LUCHA Y RESILIENCIA

El secretario general de la ONU António Guterres llamó a un alto el fuego mundial inmediato cuando estalló la pandemia.

«Es hora de poner en confinamiento los conflictos armados y centrarnos juntos en la verdadera lucha de nuestras vidas», declaró.

Su petición cayó en saco roto. Hasta en medio de una catástrofe de salud pública que amenazaba a todos y cada uno de los habitantes del planeta, los conflictos siguieron haciendo estragos.

Dos años después del estallido de la pandemia, hay en el mundo decenas de conflictos activos. El Proyecto de Localización y Datos de Conflictos Armados (ACLED) comunica que desde 2016 más de 100.000 personas han muerto cada año en decenas de miles de batallas, revueltas, explosiones, protestas y episodios de violencia contra la población civil.

En 2021 los talibanes tomaron el control de Afganistán, recuperando el poder 20 años después. Hamás lanzó cohetes contra Israel, que respondió con ataques aéreos sobre la Franja de Gaza. La guerra en el estado etíope del Tigré sembró el germen de una hambruna mortífera.

En Estados Unidos, un grupo de insurrectos asaltó el Capitolio, y los asesinatos policiales –sobre todo de ciudadanos negros– volvieron a sacar manifestantes a las calles. Muchos emigrantes haitianos que huían del hambre y los desastres naturales de su país se dieron de bruces con la violencia en la frontera de Estados Unidos.

Cada conflicto es un mundo, que asola distintos países de distintas culturas y por motivos diferentes. En Afganistán se busca reconvertir el país en un estado islámico conservador. En Myanmar hay un estamento militar que se niega a ceder el poder. En Israel y los territorios palestinos, simplificando la situación al máximo, se disputa el derecho de habitación. En Etiopía, años de resentimientos políticos han culminado en una conflagración. En Estados Unidos se discute a quién corresponde el poder y la seguridad, y se debaten los peligros de la desinformación.

Pero en los conflictos más cruentos se emplean siempre las mismas tácticas: agresiones, privaciones y violaciones indiscriminadas.

Lynsey Addario lleva más de 20 años fotografiando conflictos en una docena de países. La violación, blandida como arma de guerra, es algo que Addario se ha encontrado en todo el mundo. El acto en sí hiela la sangre; sus consecuencias destruyen comunidades. He ahí su objetivo. En algunos lugares, padres y esposos expulsan a las mujeres que han sido violadas, cuyas familias quedan de ese modo aniquiladas sin remisión.

En el Tigré, las fuerzas eritreas y etíopes han violado sistemática y brutalmente a las mujeres tigranias. Cuando Addario llegó en mayo para documentar los efectos de la guerra sobre la población civil, conoció a mujeres que, tras huir de sus captores o ser liberadas, habían recalado en un hospital en la capital del estado, Mekele, por entonces bajo control del Ejército nacional.

«Quien no ha vivido la guerra quizá no sepa que en todos los conflictos hay momentos de paz, pequeños santuarios de seguridad incompleta en los que las personas hallan algo de solaz –dice Addario–. Aquellas mujeres habían encontrado el suyo, y por eso tenían fuerza y resiliencia suficientes para contarme lo que les había pasado». Addario lloró al escucharlas.

«Yo no podía aliviar su dolor –dice–. La única forma de ayudar a aquellas mujeres, y a cualquiera de las personas que he fotografiado a lo largo de estos años, era dando a conocer sus historias».

En medio de la angustia y el dolor de aquellas mujeres, Addario intentó captar su belleza: «Puede resultar extraño en semejantes circunstancias, pero la belleza invita al lector a detenerse, a intentar comprender. Y transmite mi experiencia de que ninguna de las personas que fotografío son víctimas. Son supervivientes».

Los efectos del conflicto perduran mucho después de que la lucha haya concluido. En el cuerpo quedan las cicatrices; en la mente, recuerdos aterradores. Las tigranias fotografiadas por Addario jamás olvidarán lo que han sufrido. Ni ellas ni nadie que se haya visto atrapado en la despiadada maquinaria del conflicto armado.

Los conflictos sacuden incluso a quienes viven a años y kilómetros de distancia de ellos. Para muestra, dos dolorosas conmemoraciones que nos trajo 2021: el vigésimo aniversario de los atentados del 11-S y el centenario de la Masacre Racial de Tulsa, en la que una próspera comunidad negra de Oklahoma fue arrasada por sus vecinos blancos.

Como país, Estados Unidos todavía no ha superado las repercusiones de estos dos desgarradores sucesos… ni de los actos de violencia perpetrados en su historia nacional. Es hoy el día que empiezan a caer monumentos a los esclavistas que se levantaron en armas contra Estados Unidos en la guerra de Secesión, como Robert E. Lee. Es hoy el día que empiezan a devolverse a sus comunidades los restos de niños nativos americanos fallecidos en los colegios en los que fueron internados contra su voluntad.

Pero pensemos también que los momentos de paz entre pugnas y contiendas dejan espacio a la reflexión. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo garantizar que no se repita? ¿Qué más podríamos haber hecho?

Quizás algún día demos con la respuesta.

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El último trabajo de Rachel Hartigan para la revista ha sido un artículo sobre la crisis de Etiopía, con fotos de Lynsey Addario.

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Este artículo pertenece al número de Enero de 2022 de la revista National Geographic.