El verdadero color de la luna es de un gris pardo blanquecino cuando el Sol ilumina su polvorienta superficie. Pero la atmósfera terrestre modifica nuestra visión del satélite, alterando sus colores y su forma. La fotógrafa italiana Marcella Giulia Pace, que durante 10 años ha estado captando en imágenes esas variaciones lunares, ha escogido 48 instantáneas para compararlas en este montaje en espiral.
La variación cromática se produce porque, desde la Tierra, observamos la Luna a través de las diversas capas de gases que rodean nuestro planeta y que conforman nuestra atmósfera. Las diminutas moléculas gaseosas de esas capas irregulares dispersan la luz que incide sobre ellas, y su estructura hace que la luz azul se disperse más fácilmente que la roja o la naranja. Cuando, por ejemplo, Pace fotografía la Luna en el momento en que está justo por encima del horizonte –donde el aire de la atmósfera es más denso–, este fenómeno de la dispersión de la luz es especialmente intenso, haciendo que adquiera un tono más rojizo o anaranjado. Otras partículas presentes en la atmósfera –gotitas de agua, polvo, humo de incendios forestales– también influyen en la trayectoria de la luz y afectan a la tonalidad de la Luna.
La forma aparente de nuestro satélite también se ve alterada cuando la luz solar que refleja atraviesa la atmósfera. Como esta es más densa cerca de la superficie terrestre que en las capas altas, la trayectoria de la luz se curva, por eso la Luna parece entonces más una elipse achatada que un disco.
Este artículo pertenece al número de Febrero de 2023 de la revista National Geographic