Finales de enero. Llueve en Granada. No es lo habitual, pero precisamente por eso la disuasoria climatología permite acceder a una Alhambra diferente, prácticamente en solitario. No hay apenas turistas haciéndose selfies junto a uno de los monumentos más fotografiados del mundo. Desde Plaza Nueva, la torre de la Vela se recorta orgullosa e invitadora en la Alcazaba de la Alhambra como la proa de un barco. Quizá desde este mismo lugar, entonces a orillas del Darro, en 1492 la reina Isabel la Católica comenzase su triunfante ascenso a caballo hasta la Fortaleza Roja, la al-Hamra' nazarí, tras diez años de guerra y una bula papal para autorizar la última cruzada cristiana.

Miradores del Albaicín
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La imagen que los miradores del Albaicín exportan al mundo permite apreciar la belleza de la Fortaleza Roja. Desde que se construyó la Alcazaba hasta el comienzo de las obras del palacio que Carlos V mandó erigir en la ciudad palatina de la dinastía nazarí se sucedieron tres siglos, 24 emires granadinos y 17 soberanos castellanos. 

Era enero también. Y quizá también lloviera aquel día de invierno. Si así fue, la lluvia habría aportado un toque simbólico al llanto del rendido Boabdil, el último monarca musulmán del último reducto de al-Andalus en tierras europeas, al entregar las llaves de la Alhambra a los Reyes Católicos. La historia no lo confirma. Lo que sí cuenta es la sorpresa de la reina castellana cuando, tras alcanzar la fortificación y acceder a su interior, sus ojos pasearon admirados ante aquel bastión que le había estado vedado hasta entonces, ante los miradores de intrincadas celosías y el rumor del agua que espejeaba en las albercas reflejando fachadas magníficas. Quiero pensar que, mujer, reina y líder militar de aquella expedición, reclamó su derecho a entrar la primera en aquellas estancias ganadas al infiel y que, al hacerlo, tal vez descendiera de su montura en un gesto de respeto ante la belleza de sus artesonados de madera, la geometría infinita de los azulejos de sus zócalos, los diálogos divinos inscritos en sus paredes y el mismísimo paraíso recreado en sus bóvedas de mocárabes.

Versos de Ibn Zamrak en el patio de los Arrayanes
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La reconquista de Al-Yazira al-Hadra' (Algeciras) de manos cristianas por Muhammad V en 1369 tuvo una gran repercusión en el mundo hispanomusulmán. Como mensajes ocultos para quien sepa leerlos, los versos de Ibn Zamrak en el patio de los Arrayanes se hacen eco de aquel hito, que supuso recuperar esta importante plaza perdida en 1344: «A sable y por la fuerza Algeciras conquistaste». 

La Alhambra llevaba casi tres siglos siendo una fortaleza inexpugnable para sus enemigos. La primera reina cristiana que la había rendido pudo haberla mandado reducir a cenizas, borrar de sus paredes el emblema de los vencidos y las alabanzas al dios de los musulmanes. En lugar de eso, ordenó que se respetase todo. Probablemente fue en ese momento cuando decidió quedarse allí para siempre y hacer algo que el desafortunado Boabdil no podría ya hacer jamás: morir en Granada.

«Y quiero y mando que, si falleciese fuera de la ciudad de Granada, que luego, sin detenimiento alguno, lleven mi cuerpo entero, como estuviere, a la ciudad de Granada –detalla el testamento de la reina–. Y […] que sea sepultado en el monasterio de San Francisco, que está en la Alhambra […]». La reina murió en 1504 en Medina del Campo y su féretro inició una travesía que duró tres semanas hasta llegar a Granada. Ahí sí llovía; las crónicas se complacen en recrear el llanto de la naturaleza ante la muerte de la soberana. La Alhambra, huérfana hacía solo 12 años de su corte nazarí, acababa de convertirse en la última morada de la reina católica que la había conquistado. Quizá, como les sucedió a sus constructores, aquel lugar le hacía sentirse más cerca de Dios.

Mirador de Lindaraja
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El mirador de Lindaraja, uno de los más bellos rincones del palacio de los Leones, no conserva
ni el nombre original ni el paisaje para el que fue concebido. Su nombre deriva de Ayn Dar Aixa, traducido como el «ojo (o la fuente) de la casa de Aixa», y fue una atalaya desde la que contemplar un jardín abierto, antes de que este se convirtiera en un claustro para la residencia de Carlos V. Su techo, realizado a base de cristales de colores, es el único testimonio de cómo debieron de ser los acabados en las celosías de la Alhambra.

Aún se puede acceder a pie a la Alhambra por el camino que siguió la reina Isabel, la cuesta de Gomérez. La ciudad queda atrás y solo el bosque me rodea mientras me dirijo a la puerta más emblemática de su muralla, la antigua Bab al-Shari'a, la puerta de la Justicia. En ella aún campean dos símbolos islámicos, la mano y la llave, grabados, respectivamente, en la clave del arco de herradura y en el vestíbulo interior. «Cuando la mano empuñe la llave llegará el fin del mundo», rezaba una leyenda musulmana. No hizo falta un sortilegio para que a los nazaríes les llegara el fin de su mundo. Como corresponde al acceso de una fortificación militar, el pasillo se dobla en un recodo impidiéndome la visión del otro lado. Para un ejército enemigo sería un momento de incertidumbre. Para mí es tan solo un cosquilleo de expectación. He estado otras veces aquí, pero hoy, de la mano de sus principales conocedores, me dispongo a desvelar sus estancias secretas, los lugares que el visitante no puede ver, la Alhambra oculta.

Aljibe de Tendilla
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La falta de agua en la colina de la Sabika obligó a la construcción de un complejo sistema de canalizaciones, albercas y aljibes para abastecer a la ciudad palatina. En la imagen, el arqueólogo Jesús Bermúdez hace una visita de inspección en el aljibe de Tendilla, este de época cristiana.

El palacio de Carlos V se alza junto al acceso de los Palacios Nazaríes, la indiscutible joya de la corona para los visitantes de la Alhambra. Cuadrado, robusto, con sillares almohadillados y una estética mucho más rígida que la de los edificios contiguos. Como lo definió el arquitecto italiano Manfredo Tafuri, «un meteoro casualmente clavado en su interior». Frente a la puerta del palacio me espera Jesús Bermúdez, arqueólogo conservador del patrimonio histórico, una de las personas que más sabe en el mundo sobre este complejo. Por eso me sorprende que me haya citado aquí.
Y por eso, precisamente, lo ha hecho.

Taca de entrada a la sala de la Barca

«Soy, hermosa y perfecta, la silla en que se muestra la novia». Ibn Zamrak. Taca de entrada a la sala de la Barca, palacio de Comares.

«La Alhambra es ante todo una ciudad palatina –me explica–. La sede de la jefatura de un Estado, con un recinto residencial militar, una ciudad cortesana y una serie de palacios que a lo largo de dos siglos y medio construyen los distintos dirigentes de la ciudad, adaptándolos a sus gustos o necesidades». Desde la primitiva Alcazaba erigida por Muhammad I hasta las diferentes reformas y palacios edificados por Yusuf I y su hijo Muhammad V, la Alhambra refleja el gusto de los monarcas que la habitaron. Puede que el emperador Carlos V, nieto de la reina Isabel, nunca pretendiera establecer aquí su corte, pero sí edificar una residencia real con un importante valor simbólico. «Por ello integra el cuadrado exterior, símbolo del mundo terrenal, y el círculo interior, signo del orbe y de la creación, y establece su conexión a través de una capilla octogonal trasunto de la de Aquisgrán, una herencia de Carlomagno y de su Sacro Imperio Romano Germánico con los que buscaba identificarse». Es un bastión de poder en el corazón del terreno enemigo.

Escalera del Tiempo, Alhambra, Granada
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Símbolo del triunfo del emperador sobre el islam, el palacio de Carlos V se erigió anexo al de Comares en 1527 con los impuestos de los granadinos que mantuvieron su fe musulmana. La «Escalera del Tiempo» une dos palacios, dos épocas, dos religiones y dos mundos.

Bermúdez me ayuda a construir la historia de la Alhambra desde el final, desde la óptica de los vencedores. El emperador visitó la ciudad conquistada por sus abuelos en 1526, durante su luna de miel, tras sus esponsales con Isabel de Portugal. A este rey extranjero procedente de Flandes, que se maldefendía en castellano, la belleza de la antigua corte nazarí le tomó, como a su abuela, al asalto, y como ella también decidió que era un lugar perfecto para quedarse. En su caso, en vida. Las obras del palacio se iniciaron en 1527 y duraron más de 90 años. Jamás llegó a habitarlo, pero para Bermúdez eso no es lo importante. Lo relevante es que su construcción superpuso una nueva narrativa, la del ganador. Un ganador que en lugar de destruir los símbolos de los vencidos, se apoya en ellos para construir un nuevo poder. «Eso sí, quedando un poquito por encima», señala, irónico.

Puertas del palacio de Comares, Alhambra, Granada
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Las diferentes puertas del palacio de Comares ocultan espacios privados, como un hammam anexo de uso privativo del emir.

En el interior del impresionante soportal renacentista, ante una reja cerrada, Bermúdez extrae una llave del tamaño del antebrazo y la abre para mostrarme una escalinata de piedra. Es la «Escalera del Tiempo», como la llama el personal de la Alhambra. Descendemos por ella en semipenumbra hasta otra verja instalada al final. Mis ojos pugnan por adaptarse a la oscuridad hasta que la luminosidad de un nuevo espacio me deslumbra. Como en un hechizo, Bermúdez ha esgrimido una nueva llave y de repente me encuentro en el patio de los Arrayanes, en el interior de los Palacios Na-zaríes. Y, efectivamente, «un poquito» por debajo del palacio de Carlos V. Frente a mí, la alberca refleja la imponente fachada de la torre de Comares, su zócalo de azulejos geométricos y las inscripciones en árabe grabadas en sus aleros de madera. En apenas unos metros hemos pasado de la oscuridad a la luz, de los perfiles rectilíneos a los arabescos, del catolicismo al islam, de la sobriedad a la saturación de los sentidos y de una estética renacentista europea a otra hispanomusulmana. La escalera, construida en 1580 por el arquitecto Luis Machuca, pretendía exactamente eso: unir la vieja casa real con la nueva. Legitimar el poder. Los escasos turistas que siguen el itinerario establecido observan nuestra espontánea aparición como si fuéramos el fantasma de algún habitante del pasado. Con una sonrisa traviesa, Bermúdez cierra la puerta a nuestra espalda. Me siento como si acabara de emprender un viaje en el tiempo.

Letrina
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Letrina tras una de las puertas del palacio de Comares.

«Una antigua crónica árabe relata que un día, en 1238, el recién proclamado emir Muhammad I Ibn Nasr, Ibn al-Ahmar, "hijo del Rojo", subió a las ruinas existentes en el lugar conocido como al-Hamra', marcó los cimientos para un nuevo castillo y dejó un encargado para dirigir los trabajos», dice Bermúdez. Estaba haciendo lo mismo que haría Carlos V tres siglos después: levantar un edificio desde el que estructurar su poder frente a un espacio geográfico e histórico recién conquistado. Sobre los cimientos de la antigua Alcazaba, se erigió el conjunto monumental que hoy conocemos.

Sala de las Camas del baño de Comares
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La sala de las Camas del baño de Comares era el lugar donde desvestirse antes del hammam, heredero de las termas romanas. La limpieza es un precepto sociorreligioso en el islam.

La dinastía nazarí bajo la cual se edificó la Alhambra, los Banu Nasr, también llamados Banu al-Ahmar, procedían de Arjona, en la actual provincia de Jaén. En 1232 se declararon independientes de la autoridad almohade y seis años después establecieron la capital del nuevo Estado en Granada. Eran los últimos representantes del islam en la península ibérica desde que esta fuese conquistada en nombre del califato Omeya de Damasco en el siglo VIII, al que siguió el califato de Córdoba en el siglo X, los reinos de taifas en el siglo XI y las sucesivas invasiones de las dinastías norteafricanas de los almorávides y los almohades en los siglos XII y XIII. No fueron solo los cristianos quienes combatieron a los almohades; los propios andalusíes, pese a compartir religión, se oponían a su rigorismo y los consideraban extranjeros.

Entre los siglos XIII y XV el mundo se modernizó. En Europa el gótico dio paso al Renacimiento y se importaron las ideas del humanismo. Pero durante esos dos siglos y medio, me explica Bermúdez, «el triángulo formado por las provincias de la Andalucía oriental se detuvo en el tiempo, manteniendo una sociedad feudal recluida en un idílico oasis. Quizá la Alhambra pretendiera emular a la mítica Medina Azahara, capital de Occidente en el siglo X». El reino nazarí nunca alcanzó la importancia de Córdoba, pero dejó un importante legado, un monumento que sintetizaba toda la belleza y el refinamiento arquitectónico concebidos en al-Andalus. Un recordatorio para que la historia jamás pudiera olvidarlos.

Jardín Feliz y su fuente de los Leones
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El Corán describe el paraíso como un vergel donde el agua fluye sin cesar. La importancia del agua para el islam y su uso como elemento arquitectónico tienen su máxima expresión en el Jardín Feliz y su fuente de los Leones, que para algunos historiadores representa el Edén.

En el Mexuar, la antigua sala de recepción que Isabel la Católica convirtió en capilla, las imágenes de ese sincretismo surgido en la Alhambra en ese primer momento de fusión son evidentes para quien sepa buscarlas. Sorprende ver el emblema de los Reyes Católicos conviviendo con el lema y el escudo nazarí, o el águila bicéfala y las columnas de Hércules reproducidas en el sino, el minúsculo azulejo octogonal a partir del cual se estructura el resto de la composición en los zócalos. Sobre ellos, escritos en árabe, se reproducen unas frases que recuerdan un versículo de san Mateo: «El reino es de Dios; la gloria es de Dios; el poder es de Dios». Probablemente sea obra de moriscos, los musulmanes convertidos al cristianismo, señala Bérmudez, y añade: «El árabe era la lengua de los granadinos. Y el Dios de unos y otros, a fin de cuentas, era el mismo».

Jesús Bermúdez nació aquí. Su padre fue el primer director del Museo de la Alhambra y él, quizá por haberse criado literalmente dentro de la fortaleza, abrazó desde muy joven la historia y la leyenda del monumento. Lleva toda la vida explicándolo, escribiendo sobre él y divulgándolo, pero aún continúa viéndolo con los ojos de quien se acerca a él por primera vez. Recorrer el recinto a su lado supone detenerse constantemente a saludar a guardias, guías, jardineros, estudiantes o personal del museo. La ciudad palatina está viva de nuevo, con su corte de funcionarios al servicio de la misma, con la burocracia que garantiza su funcionamiento y con protocolos de entrada que franquean o deniegan accesos como si fuéramos enviados extranjeros con un mensaje para el emir.

 

Silo Grande del Secano, Alhambra subterránea
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Existe una Alhambra subterránea, oscura y cerrada al público. El silo Grande del Secano sirvió para almacenar grano, pero algunos de estos espacios albergaron rehenes en espera de un rescate y prisioneros, a veces de la propia corte nazarí.

Erigida sobre el monte de la Sabika, la Alhambra sigue rigiéndose, como antaño, por sus propias leyes. Durante siglos la pobló la nueva administración cristiana con una sucesión de gobernadores y alcaides; luego, tras las guerras napoleónicas, algunos espacios volaron por los aires y otros se fueron deteriorando por falta de mantenimiento. Algunas de las estancias sufrieron expolios. Otras, como el antiguo palacio de los Infantes, se vinieron abajo. Las albercas se convirtieron en lavaderos; los patios, en corrales, y en las estancias vacías y sucias se instalaron familias que no tenían otro lugar adonde ir. Paradójicamente, «pasó de ser un castillo de reyes a un refugio para marginados, pero siempre estuvo habitada. Y eso la mantuvo en pie». Fueron los okupas de la Alhambra, como los denomina Bermúdez. Los hijos de la Alhambra, como los llamaba con un término más romántico el que fue cónsul estadounidense en España, Washington Irving, cuando se alojó en la decadente ciudad palatina en 1829. Eran los gitanos, los bandidos, los desheredados, quienes junto con los fantasmas de los vencidos poblaron los relatos con los que Irving lanzó la Alhambra al mundo, sembrando la semilla de su explotación turística. Sus cuentos, traducidos a todos los idiomas conocidos, divulgaban la aureola romántica del monumento, recopilaban leyendas que sabían a las Mil y una noches y recreaban la nostalgia del al-Andalus perdido. «Quien no ha visto la Alhambra no ha vivido», llegó a sostener Irving. Sus textos aún pueden encontrarse en cualquier librería de Granada. En casi cualquier idioma. Su estatua, frente a la muralla subiendo por la cuesta de Gomérez, es apenas un tibio homenaje de lo que la Alhambra debe a sus leyendas. 

Las habitaciones que Irving habitó aún existen, aunque no forman parte del circuito visitable. Fueron las que Carlos V mandó arreglar para hospedarse durante su estancia en Granada. Los lugares donde transcurren las leyendas existen también. Como la puerta de los Siete Suelos, la antigua Bab al-Gudur árabe, por la que la tradición indica que Boabdil abandonó la Alhambra suplicando que tras su marcha fuera sellada para que nadie volviese a atravesarla jamás. Tampoco es visitable. Quizá sea por eso. O por los siete suelos que el cuento de Irving aseguraba que escondía: una sucesión de pasadizos en los que el propio príncipe nazarí habría ocultado un magnífico tesoro por si –¿quién sabe?– alguna vez podía volver a su fortaleza.

La torre de las Infantas, escenario de uno de los relatos de Irving protagonizado por tres princesas enamoradas de fugitivos cristianos, existe también. Forma parte de la sucesión de torres-palacio que flanquean la muralla norte. Y no, tampoco se puede visitar. Como la torre de la Cautiva, un exquisito y minúsculo palacete edificado en la misma muralla en tiempos de Yusuf I, bellamente ornamentado para tratarse simplemente de una estructura defensiva de la fortaleza. Acceder a su interior es entrar en la leyenda. La tradición popular le otorgó ese nombre por considerarla la morada de Isabel de Solís, la rehén cristiana que robó el corazón del sultán Muley Hacén y acabó convirtiéndose al islam con el nombre de Soraya. La historia –o quizá la leyenda– le concede un importante papel en la caída de Granada al provocar los celos de Aixa, primera esposa del sultán, quien, agraviada, buscó el apoyo de los Banu Sarray o Abencerrajes e instó a su hijo Boabdil a arrebatarle el trono a su padre. Muley Hacén era más partidario de la lucha y Boabdil, de la negociación. De no haber sido depuesto, ¿hubiera cambiado el último capítulo de la rendición de Granada?

Sala de los Abencerrajes, Alhambra, Granada
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Con 5.000 piezas y en forma de estrella de ocho puntas, la cúpula de mocárabes de la sala de los Abencerrajes es una de las más espectaculares de la Alhambra. Estas composiciones a base de prismas de yeso o de madera colgantes surgieron en el Turkestán en el siglo X y alcanzaron su máximo exponente en la Alhambra. La perfección de los cálculos matemáticos dio lugar a cubiertas autoportantes que parecen desafiar la gravedad y evocan la idea de infinito de la bóveda celeste. 

Estos espacios palaciegos, pequeños para absorber un volumen de visitas que roza los dos millones de personas al año, no son los únicos lugares ocultos en una fortaleza cuya superficie amurallada es de 104.697 metros cuadrados, de los que apenas un 20 % es en la actualidad visitable. Todo un entramado subterráneo horada la colina de la Sabika. Son las dependencias humildes, como indica Bermúdez, las funcionales. Las que no se ven ahora ni se veían entonces, pero resultaban imprescindibles para el funcionamiento de la fortaleza, las que recorrían los sirvientes o la guardia, las que almacenaban alimentos y agua.Silos, aljibes, adarves secretos, pasadizos, mazmorras…

En la explanada de la plaza de Armas, frente a la Alcazaba se esconde una de las 21 mazmorras localizadas en el conjunto palatino. Descubierta hace poco más de 100 años, se cree que albergó prisioneros con valor de canje. Hoy una puerta metálica sella su acceso y una estrechísima escalera conduce a su interior. Huele a humedad y a rancio. A ras de suelo se aprecia aún la división en diferentes compartimentos radiales. ¿Cuántas personas habrán muerto o malvivido aquí? Las crónicas señalan que tras la toma de la Alhambra, la propia reina Isabel se apresuró a liberar a los prisioneros cristianos, como ya hiciera en Málaga, donde un oficial de los Países Bajos le confesó que llevaba allí más de 40 años. «¿Qué hubieras pensado cuando te capturaron si te hubieran dicho que la persona que iba a liberarte no había nacido aún?», le preguntó la reina. El prisionero no dudó un instante: «Habría muerto de pena, majestad». 

En la Alhambra la crónica se mezcla con la leyenda, y a veces, en días lluviosos como hoy, recorrer sus escenarios te deja el ánimo turbio. Hay tan poca gente en la explanada de la Alcazaba que casi nadie ve cómo maniobramos en el suelo para abrir la pesada puerta que oculta el aljibe más grande de la ciudad palatina. No es de factura musulmana. Fue construido en 1494 por Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla y primer alcaide de la Alhambra. Entrar en él es como hacerlo en una iglesia subterránea, quizá por sus naves rectangulares cubiertas con bóvedas de cañón, o por sus dimensiones, que el viajero germano Jerónimo Munzer comparó con las de una catedral. Hace mucho que no almacena agua, pero la humedad continúa rezumando en su interior. 

Los subterráneos de la Alhambra no solo albergaban agua. El subsuelo garantizaba una temperatura fresca y estable para el almacenaje de grano y otros alimentos. El silo del Secano, descubierto en el siglo pasado, es el más grande de cuantos se abren en la Alhambra. O de cuantos se conocen, claro. Oculto en la actualidad por una plancha cerrada con candado, se accede a él por una escala metálica que desciende en vertical como por una sima, salvando unos siete metros de altura. El interior tiene algo de cueva inexplorada. Nuestros frontales alumbran con curiosidad el espacio que nos rodea. Instintivamente buscamos los pasadizos por donde transcurrió la historia.

Frase 2

«Pídele a las noches aquello que deseas y decide lo que quieras pues los días obedecen».

Anónimo. Patio del Harén, palacio de los Leones.

Los hay, pero no aquí. Bajo el salón del Trono de Comares, un paseo de ronda oculto albergaba a los miembros de la guardia real prestos a intervenir en una situación de emergencia. Lo recorremos, conscientes de que al otro lado de la pared, los turistas, extasiados ante la magnificencia de la sala, no imaginan que el palacio de Comares, como casi todos los espacios de la arquitectura musulmana, esconde una arquitectura funcional más allá de la ornamental. A nuestra izquierda se abre una minúscula puerta con forma de arco cerrada con una cancela que, una vez más, Bermúdez se presta a abrir. Nuestra linterna alumbra una escalinata que se adentra en el interior de la tierra y que se abre, más de 200 escalones más abajo, en una nueva puertecilla lateral. Estamos en mitad de la maleza, en el corazón del bosque de la Sabika. El pasadizo no acaba aquí; continúa, pero un antiguo derrumbe hace impracticable su último tramo y nos deja a escasos metros del río Darro. No cabe duda de que en algún momento supuso una vía fácil –y clandestina– para abandonar la fortaleza.

En 1359, Muhammad V, octavo monarca de la dinastía nazarí, fue apeado del trono por una revuelta que puso en su lugar a su medio hermano Ismail. En mitad de la noche, los rebeldes escalaron las murallas y pasaron a cuchillo a los miembros de la guardia. Con apenas 20 años, el legítimo sultán salvó la vida; hay quien dice que porque estaba en el Generalife, desde donde huyó, pero hay quien cuenta que escapó de la Alhambra por un pasadizo ubicado en la torre de Comares. Me pregunto si estos fueron los adarves subterráneos a los que llegó sin aliento; si descendió asustado estos escalones hasta llegar al Darro; si alguien lo esperaba a caballo para llevarlo a Guadix, donde permaneció oculto antes de huir a Fez. El golpe fue un juego de tronos con cambio de lealtades, incluida la de su socio cristiano Pedro I el Cruel, rey de Castilla. Tres años después y tras muchas muertes, Muhammad V volvió a Granada, a la Alhambra y a su trono. Sin su regreso y su próspero y pacífico reinado posterior de 30 años, los Palacios Nazaríes no serían hoy tal y como los conocemos.

Los Palacios Nazaríes, o Dar al-Mamlaka, la «Casa Real», obedecen, cada uno, a un determinado momento y al criterio del sultán que ordenó su construcción. El más antiguo es el Mexuar. El palacio de Comares fue edificado durante el reinado de Yusuf I y el de los Leones, con su famoso patio, corresponde al de su hijo Muhammad V. Sería precisamente él, en el momento álgido del arte nazarí, el que ordenaría embellecer los tres espacios y el que haría uso, siguiendo la estela de su padre, de otro de los grandes secretos de la Alhambra, oculto a los ojos de infieles y desconocedores de la lengua árabe: la epigrafía mural.

Albaicín
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Contrapunto y espejo de la Alhambra, en la colina que hay frente a la Sabika y separado de ella por el río Darro, se alza el Albaicín, un paisaje humano, urbano y natural a un tiempo. Desde los miradores de la Fortaleza Roja, el sinuoso trazado de la ciudad musulmana, poblada de antiguos cármenes
y horadada de aljibes, aún conserva la antigua trama urbana nazarí. 

La Alhambra es un palacio poema, algo único en su género, dice José Miguel Puerta Vílchez, historiador del arte, arabista y autor de Leer la Alhambra, manual que reúne e interpreta los mensajes transcritos en sus paredes. «Si perdiera sus soportes, sus columnas y sus arcadas, nos encontraríamos con un edificio sustentado tan solo por palabras», añade. Es una imagen bellísima, además de real. Recorro los Palacios Nazaríes a través de sus ojos, su conocimiento del árabe y la experiencia que le proporcionan 25 años de estudio, y veo una Alhambra distinta, vedada aún, después de 500 años, a los que la heredaron. Las palabras recorren sus muros, se rizan en cartelas redondas, saludan en las tacas, las alhacenas que ornamentan las salas más importantes. Están talladas en yeso (como en el Mexuar), labradas en madera (como en el acceso al Cuarto Dorado) o minuciosamente inscritas en azulejo sobre los zócalos (como en el mirador de Lindaraja). El omnipresente lema de la casa nazarí, «No hay vencedor sino Dios», emblema de poder, se alterna en sus muros con los buenos deseos con los que el conjunto palatino recibe al visitante: baraka, «bendición»; yumm, «ventura». El conjunto monumental concebido para ensalzar a Dios –y al sultán, vicario de Dios en la Tierra– refleja también la profesión de fe de la religión islámica. La palabra, modelada, embellecida y ornamentada, envuelve al visitante como si estuviera en el interior de un inmenso libro hecho monumento. 

Fue Muhammad II, bisabuelo de Yusuf I, el creador a finales del siglo XIII del Diwan al-Insha', la oficina de redacción que se encargaba de la correspondencia y documentación oficial de palacio. La persona al frente tenía que dominar dos difíciles artes: la diplomacia y la escritura. «Su función era propagandística, pero no se buscaba solo una comunicación técnica –puntualiza Puerta Vílchez–. Los textos no solo tenían que ser correctos, sino bellos, poéticos, capaces de ensalzar a Dios, la dinastía y al sultán». Son los versos grabados en muchas de las salas, que conocemos como qasidas sultaniyas. Y así es como en la Granada nazarí, la persona que mejor manejaba las palabras, el kátib, se convertía en doble visir, jefe del Diwan al-Insha' y primer ministro, el hombre más poderoso del reino después del sultán.

Puerta Vílchez, que conoce las inscripciones de los muros, arcos y pequeños rincones de la Alhambra como la palma de su mano, rememora a sus grandes poetas como si hubiera estado junto a ellos trabajando en el Diwan al-Insha', componiendo versos o transcribiendo los textos que el tiempo convertiría en valiosísimas crónicas de una época tempestuosa que, a su modo de ver, supuso el canto de cisne de una dinastía nazarí consciente de su aislamiento en la Península y condenada a desaparecer. Los textos epigráficos de la Alhambra se deben fundamentalmente a tres poetas que estuvieron sucesivamente al frente de la cancillería a lo largo del siglo XIV y describen los momentos más brillantes de la dinastía. El primero fue Ibn al-Yayyab, que estuvo al servicio de seis emires. Su discípulo Ibn al-Jatib sirvió fielmente a Yusuf I y Muhammad V. Ibn Zamrak, el tercero, sustituyó a su maestro Ibn al-Jatib tras haber ganado el favor de Muhammad V, pero no dudó en participar en su condena y posterior ejecución.

«En la caligrafía mural de la Alhambra se emplea el alifato (el alfabeto árabe) en dos de sus principales variantes: la cúfica (de la antigua ciudad iraquí de Cufa) y la nasji o cursiva, que nos resulta más familiar», explica Puerta Vílchez. La segunda es perfectamente visible, aunque a veces sea difícil traducirla, pero la primera puede llegar a pasar desapercibida incluso a ojos de un visitante que conozca la lengua. Los mismos rasgos rígidos y rectilíneos que hicieron de ella una escritura religiosa y críptica favorecen su uso como elemento geométrico. Y al integrarse dentro de la decoración, se hace prácticamente invisible.

Zócalos de las alcobas del salón de Comares
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Los zócalos de las alcobas del salón de Comares, como otras salas, están decorados con motivos geométricos que parten de una pieza central o sino. Cuando se definieron en 1891 las 17 maneras posibles de jugar con la simetría de un plano, en la Alhambra llevaban ya siglos representadas.

En el palacio de Comares, residencia del emir y salón del trono, nos recibe un bellísimo verso grabado en el alero de madera. Puerta Vílchez lo traduce: «Mi posición es una corona, mi puerta la frente. En mí al Occidente envidia el Oriente». Imagino a los antiguos visitantes fascinados por el significado de una frase que hablaba tanto de la magnífica sala como del sultán. Probablemente fue compuesto por Ibn Zamrak para mayor gloria de Muhammad V. Pero la creación más famosa de ambos, este último como constructor y el otro como poeta, quizá sea el palacio de al-Riyad al-saíd, o el Jardín Feliz, nombre original del que siempre hemos conocido como palacio de los Leones. Todos tenemos en la retina su famosa fuente: 12 leones, todos parecidos y todos diferentes, cuya magnífica ejecución aprovecha la veta de la roca para simular los músculos del animal. También la fuente oculta un mensaje importante: hace alusión a la dinastía de los Banu Ansar, compañeros del profeta Mahoma de los que presuntamente descendería la casa nazarí, y donde se menciona la palabra califa, un título con una implicación de jefe religioso que trasciende al de sultán. Una muestra impecable de propaganda política en pleno siglo XIV. «Eran tiempos difíciles –asegura Puerta Vílchez–. El sultán necesitaba legitimar su poder no ya frente a los cristianos, sino frente a los suyos».

La antigua Rauda, la necrópolis de la Alhambra a la que se accede por la puerta del mismo nombre, fue en otro tiempo un panteón real. Algunas de sus lápidas se conservan en el Museo de la Alhambra, pero ninguno de los antiguos sultanes descansa ya aquí. Sus cuerpos abandonaron la fortaleza junto con los vencidos a lomos de acémilas, rumbo a las Alpujarras, como parte de los acuerdos alcanzados con los cristianos tras la conquista de Granada. Solo existe la duda con respecto al penúltimo monarca, Abu l-Hasan 'Ali, llamado Muley Hacén, el padre de Boabdil. La leyenda asegura que, en lucha con los cristianos, apeado del trono por su hijo y agotado del trato con los hombres, pidió ser enterrado lejos de ellos y cerca del cielo. Hay quien dice que su cuerpo reposa en el pico que lleva su nombre, en Sierra Nevada. Se han hecho búsquedas, pero su tumba jamás ha sido hallada. 

Frase 3

«Esta obra que la Alhambra engalana del pacífico y del guerrero es morada». Ibn al-Yayyab. Torre de la Cautiva.

Desde el cuarto dorado,en el Mexuar, observo el Albaicín, con sus fachadas blancas, sus cármenes, sus jardines secretos erguidos de cipreses. Un cuadro que uno nunca se cansaría de mirar. Me pregunto si Boabdil escrutó la ciudad desde aquí por última vez el día que la abandonó dejándola en manos de los Reyes Católicos. Es imposible imaginar un telón de fondo más perfecto que el Albaicín para el marco exquisito de los miradores de la Alhambra. «No creo que exista otro lugar como este en el mundo –afirma Puerta Vílchez–. Un emir saudí ha construido en tres años la Alhambra de Oriente en Riad, a escala 1:1, con sus mocárabes, sus escritos y sus yeserías. Se han basado en los planos y fotografías actuales y han llevado incluso a maestros de la Alhambra a trabajar allí». Acto seguido, vuelve la mirada a la antigua ciudadela musulmana y añade: «Pero no es igual que la nuestra. Le falta el Albaicín».

Desciendo rumbo a ese Albaicín laberíntico por la cuesta del Rey Chico, el apelativo que ostentaba Boabdil. Es posible que partiera con su séquito rumbo al exilio por esta calzada. El sendero de cantos rodados transcurre bajo la muralla norte de la Alhambra, a la izquierda de los jardines del Generalife. Las lluvias han llenado el cauce del barranco y el agua corre por las acequias y resuena en pequeñas cascadas. Entonces también era enero. Quizás el rumor del agua, cuyo sonido tanto apreciaba la corte nazarí, fue el único sonido que acompañó a aquella comitiva silenciosa.

Atravesar el Paseo de los Tristes es subir a ese otro mundo paralelo, observar la ciudad palatina como la veían los súbditos nazaríes y como la siguen viendo hoy los granadinos. Desde el clásico mirador de San Nicolás, al pie de la antigua mezquita mayor, y como asegura Mario Villén, autor de Nazarí, novela que recrea el nacimiento de la dinastía, la Alhambra se lee cronológicamente de derecha a izquierda, como se escribe el árabe. Aquí, en el corazón de la ciudad que pone el contrapunto a la Alhambra, todavía se ve el arranque del puente que las comunicó un día, salvando el río Darro, y aún se puede visitar el palacete donde vivió Aixa cuando la joven Soraya la relegó de su puesto en la corte. Villén me invita a visitar ese otro lado de la historia palatina. ¿Tramó desde aquí Aixa el golpe de su hijo cuando se supo desterrada de la Alhambra? Dar al-Horra, la Casa de la Señora, el último refugio de la última sultana de Granada, conserva el aire de un jardín nazarí. Desde fuera nada hace prever su bellísimo interior. Como en la Alhambra, como en los cármenes del Albaicín, como en la cultura árabe, el exterior revela poco. La belleza se reserva para el interior, y para desvelarla hay que cruzar puertas, doblar recodos, retirar velos.

Interior de la torre de la Cautiva
NAVIA

El arte musulmán guarda la belleza para la intimidad. Por eso, desde fuera nada hace intuir que el interior de la torre de la Cautiva, un baluarte defensivo, o qalahurra, edificada por Yusuf I, oculte uno de los espacios más bellamente decorados de la Alhambra.

Vuelvo caminando por la calle Calderería hacia Plaza Nueva. Sus teterías, su ambiente de zoco, la lengua árabe que sale de sus bazares me envuelven y ralentizo el paso, como si no quisiera salir de aquí. En la plaza, en la ciudad llana, siento la vuelta al siglo XXI, como si regresara bruscamente de aquel viaje al pasado que inicié en la Escalera del Tiempo. La tradición popular afirma que Boabdil, el vigésimo cuarto sultán nazarí, giró el rostro y lloró al abandonar Granada. ¿Quién no lo haría al dejar atrás el hogar de su familia durante los últimos 260 años? Pese a todo, debió de hacerlo con la cabeza bien alta: había evitado un derramamiento de sangre y había salvado la vida y parte de su hacienda. Solo la familia real estaba obligada al exilio. La población podría mantener sus negocios, sus casas, su lengua, su religión… ¿Cómo iba a imaginar que las Capitulaciones firmadas por los Reyes Católicos jamás se cumplirían?

Antes de marcharme de Granada no puedo evitar, como él, girar la cabeza en busca de la torre de la Vela. A diferencia del sultán nazarí, yo sé que volveré. Mi amiga Blanca Rooney, una de las más apasionadas guías de la Alhambra, se detiene a mi lado. Habituada a ver este gesto en los visitantes a los que acompaña, hace una pausa comprensiva. «Lo he visto muchas veces –me sonríe, cómplice–. Es la mirada de quien se despide de la Alhambra como si acabaran de expulsarlo de ella».

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Escrito en la Alhambra

Este artículo pertenece al número de Junio de 2023  de la revista National Geographic.