Patience Bulus y Esther Joshua se agarraban de la mano cuando las sacaron del dormitorio a punta de pistolaaquella noche de abril. Hacinadas en el remolque de un camión, sus manos se soltaron. Entre la multitud de alumnas aterrorizadas, Patience oyó preguntar a Esther en voz baja: «¿Qué va a ser de nosotras?».
Entonces una chica saltó del remolque por un lateral. De pronto otras la siguieron, precipitándose en la oscuridad, arriesgándose a que les pegasen un tiro o a perderse en la selva con tal de huir de sus secuestradores. Patience miró a su lado, pero Esther había sido arrastrada hacia el centro del camión. Se abrió paso hasta el borde del remolque y saltó, sin su amiga.
Una insurgencia rebelde llevaba cinco años imponiendo el terror en el nordeste de Nigeria y clausurando escuelas. El Instituto Público de Educación Secundaria Femenina de Chibok había reabierto sus puertas en abril de 2014 para que las alumnas pudiesen hacer los exámenes finales. En una región donde menos de la mitad de las niñas cursan estudios primarios, aquellas chicas ya habían salido adelante contra todo pronóstico mucho antes de que la guerra llamase a su puerta. Pero hacia las 11 de la noche de aquel 14 de abril, miembros de Boko Haram –cuya traducción aproximada es «prohibida la educación occidental»– irrumpieron en el internado en camiones, sacaron a 276 chiquillas de sus dormitorios, las hicieron subir a los remolques y pusieron rumbo hacia el cobijo sin ley que era el bosque de Sambisa, una reserva natural que el grupo yihadista había ocupado para librar una guerra cruenta contra el Gobierno.
Foto: Bénédicte Kurzen
El secuestro hizo que las redes sociales ardieran con la etiqueta #BringBackOurGirls («Devolvednos a nuestras niñas»), una campaña internacional respaldada por Michelle Obama, entonces primera dama de Estados Unidos. Chibok, un pueblo remoto y desconocido hasta que se produjo el rapto, se erigió en símbolo de algunos de los problemas más acuciantes de Nigeria: corrupción, inseguridad, invisibilidad de los pobres. Los medios informaban sobre el caso al minuto: las 57 niñas que huyeron en el primer momento; el suplicio de 10 de las niñas que acabaron desperdigadas por diversos colegios estadounidenses; los vídeos de las cautivas divulgados por Boko Haram; dos conmovedoras liberaciones de un total de 103 niñas, supuestamente a cambio de dinero y presos; cuatro niñas que, se dice, huyeron a posteriori por sus propios medios.
De las 276 estudiantes raptadas, 112 siguen desaparecidas. A algunas se las da por muertas. Hace dos años y medio, el Gobierno lo dispuso todo para que más de un centenar de supervivientes estudiasen en un campus del nordeste de Nigeria bajo estrictas condiciones de seguridad. Desde entonces asistimos a un relativo silencio sobre el tema.
Patience pasó el verano posterior al secuestro en Askira, su aldea natal, escuchando música góspel y haciéndose a la idea de que el atentado había puesto fin a su vida escolar. Los periodistas no dejaban de preguntarle por lo ocurrido aquella noche, los padres querían saber si había visto a sus hijas desaparecidas. Repetir una y otra vez el relato de aquel 14 de abril era agotador.
Patience y otras nueve supervivientes aceptaron la propuesta de estudiar en Estados Unidos. Aprovechó la oportunidad, pese a que los vecinos de su aldea desalentaban a sus padres: las muchachas que se van de casa acaban mal…
Más o menos al mismo tiempo que Patience preparaba su salida del país, una guarda de seguridad escolar visitaba a Margee Ensign, rectora de la Universidad Americana de Nigeria (AUN, por sus siglas en inglés) en el campus de Yola, ciudad de varios cientos de miles de habitantes. Le contó que su hermana y otras 56 chicas habían huido a las pocas horas del secuestro. Algunas saltaron de los camiones, se torcieron los tobillos y corrieron hasta encontrar ayuda. Otras, como Mary K. (identificada con la inicial de su apellido a petición suya), viajaron durante horas con los secuestradores. Al detenerse el camión, Mary conspiró con sus compañeras en el dialecto local: se dividirían en parejas, pedirían permiso para hacer sus necesidades y echarían a correr. Los secuestradores no las encontraron. Mary tardó horas en volver a casa; al llegar, su aldea estaba sumida en una guerra.
Ensign y su equipo viajaron hasta Chibok y regresaron con dos furgonetas de supervivientes que querían seguir con sus estudios en la AUN.
«No estábamos preparados para todo aquello –recuerda Ensign–. Boko Haram seguía activo en la zona. Pero lo tuvimos muy claro». Veintitantas alumnas se instalaron en el campus, rodeado por un gran muro y vigilado por guardas uniformados de rojo. Estudiaban en la New Foundation School (NFS), un programa diseñado a medida de las jóvenes de Chibok destinado a prepararlas para cursar estudios universitarios.
En los dos años siguientes, ninguna de las alumnas secuestradas fue liberada. Se rumoreaba que las tenían cautivas en condiciones infrahumanas: matrimonios forzosos, esclavitud, inanición. Entonces, en mayo de 2016, Amina Ali huyó de la selva con su bebé. Cinco meses más tarde, el Gobierno de Nigeria supuestamente ofreció a Boko Haram dinero y prisioneros a cambio de la liberación de 21 niñas. Desnutridas, las trasladaron a un hospital de Abuja, la capital del país, donde las examinaron un psiquiatra, un médico, un fisioterapeuta, un imán y un trabajador social. Refirieron que los hombres de Boko Haram les habían dado a elegir entre convertirse al islam y casarse o convertirse en esclavas. La mayoría había elegido la esclavitud, según divulgaron los medios.
En mayo de 2017 fueron liberadas otras 82 chicas. El emotivo reencuentro con sus padres se retransmitió en todo el mundo. Desde Estados Unidos, Patience Bulus vio las imágenes en los informativos y repasó los nombres de las rescatadas. Le dio un vuelco el corazón al leer el de Esther Joshua.
Patience recordaba el día en que Esther había llegado a Chibok procedente de otra escuela. La había mirado de arriba abajo y decidido que sería la amiga perfecta: eran de la misma tribu y ambas estaban en el penúltimo curso. Pronto se hicieron inseparables.
Cuando Patience supo que las 103 compañeras recién liberadas se incorporarían al programa de la AUN, envió un mensaje de móvil a una amiga: cuando Esther llegue a Yola, dile que me llame.
En septiembre de 2017, las alumnas de Chibok que residían y estudiaban en la AUN pasaron de ser 24 a 130. Las jóvenes se integraron pronto en una vida tranquila de estudio y rezo.
A Esther le imponía respeto aquel bullicioso campus. En Chibok no había ordenadores portátiles, ni clases de yoga, ni noches de karaoke. En Yola, las salas de ocio tenían televisores, mullidos sofás y frases de motivación pintadas en las paredes. Al poco de llegar, una compañera le transmitió el recado de Patience. Por teléfono, Esther contó a su amiga todo lo que había vivido en la selva, tras hacerle jurar que lo guardaría en secreto. «Tú no dejes que todo eso te paralice –le aconsejó Patience–. Esta es nuestra mejor oportunidad de hacer algo bueno».
En el dormitorio que compartía con otras tres chicas, Esther colocó los libros nuevos en los estantes y la ropa en el armario. Su flamante ordenador pronto se llenó de las fotos que Patience le enviaba.
Al principio las nuevas alumnas solo se relacionaban entre sí, no interactuaban con el resto; comían en su propio edificio y solo iban al gimnasio los sábados a primera hora de la mañana. Pero pronto empezaron a comer en la cafetería central, y algunas asistían a clases en la biblioteca.
Con todo, su vida no es la propia de una universitaria. Boko Haram juró asesinarlas si retomaban los estudios. Su edificio está vigilado por guardas de seguridad que las acompañan a todas partes. En el campus tienen apoyo las 24 horas del día:
11 «madrinas» de asuntos estudiantiles que viven en la residencia, una enfermera y una psicóloga a cuya consulta pueden acudir siempre que lo necesiten. Algunas todavía llevan balas y metralla en el cuerpo. Una tiene una pierna ortopédica. Otra camina con bastón. La mayoría pasaron casi tres años en cautividad y lidian con un trauma indeleble que no desaparece.
Según la AUN, la seguridad es imprescindible. Pero hay quien cree que mantienen a las chicas dentro de una burbuja. «Cuando las liberaron, en un primer momento el Gobierno las mantuvo juntas en un centro de Abuja. De ahí las trasladaron directamente a la AUN –explica Anietie Ewang, investigadora para Nigeria de Human Rights Watch que ha seguido el caso de cerca–. Es como si en todo momento las tuviesen aisladas del mundo».
Foto: Bénédicte Kurzen
El Gobierno nigeriano y donantes particulares costean los gastos de un mínimo de seis cursos académicos por alumna. Quince de ellas han concluido el programa preparatorio y estudian ya en la AUN. Mary K., huida al día siguiente del secuestro, llegó al campus en 2014 sin saber una palabra de inglés. Dos años después fue admitida en la AUN. La transición no fue fácil. Se daba cuenta de que en los pasillos hablaban de ella y se planteó cambiar de centro. Hoy se mueve por el campus como Pedro por su casa y parece conocer a todo el mundo. Una vez por semana se reúne con un grupo de alumnas de preparatoria para darles consejos sobre cómo gestionar el tiempo, perfeccionar el inglés y aprobar los tres exámenes que deben superar para acceder a la AUN. Este año estudiará un semestre en el extranjero, en Roma.
Muchas secuestradas por Boko Haram regresan a unas comunidades que las temen y a unas familias que las repudian
No todos los supervivientes de la guerra de Boko Haram han tenido estas oportunidades. En el estado de Borno, epicentro de la crisis, los colegios estuvieron dos años cerrados. En ese y otros dos estados vecinos se han destruido aproximadamente 500 centros escolares, 800 están cerrados y más de 2.000 profesores han sido asesinados.
Foto: Bénédicte Kurzen
Foto: Bénédicte Kurzen
A unos 25 kilómetros del campus de la AUN, Gloria Abuya se levanta a las cinco de la mañana y camina dos horas hasta el colegio desde el campo de refugiados en el que viven 2.100 personas. En 2014 los milicianos de Boko Haram llegaron a su ciudad, Gwoza. Mataron a los hombres e hicieron que sus viudas enterrasen los cadáveres. Después se llevaron a las niñas. Gloria pasó dos meses secuestrada hasta que logró escapar una noche, aprovechando el rezo de sus captores.
Muchas secuestradas por Boko Haram regresan a unas comunidades que las temen y a unas familias que las repudian. Gloria no sabe cuándo podrá retomar su vida normal, si es que llega ese día. «Ya no tengo casa a la que volver», declara.
En mayo de 2019, a una semana de empezar las vacaciones de verano, las alumnas de Chibok se disponían a conmemorar el aniversario de su liberación. «Es muy triste, porque recordamos a las hermanas que se quedaron en la selva –dice Amina Ali mientras se viste para cenar tras un día de ensayos–. Y nosotras, en cambio, aquí tan felices».
Al día siguiente el grupo de teatro representó una obra en la que dos niñas son secuestradas para pedir un rescate y sus familias pelean por recuperarlas. El guion lanzaba pullas a la incompetencia de la policía, la indolencia de los cargos electos y la avaricia de los secuestradores. Cuando las cautivas son liberadas y vuelven con sus familias, el público estalló en aplausos. Al final, una hilera de alumnas leyeron mensajes destinados a sus compañeras ausentes y soltaron globos al cielo.
Tres familias de niñas desaparecidas, vecinas de Abuja, afirman no tener un teléfono al que llamar para informarse de la evolución del caso: se enteran de las novedades por la prensa y no han tenido más contacto con el Gobierno desde una tensa reunión con el presidente Muhammadu Buhari en 2016. Ahora el Gobierno apenas comenta el asunto. El pasado mes de abril, cuando se cumplían cinco años del secuestro, Buhari hizo un comunicado a los nigerianos asegurando que están «intensificándose varias líneas de actuación para garantizar la liberación de las niñas de Chibok».
Rebecca Samuel vive en una abarrotada vivienda de bloques de hormigón en un barrio de Abuja. Su hija Sarah es una de las desaparecidas. Las tres fotos que lleva en el bolso muestran a Sarah a los cinco años, a los 14 y de adolescente. Cuando en 2017 fueron liberadas 82 chicas, Samuel corrió al hospital en el que estaban custodiadas. Los guardas de seguridad no le permitieron acceder.
Se acercaba el verano de 2019 y llegó a oídos de la AUN que Boko Haram había incendiado las casas de varias familias de alumnas de Chibok. El jefe de seguridad, Lionel Rawlins, recomendó a las jóvenes no volver a sus respectivos hogares, pero unas 90 decidieron seguir con sus planes. Para algunas era solo el segundo verano tras su liberación y se morían de ganas de ver a los suyos.
La AUN tiene otras preocupaciones aparte de la seguridad: la mayoría de estas chicas son veinteañeras, una edad a la que muy pocas mujeres de la región siguen estudiando. El otoño anterior ocho alumnas no regresaron al campus; la mitad de ellas, se decía, se habían casado.
El domingo previo a que partiesen del campus para ir a casa por vacaciones, un pastor acudió a impartirles un sermón. «Algunas de vosotras habéis pasado por experiencias terribles, por valles tenebrosos. Algunas de vosotras salís de viaje en breve. Algunas tenéis miedo. –Elevó el tono–. ¡No temáis! Si vivís con miedo, atraeréis el peligro».
Grace Dodo, una escultural alumna que camina con bastón, inclinó la cabeza y dijo: «¡Sí!».
«Quiero que vayáis y que volváis para terminar los estudios», insistió el pastor.
Mientras Esther Joshua hacía la maleta para ir a ver a su familia, Patience Bulus pasaba el verano en el idílico campus del Dickinson College en Carlisle, Pennsylvania. En 2018 la exrectora de la AUN, Margee Ensign, inauguró un programa preuniversitario en Dickinson, cuyo rectorado dirige hoy. Matriculó en él a cuatro supervivientes de Chibok.
Patience estudiaba y vivía discretamente, hasta que en abril de 2019 participó en una mesa redonda sobre la crisis de Nigeria en el Capitolio de Estados Unidos. A raíz de aquello los alumnos de Dickinson empezaron a reconocer su amplia sonrisa y sus coloridos pañuelos cuando la veían en el campus, y a acercarse para conocer su historia. Hoy la cuenta sin problema. ¿Por qué no? Planea estudiar psicología y hacerse terapeuta o trabajar con refugiados. Ya ha dejado de acudir a terapia; hoy sus sesiones son con un orientador laboral.
«Jamás olvidaré lo que pasó –admite Patience–, pero he empezado a fingir que sí. Tengo que seguir con mi vida».
*Nina Strochlic es redactora en plantilla de National Geographic. La fotógrafa francesa Bénédicte Kurzen está especializda en África occidental y Oriente Próximo.
Este artículo pertenece al número de Marzo de 2020 de la revista National Geographic.