En Gambo, la vida y la muerte están a un chasquido de distancia. El eco de la felicidad todavía resuena en la sala de partos del hospital rural del pueblo, situado a 240 kilómetros al sur de la capital de Etiopía, Addis Abeba, cuando todo se tuerce. Las batas blancas de los médicos vuelan por el pasillo y Hawi Merga, de 28 años, llora porque anticipa el dolor: su hija Jamila, nacida una hora antes, tiene una infección pulmonar y se muere. Tras reanimarle el corazón, un doctor sale a la carrera con la niña en brazos hacia la sala de cuidados intensivos.
La angustia vuelve pegajoso el aire de la habitación, y cada pitido de la incubadora, cada bocanada de oxígeno insuflada desde un fuelle a los pulmones tiernos de Jamila, suena a última oportunidad. Y de repente, la pobreza: se va la luz. Truena el generador, pero el hospital solo tiene recursos para mantenerlo encendido hasta la medianoche; después, las incubadoras se apagarán hasta la mañana siguiente. Kedir Ogato, uno de los sanitarios que ha atendido el parto, se muerde el labio.
«Si no regresa la luz, no tiene casi ninguna posibilidad».
Que las opciones de sobrevivir de Jamila sean una moneda al aire no es extraordinario. Aunque la mortalidad neonatal se ha reducido en África –en 15 años la cifra ha bajado un 38 %, según la Organización Mundial de la Salud–, cada año 300.000 bebés fallecen en el parto y 1,16 millones más durante su primer mes de vida. La desigualdad empieza en ese minuto cero: un bebé tiene 10 veces más posibilidades de morir en sus primeras 24 horas de vida en África que en un país occidental. Podría evitarse. Dos tercios de esas muertes se producen por infecciones o a causa de unos cuidados sanitarios de mala calidad.
Foto: Alfons Rodríguez
Etiopía, que con 109 millones de habitantes es el segundo país más poblado de África, se resiste a ese destino escrito. A pesar de que todavía es un país inseguro para dar a luz, en tres lustros ha reducido a la mitad las muertes neonatales. Su estrategia ha consistido en crear una red sanitaria con distintos niveles de asistencia, un plan de sensibilización contra los partos en el hogar y la formación de 38.000 nuevos trabajadores de la salud.
Si cerca de la medianoche la vida de Jamila aún pende de un hilo, es por ese refuerzo lento pero constante del sistema sanitario etíope. Si como sus dos hermanos hubiera nacido en casa, ya estaría muerta. A las doce menos diez, los médicos inician resignados los preparativos para sacar a la niña de su caparazón protector y Hawi se echa las manos a la cara. Suspira. Entonces sucede el milagro. Suena un chasquido y la electricidad regresa. Jamila sigue en la incubadora; luchando.
La batalla por la supervivencia de Jamila es la de todo un continente. La región del planeta donde nacen más bebés es ya la más joven, con una edad media de 18 años, mientras en Europa es de 42. África es futuro: los avances en educación, sanidad y derechos de la mujer y la irrupción de la tecnología ya han empezado a transformar la realidad africana. El resultado es una explosión de vida. Desde 1960, cuando una ola de independencias sacudió el continente, la esperanza de vida ha pasado de 40 a 61 años y la población, de 283 a 1.340 millones.
Pero África también tiene sombras. Aún hoy, millones de personas sufren los estragos de la guerra, el yihadismo, la pobreza o el cambio climático. Una mirada a su infancia permite detenerse en los retos y los logros de un continente complejo, diverso y en constante evolución.
Infancias robadas
En la densa selva del este de la República Democrática del Congo (RDC), Gloire Mishiki y Rodrigue Masudi, de 12 años, conforman una de las cicatrices más profundas del continente. Son protagonistas de uno de los 16 conflictos armados de África. En el mundo hay 34. Gloire y Rodrigue son niños soldado y hace tres años que cambiaron su infancia por un Kaláshnikov. Es mediodía, el sol empapa las sienes y un grito quiebra la calma: «¡A por ellos, ahora!». Ambos se lanzan como un árbol roto sobre la hierba alta, fijan la vista en una cañada al final de una explanada y aferran el arma con las manos.
Foto: Alfons Rodríguez
Foto: Alfons Rodríguez
A su alrededor, alaridos adultos: «¡Avanzad! ¡Sin miedo! ¡Disparad!». Los dos niños progresan agazapados, pero con el rictus tranquilo de quien sabe que hoy no va a morir ni a matar: es un entrenamiento militar. Un ejercicio castrense del Movimiento de Acción por el Cambio (MAC), uno de los más de 70 grupos rebeldes en activo en el país. A su lado, milicianos vestidos con camisetas rotas y en chancletas, hombres escuálidos que por la noche se emborrachan y atemorizan a los civiles, disparan a un enemigo imaginario en un gesto que condensa el patetismo de una guerra suspendida desde la firma hace 18 años de una paz hueca: alzan sus armas, apuntan e imitan el sonido de las balas con la boca. No hay dinero para malgastarlas. Bum, bum, bum. Ratatatatá. Pam, pam.
La batalla por la supervivencia de Jamila es la de todo un continente. La región del planeta donde nacen más bebés es ya la más joven. África es futuro: los avances en educación, sanidad y derechos de la mujer ya han empezado a transformar la realidad africana.
Rodrigue y Gloire son niños soldado y deben dar su vida por el líder. No tienen alternativa. Forman la guardia personal del general Mbura, líder del MAC, desde que unos hombres armados del FDLR (Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda), integrado por autores del genocidio de Ruanda huidos a la RDC, asaltaron su aldea y mataron a sus respectivos padres. Mbura, de 34 años, sostiene que su grupo es defensivo y sus niños soldado –reclutar a menores de 15 años es un crimen de guerra– lo son por su generosidad: «A causa de lo que les ocurrió se hicieron voluntarios, es lo que os puedo decir. Yo los cuido».
Según un informe de la ONU, en el mundo hay más de 12.000 niños soldado, la mitad en África, aunque el organismo admite que su estudio solo indica los casos verificados y que la cifra real es muy superior. En 2003 un análisis de una coalición de organizaciones internacionales denunció que solo en África había más de 1000.000 niños soldado. Además de en la RDC, actualmente los hay en Sudán del Sur, Somalia, Libia, República Centroafricana y en los conflictos del Sahel y del lago Chad. Inconscientes, manipulables y reemplazables, los niños son soldados perfectos en guerras de baja intensidad, donde se lucha por mantener una economía militarizada, de rapiña, que se nutre de la sangre y el miedo al otro para controlar el mercado negro de armas, minerales o personas.
Gloire y Rodrigue son el último eslabón de esa cadena. Al principio, Rodrigue es desconfiado y sella cualquier pregunta con respuestas esquivas. Hasta que una mañana, cuando en una salida de reconocimiento se cruza con unos escolares, estalla y escupe palabras afiladas como navajas:
«¿Por qué me alisté en el MAC? Quiero volver a la escuela, pero no tengo a nadie que me la pueda pagar. La persona que pagaba por mí está muerta».
Aunque real, la desesperanza de los niños soldado no es la imagen completa. Heritier Jackson, de 17 años, es la otra parte de esta realidad. Como él, del año 2015 al 2018, 17.141 menores fueron liberados de grupos armados congoleños. Desde entonces, a Heritier solo el sonido del agua entre las rocas le calma los demonios. Cuando el pasado lo atormenta y no le deja dormir, se acerca a la orilla del lago Kivu y observa el horizonte en silencio. De los 11 a los 15 años combatió a las órdenes del general Mbura en el MAC hasta que huyó: robó diez cartuchos, ordenó a tres soldados de
11 años a su cargo que le siguieran y se entregó con ellos en una base de cascos azules de la ONU. Las diez balas eran la prueba de que no mentía; los tres niños, un intento íntimo de absolución.
«En esa época tenía el rango de capitán y varios niños soldado a mi cargo. Cogí a esos tres porque tenían 11 años, como yo cuando empecé. Tenía miedo de que se chivaran, pero quise salvarlos. No sé por qué».
La atención mediática, especialmente en África, acostumbra posarse sobre el guerrillero, el asesino, el verdugo o el salvajismo. Pero cuando la guerra y el odio carcomen los cimientos de un país, cuando la violencia se convierte en una forma de supervivencia, hay millones de africanos que se arriesgan a ayudar a los demás. A actuar como seres humanos. Djibrine Mbodou, de 17 años, es uno de ellos. Estuvo secuestrado durante un año y medio en el lago Chad, una zona fronteriza entre Nigeria, Camerún, Níger y territorio chadiano, donde se refugia la banda yihadista Boko Haram, cuyo nombre en lengua hausa se traduce como «la educación occidental es pecado». En los últimos 11 años el grupo fundamentalista, surgido en el norte nigeriano y que busca imponer una visión radical de la sharía, ha provocado una carnicería con 37.500 muertos, 2,5 millones de desplazados y miles de secuestros, las 219 niñas de Chibok entre ellos.
Djibrine tiembla al rememorar la noche en que los vio por primera vez. Cuando los barbudos entraron en la isla de Galoa, barnizaron su mensaje con sangre: reunieron a todos en el centro de la aldea, rebanaron el cuello al jefe del pueblo y secuestraron a los 700 vecinos. Las semanas posteriores fueron una macedonia de hambre y ejecuciones sumarias por cualquier motivo, desde robar un huevo hasta rezar mal.
Foto: Alfons Rodríguez
Después hicieron una oferta irrechazable a los jóvenes como Djibrine. Si cogían un fusil y se alistaban, se acabaría su sufrimiento porque participarían en los pillajes e incluso podrían escoger una esposa gratis entre las rehenes. Como la alternativa era una muerte probable, muchos se unieron. Djibrine no. «Solo soy un pescador, no un asesino. Pescaba para ellos, pero sabía que mi única salida era huir». Soportó el terror de los latigazos cada vez que regresaba sin suficientes peces en la red, hasta que un día se alejó con la canoa y, en cuanto pisó tierra firme, echó a correr. Si lo pillaban, lo había visto antes, le cortarían el cuello.
Foto: Alfons Rodríguez
Ahora Djibrine ve pasar la vida en la aldea chadiana de Melea, un salpicado de chozas de paja en tierra firme con refugiados como él, donde casi no asoman las organizaciones humanitarias y el sol transforma la brisa en una bola de algodón tibia que atranca el pescuezo. Para Djibrine, su vida en ese solar es una victoria.
«Estoy orgulloso de haber llegado así aquí».
Así: sin matar.
Paso a la mujer africana
Hay otras Áfricas en las que el valor se conjuga en femenino, en paz, y bebe de los avances sociales. Giovana Delgado Durão, una niña caboverdiana de 12 años, se empeña en cambiar su destino inevitable como ama de casa en su pueblo pesquero de Monte Trigo, de 270 habitantes, por un futuro como cantante. ¿El motivo? Hace siete años una empresa local instaló paneles solares sobre la escuela y llevó por primera vez la electricidad a las casas. Es una revolución continental en marcha: en el último lustro, 23 millones de africanos han accedido a la energía solar y serán 250 millones en 2030. En Monte Trigo la luz ha cambiado la vida de todos, la de los pescadores, que congelan sus capturas en lugar de malvenderlas, y la de quienes descubren el mundo desde un televisor encendido. También ha cambiado la de Giovana. Como ahora su tío puede enchufar la radio (antes la escasa economía familiar no permitía comprar pilas), la música inunda el salón y alimenta los sueños de la niña de emular a Cesárea Evora.
«Me gustaría ser artista profesional; cantar, viajar y conocer el mundo».
La capacidad de imaginar otra vida no solo viene a rebufo del desarrollo tecnológico, que ha conllevado la irrupción de las energías renovables o la implantación del móvil –África es la región del mundo donde más aumenta su uso (600 millones de abonados) o los pagos desde una banca digital (450 millones de cuentas)–. También surge de conceptos de base como la educación y la igualdad. Aunque las mujeres africanas aún tienen menos derechos que los hombres y la brecha salarial es ancha porque ellas cobran de media un tercio menos por el mismo trabajo y solo un 15 % son propietarias de la tierra que cultivan, el acceso a la educación de las niñas ha aumentado. Ningún otro lugar del mundo ha visto un mayor crecimiento del acceso femenino a la educación primaria. Si en el año 1970 una de cada dos africanas menores de 24 años no sabía leer ni escribir, hoy la cifra es una de cada cinco.
Los clics de unas cámaras fotográficas retratan esa tendencia. Hawa Faye y Catherine Bassen, de 19 y 18 años, se funden en el ajetreo del atardecer en la playa de Tanji, en el sur de Gambia, en el momento en que los pescadores regresan para vender sus capturas después de todo el día en el mar. Observan, encuadran y fotografían cada detalle. Clic, clic. Cuando las descubren, los mozos de las pinazas y los vendedores de los puestos sobre la arena no dan crédito. Ellas inflan el pecho y sonríen. Clic.
«La fotografía nos da poder –afirma Hawa–, a veces me da vergüenza cuando pido hacer una foto y me dicen que no, pero la cámara me hace sentir fuerte».
Ambas son las alumnas más jóvenes del primer curso de fotografía del centro de formación para mujeres de Fandema, en la vecina Tujereng, y buscan hacerse un hueco en una profesión históricamente masculina. No son ingenuas.
«Sé que apenas hay mujeres fotógrafas y es un reto difícil –subraya Catherine–. Eso antes me daba miedo, pero ya no».
El arrojo de Hawa y de Catherine recorre un camino abierto por otras. En los últimos años se ha duplicado la representación política de mujeres africanas, que ya ocupan el 24,4 % de los asientos parlamentarios mientras en 2002 no llegaban al 11 %. La cifra es inferior a la de Europa (29,9 %), pero está por encima de las de Asia, Oriente Próximo y el Pacífico. La mayor presencia femenina en los cargos de decisión se nota. Según el Banco Mundial, en la última década África ha hecho más reformas –71 en total– para promover la igualdad de género que ninguna otra región del planeta.
El viraje feminista en el continente no llega a tiempo para muchas. En la aldea de Bad Munu, en el norte de Uganda, los padres de Margaret Ayo, de 13 años, acaban de acordar su matrimonio con Joseph Okot, un chico que le dobla la edad, a cambio de una dote en dinero y vacas. En apenas unos días, Margaret ha pasado de jugar con sus amigas a dirigir un hogar y servir a su marido, a quien solo había visto un par de veces antes. «Esta es mi vida ahora», dice. Sus vidas. Cada año, tres millones de niñas son forzadas a casarse con hombres adultos en el África subsahariana.
"La forma en que dejé de ser una niña, tan rápido, no está bien… No es justo que ocurra de esta forma. Una niña debería ser una niña". Margaret Ayo, Uganda.
Margaret tiene las pestañas largas, la mirada cándida y una figura adolescente. Parece frágil, pero no lo es. Después de una semana se desempolva la prudencia y se erige en un torbellino. Protesta incluso delante de su marido.
«Esto está mal, ¿eh? Una niña debería ser una niña, debería poder terminar su infancia, eso sería lo correcto. Si en el futuro Dios me da el regalo de tener hijas, me gustaría estar con ellas y que no se casaran tan pronto».
Sentado en el otro extremo de la choza, Joseph la mira y baja la cabeza. Hace surcos con los dedos en la arena y asiente.
Más allá de su probabilidad de éxito, la rebeldía de Margaret anuncia cambios. Aunque sabe que en un contexto rural como el suyo es difícil esquivar las costumbres, ha urdido un plan: quiere que sus hijas vayan a la escuela. Es la clave. Cada año adicional de educación secundaria reduce un 7,5 % de media el riesgo de contraer matrimonio siendo una niña o de dar a luz antes de los 18 años.
Perseverancia ante los obstáculos
Arma de construcción masiva, la educación definirá el futuro de toda África. Hay dos piedras en el camino: la pobreza y el sol. El continente que menos CO2 genera es el que más va a sufrir las consecuencias del calentamiento global. Según el Banco Mundial, el 60 % de los 143 millones de habitantes del mundo que en 2050 abandonarán sus hogares a causa de las sequías, el avance de la desertificación o la multiplicación de fenómenos meteorológicos extremos serán africanos. Para Marceline Razanantsoa, de 15 años, el impacto del cambio climático no es mañana, es ahora. Estudia en Betafo, un pueblo de las tierras altas de Madagascar, y quiere ser maestra, pero el aumento de tifones e inundaciones, sumados a la erosión de los caminos que ha originado la tala ilegal de árboles, cuyas raíces han dejado de sostener el terreno, la alejan cada día más del colegio. Literal.
«Antes el camino era fácil porque iba por otro valle, pero ahora está lleno de agujeros y no se puede pasar. El camino nuevo es más largo y cuando llueve se desmorona».
El futuro espinoso de millones de africanos tiene un denominador común. Desde el rugir de tripas de Kandji Diallo, nieto del brujo de una aldea en el oeste de Mali, al tesón inquebrantable por ser costurero en Guinea Bissau de Paulo Nenque, uno de los 52 millones de huérfanos africanos, o al desamparo de José Albino, un niño de la calle en la ciudad mozambiqueña de Beira, las penurias económicas están en el tuétano de millones de vidas torcidas. Siglos de explotación internacional y décadas de mala gobernanza, con índices de corrupción insostenibles, han dejado sin red a millones de personas. Aunque porcentualmente la pobreza se ha reducido en África –del 54,7% en 1990 al 41,4% actual–, si se establecen los mismos estándares de los países occidentales, donde es pobre quien gana menos de 5 euros al día, el 85% de los africanos está por debajo de ese cifra de ingresos.
Foto: Alfons Rodríguez
Una de las consecuencias ha sido un éxodo notable. Aunque los motivos para migrar no son compartimentos estancos y a menudo se mezclan diversos factores, como la falta de oportunidades, de seguridad o de libertad en los países de origen, en las últimas tres décadas se ha duplicado el número de africanos que han emigrado a países del hemisferio Norte.
El crecimiento ha sido especialmente pronunciado en Europa, donde el año pasado residían casi 11 millones de migrantes nacidos en África.
Mientras avanza por un desfiladero resbaladizo hacia su escuela malgache, Marceline rechaza que la definan sus bolsillos vacíos. Ahora tarda dos horas en ir al colegio y otras dos en regresar y solo puede hacer los deberes al atardecer, cuando acaba las tareas del hogar y de ocuparse de los animales. A falta de escritorio, escribe las redacciones sobre sus rodillas en el suelo, a la luz de una linterna y mientras los demás duermen. Pero ella, como el resto del continente, se resiste a ser reducida a la herida, el trauma o la dificultad. Por la mañana, Marceline sortea una hendidura en el camino saltando entre dos piedras y al preguntarle qué alternativas contempla si no consigue ser maestra, se detiene en seco.
«Seré profesora, ya verás. Sé que es difícil, pero así han sido siempre las cosas aquí».
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GIOVANA DELGADO DURÃO, CABO VERDE
"Cuando escucho las notas es como si se me metieran por los oídos y me recorrieran todo el cuerpo. ¡Suena tan bonito!" Giovana Delgado Durão.
Foto: Alfons Rodríguez
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RODRIGUE MASUDY Y GLOIRE MISHIKI, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO
"Un día me encontraré con las personas que asesinaron a mi padre y me vengaré. Los mataré." Rodrigue Masudi.
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PAULO NENQUE, GUINEA BISSAU
"Me gusta coser. Me hace sentir bien porque mientras coso estoy tranquilo, como si pudiera olvidarme de todo." Paulo Menque.
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JAMILA WOVA, ETIOPÍA
"Seré feliz cuando tenga a mi hija en brazos, hasta entonces todo es dolor." Hawi Merga, madre de Jamila.
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JOSÉ ALBINO, MOZAMBIQUE
"Tenía miedo y estaba solo. Aquel primer día dormí en la estación. Cuando me levanté quise conocer la ciudad, pero seguía teniendo miedo." José Albino.
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KANDJI DIALLO, MALI
"Kandji fue atrapado por el pájaro maléfico, enfermó por eso, no por la malnutrición. Se inventan mentiras." Djan Diallo, hechicero y abuelo de Kandji.
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DJIBRINE MBODOU, CHAD
"Me pegaban si no traía suficientes peces, pero lo prefería a coger un arma. Yo no quería matar." Djibrine Mbodou.
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MARCELINE RAZANANTSOA, MADAGASCAR
"Si el cambio climático continúa, tendremos dificultades y no podré ser lo que quiero en la vida". Marceline Razanantsoa.
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Foto: Alfons Rodríguez
*El reportero Xavier Aldekoa y el fotógrafo Alfons Rodríguez han recorrido 10 países africanos en dos años para crear el proyecto Indestructibles, una mirada a la generación del futuro de África.
Este artículo pertenece al número de Octubre de 2020 de la revista National Geographic.