Desde principios de año, este nuevo coronavirus ha alterado la vida tal como la conocíamos. Un número elevadísimo de personas ha contraído la COVID-19 en todo el mundo, y la cifra de muertos sigue subiendo. No hay faceta de nuestra vida que no se resienta de los efectos de esta pandemia: trabajo, colegio, familia, tradiciones, celebraciones.
Este número especial analiza aquellos cambios que la pandemia ha obrado ya en nuestro mundo y conjetura cómo podría seguir alterando nuestro pensamiento y nuestra conducta en el futuro.
Pienso mucho en las consecuencias que todo esto tendrá para los niños. En las videoconferencias que hemos hecho desde que en el mes de marzo comenzamos a trabajar desde casa, he visto a los hijos de mis colegas al fondo de la imagen (y, de vez en cuando, también en primer plano). Me preocupa cómo repercutirá en su futuro académico el haberse visto obligados a estudiar a distancia de la noche a la mañana.
Pero más me preocupan los niños que no llegué a ver: esos pequeños que en sus colegios encontraban ordenadores, acceso a internet y una comida (o más) al día. Cruzo los dedos para que esa ayuda siga llegándoles aunque los colegios estén cerrados y confío en que tengan la resiliencia necesaria para volver a remontar.
También pienso en los jóvenes que empezaban a independizarse justo cuando golpeó esta pandemia, llevándose por delante tantos sueños. Esta generación de jóvenes de entre 18 y 25 años nunca lo ha tenido fácil: se criaron a la sombra del 11-S y participaron en simulacros de tiroteo desde que estaban en primaria. La Gran Recesión noqueó a muchas familias, y sus hijos contrajeron deudas exorbitantes para costearse la universidad. Y hoy, cuando ven barridos los puestos de becario y agotadas las ofertas de trabajo, deben tomarse a su pesar un obligado año sabático. Les han venido mal dadas. La «generación jorobada», la llaman algunos.
O puede que no. Hace poco leí un ensayo sobre el año 2020 escrito por Cate Engles, quien en junio se graduó en un instituto privado de Ohio. Como todas las promociones estadounidenses que terminaban sus estudios en curso, la suya «se vio lanzada sin contemplaciones a un mundo al que le importaban un bledo las tradiciones de fin de curso, las notas medias y la elección de universidad», escribe Cate. No hubo pompa, solo circunstancia sobrevenida. Ella ha pospuesto un año su ingreso en la universidad y confía en aprovechar al máximo ese margen, como ya hicieron sus compañeros cuando vieron suspendidas todas las fiestas de graduación. «En vez de preocuparnos por los vestidos, parejas y adornos florales, dedicamos los fines de semana a luchar por la justicia allí donde hace tanta falta y desde hace tanto tiempo», añade.
Engles confía en que el resultado sean «artículos periodísticos sobre las huellas que dejará esta generación
en el mundo, no en la pista de baile». Yo no tenía esa elegancia y sensatez a los 18 años.
Gracias por leer National Geographic.
Este artículo pertenece al número de Noviembre de 2020 de la revista National Geographic.