Imaginemos nuestro planeta tierra sin virus. Un toque de varita mágica, y desaparecen todos. De repente ya no existe el virus de la rabia. Ni el de la polio. Ni el del Ébola, con su terrorífica letalidad. El virus del sarampión, el de las paperas y la gama entera de gripes no están ni se los espera. Asistimos a una espectacular reducción del sufrimiento y la muerte entre los humanos. No existe el VIH, con lo cual la catástrofe del sida nunca ha tenido lugar. No hay rastro del Nipah, del Hendra, del Machupo, del Sin Nombre, como tampoco de sus caóticos estragos. El dengue no existe. Los rotavirus se esfuman, una auténtica bendición para los cientos de miles de niños de países en vías de desarrollo que cada año sucumben a ellos. El virus del Zika, fuera. Al de la fiebre amarilla, puerta. Al herpes B, del que son portadores algunos monos y que suele ser fatal cuando se contagia a humanos, adiós muy buenas. Ya nadie enferma de varicela, hepatitis, herpes zóster; ni siquiera pillamos un catarro común. ¿Y el virus de la viruela? Ya se había erradicado entre la población en 1977, pero ahora desaparece también de los congeladores de alta seguridad en los que se almacenaban las últimas y espeluznantes muestras. El SARS de 2003, la alerta que –hoy nos damos cuenta– marcó el inicio de la actual era pandémica, jamás ha existido. Y, huelga decirlo, el infame virus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19 y tan desconcertante en sus variados efectos, tan puñetero, tan peligroso, tan contagioso, ha desaparecido. ¿Se queda usted más tranquilo?
Pues no debería.
Foto: Dominik Hrebík y Pavel Plevka, Laboratorio de virología estructural, CEITEC, Universidad Masarykiana, República Checa (bacteriófago)
Este escenario es más equívoco de lo que podría parecer. Lo cierto es que habitamos un mundo de virus, virus de una diversidad insondable y de una abundancia inconmensurable. Es posible que tan solo los océanos contengan más partículas víricas que estrellas existen en el universo observable. Los mamíferos pueden ser portadores de nada menos que 320.000 especies diferentes de virus. Si a esa cantidad añadimos los que infectan a los animales no mamíferos, a las plantas, a las bacterias terrestres y a la nómina íntegra de posibles hospedadores, el total resultante es… enorme. Y más allá de los grandes números hay consecuencias mayúsculas: muchos de esos virus reportan beneficios adaptativos, sin infligir daño alguno, a la vida en la Tierra, empezando por la vida humana.
Foto: Rémi Bénali
Sin ellos no podríamos seguir viviendo. De entrada, sin ellos no habríamos surgido del barro primordial. Por ejemplo, existen dos tramos de ADN de origen vírico que hoy residen en el genoma de los humanos y de otros primates sin los cuales –ojo al dato– el embarazo sería imposible. Escondido entre los genes de los animales terrestres hay ADN vírico que ayuda a empaquetar y almacenar recuerdos –como lo oye– en minúsculas cápsulas de proteínas. Por no hablar de otros genes aportados por virus que participan en el crecimiento embrionario, regulan el sistema inmunitario, ponen coto al cáncer: efectos importantes que apenas hemos empezado a comprender. Los virus, sorprendentemente, han puesto en marcha transiciones evolutivas de capital importancia. Si los eliminásemos a todos, como en nuestro experimento de imaginación, la inmensa diversidad biológica que da esplendor a nuestro planeta se vendría abajo, como una hermosa casita de madera a la que de pronto retirásemos hasta el último clavo.
Foto: Simon Erlendsson, Laboratorio de biología molecular del Consejo de Investigaciones Médicas
Foto: Robert Clark
Un virus es un parásito, en efecto, pero a veces ese parasitismo tiene más de simbiosis, de dependencia mutua que beneficia tanto al hospedador como al hospedado. Al igual que el fuego, los virus constituyen un fenómeno que no es ni inherentemente positivo, ni inherentemente negativo; tanto pueden aportar una ventaja como obrar la destrucción. Todo depende: del virus en sí, de la situación, del punto de vista. Son los ángeles oscuros de la evolución, formidables para bien y para mal. Y ahí estriba su atractivo.
Para apreciar su polifacetismo, hay que empezar por acotar qué son y qué no. Resulta más fácil decir lo que no son. No son células vivas. Una célula, como las que se unen en gran número para formar un organismo –un ser humano, o un pulpo o una flor–, contiene una compleja maquinaria destinada a fabricar proteínas, almacenar energía y llevar a cabo otras funciones especializadas, dependiendo de si la célula es muscular, xilemática, neuronal… Una bacteria también es una célula, con atributos similares, aunque mucho más simple. Un virus, no.

Decir qué es un virus resulta tan complicado que las definiciones del término han ido cambiando en los últimos 120 años. Martinus Beijerinck, botánico holandés que estudió el virus del mosaico del tabaco, especulaba en 1898 que se trataba de un líquido infeccioso. Durante un tiempo, la definición de virus se basó principalmente en su tamaño: virus es algo mucho más pequeño que una bacteria, pero con semejante capacidad patogénica. Posteriormente se creyó que los virus eran agentes submicroscópicos, con genomas mínimos, que se replicaban en el interior de las células vivas, pero esa idea no fue sino un primer paso hacia una comprensión más cabal.
«Defenderé un punto de vista paradójico –escribía el microbiólogo francés André Lwoff en “El concepto de virus”, un influyente texto publicado en 1957–, a saber, que los virus son virus». No es una definición muy útil, pero sí una advertencia que se agradece: otra forma de decir que son «únicos en sí mismos». Es como un breve carraspeo del autor inmediatamente antes de embarcarse en una compleja disquisición.
Foto: Lennart Nilsson, TT / Science Photo Library
Lwoff sabía que los virus se prestan mejor a la descripción que a la definición. Cada partícula vírica consta de un tramo de instrucciones genéticas (escritas bien en el ADN, bien en la otra molécula portadora de información, el ARN) empaquetadas dentro de una cápsula de proteínas llamada cápside. La cápside, en algunos casos, está rodeada por una envoltura membranosa que la protege y la ayuda a hacerse con una célula. Un virus puede copiarse a sí mismo única y exclusivamente si penetra en una célula y se adueña de la maquinaria de impresión 3D que convierte la información genética en proteínas.
Si la célula invadida tiene mala suerte, fabricará un gran número de partículas víricas nuevas que saldrán en tromba y la dejarán convertida en zona catastrófica. En este tipo de daño –como el que causa el SARS-CoV-2 en las células epiteliales de las vías respiratorias humanas– radica en parte la patogenicidad de un virus.
Foto: Mark Wossidlo, Universidad Stanford / Universidad Médica de Viena
Pero si la célula invadida tiene suerte, es posible que el virus se limite a acomodarse en tan acogedor puesto de avanzada –ya sea en estado de inactividad o insertando su minigenoma en el de su hospedador– y se dedique a esperar. Esta segunda posibilidad entraña múltiples implicaciones para la mezcla de genomas, para la evolución, incluso para la noción misma de la identidad humana, un tema que más tarde retomaré. Por ahora, un aperitivo: en un popular libro de 1983, el biólogo británico Peter Medawar y su esposa, Jean, editora, afirmaban: «Jamás se ha visto que un virus obrase el bien: se ha dicho, y con toda la razón, que un virus es “una mala noticia envuelta en proteína”». Se equivocaban. Como también se equivocaban muchos científicos de aquel momento, y como todavía hoy sigue equivocándose (es comprensible) quien no sepa de virus más que lo terribles que pueden llegar a ser la gripe y la COVID-19. Pero hoy sí se ha visto que algunos virus obran el bien. Lo que está envuelto en proteína es un telegrama genético, que como tal puede comunicar buenas o malas noticias, según el caso.
¿De dónde salieron los primeros virus? Para responder a esta pregunta debemos remontarnos casi 4.000 millones de años, hasta el momento en que la vida en la Tierra empezaba a emerger de un caldo primigenio de moléculas largas, compuestos orgánicos simples y energía.
Foto: Lennart Nilsson, TT / Science Photo Library (feto de 16 semanas). Modelo: Melody Carballo, a las 35 semanas de gestación.
Digamos que algunas de aquellas moléculas largas (probablemente ARN) empezaron a replicarse. En ese punto debió de ponerse en marcha la selección natural darwiniana, habida cuenta de que esas moléculas –los primeros genomas– se reprodujeron, mutaron y evolucionaron. Buscando a tientas una ventaja competitiva, quizás algunas de ellas hallaron o crearon cobijo entre membranas y paredes, lo que culminó en el surgimiento de las primeras células. Esas células se reprodujeron por fisión (o bipartición), escindiéndose en dos. Y se dividieron también en un sentido más amplio, pues divergieron y devinieron en bacterias y arqueas, dos de los tres dominios de la vida celular. El tercero, el de las células eucariotas, surgiría tiempo después. A él pertenecemos nosotros y todas las demás criaturas (animales, plantas, hongos, ciertos microbios) compuestas de células y dotadas de una anatomía interna compleja. He ahí las tres grandes ramas del árbol de la vida, según el esquema vigente.
Pero ¿en qué punto encajan los virus? ¿Constituyen una cuarta rama? ¿O son una especie de muérdago, un parásito oriundo de otros parajes? La mayoría de las versiones del árbol omiten a los virus por completo.
Foto: Markus Bachmann
Una escuela de pensamiento afirma que los virus no deben figurar en el árbol de la vida, puesto que no están vivos. Es un debate eterno que depende de cómo definamos «vivo». Más interesante es permitir a los virus resguardarse bajo ese gran paraguas que llamamos Vida y preguntarnos acto seguido cómo llegaron a él.
Son tres las hipótesis principales que pretenden explicar los orígenes evolutivos de los virus; los científicos las denominan la hipótesis del virus primero, la hipótesis del escape y la hipótesis de la reducción. La hipótesis del virus primero propone que los virus surgieron antes que las células, ensamblándose directamente –no se sabe muy bien cómo– a partir de aquel caldo primitivo. La hipótesis del escape postula que unos genes o tramos de genomas abandonaron el interior de las células, se revistieron de cápsides de proteínas y se buscaron la vida, acomodándose en el papel de parásitos. La hipótesis de la reducción sugiere que los virus se originaron porque algunas células redujeron su tamaño por mera presión competitiva (dado que la replicación resulta más fácil cuando uno es pequeño y sencillo), deshaciéndose de genes hasta quedar reducidas a tal rudimento minimalista que solo podían sobrevivir parasitando células.
El flujo de genes víricos hacia genomas celulares ha sido «abrumador», argumentan los científicos, y puede ayudar a explicar algunas transiciones evolutivas tan cruciales como el origen del ADN, el origen del núcleo y de las paredes celulares, y la divergencia de los tres grandes dominios de la vida.
Existe también una cuarta variante, la llamada hipótesis quimérica, que se inspira en otra categoría de elementos genéticos: los transposones (a veces llamados «genes saltarines», o ADN móvil). La genetista Barbara McClintock dedujo su existencia en 1948, un descubrimiento que le valió el Nobel. Estos elementos oportunistas alcanzan el éxito darwiniano simplemente rebotando de una parte de un genoma a otra (en raras ocasiones de una célula a otra, o incluso de una especie a otra), utilizando recursos celulares para copiarse una y otra vez. La autocopia los protege de la extinción accidental. Se acumulan en cantidades inconcebibles. Constituyen, por ejemplo, aproximadamente la mitad del genoma humano. Los primeros virus, según esta hipótesis, pudieron haber surgido de elementos de este estilo que se apropiaron de proteínas celulares para envolver su desnudez con una cápside protectora, una estrategia más compleja.
Fotos tomadas en el Museo de Historia Natural del Condado de Los Ángeles
Fotos tomadas en el Museo de Historia Natural del Condado de Los Ángeles
Cada una de las cuatro hipótesis tiene sus elementos convincentes. Pero en 2003 un hallazgo decantó la opinión científica hacia la hipótesis reductiva: el virus gigante.
Se descubrió en unas amebas –unos organismos eucariotas unicelulares– que estaban en una muestra de agua tomada de una torre de refrigeración de la ciudad inglesa de Bradford. En el interior de algunas de ellas se apreciaba una masa misteriosa. Era tan grande que se podía ver con un simple microscopio óptico (cuando en teoría los virus son tan pequeños que solo son visibles con un microscopio electrónico) y tenía el aspecto de una bacteria. Pero cuando los científicos buscaron en su interior genes de bacteria, no los hallaron.
Finalmente, un equipo de científicos de Marsella, en Francia, invitó a aquella cosa a infectar otras amebas, secuenció su genoma, reconoció lo que era y le puso nombre: Mimivirus, porque imitaba las bacterias, al menos en sus dimensiones. Presentaba un diámetro enorme, mayor que el de las bacterias más pequeñas. Su genoma también era gigantesco para tratarse de un virus: casi 1,2 millones de «letras» frente a, pongamos por caso, las 13.000 de uno de los virus de la gripe o incluso las 194.000 del virus de la viruela. (El ADN, como el ARN, es una molécula larga construida a partir de cuatro bases moleculares diferentes, que los científicos abrevian con sus iniciales). Era un virus «imposible»: de naturaleza vírica, pero con una escala increíblemente desproporcionada, como si de pronto descubriésemos una nueva mariposa amazónica con una envergadura de un metro.
Foto: Leo Hillier, Laboratorio de biología molecular del Consejo de Investigaciones Médicas
Foto: Zunlong Ke, Lesley Mckeane y John Briggs, Laboratorio de biología molecular del Consejo de Investigaciones Médicas
Jean-Michel Claverie era uno de los investigadores sénior de aquel equipo científico marsellés. El descubrimiento del mimivirus, me dijo el científico, «causó muchos quebraderos de cabeza». ¿Por qué? Porque la secuenciación de su genoma reveló cuatro genes de lo más sorprendente, genes de codificación de enzimas que teóricamente solo existían en células y cuya presencia jamás se había detectado en un virus. Esas enzimas, me explicó Claverie, figuran entre los componentes que traducen el código genético para ensamblar los aminoácidos y fabricar las proteínas. «De modo que la pregunta era –me dijo Claverie–: ¿para qué diablos un virus necesita esas enzimas tan sofisticadas –normalmente activas en las células–, cuando tiene la célula entera a su disposición?».
¿Para qué, en efecto? La deducción lógica es que los mimivirus tienen esas enzimas como un vestigio, porque su linaje se originó por reducción genómica a partir de una célula.
Pronto se detectaron otros virus gigantes parecidos en el mar de los Sargazos, y el nombre inicial pasó a denotar todo un género, el de los mimivirus, que contenía varios gigantes. Entonces el equipo de Marsella descubrió otros dos colosos –de nuevo, parásitos de amebas–, uno en sedimentos marinos someros del litoral chileno y el otro en un estanque de Australia. Con un tamaño que llegaba a duplicar el de los mimivirus y con aún más anomalías, se asignaron a un género independiente que Claverie y sus colegas llamaron Pandoravirus en alusión a la caja de Pandora, tal y como explicaron en 2013, por «las sorpresas que promete su estudio».
La coautora sénior de Claverie en aquel artículo era Chantal Abergel, viróloga y bióloga estructural (además de su esposa). Hablando de los pandoravirus, Abergel me explicó la dificultad que entrañó la definición de aquellas criaturas: tan distintas de las células y de los virus clásicos, portadoras de numerosos genes que nada tenían que ver con lo que se había estudiado hasta entonces. «Por eso los pandoravirus son fascinantes, pero también misteriosos». Durante un tiempo Abergel los llamó NFV: nueva forma de vida. Pero al observar que no se reproducían por fisión, sus colegas y ella cayeron en la cuenta de que eran virus: los más grandes y desconcertantes hallados hasta la fecha.
Estos descubrimientos sugirieron al grupo de Marsella una variante audaz de la hipótesis de la reducción. Tal vez sea cierto que los virus surgieron por reducción a partir de células ancestrales, pero células de un tipo que ya no existen en la Tierra. Esa clase de «protocélula ancestral» podría haber diferido de –y competido con– el ancestro común universal de todas las células que conocemos hoy. Quizás aquellas protocélulas perdieron la partida y fueron excluidas de todos los nichos disponibles para organismos de existencia independiente. Es posible que sobreviviesen en calidad de parásitos de otras células, redujesen su genoma y se convirtiesen en lo que hoy llamamos virus. De aquel reino celular extinto, quizá solo queden los virus.
El descubrimiento de los virus gigantes inspiró a otros científicos, singularmente a Patrick Forterre, del Instituto Pasteur de París, a formular ideas novedosas sobre la naturaleza de los virus y los papeles constructivos que han desempeñado –y siguen desempeñando– en la evolución y las funciones de la vida celular.
Las definiciones pretéritas de «virus» eran inadecuadas, propuso Forterre, porque los científicos tomaban una sola parte del virus –los fragmentos de genoma encerrados en la cápside, propiamente denominados viriones– por el todo. Pensar así era tan errado, sostenía Forterre, como creer que una semilla es una planta o afirmar que una espora es un hongo. El virión es únicamente el mecanismo de dispersión, argumentaba. La auténtica integridad del virus incluye también su presencia en el interior de una célula, una vez que se ha apoderado de la maquinaria celular para replicar más viriones, más semillas de sí mismo. Ver las dos fases en conjunto permite atisbar que la célula se ha convertido, efectivamente, en parte de la historia vital del virus.
Forterre respaldó aquella visión acuñando un término para denotar dicha entidad combinada: virocélula. Su teoría también cortaba de cuajo el nudo gordiano del enigma «vivo o no vivo». Un virus está vivo cuando es una virocélula, dirime Forterre, al margen de que sus viriones sean inanimados.
«La idea que subyace al concepto de virocélula –me dijo por Skype desde París– es que debemos poner el foco en la fase intracelular». Es la delicada etapa en la que la célula infectada obedece cual zombi las órdenes del virus, leyendo su genoma y replicándolo, pero no necesariamente sin atajos, vacilaciones y errores. Durante ese proceso, explicaba Forterre, «pueden aparecer genes nuevos en el genoma del virus. Y creo que ahí está la clave». Los virus aportan innovación, pero las células responden con sus propias innovaciones defensivas –como la pared celular o el núcleo– y de ese modo se consolida una carrera armamentística hacia una mayor complejidad. Muchos científicos dan por hecho que los virus logran sus grandes cambios evolutivos según el paradigma del «carterista vírico», es decir, robando ADN aquí y allá de los organismos que infectan y poniendo a continuación las piezas hurtadas en el interior de su propio genoma. La hipótesis de Forterre es la contraria: lo más probable es que ocurra al revés, y que sean las células las que roben genes a los virus.
Una hipótesis todavía más revolucionaria, sostenida por Forterre, Claverie y algún que otro científico del ramo (como Gustavo Caetano-Anollés, de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign), propone que los virus son la fuente por antonomasia de la diversidad genética. Según esta visión, los virus llevan miles de millones de años enriqueciendo las opciones evolutivas de los organismos celulares al depositar material genético nuevo en su genoma. Este extraño proceso constituye un caso particular del fenómeno denominado transferencia horizontal de genes: genes que fluyen lateralmente, saltándose los límites que distinguen linajes. (La transferencia vertical de genes es la forma de herencia que nos resulta más familiar: la de padres a hijos). El flujo de genes víricos hacia genomas celulares ha sido «abrumador», sostienen en una publicación Forterre y un coautor, y acaso ayude a explicar algunas transiciones evolutivas tan cruciales como el origen del ADN, el origen del núcleo celular en los organismos complejos, el origen de las paredes celulares y puede que incluso la divergencia de las tres grandes ramas del árbol de la vida.
En los viejos tiempos, antes de la COVID-19, las apasionantes conversaciones con científicos a veces tenían lugar cara a cara, no por Skype. Hace tres años tomé un avión en Montana con destino a París para hablar con un hombre sobre un virus y un gen. Aquel hombre era Thierry Heidmann, y el gen era el de la sincitina 2. Heidmann y su equipo lo habían descubierto a base de peinar el genoma humano –los 3.100 millones de «letras» de su código, de la primera a la última– en busca de tramos de ADN que presentasen alguna semejanza con el tipo de gen que podría haber utilizado un virus para producir su envoltura. Encontraron una veintena.
FOTO: Mateusz Sikora, Instituto Max Planck de biofísica
Foto: Cortesía de Beata Turoňová y Martin Beck, Laboratorio europeo de biología molecular
«Como mínimo dos de ellos resultaron ser muy importantes», me contó Heidmann. Y lo eran porque tenían la capacidad de llevar a cabo funciones esenciales para la gestación humana. Se trataba del gen de la sincitina 1, descubierto por otros científicos, y del gen de la sincitina 2, hallado por Heidmann y su equipo. La incorporación de esos genes víricos al genoma humano y las funciones a las que se han adaptado conforman dos facetas de una historia singular que empieza con el concepto de retrovirus endógeno humano.
Un retrovirus es un virus con un genoma de ARN que opera en sentido contrario a lo habitual (de ahí el prefijo retro). En vez de utilizar ADN para crear ARN, que será el mensajero enviado a la «impresora 3D» para fabricar proteínas, los retrovirus usan su ARN para crear ADN y a continuación lo integran en el genoma de la célula infectada. El VIH, por ejemplo, es un retrovirus que infecta las células inmunitarias humanas, insertando su propio genoma en el genoma celular, donde puede permanecer inactivo. En un momento dado, el ADN vírico se activa y se convierte en la plantilla de fabricación de muchos más viriones del VIH, que matan a la célula cuando la abandonan con un estallido.
Pero aquí está el gran giro de guion: algunos retrovirus infectan las células reproductoras –las que producen óvulos o espermatozoides– y, al hacerlo, insertan su ADN en el genoma hereditario del hospedador. Esos tramos insertos son retrovirus «endógenos» (es decir, internalizados); cuando se incorporan al genoma humano, se conocen como retrovirus endógenos humanos (o HERV, por sus iniciales en inglés). Si va a retener un solo dato de todo este artículo, le recomiendo quedarse con que el 8 % del genoma humano consiste en ADN vírico, insertado en nuestro linaje por los retrovirus a lo largo de la evolución. Cada uno de nosotros tenemos una doceava parte de HERV. Y el gen de la sincitina 2 es uno de los insertos con mayores repercusiones.
Cuatro horas estuve en el despacho de Heidmann mientras me explicaba el origen y las funciones de este gen en particular. En esencia no reviste gran complicación. Un gen que originalmente ayudó a un virus a fusionarse con las células hospedadoras penetró en genomas animales ancestrales. Después se reprogramó para generar una proteína similar que ayuda a fusionar células con objeto de crear una estructura especial alrededor de lo que llegó a ser la placenta, poniendo así una nueva posibilidad al alcance de algunos animales: la gestación interna. Fue una innovación de formidables consecuencias en la historia de la evolución, pues posibilitó que las hembras llevasen consigo a sus crías en desarrollo, dentro de su cuerpo, en vez de tener que separarse de ellas y dejarlas desprotegidas, como huevos en un nido.
El primer gen de este tipo, procedente de un retrovirus endógeno, a la postre fue sustituido por otros parecidos, pero más duchos. El diseño de este nuevo modo de reproducción fue mejorando con el tiempo y la placenta evolucionó. Entre estos genes víricos adquiridos figura el de la sincitina 2, una de las dos sincitinas humanas que contribuyen a la fusión celular formadora de una capa placentaria contigua al útero. Esta estructura única permite la entrada de nutrientes y oxígeno, evacúa los desechos y el dióxido de carbono, y probablemente protege al feto del ataque del sistema inmunitario materno. Es casi un milagro de diseño eficiente, en el que la evolución moldeó un componente humano a partir de un componente vírico.
Por fin, con el cerebro a mil por hora y el cuaderno repleto de notas, pregunté a Heidmann: ¿qué nos dice todo esto sobre el funcionamiento de la evolución? Él se rio, encantado con la pregunta. Yo también me reí, admirado y hecho polvo.
«Que nuestros genes no son nuestros en exclusiva –dijo–. Que nuestros genes son también los genes de un retrovirus».
La contribución de ese retrovirus, el darnos la sincitina 2, es solo un caso particular de un fenómeno a gran escala. Encontramos otro ejemplo en el gen ARC, expresado en respuesta a la actividad neuronal en mamíferos y moscas. Se asemeja mucho a un gen retroviral que codifica una cápside de proteínas. Recientes investigaciones de diversos equipos, entre ellos el de Jason Shepherd en la Universidad de Utah, sugieren que el ARC desempeña un papel clave en el almacenamiento de información dentro de las redes neuronales. Es decir: en la memoria. Parece ser que empaqueta la información derivada de la experiencia (materializada en ARN) en pequeños sacos de proteínas que la transportan de una neurona a otra.
Y en la facultad de Medicina de la Universidad Stanford, Joanna Wysocka y un equipo de colegas han hallado pruebas de que en los incipientes embriones humanos hay fragmentos víricos producidos por otro retrovirus endógeno humano, el llamado HERV-K, que podrían tener algún papel positivo a la hora de proteger el embrión de una infección vírica o participar en el control del desarrollo fetal, o ambas cosas. Además, el grupo de Wysocka se ha centrado en un transposón muy concreto que parece haber penetrado en el genoma humano como una suerte de sección preliminar del HERV-K y haber dado posteriormente con el modo de autocopiarse y saltar a otras partes del genoma, de manera que hoy está presente en 697 copias desperdigadas. Parece ser que esas copias ayudan a activar cerca de 300 genes humanos.
«Lo que me parece realmente asombroso –me dijo Wysocka– es que los HERV supongan alrededor del 8 % del genoma humano», una porción de nuestro ser que es esencialmente «el cementerio de infecciones retrovirales pretéritas». Más asombroso aún es asimilar que, en palabras de Wysocka, «nuestro historial de infecciones retrovirales sigue moldeando nuestra evolución como especie».
Si el 8 % de su genoma y el mío es ADN retroviral, y la mitad son transposones, entonces es posible que la noción misma de individualidad humana (y ya no digamos de supremacía humana) no sea tan sólida como nos gusta creer.
La desventaja de semejante agilidad evolutiva es, ni que decir tiene, que de vez cuando los virus cambian de hospedador, saltando de un tipo de organismo a otro y anotándose éxitos como patógenos en su nuevo «hogar». Se llama transmisión o transferencia, y es así como surge la mayoría de las nuevas enfermedades infecciosas humanas: las causan virus transmitidos por un hospedador animal no humano.
Un virus puede haber morado en silencio, a niveles exiguos y sin apenas consecuencias, durante miles de años en el hospedador original, que en el lenguaje científico se denomina hospedador reservorio. Es posible que alcanzase un acuerdo evolutivo con él, aceptando seguridad a cambio de no causar problemas. Pero al llegar a un hospedador nuevo –un ser humano, por ejemplo–, el viejo trato no necesariamente mantiene su vigencia. El virus puede multiplicarse sin control, causando incomodidad o sufrimiento en esa primera víctima. Si no se limita a replicarse, sino que además logra propagarse –contagiarse de humano a humano– en el seno de unas pocas decenas de individuos, hablamos de brote. Si se extiende por una comunidad o un país, tenemos una epidemia. Y si se propaga por el mundo entero, entonces estamos ante una pandemia. Y en este punto volvemos al SARS-CoV-2.
Algunos tipos de virus entrañan mayor potencial pandémico que otros. En las primeras posiciones de la lista de candidatos preocupantes figuran los coronavirus, por la naturaleza de sus genomas, su capacidad de cambiar y evolucionar y su historial de patogenicidad humana grave, con episodios como el del SARS (síndrome respiratorio agudo grave) de 2002-2003 y el MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio) de 2012 y 2015. Así que, cuando empezó a usarse la expresión «nuevo coronavirus» para describir el patógeno que estaba causando brotes epidémicos en la ciudad china de Wuhan, esas dos palabras helaron la sangre a especialistas en enfermedades infecciosas de todo el planeta.
Los coronavirus pertenecen a una categoría de virus de infausta fama, los virus de ARN monocatenarios, en la que se incluyen los virus de la gripe, el virus del Ébola, el de la rabia, el del sarampión, el Nipah, los hantavirus y los retrovirus. Su fama es infausta en parte porque un genoma de ARN monocatenario experimenta frecuentes mutaciones a medida que el virus se replica, y esas mutaciones se traducen en una enorme cantidad de variaciones genéticas aleatorias sobre las que puede trabajar la selección natural.
También es cierto, por otro lado, que los coronavirus evolucionan relativamente despacio para lo que es habitual entre los virus de ARN. Poseen genomas bastante largos –el genoma del SARS-CoV-2 suma unas 30.000 «letras»–, pero que cambian a menor velocidad al contar con una enzima que corrige las mutaciones. Sin embargo, tienen también cierto talento para proceder a la llamada recombinación: dos cepas de coronavirus que infectan la misma célula intercambian secciones de sus respectivos genomas y dan lugar a una tercera cepa híbrida. Quizás así haya surgido el nuevo coronavirus SARS-CoV-2.
El virus ancestral probablemente residía en un murciélago, quizás un murciélago de herradura, perteneciente a un género de pequeñas criaturas insectívoras con el hocico en forma de herradura que suelen ser portadoras de coronavirus. Si efectivamente se produjo una recombinación, con la adición de elementos cruciales de un coronavirus diferente, el escenario donde eso sucedió pudo ser un murciélago u otro animal. (Se han sugerido los pangolines, pero no es la única especie candidata). Los científicos exploran estas y otras posibilidades mediante la secuenciación y comparación de los genomas de los virus hallados en varios posibles hospedadores. Lo único que nos consta de momento es que el SARS-CoV-2, en la versión que existe actualmente en los humanos, es un virus sutil capaz de seguir evolucionando.
De modo que los virus nos dan y los virus nos quitan. Tal vez la razón por la que nos resulta tan difícil ubicarlos en el árbol de la vida es que la historia de la vida misma, bien pensado, no tiene forma de árbol. La analogía arbórea no es sino una forma convencional de ilustrar la evolución canonizada por Charles Darwin. Pero Darwin, pese a su genialidad, no sabía que los genes también se transfieren en horizontal. De hecho, ni siquiera sabía qué eran los genes. Ni los virus. Hoy sabemos que todo es infinitamente complejo. Incluso los virus, que parecen tan simples a primera vista, son muy complejos. Y si vislumbrarlos en toda su complejidad nos reporta a los humanos una visión más clara de la intrincada red de conexiones que es el mundo natural, si reflexionar sobre nuestro propio contenido vírico lima un poco las aristas de nuestro sublime egocentrismo, prefiero que sea usted mismo quien juzgue si debemos lamentarnos o congratularnos.
Nota del editor
La fotografía del feto del principio del artículo y la del embrión fueron tomadas por el fotógrafo sueco Lennart Nilsson (1922-2017). Su revolucionaria labor de documentación de la vida prenatal se mostró por primera vez en 1965 en la revista Life y todavía hoy no ha sido superada.
Entre los 16 libros que ha escrito David Quammen está Contagio: la evolución de las pandemias, que predijo la COVID-19. El pintor y fotógrafo Craig Cutler está especializado en naturalezas muertas y retratos medioambientales de vocación narrativa.
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Cómo contar virus
Para cuantificar los virus presentes en el Hábitat de Arrecife Tropical y Jardín de Corales Blandos del Acuario del Pacífico recurrimos a Alexandra Rae Santora, doctoranda que trabaja con el profesor de la Universidad del Sur de California Jed Fuhrman. Santora pasó una muestra por un filtro de 0,02 micras, capaz de atrapar bacterias y virus, y se valió de una tinción que se adhiere al ADN para hacerlos visibles al microscopio de epifluorescencia. Los organismos más grandes son bacterias; los puntos son virus. Mediante una retícula de conteo, determinó el número de virus presentes en el campo de visión. Al conocer las dimensiones del filtro y el volumen de agua, pudo calcular la población por litro.
Foto: Alexandra RAE Santora
Este artículo pertenece al número de Febrero de 2021 de la revista National Geographic.