En julio de 2019, una curiosa noticia fue anunciada por las trompetas del apocalipsis de los medios modernos. Como una chispa en un pinar seco, el fuego mediático se propagó, incendiando casi todos los periódicos de referencia: el dolmen de Guadalperal, un «Stonehenge español», afloraba a la superficie y era urgente preservarlo. En una situación típica de nuestro tiempo, aparecieron enseguida «expertos» y propuestas extravagantes. Uno incluso sugirió su traslado del lugar donde está desde hace unos cinco milenios a una cota por encima del nivel del agua, desvalorizando su significado paisajístico y territorial.

La «noticia» no cogió por sorpresa a la comunidad de especialistas en prehistoria, especialmente en Extremadura. El dolmen (porque es un dolmen, un recinto funerario, y no un recinto ritual circular propio de lo que los historiadores llaman henge) había sido bien estudiado, metódica y minuciosamente, hace casi un siglo. Se sabía que estaba allí y lo que significaba. Las lágrimas por su desaparición ya se habían derramado en 1969, cuando el Gobierno central decidió crear el embalse de Valdecañas, inundando la finca de El Guadalperal, 6 kilómetros al sur de la antigua carretera entre Madrid y Badajoz.

Pero aquel verano de 2019 se produjo un desenlace inesperado: las fake news generaron ondas de choque. La indignación popular, los vídeos de YouTube y los movimientos cívicos reclamaban medidas, y el Ministerio de Cultura y Deporte puso en marcha un proyecto para analizar el grado de desgaste del monumento tras 50 años sumergido bajo las aguas del embalse. Se decidió complementar los trabajos arqueológicos realizados entre 1925 y 1927 y crear una metodología de documentación digital capaz de guardar información esencial sobre este y otros monumentos sumergidos para la memoria futura. En ese momento entraron en escena Primitiva Bueno-Ramírez, catedrática de prehistoria de la Universidad de Alcalá, y Enrique Cerrillo Cuenca, profesor titular de prehistoria de la Universidad Complutense, junto con un equipo de especialistas y colaboradores. Pero no nos anticipemos. De hecho, esta historia comenzó con un clérigo alemán que encontró en España la materia prima para alimentar su pasión por el conocimiento.

Un clérigo alemán, clave en el descubrimiento

Hugo Obermaier fue ordenado sacerdote en 1900. Estudió en Viena y se interesó por un área de la arqueología que estaba dando sus primeros pasos: la prehistoria. La evolución de esta disciplina no fue apacible, pues tenía implicaciones religiosas y de identidad. Comprender la monumentalidad del pasado romano o apreciar los primeros reinos paleocristianos de España no era difícil, pero aceptar la tesis del largo viaje humano implicaba aceptar la evolución como el mecanismo que nos había llevado de la sabana prehistórica a la modernidad.

Obermaier reflejaba las tensiones de su tiempo –en la década de 1940, por ejemplo, todavía consideraba los fósiles de primates antropomorfos como monos, negándose a integrarlos en el árbol filogenético de los homínidos–, pero fue providencial para la arqueología española. Llegó a nuestro país en 1908, en compañía de otro clérigo arqueólogo, el abate Breuil. En aquellos años, en Asturias y Cantabria se estaban produciendo unos descubrimientos de arte prehistórico que cambiarían la historia. Obermaier excavó y aprendió. La Primera Guerra Mundial lo privó del apoyo del Instituto de Paleontología Humana de París y decidió quedarse en España. En 1916 publicó El hombre fósil, su obra de referencia, y en 1922 fue aceptado en la Real Academia de Historia. Fue el primer catedrático de Prehistoria de España, en la Universidad Complutense,un hecho del que ahora se cumplen 100 años. En 1925, su cargo de capellán en la Casa de Alba le permitió visitar en Extremadura la finca familiar del duque de Peñaranda, Hernando Fitz James Stuart, hermano del duque de Alba. Encontró allí un extraño montículo de piedra y tierra similar a los que lo obsesionaban.

Metódico y enérgico, el arqueólogo desenterró la estructura del dolmen de Guadalperal y lo interpretó correctamente como una estructura funeraria. Sus preciosas fotografías de campo muestran el escenario de un típico paisaje extremeño: campos en flor, encinas asomando en la esquina de las fotos, trabajadores bajo el duro sol cacereño. Los materiales arqueológicos se quedaron en la finca, los cuadernos y el diario, con Obermaier. Pero otros hechos sacudieron la vida del sacerdote.

El estallido de la Guerra Civil en 1936 lo pilló en Oslo, representando a España en un congreso internacional. Aunque apoyaba discretamente a los falangistas, no quiso involucrarse. Adivinó la carnicería que se iba a producir y decidió no regresar. Su Alemania natal tampoco era un destino recomendable. Fue a Friburgo, Suiza, donde pasó los últimos años de su vida.

Por entonces había un debate abierto tan científico como arqueológico: ¿podrían diferentes grados de «civilización» en el mismo territorio legitimar reivindicaciones de «singularidad»? ¿Tenían algo en común el hombre de Altamira y las comunidades del sur que «solamente» dejaron simples recintos megalíticos e instrumentos contundentes?

Megalitos de la península Ibérica

Pasaron los años. Una pareja alemana, Georg y Vera Leisner, también se interesó por los megalitos de la península Ibérica. Recuperaron las notas de Obermaier y las publicaron en 1960. Entonces aún estaban in situ 140 piedras del monumento. Y la arqueología empezó a apreciar con otros ojos una de las bellezas de Guadalperal y de otros dólmenes vecinos: la permanencia de la ocupación. El sepulcro se utilizó a lo largo del IV milenio a.C. Bueno-Ramírez los llama «receptáculos de la memoria colectiva, una historia congelada en la que sigue vigente el lugar de los muertos».

Nada de esto importaba en Madrid. En 1969, la llanura fue anegada para construir un embalse estratégico. Durante 5.000 años, el ser humano encontró motivos para honrar el paisaje y los meandros del río, depositando a sus muertos en tumbas ceremoniales. «En un minuto se inundó todo», dice la especialista. Y el recuerdo del lugar se fue sumergiendo lentamente, como un viejo libro guardado en un desván polvoriento que solo los antiguos recordaban.

En 2019 las autoridades con competencias sobre el Tajo –y son varias– dieron luz verde al proyecto de investigación, pero no fue posible hacer trabajo de campo. Se percibía, sin embargo, que los motivos de la repentina bajada de las aguas de ese año se repetirían nuevamente. Algunos señalaron que la razón era la sequía extrema. Otros sugirieron una gestión más comercial del agua. Lo cierto es que en 2020, cuando reapareció el dolmen, el equipo de especialistas estaba listo.

El antiguo sepulcro, formado por lo que en Extremadura se llama cascotes (bolas de cuarcita), seguía en pie, resistiendo estoicamente y poco deteriorado. El equipo realizó un intenso trabajo de prospección en el entorno del dolmen y pudieron localizar más megalitos, además de sitios de habitación con la misma cronología.

Previamente, en 1992, durante un bajón temporal del agua del embalse, Bueno-Ramírez y Rodrigo de Balbín Behrmann, junto con Antonio González Cordero, habían realizado una breve investigación para comprobar que la estela de entrada a la cámara tenía decoración. En 2020 fue posible analizarla con fotogrametría y otras tecnologías no invasivas. En efecto, se han identificado decoraciones, algunas de tamaño notable. Enrique Cerrillo Cuenca dirigió la documentación digital del dolmen mediante nubes de puntos, lo que permitirá reproducirlo en 3D en un centro de visitantes.

En ese momento, algunos autores sugirieron que el dolmen de Guadalperal no era más que un «falso histórico». Como Obermaier había usado cemento para solidificar estructuras, ¿quién sabe qué otras extravagancias podría haber cometido? Por lo tanto, el equipo se esforzó por documentar que debajo de los «niveles de Obermaier» (el depósito de hormigón mezclado con materiales para consolidar los soportes) se mantenía el monumento original. Se encontró también una nueva fosa y finalmente se entendió cómo debía de cerrar la cámara funeraria.

El pasado mes de mayo el Consejo de Ministros lo catalogó como Bien de Interés Cultural. Para Primitiva Bueno-Ramírez, la rehabilitación llega ahora: «Extremadura fue privada de su patrimonio cultural, sin compensaciones. La decisión de inundarlo borró memorias y posibles fuentes de ingresos turísticos. Me parece de elemental justicia que, casi un siglo después de que Obermaier excavara aquí, hayamos conseguido realizar un inventario intensivo de todo el patrimonio arqueológico sumergido en el pantano de Valdecañas. Hemos de saber qué tenemos y cómo conservarlo. Ahora estamos en condiciones de proponer investigaciones específicas en sitios megalíticos por encima de la cota de agua. Y esperamos que la zona pueda disfrutar de un patrimonio arqueológico con información de calidad y accesible para su visita».

Sería irónico que, después de todo, una fake news fuera el punto de partida de una historia feliz.

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Este artículo pertenece al número de Agosto de 2022 de la revista National Geographic.