La canción de cuna forma parte de los llamados antropológicamente rituales del sueño. Se trata de una composición breve de carácter popular, con sonidos onomatopéyicos y estribillos repetitivos, que, acompañada de un movimiento de balanceo, busca incitar al niño a que concilie el sueño. Es la única canción infantil emitida por un adulto, tan antigua como la humanidad y el miedo ancestral a la noche. Quizá por ello es más sorprendente que en la nana hispánica ese miedo conviva en perfecta armonía con el amor. Es «la propia dualidad de la vida misma», afirmaba el experto en literatura popular de tradición infantil Pedro César Cerrillo en su trabajo «Amor y miedo en las nanas de tradición hispánica». El amor es el que emana hacia el niño por parte de la persona que vela su sueño, generalmente una figura femenina, la «arrulladora». El miedo, la amenaza que acecha en forma desconocida, tiene en nuestro imaginario muchos apelativos. Entre ellos, el «coco».
La nana hunde sus raíces en las canciones de la lírica tradicional de transmisión oral, que pasan de generación en generación, prestando tonadas y letras que van repitiéndose en diferentes lugares y a lo largo del tiempo. Federico García Lorca será el primero en reseñar esa peculiar manera patria de exhortar a los niños al sueño mediante la amenaza, en la conferencia impartida sobre este género en la Residencia de Estudiantes en 1928. En ella contrastaba la nana española con las serenas tonadas del norte de Europa y hablaba de la dificultad de vencer un miedo que no tiene rostro: «La fuerza mágica del coco es, precisamente, su desdibujo. Nunca puede aparecer […]. Se trata de una abstracción poética y, por eso, el miedo que produce es un miedo cósmico, un miedo en el cual los sentidos no pueden poner sus límites salvadores».
«Duérmete niño lindo que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco».
No siempre el miedo carece de rostro, pero siempre se reviste de símbolos que de alguna manera expresan el miedo colectivo de la sociedad en que se asientan. A veces, como señala Anna María Fernández Poncela, investigadora de la Universidad Nacional de México, incluso es el padre, generalmente ausente implícita o explícitamente en las tonadas, el «asustaniños», ya que ante su amenazadora presencia el pequeño debería dormirse. Otras veces, con escaso acierto diplomático, el coco es el «judío», la «mora» o la «gitana».
La primera canción de cuna hispánica de autor conocido está firmada por Gómez Manrique, hacia 1458, pero su origen es anterior. Según afirmaría el poeta y folclorista Francisco Rodríguez Marín en el siglo XIX, esta composición entronca con las nanas italianas, francesas y portuguesas, en una clara tradición románica. En algún momento se recogen por escrito y se integran de forma anónima en cancioneros o recopilaciones, viajando a América y tiñéndose de realidades y miedos nuevos. En pleno Siglo de Oro español, autores como Lope de Vega se inspiran en su métrica y su temática para trazar poemas a lo divino en los que la madre es la Virgen María y el niño, Jesús. Pero como apunta la catedrática de literatura Carme Riera en El gran libro de las Nanas, hasta ese momento «son las mujeres quienes las crean, y, como creaciones femeninas, difícilmente traspasan el ámbito doméstico».
Hasta que Federico García Lorca y sus compañeros de la Generación del 27 se animaron a estudiar y experimentar con el género, este ni siquiera era considerado como tal. Estos poetas, que recuperan la lírica tradicional y la pasan por el tamiz de las vanguardias, dignifican las nanas, las revisten de tintes académicos y las imitan, covirtiéndolas en poemas magistrales que perduran hasta nuestros días. Es el caso de la «Nana del niño malo» de Rafael Alberti, de la inquietante «Nana del caballo grande» que Lorca incorpora en Bodas de Sangre o de las trágicas «Nanas de la cebolla» que Miguel Hernández compuso estando preso durante la Guerra Civil para su hijo, al que no podía proteger ni alimentar. En ellas, el «arrullador» pasa a ser un hombre, pero persisten la fórmula de la dualidad entre el amor y el miedo y la amenaza que muestra al niño el «dramatismo del mundo», como lo definía Lorca.
Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2020 de la revista National Geographic