CHINA: Justin Jin se encontró con una política COVID que apelaba al «interés general», como en su momento hiciera la medida del hijo único.
Siempre que tomo un avión a China desde Europa, donde vivo, embarco con ilusión. Pero cuando el año pasado fui en misión fotográfica y pasé junto a un ejército de trabajadores del aeropuerto enfundados en EPI, sentí un escalofrío.
En 2022, cuando me disponía a pasar cinco semanas haciendo fotos para el artículo de este número, la draconiana política china de «COVID cero» autorizaba al Gobierno a cerrar ciudades y confinar a cualquier infectado. En consecuencia, mi vuelo a Beijing fue desviado a Xian, a 1.200 kilómetros, donde empecé mi cuarentena preventiva de 10 días en una habitación, con una cámara orientada a la puerta y un altavoz que emitía una estruendosa alerta si se me ocurría abrirla.
Terminado mi encierro, pude desplazarme libremente, siempre y cuando el código sanitario que llevaba en el móvil siguiese siendo verde. Para eso tenía que someterme casi diariamente a una PCR e instalarme aplicaciones de seguimiento que registraban si había estado cerca de un contagiado. Ante cualquier indicio de brote, me desplazaba sin demora a otra región de China, temiendo que me confinasen.
En la década de 1990, cuando me inicié en el fotoperiodismo, comprar un billete de tren significaba hacer horas de cola, y el viaje de Beijing a Shanghai duraba 24 horas; hoy puedes reservar billete en pocos segundos desde el móvil, y el tren de alta velocidad hace el trayecto en unas cuatro horas. Pero los controles de la COVID lo frenaron todo, provocando enormes retrasos e incidencias. Cuando por fin llegaba a mi destino, muchas veces me encontraba con mis sesiones fotográficas canceladas por confinamientos repentinos.
Amigos y colegas desde Chongqing hasta Hangzhou me comunicaban en tiempo real en qué barrios había brotes para que no me quedase atrapado. Siempre di negativo en los tests, pero un día mi código se volvió inexplicablemente rojo: de pronto no podía ir a ningún sitio ni hacer nada. Al cabo de dos días, el código volvió a pasar a verde sin que se supiese por qué.
Unos 1.400 millones de chinos convivían a diario con esos controles. La mayoría de la gente con quien hablé se resignaba, convencida de que era un sacrificio por el bien de todos. Quizá razonaban como la generación anterior, que había aceptado con estoicismo la política del hijo único en pro del crecimiento económico.
Cortesía de la familia Emezi
Artista y fotoperiodista afincada en Lagos, Yagazie Emezi fotografió Nigeria para el artículo 8.000 millones. Esta foto de principios de la década de 1990 muestra (desde la izquierda) a la pequeña Yagazie con sus hermanos mayores Akwaeke y Jamike, vestidos para una fiesta en su pueblo de Old Umuahia, en el estado nigeriano de Abia.
Terminé el trabajo y regresé a Europa. En cuestión de semanas quedó claro que a la gente se le había agotado la paciencia. China respondió al descontento generalizado por las medidas COVID eliminando las cabinas de tests PCR, los códigos de colores y los centros de cuarentena. Después de tres años de aislamiento nacional, el país giró 180 grados y se encomendó a la inmunidad de grupo. Cuando llamé a las personas que había fotografiado para saber de ellos, muchos estaban enfermos o cuidando a familiares enfermos. Me apresuré a poner a salvo a mi anciano padre, sacándolo de Shanghai, pero era demasiado tarde: ya estaba contagiado. Afortunadamente, se ha recuperado. —JJ
NIGERIA: Yagazie Emezi regresó para descubrir que su ciudad natal «no había dejado de crecer».
Es amargo comprender que el hogar no permanece eternamente en el mismo lugar. Cuando me fui de casa no tenía edad para saber que mis padres vivían de alquiler. En mi mente, nuestra casa siempre sería nuestra. Todavía sueño estar en Aba, en nuestra casita de tres habitaciones, con las cortinas de encaje blanco rozando las lamas de cristal de las ventanas. En esos sueños veo el huerto, la mandioca y el maíz que cultivábamos, y en el centro de todo ello nuestro enorme franchipán, siempre florido.
La Aba donde crecí, en el sudeste de Nigeria, era un nodo comercial de mercados bulliciosos, carreteras en mal estado y gente que gritaba y sonreía al mismo tiempo. También era un lugar violento. En mis recuerdos, calle abajo, unos hombres dan una paliza a otro, y nadie hace caso a sus gritos. Mi padre me dice que no salga de casa porque hay revueltas. Los cadáveres quemados dejados a la intemperie desprenden un olor hediondo, y pasan camionetas cargadas de chicos que agitan machetes mientras juran combatir la delincuencia. Eran los signos de una Nigeria que yo no entendía.
Pero entretejidas en esas sombras también había calles tranquilas con puestos donde se vendían jabones y golosinas. Donde a veces aparecían vendedores de cacahuetes y yogur helado, pregonando la mercancía con un canto melodioso; donde las tardes caían lentamente, como si el tiempo quisiera hacer un favor a todo el mundo. En una calle como esa pasé la infancia.
Si cierro los ojos, en mis recuerdos veo una infancia pintoresca y confortable. Muchos días podíamos jugar sin peligro en la calle, persiguiéndonos con la bici o haciendo carreras de carretillas. Una noche la luna era tan brillante y azul que salimos todos de casa corriendo, dando gritos de alegría ante la audacia del satélite, los adultos riéndose con nosotros mientras nos perseguíamos unos a otros y a nuestras sombras. Recuerdo mirar alrededor y ver las figuras danzantes de mis vecinos, sabiendo que nunca olvidaría aquello.
En 2005, antes de irme de casa a los 15 años, pasé las yemas de los dedos por las paredes, por cada una de las grietas que me eran tan familiares. Di un beso a mis gatos y susurré a mi perro que volvería pronto.
Regresé en 2012. Mis mascotas habían muerto, mi dulce casita se caía a pedazos y el enorme franchipán no tenía flores. Nuestro casero esperaba que el progresivo deterioro de la propiedad acabase por espantar a mi padre. Entonces podría echar abajo los tabiques y hacer habitaciones más pequeñas para alojar a más inquilinos. Aba nunca dejó de crecer, y con ella creció también la demanda de viviendas y locales comerciales.
La última vez que estuve allí, en 2020, muchas de las casas de nuestros vecinos se habían transformado en iglesias, colegios, hoteles y discotecas. Había un tráfico incesante de coches en la que fuera una calle tranquila. El casero había dado a mi padre un año de margen. Y en el patio, el enorme franchipán había sido talado. —YE
Este artículo pertenece al número de Abril de 2023 de la revista National Geographic