Una compleja red biológica

La científica keniana Paula Kahumbu afirma que el Serengeti y su vida salvaje son motivos de orgullo, pero expresa su preocupación por las posibles pérdidas de un ecosistema amenazado.

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Depredadores hambrientos acechan cerca de las manadas.
Foto: Charlie Hamilton James

Las cebras no se separan de  los ñúes, las presas preferidas. Una vez en las llanuras del norte, los dos herbívoros suelen buscar distintas zonas donde pacer.  Las cebras necesitan más comida y prefieren roer hierbas más altas con sus largos incisivos.

En el imaginario popular, el ecosistema del Serengeti es un ancestral paisaje africano de inmensas llanuras doradas que no ha cambiado desde hace una eternidad. Imponentes jirafas que se mueven con elegancia. Manadas de elefantes vadeando mares de hierba ondulante. Leones que persiguen antílopes de largos cuernos helicoidales en sangrientas cacerías. Filas zigzagueantes de ñúes y cebras en constante desplazamiento. Y a los seres humanos que viven en el Serengeti, los masai y otros pueblos, se les presenta casi siempre como personajes exóticos aferrados con obstinación a arcaicas tradiciones pastoriles.

Estas representaciones guardan cierto parecido con el lugar real, pero no captan la complejidad de un vasto ecosistema que se extiende desde el norte de Tanzania hasta el sudoeste de Kenia y que alberga miles de especies vegetales y animales. El propio topónimo, Serengeti, que se cree procede del vocablo masai que significa «llanura interminable», es engañoso. El Serengeti contiene múltiples paisajes, entre ellos sabanas, selvas y bosques de ribera.

Es un espacio sin igual en el planeta, hogar de las últimas poblaciones prósperas de algunas especies. Y es un lugar donde los humanos vivieron en equilibrio con la fauna desde los albores de nuestra especie. Pero algunos de los animales que hemos llegado a conocer bien –y muchos otros que continúan siendo un misterio– corren el riesgo de desaparecer desde que los humanos invadimos sus hábitats y calentamos el clima.

Para miradas científicas como la mía, el Serengeti es a la vez una cápsula del tiempo que nos habla de un pasado inmemorial y una bola de cristal que nos revela el futuro. Por reconfortante que resulte verlo a través de imágenes familiares y relatos conocidos, debemos entenderlo como una compleja red biológica que depende de paisajes mucho mayores que los parques, las reservas y las áreas de conservación que hemos protegido.

Como la mayoría de los habitantes del África oriental, en mi infancia no lo pisé nunca. Era para los turistas, un lugar fuera de nuestro alcance e irrelevante para nuestra existencia. Pero yo, a diferencia de muchos, tuve la fortuna de ver algunas especies de la fauna keniana en su estado natural, incluso siendo una niña de Nairobi en los años setenta. Mi hermano y yo explorábamos el bosque que teníamos cerca de casa, trepábamos a los árboles, nadábamos en los ríos, vadeábamos los pantanos. Un día vimos lo que nos pareció una cobaya gigante en lo alto de una higuera. Un vecino se detuvo, bajó la ventanilla y nos explicó que se trataba de un damán y que era un pariente lejano del elefante, algo que nos dejó boquiabiertos. Nos dijo que le llevásemos los animales que lográsemos atrapar vivos y que él nos hablaría de ellos. Le llevamos serpientes, lagartos, pájaros, ranas, ratones y hasta una rata de abazones gigante de Gambia; yo estaba convencida de que era una especie aún desconocida para la ciencia. Aquel hombre de paciencia infinita era el paleoantropólogo Richard Leakey, por entonces director del Museo Nacional de Kenia.

Tiempo después, cuando tenía 15 años, convencí a mis padres para que me dejasen participar con otros estudiantes en una expedición científica por el norte de Kenia, un lugar prácticamente deshabitado en el que podías morir de sed, a manos de bandoleros o en las fauces de los leones. Pasamos un mes entero catalogando las plantas y los animales que veíamos. Aquella experiencia despertó en mí el deseo de vivir inmersa en la naturaleza. Unos años después, cuando mi madre me matriculó en la academia de secretariado, me escapé y fui a ver a Leakey. Él me encontró un puesto de becaria que me catapultó hacia mi sueño de convertirme en guardabosques.

Visité por fin el Serengeti a los veintitantos años, cuando trabajaba para el Servicio de Vida Salvaje de Kenia. Una vez pregunté a los científicos estadounidenses de la Reserva Nacional Masai Mara si tenían algún keniano en su equipo.

«Pues claro –me dijeron–. El chófer y el cocinero».

Nadie esperaba que hubiese africanos investigando sobre el terreno. Pese a semejantes actitudes, acabé doctorándome en ecología y biología evolutiva. Me encantaba investigar, pero hace unos años me di cuenta de que todo lo que tanto amaba corría grave peligro. Así que me pasé a la conservación.

Uno de mis proyectos es una serie de documentales titulada Wildlife Warriors, producida por kenianos para un público keniano, que destaca a nuestros compatriotas –científicos o no– comprometidos con la protección de nuestra fauna. Cuando presenté el proyecto, la gente me decía que los kenianos no querrían ver la serie. Pero ha tenido una acogida espectacular. El año pasado la vio el 51 % del país. El mensaje está claro: los kenianos sí se preocupan por su riqueza natural.

Y hacen bien, porque hay mucho en juego. La migración de los ñúes en el ecosistema del Serengeti está sometida a graves presiones. La llegada anual de más de un millón de ejemplares a las orillas del río Mara parecería demostrar su solidez, pero las tendencias a largo plazo desmienten esa impresión. En todo el país, las poblaciones de grandes mamíferos han caído en picado.

Jackson Looseyia, un turoperador masai y copresentador del programa de televisión Historias de grandes felinos, me contó que en la última década sus colegas y él han detectado la desaparición consumada o inminente de 10 especies: el gran kudú oriental, el duiker de sabana, el bushbuck meridional, el potamocero de río, el hilócero, el oribí central, el colobo guereza, el hipótrago sable oriental, el hipótrago ruano y el rinoceronte negro. La mayoría de estos animales son auténticos barómetros de la salud del ecosistema.

En la década de 1990 asistimos a la caída de la migración de los ñúes en el ecosistema de Athi-Kaputiei, justo al sur de Nairobi. No vimos lo que estaba ocurriendo hasta que fue demasiado tarde. Hoy parece que está repitiéndose a mayor escala en el Serengeti. Y la amenaza se ve magnificada por el cambio climático. Leakey me dijo que temía que si no actuamos de inmediato y a nivel mundial, perderemos la mayor parte de la fauna salvaje en esta generación.

Si existe algún entorno capaz de resistir el embate del calentamiento, ese sería el ecosistema del Serengeti, un lugar de prodigiosa resiliencia. Estoy convencida de que podemos defender esta maravilla natural y preservarla para generaciones venideras, pero solo si así lo exigen los kenianos y tanzanos de a pie.

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National Geographic Society, comprometida con la divulgación y la protección de las maravillas de nuestro planeta, financia desde 2010 la labor de protección de especies del África oriental que lleva a cabo Paula Kahumbu, Exploradora del Año Rolex National Geographic 2021. Por medio de la Wyss Campaign for Nature financiamos el trabajo de campo del Explorador Charlie Hamilton James, quien dedicó más de dos años a fotografiar a las personas y los animales del gran ecosistema del Serengeti.

Paula Kahumbu
Ilustración: Joe McKendry
Charlie Hamilton James
Ilustración: Joe McKendry
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Foto: Charlie Hamilton James

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Los ñúes migratorios portan consigo todo un ecosistema.

 Las garcillas bueyeras, por ejemplo, se unen a los ñúes cuando estos pastan en Tanzania. Revolotean cerca de ellos, e incluso se les posan en el lomo, a la espera de que los bóvidos levanten del suelo un festín de insectos.

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Foto: Charlie Hamilton James

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Las mortandades masivas de ñúes suponen un banquete para cocodrilos y buitres en el río Mara.

De 6.000 a 9.000 ñúes pueden morir al atropellarse unos a otros o ahogados en la rápida corriente, ya que son malos nadadores y se despistan con facilidad.

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Foto: Charlie Hamilton James

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Los ñúes suelen cruzar el Mara en un punto al pie de Lookout Hill, en Kenia.

«Esta es la clásica foto del cruce del río durante la migración», dice el fotógrafo Charlie Hamilton James, pero no es la imagen completa. Si girase la cámara, podría verse turistas aparcados por doquier.

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Este reportaje pertenece al dossier general sobre MIGRACIONES publicado en diciembre 2021. Si quieres leer el resto de reportajes entra aquí.

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Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2021 de la revista National Geographic.