Marie Tharp nació en 1920 en Ypsilanti, Michigan, Estados Unidos. Hija única de Bertha Louise Newton y William Edgar Tharp, el trabajo de su padre en la Oficina de Suelos del departamento de Agricultura de Estados Unidos le obligó a llevar una infancia itinerante, durante la cual esta futura geóloga entraría en contacto, si bien no mostrando un interés temprano, con la disciplina científica que marcaría posteriormente su vida.
Así, a la estela del desempeño de su padre, cuya labor requería pasar los inviernos en en sur de los Estados Unidos y los veranos en el norte caracterizando los suelos blandos del territorio, Tharp pasó la mayor parte de sus primeros años asistiendo a más de una docena de escuelas antes de culminar su educación secundaria en Florence, Alabama.
Ingresaría en la Universidad de Ohio en 1939, coqueteando con varias disciplinas hasta que, 6 meses después, descubrió su pasión por la geología de la mano de su mentor, el conocido como Doctor Dow, quien sugirió a Tharp que cultivara la habilidad de dibujar que más tarde le sería tan útil para hacerse un hueco en el ámbito de la geología; una de tantas disciplinas científicas reservadas por entonces en exclusiva a los hombres.
Durante su último año de Universidad, en respuesta a un anuncio del tablón de su facultad, Tharp accedió a curso de geología acelerado y enfocado a la industria del petróleo, en la cual, debido a marcha de los hombres al frente durante la Segunda Guerra Mundial, existía una gran demanda de trabajadores especializados.
Marie Tharp y el gran debate geológico
Tharp se acercaría profesional y académicamente a la geología en un momento de gran controversia en la disciplina. Apenas 3 décadas antes, el geólogo Alfred Wegener había dado a conocer su teoría de la Deriva Continental, la cual, todavía no aceptada por la comunidad científica, postulaba que las placas tectónicas de la corteza terrestre se desplazaban lentamente sobre el manto de la Tierra.
La geóloga, ya también formada en los campos de la física, la química y las matemáticas, comenzaría trabajando para la compañía Standart Oil, en Tulsa, Estados Unidos, antes de entrar en 1948 a formar parte del laboratorio recién establecido del geofísico y oceanógrafo Maurice Ewing, donde comenzaría realizado trabajos de cálculo y dibujo que muy pronto, por desidia, le harían renunciar voluntariamente de su puesto.
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Sin embargo, la demostrada valía de Tharp motivó que muy poco después, en 1952, Erwing volviera a contratarla, esta vez con la promesa de un trabajo más estimulante junto a Bruce Heezen, el geólogo con el que trabajaría durante los siguientes 25 años realizando conjuntamente sus futuros descubrimientos.
Fue así que Tharp y Heezen procesaron de miles de registros de sondeo hasta entonces no examinados del lecho del océano Atlántico Norte. El mapa del suelo oceánico contaba por aquellos entonces con abundantes lagunas de información, por lo que para rellenar los espacios en blancos, Tharp se valió de lecturas de temperatura, mediciones de salinidad y otros datos para determinar por vez primera la existencia de un valle de grietas que se desarrollaba en mitad del océano Atlántico.
Las primera reacciones a su trabajo fueron, como cabría esperar, hostiles del mismo modo que lo eran hacia la teoría propuesta por Wegener, además de una prueba irrefutable de que este, 30 años antes, estaba en lo cierto respecto al movimiento de los continentes y la naturaleza de la corteza terrestre. Muy pronto, no obstante, tanto la comunidad científica como el gran público caería rendido ante las prueba inapelables aportadas por Tharp y Heezen.
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Solo algunos años más tarde, en 1957, el primer diagrama fisiográfico detallado del fondo del océano era publicado por la Sociedad Geológica Americana. Los diagramas de los demás océanos siguieron en rápida sucesión, sacando a la luz las costuras oceánicas de nuestro planeta y permitiendo a los científicos desarrollar las hipótesis entrelazadas que juntas revolucionaron la historia que nos contábamos de la Tierra.
En 1960, la revolución de las placas tectónicas había alcanzado su culmen; la teoría de la Deriva continental había sido aceptada, y solo algunos años más tarde los niños de las escuelas de todo el mundo estaban aprendiendo que los continentes encajaban a la perfección bajo la superficie del océano, algo que también vibraba en consonancia con las observaciones realizadas algunas décadas antes por Charles Darwin. La ciencia vivía uno de sus momentos más dulces.