Cerca de mi casa, en un barrio periférico de Cleveland, Ohio, vive un hombre de 63 años llamado Kwame Ajamu. Fue condenado a muerte en 1975 por el asesinato de Harold Franks, un vendedor de giros postales de la zona este de Cleveland. Tenía 17 años cuando se dictó sentencia.
Ajamu, que por entonces se llamaba Ronnie Bridgeman, fue declarado culpable sobre la base principal del testimonio de un niño de 13 años, quien afirmó haber visto a Bridgeman y a otro joven atacar con violencia al vendedor en la esquina de una calle. Ni la más mínima prueba, ni forense ni material, relacionaba a Bridgeman con aquella muerte. No tenía antecedentes penales. Otro testigo declaró que Bridgeman no estaba en la esquina de autos cuando mataron a Franks. Así y todo, apenas unos meses después de su detención, aquel estudiante de secundaria fue condenado a la pena capital.
Treinta y nueve años más tarde saldría a la luz que el niño que testificó en su contra había intentado retractarse de su declaración inmediatamente después. Pero los agentes de homicidios de Cleveland lo amenazaron con detenerlo y acusar a sus padres de perjurio si variaba su historia, según su posterior testimonio judicial. Ajamu fue puesto en libertad condicional en 2003 después de pasar 27 años en prisión, pero el estado de Ohio no declaró su inocencia hasta cerca de 12 años más tarde, cuando el falso testimonio del niño y la mala praxis policial quedaron en evidencia en una audiencia judicial relacionada.
Entrevisté a Ajamu y a otras personas de procedencias muy diferentes, pero que llevan a sus espaldas la misma carga aplastante: una sentencia de muerte por crímenes que no cometieron.
La experiencia poscarcelaria de los exinternos del corredor de la muerte es tan abrumadora, tan terrible y tan turbadora como el peso de saberse inocente y estar condenado a morir. El estrés postraumático que sufre alguien que ha tenido una condena errónea y ha vivido a la espera de su propia ejecución no desaparece por arte de magia por más que el estado lo ponga en libertad, se disculpe o incluso le brinde una compensación económica (algo excepcional, de todos modos).
La conclusión que extraigo es palmaria: una persona inocente condenada a muerte es el testigo perfecto contra lo que muchos consideran la inmoralidad y barbarie inherentes a la pena capital.
Es una conclusión particularmente sobrecogedora en un país que lleva a cabo ejecuciones a un ritmo raras veces superado, y en el que factores como la raza del acusado o de la víctima, los bajos ingresos económicos o la incapacidad de contrarrestar el exceso de celo de policías y fiscales pueden elevar el riesgo de que el acusado sea víctima de una sentencia injusta que podría conducir a su ejecución. La raza es un factor particularmente determinante: en abril de 2020, más del 41 % de los presos en el corredor de la muerte eran negros, mientras que en Estados Unidos los negros solo representaban el 13,4 % de la población.
En los últimos 30 años, colectivos como Innocence Project (Proyecto Inocencia) han puesto el foco sobre la peligrosa falibilidad en la que puede llegar a incurrir el sistema judicial estadounidense, máxime en los casos de pena capital. Los análisis de ADN y el escrutinio de la actuación de la policía, de los fiscales y de la defensa han contribuido a exonerar a 182 condenados a muerte desde 1972, y hasta diciembre de 2020 se habían traducido en más de 2.700 absoluciones de todo tipo desde 1989.
Todos los exinternos del corredor de la muerte a quienes entrevisté pertenecen a una organización llamada Witness to Innocence (Testigo de la Inocencia). Con sede en Filadelfia desde 2005, la WTI es una entidad sin ánimo de lucro dirigida por internos del corredor de la muerte que fueron exonerados. Su meta última es lograr la abolición de la pena de muerte en Estados Unidos, por la vía de modificar la opinión pública sobre la moralidad de la pena capital.
En los últimos 15 años, la labor de concienciación llevada a cabo por la WTI ante el Congreso de Estados Unidos, las legislaturas estatales, los asesores políticos y los expertos académicos se ha traducido en la abolición de la pena capital en varios estados, aunque sigue vigente en 28 de ellos, en el Gobierno federal y en las Fuerzas Armadas. En 2020, 17 personas fueron ejecutadas en Estados Unidos, 10 de ellas por parte del Gobierno federal. Fue la primera vez que el Gobierno del país ejecutaba a más convictos que todos los estados juntos.
«A los 17 años fui secuestrado por el estado de Ohio». Con estas palabras inició Ajamu nuestra conversación cuando nos reunimos en mi casa. «Era un niño cuando me encarcelaron para matarme –me dijo Ajamu, que hoy preside la junta de la WTI–. No entendía lo que me estaba pasando ni cómo era posible. Al principio pedía misericordia a Dios, pero pronto comprendí que no la habría».
El día que Ajamu llegó al Centro Penitenciario del Sur de Ohio, una cárcel de alta seguridad situada en la zona rural del estado, lo condujeron a un módulo lleno de reclusos. Al final del corredor de la muerte estaba la sala que albergaba la silla eléctrica de Ohio. Al llevarlo a su celda, los guardas le hicieron pasar deliberadamente por delante de ella.
«Un guarda estaba empeñado en que viera la silla –recordaba Ajamu–. Nunca olvidaré sus palabras: "Mírala bien, que esta va a ser tu novia"».
Desde que Ajamu fue condenado a muerte hasta 2005 –año en que el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó que la ejecución de menores contravenía la prohibición constitucional de imponer penas crueles o desusadas–, el país ejecutó a 22 personas condenadas por delitos cometidos antes de cumplir los 18 años, según el Centro de Información sobre la Pena de Muerte (DPIC por sus siglas en inglés).
El fallo ponía fin a un rosario de ejecuciones de menores que se había iniciado mucho antes del nacimiento de Estados Unidos. El primer caso documentado de un menor ejecutado en las colonias británicas data de 1642, cuando Thomas Granger, de 17 años, fue ahorcado en la colonia de Plymouth por un presunto delito de zoofilia.
En los albores de la nación, hasta los niños más pequeños sucumbían a la más dura de todas las penas judiciales. En 1786 Hannah Ocuish, una nativa americana de apenas 12 años, fue ahorcada por asesinato en New London, Connecticut.
Durante la mayor parte de los siguientes 200 años no se tuvo en cuenta la edad del acusado a la hora de dictar sentencia. Tanto menores como adultos eran juzgados, condenados y ejecutados en función de sus delitos, no de su grado de madurez. Los registros penales que se conservan no empiezan a consignar con regularidad la edad de los ejecutados hasta alrededor de 1900. En 1987, cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos se avino por primera vez a estudiar la constitucionalidad de la pena de muerte en el caso de menores de edad, se habían documentado unas 287 ejecuciones de menores. Cuando en 1978 dictaminó que la ley de Ohio en materia de pena capital contravenía la prohibición de imponer penas crueles y desusadas recogida en la Octava Enmienda, así como la exigencia de igual protección ante la ley contenida en la Decimocuarta, la pena de muerte de Ajamu se conmutó por cadena perpetua. Aun así, Ajamu pasó entre rejas otro cuarto de siglo, hasta que fue puesto en libertad condicional. No sería absuelto hasta 2014, gracias a que un heroico periodista de una revista de Cleveland y el Innocence Project de Ohio ayudaron a desenmascarar la mentira que había enviado a Ajamu al corredor de la muerte.
«Existe un amplio abanico de errores que pueden conducir a condenas en falso en casos de pena capital –dice Michael Radelet, sociólogo de la Universidad de Colorado en Boulder y experto en pena de muerte–. Puede haber coacciones policiales para obtener confesiones, que pueden ser falsas. Se ha dado el caso de que la fiscalía elimine pruebas exculpatorias. A veces un testigo ocular incurre en una identificación errónea, pese a su buena intención. El factor más habitual es el perjurio por parte de los testigos de la acusación».
Pocos detractores de la pena capital sintetizan el argumento contra las ejecuciones estatales de manera más contundente que la hermana Helen Prejean, cofundadora de la WTI y autora de Pena de muerte, el superventas en el que se basó la película homónima de 1995, protagonizada por Susan Sarandon y Sean Penn.
Esta monja de discurso franco describe cómo su aversión a la pena capital devino en algo personal al recordar el miedo que vivió años atrás ante la perspectiva de someterse a un tratamiento dental bastante rutinario. «Tenía cita para hacerme una endodoncia un lunes por la mañana –me contó–. Toda la semana anterior tuve pesadillas. Cuanto más se acercaba la fecha, más nerviosa me ponía».
Prosiguió: «Ahora imagínate saber que en tal fecha van a ejecutarte. Las seis personas a las que he acompañado en el corredor de la muerte compartían la misma pesadilla. Los guardas los sacaban a rastras de la celda. Ellos pedían auxilio y se revolvían. De pronto se despertaban y se daban cuenta de que seguían en la celda. Comprendían que solo había sido un mal sueño. Pero sabían que algún día los guardas irían a sacarlos de la celda de verdad, y que ese día no sería solo un sueño. Eso es una tortura. Una tortura que, hasta el día de hoy, nuestro Tribunal Supremo se niega a reconocer como una violación de la prohibición constitucional de imponer penas crueles y desusadas».
Más del 70 % de los países del mundo han rechazado la pena de muerte, ya sea en la letra de la ley o en la práctica, según el DPIC. De los lugares donde Amnistía Internacional ha documentado ejecuciones recientes, Estados Unidos –que registra las tasas de encarcelamiento más elevadas del mundo– es uno de los solo 13 países que llevaron a cabo ejecuciones en todos y cada uno de los últimos cinco años.
El apoyo de los estadounidenses a la pena capital ha disminuido significativamente desde 1996, cuando el 78 % la apoyaba para los condenados por asesinato. En 2018 ese apoyo había caído al 54 %, según el Centro de Investigaciones Pew.
El porcentaje de negros en el corredor de la muerte es del 41 %, pero solo son el 13,4 % de la población de estados unidos.
Antes de que Ray Krone fuese condenado a muerte, su vida no se parecía en nada a la de Ajamu. Oriundo de Dover, un pequeño pueblo de Pennsylvania, Krone era el mayor de tres hermanos y el típico chico americano de pueblo. Educado en el luteranismo, cantaba en el coro de una iglesia, pertenecía a los Boy Scouts y de adolescente era popular por ser listo y un poco bromista. Se prealistó en la Fuerza Aérea estando en el instituto; después de graduarse, sirvió en ella seis años.
Tras cursar baja honorable, se quedó en Arizona y entró a trabajar en el Servicio Postal, empleo en el que pensaba mantenerse hasta su jubilación.
Aquel sueño profesional –y su vida– se hicieron añicos de repente en diciembre de 1991, cuando Kim Ancona, una jefa de barra de 36 años, apareció cosida a puñaladas en el aseo de caballeros de un local de Phoenix que Krone frecuentaba.
La policía sospechó inmediatamente de él al enterarse de que unos días antes había llevado a Ancona, a quien conocía de vista, a una fiesta de Navidad en su coche. Al día siguiente de hallarse el cadáver, se requirió a Krone que aportase muestras de sangre, saliva y cabello. También se tomó un molde de su dentadura. En pocas horas estaba detenido y acusado de asesinato con agravantes.
Según dijeron los investigadores, la inconfundible maloclusión dental de Krone coincidía con las marcas de mordiscos halladas en el cadáver de la víctima. A los medios de comunicación les faltó tiempo para referirse con sorna a Krone como «el asesino de los dientes torcidos». Al igual que en el caso de Ajamu, no había pruebas forenses que relacionasen a Krone con el crimen. La genética era una ciencia en pañales y no se analizó el ADN de la saliva y la sangre recogidas en la escena del crimen. Sí se hicieron análisis más básicos de sangre, saliva y cabello que no arrojaron resultados concluyentes. Se pasaron por alto las pruebas exculpatorias de las que se disponía, como unas huellas de calzado localizadas en torno al cadáver que no coincidían con el número de pie de Krone ni con ningún par de zapatos de su propiedad.
Más del 70 % de los países del mundo han rechazado la pena capital, ya sea en la letra de la ley o en la práctica.
Basándose en poco más que en el testimonio de un analista dental, según el cual las marcas de mordiscos halladas en el cadáver de la víctima coincidían con la maloclusión que presentaba Krone en los incisivos superiores, el jurado lo declaró culpable. Fue condenado a muerte.
«Es devastador darte cuenta de que todo aquello en lo que has creído, todo lo que has defendido, te es arrebatado sin justificación –me dijo Krone–. Yo era un ingenuo. Ni se me pasaba por la cabeza que a mí pudiera ocurrirme aquello. Había servido a mi país vistiendo el uniforme. Trabajaba en correos. No era un santo, pero nunca me había metido en líos. No tenía ni una multa de aparcamiento, y de repente estaba en el corredor de la muerte. Ahí fue cuando me di cuenta de que si me podía pasar a mí, podía pasarle a cualquiera».
La fiscalía del condado de Maricopa se gastó más de 50.000 dólares en la acusación, centrada en su teoría de las marcas dentales, mientras que el perito odontólogo de la defensa de oficio cobró unos honorarios de 1.500 dólares. Esta discrepancia de recursos entre fiscalía y acusados en los casos de delitos penables con la muerte es una constante que se repite desde hace tiempo en todo el país, con predecibles resultados para aquellos acusados que dependen de una defensa jurídica mal financiada y a menudo ineficaz.
Krone tuvo un nuevo juicio en 1995, cuando un tribunal de apelación halló que la fiscalía había retenido indebidamente una cinta de vídeo de las pruebas dentales hasta la víspera del juicio. De nuevo fue declarado culpable. La fiscalía recurrió a los mismos analistas dentales que habían ayudado a condenar a Krone la primera vez. Pero esa vez el juez le impuso una cadena perpetua.
La madre y el padrastro de Krone seguían convencidos de que su hijo era inocente. Hipotecaron su casa y contrataron a un abogado para que indagase en las pruebas materiales recogidas durante la investigación original. Pese a las objeciones de la fiscalía, un juez accedió a la petición del abogado de la familia y autorizó que un laboratorio independiente examinase muestras de ADN, entre ellas de saliva y sangre de la escena del crimen.
En abril de 2002, los resultados de los análisis de ADN demostraron que Krone era inocente. Un hombre llamado Kenneth Phillips, que vivía a menos de un kilómetro del lugar de autos, había dejado su ADN en la ropa que vestía Ancona. Localizar a Phillips no fue complicado: ya estaba en la cárcel, cumpliendo condena por agredir sexualmente y estrangular a una niña de siete años.
Krone salió de prisión cuatro días después de que se anunciasen los resultados del análisis de ADN.
Gary Drinkard no era ningún angelito. Había tenido más de un encontronazo con la ley cuando un chatarrero llamado Dalton Pace fue víctima de un robo con resultado de muerte en Decatur, Alabama, en agosto de 1993.
La policía detuvo a Drinkard, que por entonces tenía 37 años, dos semanas después del crimen, cuando Beverly Robinson, su medio hermana, y Rex Segars, pareja de esta, llegaron a un trato con la policía que implicaba a Drinkard. La pareja, con cargos por un robo que potencialmente implicaban también a Drinkard, accedió, a cambio de que se retirasen los cargos en su contra, a cooperar con la policía y testificar que Drinkard les había confesado que había matado a Pace.
Cuando entrevisté a Drinkard me pareció un hombre curtido. Vestía mono de trabajo y fumaba sin parar. Hablaba despacio, con un cerrado acento sureño. Solo perdió la paciencia cuando le pedí que describiera su estancia en el corredor de la muerte.
«Creía que me iban a matar», me confesó. Sí, esa era la intención. Aprovechando el testimonio de sus testigos estrella (la medio hermana y su pareja), la fiscalía insistió una y otra vez en la supuesta confesión, al tiempo que ejercía una indebida influencia sobre el jurado con alusiones a la presunta participación de Drinkard en aquellos robos anteriores. Los abogados de oficio de Drinkard, con nula experiencia en casos sentenciables con la pena de muerte y muy escasa en derecho penal, casi no abrieron la boca. Apenas hicieron ademán de presentar pruebas que pudiesen demostrar la inocencia de su defendido. Drinkard fue declarado culpable en 1995 y condenado a muerte. Pasó casi seis años en el corredor de la muerte. En 2000, el Tribunal Supremo de Alabama ordenó la repetición del juicio al hallar que la fiscalía había sacado a colación los antecedentes penales de Drinkard.
«Las pruebas de faltas anteriores del acusado […] son generalmente inadmisibles. Son prejudiciales en su naturaleza presuntiva porque pueden conducir al jurado a inferir que, dado que el acusado ya había cometido delitos, es más probable que haya cometido el que se le imputa», razonaba el tribunal al conceder la repetición del juicio.
El caso de Drinkard había llamado la atención del Southern Center for Human Rights (Centro del Sur para los Derechos Humanos), una organización que lucha contra la pena capital y puso a su disposición abogados defensores. En el nuevo juicio de 2001, la defensa presentó pruebas de que Drinkard padecía una lesión de espalda invalidante y de que en el momento del crimen estaba bajo los efectos de una potente medicación, y arguyó que estaba de baja en su casa cuando Pace fue asesinado. Un jurado del condado declaró a Drinkard no culpable en menos de una hora. Fue puesto en libertad.
«Yo no estaba en contra de la pena capital hasta que el estado intentó matarme», me dijo Drinkard.
Según el registro nacional de Exoneraciones, desde 1989, año en que el ADN entró en la ecuación, en Estados Unidos se han producido más de 2.700 exoneraciones en total.
En 1993 Kirk Bloodsworth fue el primer condenado que abandonaba el corredor de la muerte en Estados Unidos al ser absuelto gracias a las pruebas de ADN. Lo habían detenido en 1984 y acusado de violar y matar a Dawn Hamilton, una niña de nueve años, cerca de Baltimore, en Maryland. La policía puso sus miras en Bloodsworth, que acababa de mudarse a la zona, cuando un informante anónimo dio parte de él tras ver en la televisión un retrato robot del sospechoso.
Bloodsworth se parecía poco al retrato robot policial. No había la menor prueba material que lo relacionase con el crimen. No tenía antecedentes. Con todo y con eso, fue declarado culpable y condenado a muerte sobre el testimonio de cinco testigos, entre ellos un niño de ocho años y otro de diez que afirmaron haberlo visto cerca de la escena del crimen. Muchas condenas injustas estriban en una identificación errónea por parte de los testigos, apunta el DPIC.
«¡Que lo gaseen, que lo gaseen!», recuerda Bloodsworth que coreaban los presentes en la sala del tribunal en cuanto oyeron la sentencia. No dejaba de preguntarse cómo era posible que lo condenasen a la pena de muerte por un horrible crimen que no había cometido.
Casi dos años después se le concedió un nuevo juicio, cuando en la apelación quedó demostrado que la fiscalía había ocultado a la defensa pruebas potencialmente exculpatorias, a saber, que la policía había identificado a otro sospechoso, pero no había seguido esa pista. Bloodsworth fue declarado culpable de nuevo. El juez lo condenó a dos cadenas perpetuas, en vez de la pena de muerte.
«Había días en que perdía la esperanza. Creía que iba a pasar el resto de mi vida en la cárcel. Y entonces cayó en mis manos un ejemplar del libro de Joseph Wambaugh», dijo Bloodsworth.
Ese libro de 1989, The Blooding, explica la base científica de los análisis de ADN que entonces empezaban a hacerse y cuenta cómo las fuerzas del orden los usaron por primera vez para descartar sospechosos y resolver un caso de violación y asesinato. Bloodsworth se preguntó si aquel avance científico podría limpiar su nombre.
Cuando preguntó si podían realizarse análisis de ADN para demostrar que no había pisado la escena del crimen, le contestaron que las pruebas se habían destruido por accidente. No era cierto. Las pruebas, entre ellas la ropa interior de la niña, aparecieron tiempo después en el juzgado. La fiscalía, convencida de tener de nuevo las de ganar, accedió a que se analizasen.
Los análisis revelaron la presencia de ADN útil: en ningún caso era de Bloodsworth. Fue puesto en libertad, y seis meses más tarde, en diciembre de 1993, el gobernador de Maryland le concedió el indulto. Pasarían casi 10 años más hasta que se imputó al verdadero asesino. El ADN era de Kimberly Shay Ruffner, que había salido de la cárcel 15 días antes del asesinato de la niña. Durante un tiempo Ruffner –condenado a 45 años de cárcel por intento de violación e intento de homicidio poco después de la detención de Bloodsworth– y Bloodsworth compartieron prisión. Ruffner se declaró culpable del asesinato de Dawn Hamilton y fue condenado a cadena perpetua.
Bloodsworth es hoy el director ejecutivo de la WTI y un incansable activista contra la pena capital. La Ley de Protección de la Inocencia, sancionada por George W. Bush en 2004, fundó el Programa Kirk Bloodsworth de Subvención de Análisis de ADN Poscondena para ayudar a sufragar el coste de estos análisis después de dictada la sentencia.
«Yo era pobre y solo llevaba un mes en la zona de Baltimore cuando me detuvieron –me contó Bloodsworth, que hoy tiene 60 años–. Cuando relato mi historia y explico con qué facilidad pueden condenarte por algo que no has hecho, la gente suele replantearse el funcionamiento del sistema de justicia penal. No cuesta demasiado llegar a la conclusión de que se ha ejecutado a inocentes».
Sabrina butler descubrió que Walter, su hijo de nueve meses, había dejado de respirar. Era el 11 de abril de 1989. Ella, madre soltera de 18 años, intentó hacerle una reanimación cardiopulmonar, pero al ver que el bebé no respondía, se lo llevó corriendo a un hospital de Columbus, Mississippi, donde no pudieron hacer por él más que declarar su muerte. Menos de 24 horas después Butler estaba acusada de matarlo.
Walter presentaba graves lesiones internas en el momento de morir. Butler dijo a la policía que creía que se las había causado ella al intentar reanimarlo. La policía dudó de su historia y, tras varias horas de interrogatorio sin presencia de un abogado, ella firmó una confesión en la que reconocía haber golpeado al bebé en el abdomen porque no dejaba de llorar. Al cabo de 11 meses fue declarada culpable y condenada a la pena de muerte.
La defensa de Butler no llamó a ningún testigo. Un perito médico podría haber testificado que las lesiones de Walter eran compatibles con la incompetente reanimación cardiopulmonar de una madre desesperada. Un vecino –que sí fue llamado a declarar como testigo en un juicio posterior– podría haber aportado un testimonio útil sobre los intentos de Butler por salvar la vida a su hijo. Pero los abogados de oficio, entre ellos un especialista en divorcios, ni convocaron testigos ni la llamaron al estrado para que defendiese su inocencia.
«Allí estaba yo, una joven negra en una sala llena de adultos blancos –recuerda Butler, hoy llamada Sabrina Smith–. Yo no entendía qué era aquel proceso. Mis abogados se limitaron a decirme que estuviese callada y mirase al jurado. Cuando me di cuenta de que mi defensa no iba a llamar a ningún testigo para ayudar a probar mi inocencia, supe que mi vida había terminado».
La condena y la pena de Butler fueron anuladas en agosto de 1992, cuando el Tribunal Supremo de Mississippi dictaminó que la fiscalía había hecho comentarios improcedentes sobre la ausencia del testimonio de la acusada. Se ordenó la repetición del juicio.
Este, con mejores abogados trabajando pro bono, culminó en absolución. Un vecino describió los desesperados intentos de Butler por reanimar a su bebé. Un perito médico confirmó que las lesiones podían deberse al intento de reanimación cardiopulmonar. También se presentaron pruebas de que Walter padecía una enfermedad renal que probablemente contribuyó a su muerte súbita. Butler fue puesta en libertad tras un lustro en la cárcel, la primera mitad en el corredor de la muerte.
Menos de dos años después de su exoneración, Butler, la primera de las dos únicas mujeres estadounidenses que han salido del corredor de la muerte tras ser absueltas, fue citada para formar parte de un jurado. «Me quedé horrorizada –me contó–. Fui a hablar con el secretario del juzgado. Le expliqué que el estado de Mississippi había intentado matarme y que ni en sueños podría hacer bien el papel de miembro del jurado». La eliminaron de la lista.
Una cuestión que suele confundir tanto a los exonerados como a la opinión pública es si existe una fórmula fija para resarcir a quienes han sido condenados en falso, especialmente a la pena de muerte. La respuesta es no. Un reducido número de absueltos han recibido millones de dólares en indemnizaciones en función de las leyes del estado que los condenó, pero muchos reciben poco o nada.
Pocos exonerados del corredor de la muerte siguen esta cuestión más de cerca que Ron Keine, quien ha consagrado su vida a mejorar la situación de los condenados en falso, que a menudo se reinsertan en la sociedad con escasas habilidades de supervivencia. Él no siempre fue tan benevolente.
Criado en Detroit, creció con malas compañías. Antes de los 16 años ya había recibido una puñalada y un disparo. A los 21, él y su mejor amigo, miembros de un club de moteros de dudosa reputación, decidieron recorrer el país en camioneta. En 1974 Keine y otros cuatro fueron detenidos en Oklahoma y extraditados a Nuevo México, acusados de haber matado a un universitario de 26 años, William Velten, Jr., en Albuquerque. La limpiadora de un motel declaró que la habían violado y que luego los había visto matar al chico.
Cuando ocurrió el crimen, los moteros estaban en Los Ángeles y tenían una multa de tráfico para demostrarlo. La limpiadora se retractó.
En septiembre de 1975 un vagabundo, Kerry Rodney Lee, confesó haber matado a Velten. El arma homicida coincidía con una robada al padre de la novia de Lee. Con esas pruebas, se repitió el juicio de Keine y sus amigos, y el fiscal decidió no acusarlos. Lee fue condenado en mayo de 1978.
«Cuando estaba en el corredor de la muerte, sabía que era inocente, pero no tenía voz. Así que al salir decidí dedicar mi vida a ser una piedra en el zapato» del sistema de justicia penal, me dijo Keine, que actualmente tiene 73 años. Indemnizado con solo 2.200 dólares, reclama un sistema de compensación para otros condenados en falso.
«Cuando una persona sale del corredor de la muerte, tiene cero autoestima y, normalmente, ni un centavo –dijo–. Nosotros tratamos de sacar a esa gente adelante. Tratamos de ayudarlos a encontrar los recursos que necesitan para sobrevivir».
Phillip Morris escribió un artículo sobre cómo repensar nuestra cultura en el número de noviembre de 2020. Martin Schoeller, especializado en retratos, centra ahora su trabajo en exonerados del corredor de la muerte y supervivientes del Holocausto.