para cooperar más allá de las fronteras, mientras algunos de sus líderes políticos se enzarzan en descalificaciones.

Asistir a este esfuerzo científico acelerado me causó sensaciones encontradas: era alentador, pero tan complicado de seguir que agravó mi ansiedad. De modo que hice lo que llevo haciendo toda mi vida adulta: coger el teléfono para preguntar a varios científicos cómo lo ven. Es una ventaja maravillosa de ser periodista: tienes ocasión de hacer preguntas tontas a gente inteligentísima. Normalmente me ayuda a poner mis propias ideas en claro. Esta vez... no tanto.

La ciencia puntera siempre pone de manifiesto lo mucho que ignoramos, incluso los supuestos expertos, de modo que aquellas llamadas me dejaron claro el larguísimo camino que tenemos por delante. Así y todo, fue reconfortante saber que un enorme número de científicos estaba buscando respuestas.

«Es increíble ver a la gente invirtiendo todo su talento y todas sus competencias en buscar una solución –me dijo Gregg Gonsalves, codirector de la Alianza por la Justicia Sanitaria Global de la Universidad Yale–. Todo el mundo quiere ayudar», aun procediendo de ámbitos tan alejados como el derecho, la geografía, la antropología o las bellas artes.

Todo ese conjunto de investigaciones ha aportado una enorme cantidad de información en un plazo increíblemente corto. Apenas habían pasado unas semanas desde que se conociese la primera transmisión animal-humano y ya se había secuenciado el genoma completo del virus. A la altura del verano, solamente en Estados Unidos había más de 270 tratamientos farmacológicos potenciales para la COVID-19 en ensayos clínicos activos. En lo que se refiere a la búsqueda del Santo Grial –la vacuna–, un ejército internacional de investigadores de Estados Unidos, China, Gran Bretaña, la India, Alemania, España, Canadá, Thailandia y otros países del mundo habían identificado ya a principios de agosto más de 165 candidatas. Se avanzaba con tanta rapidez que hasta un tipo tan hiperrealista como Fauci –dado a subrayar la importancia de realizar ensayos clínicos a gran escala antes de presentar nuevos fármacos– ha reconocido ver con «cauteloso optimismo» la posibilidad de que a principios de 2021 dispongamos de una vacuna. Si acierta –y por favor, por favor, que acierte–, el proceso de desarrollo de la vacuna habrá batido por tres años el récord histórico.

Solo que a veces la ciencia no puede acelerar más. «En la ciencia siempre hay cierto componente de serendipia –me dijo Gonsalves–. La velocidad y la escala de lo que está ocurriendo ahora podría ser un mero preludio de los descubrimientos casuales que tendremos que hacer a lo largo de un período más dilatado». En otras palabras: «De un tubo de ensayo no salen terapias mágicamente».

Nunca se había visto nada igual: científicos dándolo todo, mientras los líderes políticos se enzarzan en descalificaciones.

A continuación llamé a Howard Markel, director del Centro de Historia de la Medicina de la Universidad de Michigan, para hablar sobre la excepcional y horripilante capacidad metamórfica del coronavirus. Tenía la impresión de que cada día me topaba con noticias sobre un nuevo órgano, o un nuevo grupo etario, en el que se cebaba. Pero Markel me explicó que la aparente explosión de síntomas nuevos y variopintos es inherente a cualquier virus altamente contagioso en los momentos posteriores a su aparición.

«A medida que acumulas material clínico, más probabilidades hay de que percibas esta naturaleza cambiante», dijo. Así ocurrió al principio de la pandemia de sida, en los años ochenta. En los inicios de cualquier enfermedad surgen manifestaciones extrañas que sorprenden a los médicos. Aunque la probabilidad de que se presente un síntoma raro sea de apenas un uno por mil, los médicos van a verlo en muchos pacientes, me explicó Markel.

Así que los giros de 180 grados y las declaraciones corregidas en lo relativo a la COVID-19 no significan que los científicos no encuentren el norte; al contrario, revelan que están generando un alud de información nueva y tratando de entenderla sobre la marcha.

En último lugar llamé a mi amigo Stephen Morse, profesor de epidemiología de la facultad Mailman de Salud Pública de la Universidad Columbia. En un libro sobre virus emergentes que escribí hace casi 30 años, Morse prácticamente predecía la catástrofe que estamos viviendo. Hoy asiste al frenesí investigador con cierta prevención.

«No es así como me gusta ver trabajar a la ciencia; va todo a mil por hora», me confesó. Luego hizo un esfuerzo por hallar la parte positiva. «Está generándose mucho conocimiento», afirmó. Y si parte de ese supuesto conocimiento resulta ser incorrecto, dijo, ¿no podría interpretarse como un beneficio? «La ciencia es un proceso autocorrector. Es posible que el esfuerzo de corregir los errores conduzca a la mejora del conocimiento». Puede ser. Pero cuando colgué, no me sentía mejor.

Toma de temperatura en L'Ecole de Battersea, un colegio del sur  de Londres.
Foto: Giles Price

Todavía me preocupaban un par de cosas. En primer lugar, la politización del proceso podría echar todo por tierra. Aunque la ciencia consiga tener una visión más exacta de la COVID-19 y descubra cómo tratar y en última instancia prevenir la enfermedad, siempre es posible que el relato de lo ocurrido vaya por libre. Existen suficientes alianzas e intereses encontrados para que la verdad se tergiverse, haciendo ver que los científicos que corrigieron sus impresiones iniciales a la luz de las nuevas pruebas estaban equivocados desde el principio.

En segundo lugar, la ciencia en sí misma podría salir mal parada. Si los investigadores toman atajos en nombre de la rapidez o se adelantan demasiado a los datos en su afán por emitir recomendaciones, podrían empañar sin quererlo el método mismo de su labor. De hecho, no mucho después de hablar con Morse leí un informe firmado por un equipo de epidemiólogos y bioestadísticos de la facultad de Salud Pública Bloomberg de la Universidad Johns Hopkins donde sugerían que buena parte de las investigaciones iniciales adolecían de una superficialidad que reducía su utilidad.

Los expertos analizaron los primeros 201 ensayos clínicos de la COVID-19, realizados en China, Estados Unidos y otros países. En muchos casos parecían estar hechos deprisa y corriendo. Un tercio no definía con claridad el éxito terapéutico, cerca de la mitad eran tan modestos (100 pacientes o menos) que no aportaban auténtica información y dos tercios carecían de la salvaguarda por antonomasia de los ensayos clínicos, el «ciego», en virtud del cual los investigadores no saben qué individuos están recibiendo el tratamiento a estudio.

Estos ensayos clínicos no ideales se hicieron públicos de todos modos, en parte porque revistas científicas punteras como el New England Journal of Medicine y las editadas por PLOS se habían comprometido a acelerar el proceso de revisión por pares de modo que los artículos sobre el coronavirus viesen la luz en la mitad del tiempo habitual. Otra vía de publicación son los servidores de preimpresión, que cuelgan artículos en internet antes de la revisión por pares. Estos servidores, creados para fomentar la transparencia en la investigación científica, son anteriores a la pandemia, pero su popularidad se disparó cuando los estudios sobre el coronavirus empezaron a surgir por doquier. Los periodistas, sabiendo que sus lectores estaban ávidos de noticias, publicaban artículos sobre los estudios colgados en estos servidores, por muy reducidos que fuesen sus universos, por muy tentativas que fuesen sus hipótesis.

Tal vez la pandemia convenza incluso a los escépticos de lo crucial que es el descubrimiento científico para la prosperidad humana.

A medida que se anuncian nuevos descubrimientos –incluso débiles o condicionales– que contradicen hallazgos anteriores, no es raro que quienes intentamos estar informados nos sintamos frustrados y confusos. Pero lo que de verdad me preocupa es que quienes ya ven la ciencia con escepticismo hagan de esos aparentes vaivenes una excusa para rechazar todas las recomendaciones basadas en demostraciones objetivas.

El sentimiento anticiencia es una realidad, tanto en Estados Unidos como en otros lugares del mundo, y es pernicioso: no en balde ha logrado que se ponga en tela de juicio el consenso experto sobre el cambio climático, el control de las armas, la seguridad de las vacunas y otros asuntos de candente actualidad. También asistimos al surgimiento de discursos conspiranoicos, que insisten en que la pandemia es un complot o un bulo. (¿O quizás ambas cosas a la vez? Son razonamientos difíciles de seguir). Critican sin piedad a las autoridades sanitarias, que en algunos casos han dimitido tras recibir la enésima amenaza de muerte. Los vídeos de ciudadanos chillando a comerciantes o concejales de Ayuntamientos por exigirles el uso de mascarilla me dejan con la boca abierta.

Y el fenómeno no es exclusivamente estadounidense. Alarmada por la desinformación, las inexactitudes y las teorías de la conspiración sobre el coronavirus que circulan por el mundo, la Organización Mundial de la Salud ha declarado que nos enfrentamos a dos crisis sanitarias paralelas: la pandemia en sí y la «infodemia» de ideas peligrosamente erradas sobre ella.

Pero no hay que ser un conspiranoico desquiciado para resistirse a asimilar las lecciones que puede enseñarnos esta pandemia; basta con ser un ser humano normal y corriente, corto de miras y falible.

«Todas y cada una de las epidemias que he estudiado culminan con una amnesia global –me dijo Markel–. Volvemos cada uno a lo suyo como si tal cosa». Los «problemas palmarios» que contribuyeron al estallido de la pandemia –la urbanización, la destrucción de hábitats, los viajes internacionales, el cambio climático, los desplazamientos de población que huye de la guerra– simplemente se cronifican, añadió, a medida que la población pierde interés en exigir que se invierta en ciencia más tiempo, más dinero y más talento. «Los políticos pasan página mientras los responsables de elaborar políticas claman en el desierto: "¡Sigue haciendo falta!"».

El siglo XXI ya se ha convertido en lo que Markel llama el siglo de las epidemias: el SARS en 2003, el H1N1 (o gripe porcina) en 2009, el MERS en 2012, el ébola en 2014 y 2016, y ahora la COVID-19 en 2019, 2020 y quién sabe cuántos años más. Cinco epidemias en 20 años, cada una algo peor que la anterior, y la presente muchas veces peor que las otras cuatro juntas.

Quizá, por paradójico que parezca, ver cómo los científicos tratan de diseñar un avión mientras vuelan en él –como han descrito algunos la investigación sobre el coronavirus– demuestre ser positivo para nuestra comprensión general del método científico. Tal vez la pandemia convenza incluso a los escépticos de lo crucial que es el descubrimiento científico para la prosperidad humana.

Posibilidades remotas
Ilustración: Rachel Levit Ruiz
  • Internet ha hecho posible que millones de personas trabajen a distancia, pero nos ha expuesto a sufrir ciberataques. Jesper Andersen, director general de la empresa de ciberseguridad Infoblox, afirma que «es mucho más complejo proteger una empresa que trabaja en remoto», por no hablar de una consulta médica a distancia o una red de automóviles autónomos. Las actuales VPN (redes privadas virtuales) no serán eficientes con millones de personas trabajando desde casa a largo plazo. Habrá servidores descentralizados que aumentarán la velocidad y se implantarán formas más sofisticadas de iniciar sesión para reforzar la seguridad en línea.

En ello cifra sus esperanzas Lin Andrews, directora de apoyo a la docencia del Centro Nacional de Ciencias de la Educación de Estados Unidos. «La población en general deposita una confianza innata en los científicos, pero cuando entra en escena un tema controvertido, las cosas pueden torcerse», me dijo Andrews, quien junto con otros 10 colegas ha creado una unidad didáctica centrada en la epidemiología para mostrar en qué consiste el método científico.

La unidad enseña cómo construyen sus teorías los científicos poniendo de relieve «los tropiezos que se dan en el camino», me explicó. Repasa hitos como cuando John Snow descubrió que el brote de cólera de Londres de 1854 tenía su origen en el consumo humano de agua contaminada.

Snow llegó a su conclusión años antes de que se confirmase la teoría de los gérmenes. No entendía cómo el agua transmitía el cólera, pero percibía que los patrones de la enfermedad indicaban que así era. Aprender que los descubrimientos históricos consisten en una serie de pasos progresivos, confía Andrews, pone en contexto los acelerones y frenazos de los científicos actuales en su avance hacia la comprensión de la COVID-19.

Quizá ver trabajar a la ciencia en vivo y en directo resulte positivo. Al fin y al cabo, la mejor manera de lograr que la población confíe en la ciencia pasa por mostrar la puesta a prueba de las hipótesis y su constante perfeccionamiento: desquicia verlo mientras esperamos con impaciencia la solución a una crisis planetaria, pero en última instancia será el único modo de alcanzar unos resultados que nos permitan retomar nuestra vida.

Las encuestas revelan que la opinión pública no siente tanta consternación al ver a los científicos en acción como yo me temía. El Centro de Investigaciones Pew, que recaba desde 2015 la opinión de los estadounidenses sobre la ciencia, constata una continua tendencia positiva que se mantiene incluso en la encuesta de abril y mayo de 2020, cuando el coronavirus marcaba máximos y muchos de los encuestados estaban confinados. En enero de 2019, fecha de la última encuesta prepandemia, los entrevistados ya tendían a confiar en los científicos; el 86?% manifestaba creer con «mucha» o «bastante» confianza que la motivación de los científicos es el bien común. La confianza ascendió al 87?% con la pandemia.

Pero cuando telefoneé a Cary Funk, directora de investigación sobre ciencia y sociedad del Centro Pew, para hablar de estas alentadoras estadísticas, ella me conminó a no dejarme llevar por el entusiasmo: la cuestión no es tan sencilla. Según Funk, las encuestas revelan una honda división partidista. Los republicanos siguen siendo renuentes a abrazar la ciencia sin ambages. La probabilidad de que afirmen que los científicos les inspiran «mucha» confianza es la mitad que en el caso de los demócratas, una proporción que nunca ha llegado a superar el 27?%.

Las encuestas del Centro Pew también reflejan una profunda división racial. Los adultos negros, revela la encuesta de hace unos meses, tienen menos probabilidades de confiar en los científicos médicos que la población en general. También es menos probable que confíen en nuevas terapias o vacunas contra la COVID-19; tan solo el 54?% de los encuestados negros afirman que se vacunarían de la COVID-19 «con toda seguridad» o «probablemente», frente al 74?% de blancos e hispanos. Este recelo, exacerbado por la atención deficiente que reciben muchos pacientes negros en consultas médicas y salas de urgencias, es especialmente problemático en el contexto de la COVID-19, cuya tasa de letalidad es más del doble entre la población negra que entre la población blanca.

Las divisiones raciales y políticas en la visión de la ciencia son especialmente insidiosas en este momento, cuando los escépticos podrían socavar cualquier avance en la lucha contra el coronavirus. En el peor de los casos, si un número suficiente de incrédulos rechaza las medidas de control y las vacunas, la ciencia podría verse despojada de su capacidad de protegernos a todos.

Inyección de una vacuna refrigerada contra la COVID-19 en el marco de un ensayo de la Universidad de Oxford.
Foto: Giles Price

Me gustaría creer que Andrews tiene razón cuando afirma que estamos ante una excelente oportunidad de educar a aquellos cuya infancia está viéndose moldeada por el coronavirus. Estos niños –hay quien ya habla de la generación C– quizá sean mañana unos adultos menos comprensivos con la polarización que hoy está empañando nuestras respuestas. Pongamos por caso que pasan sus años formativos observando de cerca el proceso científico. Y supongamos por un momento que, al final, los científicos consiguen salvarnos.

Estamos en 2040 y la generación C es adulta. De pronto surge una nueva pandemia. Basándose en lo que aprendieron al vivir la COVID-19 a una edad tan impresionable, estos adultos reconocen la necesidad de actuar con urgencia ante el nuevo brote. Se ponen la mascarilla, mantienen la distancia social, se vacunan en cuanto aparece la vacuna (y aparece rápido, porque los científicos también han aprendido un par de cosas en el ínterin, al igual que los políticos).

La generación C sale de la pandemia con cifras relativamente bajas de víctimas mortales y perjuicios económicos gracias a las lecciones que aprendieron de niños: que las recomendaciones en materia de salud pública se basan en los mejores datos disponibles en cada momento, que estas instrucciones pueden variar a medida que se acumulan certezas científicas, que la ciencia es un proceso iterativo que no puede acelerarse.

Quizá para entonces también habrá más profesionales en los ámbitos que nos sacaron de la crisis del coronavirus: más médicos y enfermeros; más especialistas en enfermedades infecciosas, epidemiólogos, virólogos y microbiólogos, profesionales que eligieron estudiar aquello que siendo niños vieron funcionar en su versión más admirable.

En otras palabras, la pregunta es si la generación C reaccionará sin «amnesia global» cuando estalle la siguiente pandemia, como es casi seguro que estallará. Ojalá así sea, no solo porque sentaría bien a mi confianza magullada, sino también por el bien de mis dos nietas, quienes tendrían que vivir la realidad que más me inquieta.

Mucho depende de lo que ocurra en los próximos meses.

Pongamos por caso que podemos regresar a algo parecido a la normalidad. Imaginemos que se han descubierto tratamientos efectivos que convierten la COVID-19 en una enfermedad pasajera y curable en prácticamente todos los casos. Supongamos que muy pronto está lista la vacuna y que llega a una proporción significativa de la población mundial. Si todo esto ocurre, ¿por qué no habríamos de salir de la pandemia con una mayor apreciación de la iniciativa científica en todo su accidentado esplendor?

Intento aferrarme a esa esperanza, pese a la vociferación de políticos y fanáticos de la «elección personal» que ponen en entredicho todo cuanto hacen los científicos. Intento convencerme de que a veces sale victorioso el ángel bueno. Y de que hoy tenemos un ejército de ángeles buenos –científicos, educadores, médicos, enfermeros, defensores de la salud pública– que, desde que la inquietante imagen de un virus espinoso empezó a convertir nuestros sueños colectivos en una pesadilla, han estado trabajando sin descanso para obrar un final feliz.

Este es el final en el que intento confiar, un capítulo en el que salimos de esta habiendo aprendido a ponderar la ciencia en lo que vale: la mejor oportunidad para librar a la humanidad de sufrimientos y muertes prematuras.

Robin Marantz Henig es colaboradora habitual de la revista. Giles Price, fotógrafo afincado en Londres, explora en su obra el paisaje social, a menudo con diversas tecnologías de imagen.

ste artículo pertenece al número de Noviembre de 2020 de la revista National Geographic.

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