Ruby Moss sacó fuerzas de flaqueza para hincarse de rodillas y rezar. Aunque ella misma estaba gravemente debilitada por el virus, suplicó a Dios que salvase la vida de Adolphus Moss, con quien llevaba 32 años casada.
Su estado se deterioraba con rapidez. Una enfermera acababa de llamar por teléfono desde un hospital de Tuscaloosa, Alabama, para informar de que Adolphus ya no podía respirar, ni siquiera conectado a un respirador a su máxima potencia.
«Escucha mi llanto, Señor. No te lo lleves», repetía Ruby desesperada. Llevaba varios minutos implorando el milagro cuando recibió una respuesta: «Lo siento mucho. No ha podido ser», dijo una voz al otro lado de la línea.
Adolphus Moss fue despedido el pasado mes de abril con una ceremonia a pie de tumba en el cementerio de la iglesia baptista de Fourth Creek, en York, Alabama. Moss, de 67 años, diácono de su iglesia y respetado líder de su comunidad rural, recibió sepultura sin funeral ni duelo. El oficio apenas duró 10 minutos.
«No pude darle el funeral que se merecía –se lamenta Ruby–. Nos dijeron que podían asistir 10 personas, pero que dos serían los oficiantes. Fue como si estuviésemos en una realidad paralela. Parecía un sueño».
El año 2020 ha traído consigo cambios inimaginables en nuestra forma de vivir y de morir. Los que se van mueren en soledad. Los que se quedan lloran sin compañía. Los ritos funerarios son irreconocibles. El velatorio irlandés, con su tradición de ataúd abierto rodeado de familiares y amigos que cantan, se abrazan y brindan en honor del finado, se ha visto sustancialmente reducido. La costumbre afroamericana de culminar el funeral con un ágape –práctica que se remonta a la época de la esclavitud– se ha suprimido. Las abluciones rituales del cadáver, práctica generalizada en las fes de Oriente Próximo y Oriente Medio, se realizan con equipos de protección individual en el mejor de los casos. El último aliento ha pasado a darse sin el consuelo de una caricia o un abrazo de despedida. La COVID-19 ha convertido la muerte en el viaje más solitario de nuestra experiencia humana común.
«Los funerales son cruciales para gestionar el duelo –dice William Hoy, profesor clínico de humanidades médicas de la Universidad Baylor–. Un funeral por Zoom no es lo mismo. Me temo que nos saldrá muy caro el no poder abrazarnos, llorar y despedir juntos al fallecido en cercanía física».
Somos las fichas de un dominó mundial. algunos tenemos más papeletas para enfermar, pero todos corremos idéntico peligro de caer.
Hoy señala que «algunas personas que perdieron familiares en los atentados del 11-S todavía arrastran el trau--ma de no haber podido recuperar o enterrar en condiciones los cadáveres de sus seres queridos. El calor humano es una necesidad absoluta para quien vive un proceso de duelo».
Que el virus nos ha cambiado la vida ha quedado dolorosamente claro.
Además de dejarnos una espeluznante cifra de muertos, nos ha robado los tesoros más básicos de nuestra experiencia común. Las asentadas rutinas de la vida laboral, escolar y familiar han sufrido una extraña desfiguración. Las costumbres cotidianas se han ido a pique. Los actos festivos que marcan las etapas de nuestra vida (una graduación, la fiesta de un compañero que se jubila, etc.) se han desintegrado. Desde marzo nos hemos entregado a los comportamientos más singulares, desde lanzarnos a comprar papel higiénico llevados por el pánico hasta enzarzarnos en peleas con desconocidos por la conveniencia de llevar mascarilla en público.
Hemos empezado a examinar y juzgar las desigualdades estructurales y los valores culturales peligrosamente sesgados de las sociedades del mundo. ¿Qué es un trabajo esencial? ¿Quiénes son los trabajadores esenciales? ¿Por qué son los pobres quienes ocupan con sus puestos de trabajo la primera línea en un porcentaje desproporcionado y con una protección insuficiente?
Ilustración: Rachel Levit Ruiz
- El futuro laboral no pasará plenamente por el trabajo remoto, pero tampoco se concentrará en oficinas. «Será un híbrido», afirma Martine Ferland, directora ejecutiva de la firma de recursos humanos Mercer. Las oficinas, más pequeñas, serán nodos para albergar colaboraciones presenciales ocasionales, al tiempo que unas herramientas digitales más avanzadas –como mejores sistemas de videollamada– sostendrán el teletrabajo. Potenciar el equilibrio entre productividad y necesidades vitales permitirá a los empleados personalizar su horario de trabajo. La flexibilidad, dice Ferland, será el mayor atractivo de las ofertas laborales.
Alrededor de 1,9 millones de turistas llegaron a Río de Janeiro en febrero dispuestos a disfrutar de una semana de fiesta. Con toda seguridad no pensaban en la grave situación de los pobres mientras degustaban sus caipiriñas y se divertían en las famosas playas de Copacabana. Pero las decenas de miles de personas que se congregaron en el céntrico sambódromo Marquês de Sapucaí para presenciar el desfile de 13 escuelas de samba el último domingo de carnaval asistieron a una celebración de la mujer brasileña pobre.
Unidos do Viradouro, una prestigiosa escuela de samba, convirtió su participación en el desfile en un homenaje a las trabajadoras negras empobrecidas conocidas como las lavadeiras de Salvador, en el estado de Bahía, descendientes de esclavos africanos. En el ultracompetitivo concurso que es el desfile, ganó Unidos do Viradou--ro. Su actuación fue celebrada por un público internacional, que percibía, quizás, afinidad y conexión para con los vulnerables y los pobres.
Aquel momento de complacencia terminó bruscamente.
Ese mismo día, Brasil registraba su primer caso de COVID-19. Un empresario de 61 años que había viajado al norte de Italia acudió a un hospital de São Paulo aquejado de fiebre, tos y dolor de garganta. Era el paciente cero de Latinoamérica. Su infección indicó a los especialistas que probablemente el coronavirus ya campaba por América del Sur. Los más vulnerables desde el punto de vista médico y económico, como era el caso de las lavadeiras y de otros millones de personas hacinadas en las favelas, corrían de pronto un gravísimo riesgo.
Si la humanidad pretende superar la COVID-19 y los virus que están por venir, los pobres y los marginados –las lavadeiras– deben incorporarse a la red de seguridad que nos sostiene a todos. El pasado mes de agosto, Brasil ocupó el segundo puesto tras Estados Unidos en las cifras totales de infectados y muertes confirmadas.
El virus que causa la COVID-19 es malicioso. Las víctimas de las arraigadas desigualdades sociales basadas en la clase, la casta, la raza y la riqueza son especialmente vulnerables. Se ceba en las personas con enfermedades previas. Y al combinarse con el clima de agitación ciudadana que estalló el pasado verano en Estados Unidos, las crisis se superpusieron. Mientras un nuevo virus atacaba los pulmones, otro muy conocido continuaba ensañándose con la población negra. Tras ser testigos de la agonía de George Floyd bajo la rodilla de un agente de policía de Minneapolis, el mundo reaccionó con furia y determinación. Desde Oriente Próximo, Europa y las más inesperadas zonas rurales de Estados Unidos, un coro de voces entonó un lema: «Black Lives Matter» (Las vidas de los negros importan).
Aquella afirmación movió al mundo a reconocer que la vida está interconectada, es sagrada y debe protegerse. Una amplia variedad de grupos sociales y culturales decidieron que no podían seguir guardando silencio ante el abuso policial sistémico y el supremacismo blanco latente. Y en ese instante empezaron a caer estatuas y a desaparecer de los edificios nobles de las universidades unos nombres largamente reverenciados.
Todo ello puso de manifiesto una realidad a la que hoy tenemos que enfrentarnos: para sobrevivir a este virus –y a los que vendrán– debemos convertirnos en una red de sociedades más justa e igualitaria. Una verdad evidente ha emergido a la luz: en la lucha contra el virus, el límite de nuestras fuerzas lo marca el eslabón más débil. Nuestra supervivencia colectiva depende de que seamos capaces de valorar en mayor medida la relación directa entre salud universal y justicia social. También exige la voluntad de dar pasos decisivos para mitigar la pandemia crónica de pobreza aplastante que constituye el talón de Aquiles del planeta.
Hubo quien subestimó el virus y lo consideró manejable, cuando no benigno. El mundo ha asistido a los vaivenes de su embate y reaccionado en no pocas ocasiones de la manera más deplorable. Ante unas cifras de contagio disparadas, el obispo Gerald Glenn, de 66 años, prominente pastor evangélico de Chesterfield, Virginia, instó a su congregación el cuarto domingo de marzo a no temer al virus. Como muchos líderes ecuménicos, Glenn, policía retirado, desoyó al gobernador de Virginia, Ralph Northam, y otras voces que desaconsejaban las reuniones de más de 10 personas.
«Creo firmemente que Dios puede más que este temido virus –dijo Glenn a sus feligreses–. Si tuviese que hablar en mi funeral, diría: “Dios es más grande que cualquier problema al que vosotros y yo nos enfrentemos”. Ese sería mi epitafio».
Glenn falleció de COVID-19 al cabo de tres semanas. Su fe religiosa no dio señales de flaquear, pero tampoco las dio la determinación letal del virus.
Semanas después, el hayy anual quedó reducido al mínimo absoluto para poner coto al riesgo sanitario que entrañaba una ceremonia religiosa de cinco días. La peregrinación a La Meca, que todos los musulmanes están obligados a realizar una vez en la vida, es uno de los cinco pilares del islam.
En detroit, el virus dejó a la vista en un instante las debilidades previas –pobreza, desempleo– que han puesto a la ciudad en peligro.
En condiciones normales, cada año se congregan en La Meca más de dos millones de peregrinos. En esta ocasión se franqueó el paso a apenas un millar de fieles. La emboscada vírica a una religión que profesan cerca de 2.000 millones de personas puso de manifiesto su siniestro modo de ataque. Se ceba no solo en el cuerpo de sus víctimas, sino también en el alma de quienes se ven obligados a distanciarse y aislarse.
El verano pasado, un devoto cristiano de Columbus, Ohio, colgó en Facebook una canción con la que confiaba animar y consolar a muchos de sus amigos, que a su avanzada edad se sentían solos. Mi padre, que cumplió 78 años en junio, aprovechó que era su cumpleaños para sacar su guitarra acústica, plantarse delante del ordenador y grabarse a sí mismo interpretando un tema que compuso hace 30. La canción, «Dios es bueno conmigo», es un tema de alabanza y gratitud.
Frank Morris, que en su día fue pastor de una pequeña parroquia rural, sufría al ver que ya no podía asistir al culto todas las semanas o celebrar su cumpleaños con sus seres queridos. Pero eso no le impidió tratar de conectar con los demás.
Tras ver el vídeo de mi padre, le pregunté qué lo había movido a compartirlo. Respondió con sencillez. «Quería llegar a quienes están preocupados o enfermos y hacerles saber que no están solos. Quería recordarles los salmos de David: “Nunca vi un justo abandonado, ni a sus hijos mendigando el pan”», dijo, parafraseando un versícu--lo que le he oído citar muchas veces.
Con un poco de suerte, sus palabras tal vez sean más que un lugar común bíblico. Quizás este virus mortífero sea una llamada de atención que esta vez no desoiremos. La amenaza sanitaria que hoy deja al descubierto nuestras debilidades como especie también ilumina nuestra interconexión. Ese es el único aspecto positivo de la actual situación. Con la amenaza de la COVID se nos ha dado la oportunidad de detenernos a pensar hasta qué punto nuestras comunidades y sociedades dependen unas de otras, pese a las barreras artificiales que levantamos hace tanto tiempo.
Los humanos somos como las fichas de un dominó mundial. Algunos tenemos más papeletas para enfermar que otros, pero todos corremos idéntico peligro de caer si uno solo cae.
Foto: Pari Dukovic
Pocas ciudades de Estados Unidos han sufrido tan pronto y con más saña el embate de la pandemia que Detroit. El ataque encajado por la ciudad es de esos que laminan toda esperanza. La que había sido capital mundial de la automoción se declaró en bancarrota en 2013, pero mucho antes de esa crisis había sufrido durante décadas la desesperación de ser una de las ciudades más depauperadas de Estados Unidos. Este año, sin embargo, estaba despuntando de nuevo.
Los vecinos más implicados insuflaron vida a la ciudad que amaban, invirtiendo tiempo y recursos en los barrios, mientras otros la abandonaban y buscaban consuelo en otros lugares. El centro urbano parecía a punto de volver a la vida con la reaparición de buenos restaurantes y pisos caros. Los barrios arruinados que se habían dado por perdidos volvían a atraer promotores e inversores.
Y entonces, a mediados de marzo, irrumpió la COVID-19.
En un instante, el virus dejó a la vista las debilidades previas que hacían de Detroit una ciudad vulnerable.
A miles de ciudadanos empobrecidos, en su mayoría afroamericanos, les habían cortado el agua por no pagar las facturas. ¿Cómo iban a lavarse las manos para frenar la expansión del virus?
En cuestión de semanas, más del 40?% de la población activa de la ciudad perdió el trabajo, en muchos casos per--manentemente. Una encuesta de la Universidad de Michigan con más de 700 respuestas revelaba que la tasa de desempleo de Detroit a finales de abril rozaba el 48?%, más del doble de la cifra general del estado. La muerte avanzaba como una apisonadora.
La trágica historia de Jason Hargrove nos recuerda que todos estamos interconectados, aunque no nos co-nozcamos, y que la muerte acecha en las situaciones más cotidianas.
Casado y padre de seis hijos, Hargrove era conductor del servicio público de autobuses de Detroit. Su trabajo tenía la consideración de esencial en una urbe donde el más del 20?% de los residentes dependen del transporte público. A principios de marzo, Hargrove empezó a inquietarse. A su mujer y sus colegas les confesó estar preocupado por los nuevos riesgos que entrañaba su empleo.
Su peor pesadilla se hizo realidad, declaró, cuando una mujer de mediana edad subió al autobús, se situó de pie detrás de su asiento y se pasó el viaje tosiendo, sin hacer amago de cubrirse la boca.
En un post de Facebook del 21 de marzo, Hargrove cargaba duramente contra aquella mujer: «Me siento violado. Me siento violado en nombre de los que viajaban en el autobús cuando ocurrió esto», decía en el vídeo.
Once días después de subirlo, moría en la unidad de cuidados intensivos de un centro hospitalario de Detroit. Era un trabajador de los que están en primera línea y que, en plena pandemia, asumió el riesgo de ejercer una profesión peligrosa.
Ilustración: Rachel Levit Ruiz
- Un efecto positivo del cierre de las escuelas quizás haya sido el espaldarazo dado a la innovación del aprendizaje a distancia. Aunque el acceso desigual a la tecnología sigue siendo un obstáculo, se diseñarán herramientas que tal vez salven esas diferencias. En primaria y secundaria se usará la tecnología para hacer deberes, marcar objetivos y medir el progreso. En la universidad es posible que la asistencia presencial llegue a ser optativa, dice Michael Crow, rector de la Universidad Estatal de Arizona, una de varias instituciones que evolucionan hacia una «universidad de servicio nacional», que multiplica las matriculaciones para ofrecer una educación de calidad y bajo coste a gran escala.
l igual que las legiones de operarios de los transportes públicos de metrópolis tan pobladas como Tokio, Nueva York o Mumbai, Hargrove no podía darse el lujo de teletrabajar. Muchos de sus viajeros eran a su vez trabajadores de camino a unos puestos infrarremunerados que exigían su presencia física en la fábrica, el supermercado o el geriátrico. Los autobuses se convirtieron en placas de Petri motorizadas.
Sabemos con certeza que determinados colectivos siempre correrán un elevado riesgo de enfermar o morir a causa del virus simplemente por no tener acceso a la sanidad o, como en el caso de Jason Hargrove, desempeñar trabajos esenciales en primera línea donde la exposición es prácticamente inevitable. En Estados Unidos, los afroamericanos y los latinos han registrado tasas desproporcionadas de mortalidad asociada a problemas previos de salud o, simplemente, porque su trabajo los obliga a salir a la calle. Ocurre en todo el mundo. Cada vez que entramos en una tienda de alimentación, miramos a los ojos a esa persona que no tiene la oportunidad de quedarse en casa. Esa es la interconexión que de pronto reconocemos: algunos de nuestros vecinos más vulnerables son también los más esenciales.
«En muchos países se ha roto el contrato social, y las instituciones fundadas para fortalecer los derechos, la igualdad, el crecimiento inclusivo y la estabilidad global han contribuido a generar la convergencia de crisis a las que hoy se enfrenta el mundo», dice Sharan Burrow, secretaria general de la Confederación Sindical Internacional, que representa a 200 millones de trabajadores de 163 países y territorios.
Desde luego, huelga decir que la pobreza mundial ya alcanzaba cotas insoportables antes de la llegada de la COVID-19.
Casi la mitad de la población mundial vive en la pobreza, según Oxfam, organización internacional sin ánimo de lucro que pone sus miras en atenuar la pobreza en el mundo. Las 2.153 personas más ricas del planeta tienen más dinero que otros 4.600 millones de personas juntas. El coronavirus ha exacerbado esta terrible desigualdad con unas consecuencias que todavía están por ver. En julio Oxfam calculó que hasta final de año podrían registrarse hasta 12.000 muertes diarias por desnutrición asociada a la COVID. La cifra podría exceder el número de muertes causadas directamente por la enfermedad.
Surgen sin cesar nuevas zonas de hambre, y no solo en países que ya viven penurias como Sudán del Sur y Venezuela, sino también en na-ciones de renta media como la India, Sudáfrica y Brasil. Millones de personas que antes de la pandemia sobrevivían a duras penas corren hoy grave peligro. Estados Unidos no es inmune al hambre. Con los negocios abocados al cierre y los colegios reducidos a la enseñanza a distancia, raras veces se ha visto tanto estrés en los hogares y, en algunos casos, tan poca comida en la mesa.
La encuesta de seguimiento de la salud de la Fundación Familia Kaiser detectó en mayo que el 26?% de los estadounidenses referían que desde el mes de febrero ellos o un miembro de su familia se había saltado alguna comida o había dependido de la beneficencia o de programas públicos para proveerse de alimentos, incluido el 13?% que afirmaba haberse abastecido en bancos de alimentos o despensas sociales.
La moraleja salta a la vista: exigir cambios y trabajar por la justicia y la igualdad en el mundo es nuestra me--jor opción de supervivencia.
La terrible realidad es que la inseguridad alimentaria está explotando en nuestra propia casa –declaraba en una nota de prensa Abby Maxman, directora ejecutiva y presidenta de Oxfam América–. Ahora mismo, en todas las ciudades hay personas que se van a la cama con el estómago vacío. Quienes ya antes vivían en la cuerda floja están a punto de caer al abismo. En Mississippi, cerca del 25?% de los habitantes sufren inseguridad alimentaria; en Luisiana, más de un tercio de los niños abren la alacena de su casa y la encuentran vacía».
Mientras numerosas comunidades estadounidenses se esfuerzan por resistir, quienes tienden la mano a los más vulnerables son ahora más importantes que nunca.
Un caluroso día de julio, Vince Cushman, uno de los gestores del Banco de Alimentos del Gran Cleveland, sudaba a mares mientras dirigía el tráfico en un aparcamiento municipal. Por culpa del virus había pocos empleados de las oficinas del centro trabajando presencialmente, y el aparcamiento se había reconvertido en el centro de distribución de un reparto semanal de alimentos que cada jueves atendía a unas 2.000 familias de la zona de Cleveland.
Cushman lleva ocho años trabajando en el que describe como uno de los bancos de alimentos más activos del país. Considera que su trabajo es un servicio público y se declara convencido de que el servicio a la comunidad es una marca distintiva de Cleveland. Por eso se le vino el mundo encima cuando contrajo la COVID-19 en marzo. Estuvo casi seis semanas de baja.
«Ya antes hemos pasado tiempos difíciles. Por eso creo que respondemos mejor en época de crisis que muchas otras ciudades que no se han visto tantas veces con el agua al cuello. Además, nos cuidamos de no juzgar a las personas cuando lo están pasando mal», dice Cushman.
Pero no es solo el hambre de las familias desesperadas lo que inquieta a los docentes de todo el mundo. La probabilidad de que innumerables niños estén sufriendo mermas irreversibles en su educación es una preo-cupación crucial.
Un estudio realizado por el Centro de Investigación de Asuntos Públicos de Associated Press-NORC desveló que a medida que los colegios estadounidenses hacían la transición de la presencialidad a la enseñanza a distancia, los padres de hogares con una renta anual inferior a 50.000 dólares se preocupaban especialmente por el futuro de sus hijos. En torno al 72?% de esos padres manifestaban el temor de que sus hijos se quedasen atrás en el plano académico. En contraste, esa cifra descendía hasta el 56?% en los hogares de rentas altas.
«Ya sabemos que, en igualdad de condiciones, la enseñanza presencial beneficia en general a los estudiantes tanto en el aspecto académico como en su desarrollo socioemocional –apunta Aaron Pallas, director del Departamento de Políticas Educativas y Análisis Social de la Facultad de Magisterio de la Universidad Columbia–. Hasta las interrupciones planificadas, como las vacaciones de verano, pueden ralentizar al alumnado, y es posible que esas interrupciones afecten más a los alumnos de entornos empobrecidos o de clase obrera que a los niños y adolescentes de clase media».
Pese a que la pandemia ha clausurado colegios y trabajos y ha reconfigurado nuestra vida cotidiana, una reconsideración de la historia está en marcha. Por doquier surgen disturbios raciales, levantamientos sociales y llamamientos a la reparación inmediata de la desigualdad social.
Tras la muerte a finales de mayo de George Floyd, el afroamericano de 46 años que murió tras ser detenido en Minneapolis como sospechoso de haber usado un billete falso de 20 dólares, se inició una de las protestas más masivas de la historia de Estados Unidos. En las cinco semanas que siguieron a su muerte, entre 15 y 26 millones de estadounidenses participaron en protestas públicas, según varias encuestas publicadas, y varios millones de ciudadanos de otros países se solidarizaron con ellos.
«La dimensión de las protestas a las que hemos asistido no tiene precedentes –dice Deva Woodly, profesora de la Nueva Escuela de Investigación Social, de Nueva York–. Hablamos de iniciativas coordinadas que tienen lugar por doquier, en ciudades, barrios residenciales y zonas rurales. Más del 40?% de los condados de Estados Unidos han sido escenario de manifestaciones de apoyo al movimiento Black Lives Matter».
Se alcanzó un punto de inflexión hacia el que avanzábamos desde hace más de cuatro siglos cuando el mundo se vio obligado a reconocer la descarnada verdad: las vidas de los negros no han importado. El caso de Floyd despojó de una vez por todas del privilegio de la ignorancia a quienes vivían alegremente al margen del problema. Su vida tal vez no importase a demasiadas personas. Su muerte importó a muchas. Jóvenes de las zonas rurales estadounidenses, acomodados estudiantes blancos y multitudes de gentes de a pie se solidarizaron con los fundadores de Black Lives Matter y con los activistas pro derechos civiles de todo el mundo para exigir justicia social y racial. Los vínculos que nos unen en nuestra humanidad se forjaron en el aire que tan cruelmente le fue negado a Floyd.
La COVID-19 ha alterado radicalmente muchas de nuestras conductas sociales, pero ¿cambiará los valores de nuestras culturas? Las lecciones de la historia moderna son alentadoras. En el último siglo asistimos a grandes avances en derechos humanos y progresos sociales a raíz de muertes atroces y revueltas sociales tremendas.
En Estados Unidos las mujeres lograron el derecho al voto tras la devastación causada por la Primera Guerra Mundial y la gripe de 1918. Fueron esas dos crisis gemelas las que les abrieron el mercado laboral y pusieron de manifiesto unas desigualdades de género que pasarían a la historia al terminar la guerra y aplacarse la gripe.
La Organización de las Naciones Unidas, consagrada al mantenimiento de la paz entre naciones y el fomento de los derechos humanos y sociales, se fundó poco después de la Segunda Guerra Mundial.
Los soldados estadounidenses negros que regresaban de aquella guerra contra la tiranía y el fascismo fueron uno de los catalizadores más potentes del movimiento en favor de los derechos civiles y el derrocamiento de sistemas de racismo legalizado muy arraigados.
Foto: Pari Dukovic
Ahora, otra grave crisis nos azota con los embates despiadados del virus. Y exige una respuesta universal. Inicialmente la COVID-19 atacó a los más vulnerables y a continuación se fortaleció encaramándose a los hombros de los más débiles para golpear indiscriminadamente. Los contagios siguen disparados en Estados Unidos, Brasil, la India y otras partes del mundo. El virus se ensañó implacable con las personas con enfermedades previas, y las desigualdades sociales masivas avivaron las llamas de un incendio planetario.
La moraleja salta a la vista: exigir cambios y trabajar por la justicia y la igualdad en el mundo es nuestra mejor opción de supervivencia. Estamos todos conectados con las lavadeiras negras de Brasil. Estamos ligados universalmente a trabajadores esenciales como Jason Hargrove, que siguió conduciendo un autobús hasta pocos días antes de sucumbir a la COVID-19.
A un inmenso coste humano, económico y social, el virus resalta los lazos irrompibles que nos unen a todos. Las ligaduras que hace mucho tiempo se volvieron invisibles se han demostrado indivisibles.
«Jason siempre se preocupó de que sus pasajeros viajasen seguros y que su autobús estuviese desinfectado
–dice Desha de su difunto marido–. Procuraba proteger a sus pasajeros, y ellos lo defendían a él de los viajeros problemáticos. Todos entendían que viajaban juntos en aquel autobús».
La muerte nos ha puesto ante los ojos un espejo que no miente. Viajamos juntos en este autobús.
Este artículo pertenece al número de Noviembre de 2020 de la revista National Geographic.