La canción cobra vida cuando cae la noche. Se acurruca bajo las mantas, se acomoda en los pliegues de unos brazos que acunan, en habitaciones del mundo entero. Un coro invisible de cuidadores llena la noche de música para un público infantil. Les cantan nanas.

Para Jadiya al-Mohammad, la noche siempre ha sido un momento de silencio, placidez y alivio de los ruidos del día. Cuando nació su primer hijo, Muhammed, hace 19 años –una década antes de que estallase la guerra civil siria–, Jadiya le cantaba dulces nanas, canciones de cuna aprendidas de su madre y de su abuela, ancladas a su cultura y a su tierra.

Unas niñas sirias juegan con muñecas antes  de acostarse en el campo de refugiados de Boynuyogun, en  la provincia de Hatay.  De día hace demasiado calor para estar fuera, de modo que las pequeñas duermen  la siesta y salen a jugar cuando cae el sol.
Foto: Hannah Reyes Morales

En plena escalada del conflicto, la familia abandonó su hogar de Kafr Nubl en 2013 y, muy a su pesar, cruzó a Turquía, donde nació el benjamín de la casa, Ahmad, que hoy tiene tres años.

Las nanas de Jadiya han cambiado con su viaje. Maestra de profesión y madre de cinco hijos, está entre los 12 millones de desplazados que desde 2011 han salido de Siria, huyendo de un conflicto que probablemente ha acabado con más de medio millón de vidas.

Amy Villaruel acuesta  a su hija Jazzy. Para los Villaruel, que viven en la provincia de Bataán y dependen de la pesca con arpón, la hora de dormir la dictan las mareas. El marido y los hijos varones de Amy suelen pescar de noche. Escuche la nana de Amy en Youtube.
Foto: Hannah Reyes Morales

Jadiya, actualmente ciudadana turca, es como tantas otras madres en todo el mundo, que crían a sus hijos y los consuelan con nanas en entornos que están plagados de peligros. Entonadas en nuestros espacios más privados cuando la jornada toca a su fin, estas canciones de cuna son mucho más que un instrumento para cumplir una función. En un mundo cambiante, las nanas ayudan a crear espacios seguros para los niños. Hoy, en medio de la vorágine de cambios que nos depara la pandemia de la COVID-19, estas canciones se perfilan una vez más como un vehículo importante para preservar momentos de ternura entre padres y pequeños.

Presentes en todas las culturas, las nanas son un eco de la historia de quienes las cantan.

Presentes en todas las culturas, las nanas son un eco de la historia de quienes las cantan. Las de Jadiya se transformaron en canciones sobre la guerra. «Mis hijos sabían cómo me sentía», dice pensativa. Las pesadillas la han perseguido desde la tienda que les asignaron en un campo de reasentamiento hasta el apartamento de Şanlıurfa donde viven ahora. Sueña con helicópteros y que la persigue el Ejército sirio, y se despierta angustiada por sus hijos. Ellos se apiñan en torno a su madre cuando la ven llorar. Junto a un colchón tendido en el suelo, coloca con delicadeza a Ahmad sobre sus piernas, lo acuna suavemente y canta.

«Ay, avión, vuela por el cielo y no ataques a los niños que están en la calle. Sé bueno y pórtate bien con ellos».

En una tablilla de barro de unos 4.000 años de antigüedad apareció inscrita una nana babilonia. A la luz de un teléfono móvil o en el runrún del ritmo urbano, hoy seguimos arrullando a los bebés con canciones de cuna.

En su casa de Șanlıurfa, Jadiya al-Mohammad acuesta a su hijo Ahmad, de tres años. Jadiya huyó de Siria en 2013 junto con su familia. Recuerda cómo sus nanas evolucionaron desde las dulces canciones tradicionales  que cantaba a sus hijos mayores a  las actuales nanas sobre la guerra  y la migración.
Foto: Hannah Reyes Morales
vestigios de quienes existieron antes que nosotros y llevarán vestigios de nosotros mucho después de que hayamos desaparecido

Contienen los

. En estas canciones hemos expresado no solo nuestros peores miedos, sino también nuestras esperanzas y plegarias. Probablemente sean las primeras canciones de amor que oyen los niños.

Sedil al-Mohammad, de 12 años, observa la calle desde la azotea de su casa. Suele preguntar a su madre, Jadiya, cómo era vivir en Siria. Jadiya dice  que canta a sus hijos canciones de Siria  para darles un vínculo con su patria.
Foto: Hannah Reyes Morales

Como muchas nanas del mundo, la canción de Jadiya es una respuesta al estrés de la jornada. Y aunque el son sosiega y conforta, no es raro que las letras sean siniestras, una ventana a nuestros temores. La nana islandesa «Bíum, Bíum, Bambaló» adquiere visos terroríficos cuando aparece un rostro en la ventana. La rusa «Bayu Bayushki Bayu» advierte: nada de dormir al borde de la cama, o un lobito gris se llevará al bebé al bosque y lo meterá debajo de un arbusto.

Las palomas sobrevuelan al anochecer la ciudad turca de Hatay. Cientos de miles de sirios han hallado refugio en  esta zona cercana a la frontera siria. Turquía alberga la mayor población de refugiados del mundo, entre ellos 3,6 millones de sirios.
Foto: Hannah Reyes Morales

Aunque las nanas contienen los miedos que nos inspira un mundo a menudo despiadado y cruel, estas canciones no siempre nos protegen de él. Al fin y al cabo, «Rock-a-Bye, Baby», una de las canciones de cuna más conocidas de los países anglófonos, versa sobre una cuna que se precipita desde la copa de un árbol con el bebé dentro. Menos conocida es la letra de una versión actual: «Rock a bye baby / no tengas miedo / Tranquilo, bebé / Mamá está cerca», empieza la última estrofa. Las nanas revelan nuestros temores, pero también –y quizás ahí radique su importancia– son un reflejo de nuestros consuelos. «Ahora duerme bien / hasta que salga el sol», concluye.

En Japón, las «Itsuki no Komoriuta», o «Nanas de Itsuki», son las canciones de las muchachas que entraban a servir como niñeras en las casas de las familias acomodadas en la localidad de Itsuki durante el siglo anterior a la Segunda Guerra Mundial. «Nadie derramará una lágrima cuando yo muera. Solo llorarán las cigarras sobre el caqui», reza una conocida nana de Itsuki.

Los niños se sientan en torno a Patience Brooks, que tiene en el regazo a su benjamina, Marta, en Mamba Point, un barrio de Monrovia. Madres y niños del barrio se turnan para contar cuentos mientras preparan las cenas familiares.
Foto: Hannah Reyes Morales

Hace unos años canté una nana por primera vez en mi vida a mi hijastro; tenía cuatro años. El apartamento de Manila al que nos habíamos mudado mi marido y yo era nuevo para él, separado de su madre y de la casa junto al mar donde vivía con ella en la isla de Mindoro. Al apagar la luz, le entró miedo. Empezó a llorar y supe que algo estaba haciendo mal, dañando una relación que para mí es preciosa y delicada. Angustiada, lo cogí en mis brazos y le canté «You Are My Sunshine». Aquella cálida noche de verano se quedó dormido, ¿pero de quién era el miedo que quise calmar?

Cada vez hay más estudios sobre los efectos calmantes de las nanas tanto sobre el cuidador como sobre el niño. Laura Cirelli, profesora de psicología del desarrollo en la Universidad de Toronto, investiga el trasfondo científico de las canciones maternas. Ha descubierto que, cuando una madre entona una canción de cuna, los niveles de estrés descienden no solo en el bebé, sino también en ella misma. En su último trabajo, ha observado que las canciones conocidas son las que más tranquilizan a los bebés, por delante de las palabras o de otras canciones desconocidas.

Tras vivir durante años en la calle, Christiana Gmah canta canciones de alabanza a su hija Orinna en su casa de West Point, un distrito de Monrovia. Sus padres la echaron de casa a  los 13 años, cuando  se quedó embarazada de su primera hija, Georgina. Hoy vende  té y pan por las noches  para mantener a sus hijas.
Foto: Hannah Reyes Morales

Cirelli concibe el cantar nanas como una «experiencia multimodal» compartida por madre e hijo: «No es solo que el bebé oiga una música. Es estar en brazos de su madre, tener su cara muy cerca, sentir su oscilación cálida y suave».

En todas las culturas, las nanas «tienden a aunar características que las hacen reconfortantes o tranquilizadoras», dice Samuel Mehr, director del Laboratorio de Música de la Universidad Harvard, donde se estudia cómo funciona la música y por qué existe. El proyecto del laboratorio, la Historia Natural de la Canción, descubrió que las personas percibimos rasgos universales en la música, incluso cuando escuchamos canciones de culturas que nos son ajenas. En el marco del proyecto se pidió a 29.000 participantes que escuchasen 118 canciones e identificasen si se trataba de una canción curativa, bailable, de amor o de cuna. La conclusión fue que «la población acierta con más regula-ridad a la hora de identificar canciones de cuna».

En otro estudio, el laboratorio de Mehr descubrió que los bebés se sosiegan igualmente aunque la nana la cante alguien que no es su cuidador habitual o proceda de una cultura distinta a la suya. «Parece existir algún tipo de conexión músico-parental que es al mismo tiempo universal y ancestral, casi atávica. Llevamos una eternidad cantando canciones de cuna».

El registro completo más temprano de una nana, la babilonia, empieza así: «Pequeñito que estás en la casa oscura». Habla de un dios lar que, irritado por el llanto de un bebé, exige llevárselo.

«No se andaban con contemplaciones –apunta Richard Dumbrill, director del Consejo Internacional de Arqueomusicología de Oriente Próximo de la Universidad de Londres, que ha traducido del acadio la tabilla de 4.000 años de antigüedad–. Y es que, no lo olvidemos, estamos hablando de una época brutal. La vida humana no valía nada. Es posible que inculcar el miedo desde la cuna se tradujese en adultos con instinto de defensa».

El crepúsculo envuelve este distrito a orillas del Atlántico. La población de esta depauperada comunidad de Monrovia vive hacinada y sin saneamiento ni servicios básicos.
Foto: Hannah Reyes Morales

La nana como amenaza –duérmete o verás lo que es bueno– es común a todas las culturas. Abundan los monstruos, a cuál más pavoroso, al acecho para llevarse y comerse a los niños que se resisten a dormir. El horror de estas visiones no alcanza a las mentes demasiado tiernas para comprenderlo, pero para los niños mayorcitos –de entrada, los que duermen en el mismo espacio que el bebé– las nanas, como ocurre con otras formas de folclore, son un medio importante de instilar una visión del mundo.

«Yo canto para olvidar al papá del bebé», dice Patience Brooks con una sonrisa después de poner a dormir a su hija de ocho meses, Marta. En casa de Patience, que vive en Monrovia, capital de Liberia, la hora de acostarse es de lo más animada. El barrio de Mamba Point es un bullicio de música, ruido de cubiertos y charlas. Las canciones nocturnas de Patience combinan palabras entonadas, scat (vocalizaciones instrumentales) y ritmos vocales, una mezcla que allí llaman «lie-lies». Son expresiones creativas para que los bebés dejen de llorar, para dormirlos o para entretenerlos. Patien--ce marca el ritmo con la mano sobre la espalda de Marta mientras ambas se balancean, y la pequeña se duerme con el baile materno.

Duerme, bebé, duerme.

Duerme, bebé, duerme.

Mami quiere ver que tienes sueño.

Y cuando tienes sueño,

mami está contenta,

mami está feliz.

Por eso duerme, duerme.

Duerme, bebé, duerme.

Para Patience, que tuvo a la primera de sus dos hijas a los 13 años, la crianza presenta los mismos desafíos que tan bien conocen tres de cada diez liberianas que, según las estimaciones, han parido o concebido entre los 15 y los 19 años.

En este barrio, los espacios exteriores se transforman en salas de estar comunitarias cuando las vecinas echan una mano en las tareas cotidianas de la crianza. Las mujeres se turnan para vigilar a decenas de pequeños que juegan y comparten, dejando así que sus madres preparen la cena para sus familias y pasen algo de tiempo en casa al término de su jornada laboral.

«Érase una vez...», comienza Patience, y los niños escuchan atentos. Se turnan para inventar cuentos y cantar canciones a coro. El reducido espacio se colma de reyes y reinas de leyenda. Cae la noche, y el ambiente se cuaja de estribillos musicales sobre seres mágicos y aventuras en el bosque.

Las investigaciones de Cirelli han revelado que los niños que cantan o tocan instrumentos juntos son más proclives a ayudarse entre sí. «Cantar la misma canción que tus compañeros de comunidad construye vínculos y teje una identidad de grupo», asegura la psicóloga.

Unos niños duermen la siesta en una escuela infantil de un vecindario de Ulan Bator situado junto a un vertedero. Las centrales térmicas  y las calefacciones domésticas de carbón generan  una contaminación del aire que alcanza niveles peligrosos para la salud. Estas salas cuentan con purificadores de aire, que la mayoría de los hogares no pueden costearse.
Foto: Hannah Reyes Morales

La hora de dormir y las canciones de cuna son tan diversas como el mundo mismo. Para Zaijan Villaruel, un niño de 10 años que vive en Filipinas, el sueño viene dictado por las mareas y las necesidades de su familia. Por la noche sale a pescar con su padre y sus hermanos mayores, y de regreso a casa se adormece con el sonido de las olas y el motor de la embarcación de batanga.

Filipinas es parte del Triángulo de Coral, el lugar con mayor concentración de especies marinas de todo el planeta. Las comunidades de pescadores como la de Zaijan y su padre, Umbing Villaruel, extraen del mar su sustento y son las más expuestas a la amenaza del cambio climático.

Umbing no quiere que sus hijos sean pescadores; en la última década la sobrepesca ha mermado las capturas. Pero durante el confinamiento a causa de la pandemia, Zaijan aprendió a pescar para ayudar en casa. «Aprendió a sobrevivir cuan--do vinieron mal dadas», dice Umbing.

Una nube de esmog  se cierne sobre Ulan Bator. La contaminación del aire generada  por la combustión  de carbón durante  el invierno es de las peores del planeta y  los niños presentan más infecciones respiratorias y peor capacidad pulmonar que los  que viven fuera de la capital. Esto ha llevado a Unicef a declarar  una crisis sanitaria.
Foto: Hannah Reyes Morales

Durante el día Zaijan canta a su hermanita de dos años, Jazzy, canciones que ha aprendido en la máquina de karaoke. En su casa de la provincia de Bataán la mece con suavidad, y ella se adorme---ce al compás de una canción sobre un chico que tiene la esperanza de que se sequen las lágrimas de una chica. En Filipinas, mi país natal, entre nana y nana se pronuncian las palabras «Tahan na». Es una expresión que se usa para consolar a quien llora y significa «deja de llorar». Pero decir «tahan na» también es decir «siéntete a salvo» y «siéntete en paz». Tahanan, que significa «hogar» en tagalo, es el lugar en el que dejamos de llorar.

Canciones de cuna
Foto: Hannah Reyes Morales

En 2011 El Carnegie Hall, histórico auditorio musical de Nueva York, desarrolló el Proyecto Nana. Basado en conclusiones científicas como que las nanas benefician la salud materna, fortalecen los vínculos paternofiliales y potencian el desarrollo infantil, el proyecto fomenta la colaboración entre músicos profesionales y padres recientes de cara a la composición de nanas personalizadas para sus hijos. El proyecto ha propiciado la creación de miles de nanas en distintos países, llegando a madres y padres a través de hospitales, refugios para gente sin hogar, programas para madres jóvenes y centros penitenciarios. «Básicamente concebimos las nanas como anclas, por así decirlo, que permiten a los padres expresar sus esperanzas, sus sueños y los deseos que albergan para el futuro de sus pequeños y de sí mismos», dice Tiffany Ortiz, supervisora del Proyecto Nana.

Anthony Hallett  lee un cuento a  su hija Ava, de seis años, en Brockton, Massachusetts.  Al disponer de  una excedencia  por causa de la pandemia, Anthony podía sumarse a  las rutinas familiares para la hora de dormir.
Foto: Hannah Reyes Morales

«Muchas madres explican espontáneamente cómo recurren a las canciones de cuna para reconstruir el hogar», apunta Dennie Palmer Wolf, consultora de investigación del Proyecto Nana. En él participaron familias migrantes a su paso por Grecia, y los colaboradores locales describen sus nanas como «santuarios portátiles».

«Al igual que las oraciones o los cuentos tradicionales, puedes llevártelas contigo –dice Palmer Wolf–. No ocupan espacio en la mochila, siempre hay sitio para ellas en el equipaje. Es una manera de establecer continuidad donde esta escasea».

Las nanas reflejan el presente, pero muchas veces hunden sus raíces en el pasado. Los nómadas de Mongolia llevan generaciones entonando la nana «buuvei». Su estribillo, «buuvei», significa «no tengas miedo». «El amor es lo más importante, se transmite como un legado», nos explica Bayartai Genden, cantante y bailarina tradicional mongola y abuela de 13 nietos.

Bayartai lamenta que la contaminación que cubre la capital de Mongolia, Ulan Bator, constituya una barrera entre ella misma y sus ancestros. «Nuestros antepasados del cielo azul deben de estar llorando al ver la contaminación», dice. Ba-yartai canta una nana a su nieto recién nacido. De fondo se oye el zumbido de un purificador de aire.

La doctora Molly Thomas telefonea a su esposa, Hannah Leslie, y a las hijas del matrimonio, Ada y Delaney (recuadro), canta una nana a las pequeñas y les da las buenas noches desde su puesto de trabajo  en el Hospital General de Massachusetts de Boston. Molly se aisló de su familia mientras trabajaba con pacientes de COVID-19.
Foto: Hannah Reyes Morales

En Ulan Bator, una de las capitales más frías del mundo, el invierno no solo trae temperaturas gélidas que pueden alcanzar los 28 grados bajo cero, sino también una atmósfera tóxica. Las centrales térmicas y las calefacciones domésticas de carbón generan niveles peligrosos de contaminación atmosférica, a veces más de cien veces por encima del límite de seguridad para partículas finas establecido por la Organización Mundial de la Salud.

Con más de la mitad de los niños del país concentrados en Ulan Bator, donde la neumonía es la segunda causa de muerte antes de los cinco años, la Unicef ha declarado que la contaminación atmosférica de la capital constituye una crisis sanitaria infantil.

Allison Conlon, enfermera a cargo de pacientes de COVID-19, visita a su hijo Lucas, de dos años, a través de una puerta de cristal de su casa de Bridgewater, en Massachusetts. Hoy libra y ha aprovechado para leer cuentos a Lucas antes de la siesta del pequeño. Allison dice que «leerle todos los días contribuyó a mantener la sensación de normalidad».
Foto: Hannah Reyes Morales

«Uso estas palabras para proteger a mis hijos. Ayudan a que los niños se curen», asegura Oyunchimeg Buyanjuu de las nanas que cantaba en las recurrentes enfermedades de sus dos hijas, causadas por la contaminación. Su familia se trasladó a vivir fuera de la ciudad para que las pequeñas pudiesen respirar aire puro. Oyunchimeg canta la nana buuvei tradicional, pero entre estribillos susurra palabras curativas, adaptando a la realidad actual una canción ancestral.

En tiempos turbulentos, las historias nos unen. Cuando la pandemia de la COVID-19 empezó a desbaratar existencias en el mundo entero, el distanciamiento social alteró drásticamente nuestras maneras de relacionarnos. Cerca del 70 % de los profesionales sociosanitarios del planeta son mujeres. Para las madres que combaten la pandemia en primera línea, jugarse la vida por el bien de su comunidad entraña un problema adicional: cómo dispensar los mejores cuidados posibles a su propia familia.

Los dormitorios infantiles que ha visitado la fotógrafa Hannah Reyes Morales por todo el mundo están presididos por los peluches preferidos de los niños. Algunos pequeños cantaban nanas a sus muñecos.
Foto: Hannah Reyes Morales

Elizabeth Streeter, enfermera de Massachusetts, trabaja en la planta COVID-19 de un hospital. Ante la escalada de la pandemia, tomó la dolorosa decisión de aislarse de sus cuatro hijos a principios de abril, para evitar llevarles el virus a casa. Durante un mes vivió en una autocaravana aparcada frente a la casa de sus padres, mientras su marido se hacía cargo de los pequeños en el hogar familiar. Por las noches Elizabeth se comunicaba con ellos por teléfono. Contenía las lágrimas mientras cantaba a su hijo de tres años su nana favorita, sin saber cuándo podría volver a abrazarlo.

Allison Conlon, enfermera intensivista de Bridge-water, Massachusetts, también se distanció de los suyos. Por las noches telefoneaba a Lucas, de dos años, para leerle un cuento y cantarle «Las ruedas del autobús» y «La araña Itsy-Bitsy». Los domingos iba a su casa, pero no entraba: le leía cuentos con una cristalera de por medio. Desde el otro lado del vidrio, Allison chocaba los cinco a su hijo y se despedía con un beso. «Mi pequeño mostró gran resiliencia y se adaptó muy bien a todos los cambios, cosa que agradezco infinitamente», dice.

Cantar una nana es establecer una conexión. Las canciones vinculan al cuidador con el bebé, pero también, aunque pase más inadvertido, cuentan historias que nos vinculan con nuestro pasado y nuestros congéneres. Bayartai Genden describe la nana como «el intercambio de dos almas».

Las nanas forman parte del tejido con el que los cuidadores crean los espacios seguros necesarios para que florezcan los sueños. Jadiya al-Mohammad dice que Ahmad busca sus nanas «no solo para dormir, sino para sentir mi ternura». Estas canciones nos recuerdan que no estamos solos y, en la oscuridad de la noche, albergan la promesa de que al otro lado aguarda la luz de la mañana. 

Escucha algunas de las nanas que aparecen en el reportaje:

Nana de Amy Villaruel:

Nana de una refugiada siria:

Nana de hace 4.000 años:

Nana de Patience Brooks, Liberia:

Nana de Mongolia:

Nana de la familia Hallett, Etados Unidos:

Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2020 de la revista National Geographic