Cuando los dinosaurios empezaron a ganar presencia en la cultura popular, a finales del siglo XX, unas pocas especies destacaron entre las demás por su vistosidad o carisma. Entre estas se encontraban, entre criaturas temibles como el tiranosaurio o el siempre impresionante Triceratops, un curioso dinosaurio con una extraña cresta en la parte posterior de su cabeza: el Parasaurolophus, el miembro más vistoso de una prolífica familia conocida como hadrosáuridos.

Estas criaturas, reconocibles por sus extrañas bocas – que les valieron su apodo de “dinosaurios de pico de pato” – y, en el caso de algunas subfamilias, sus vistosas crestas, estuvieron entre los herbívoros más prolíficos de finales del periodo Cretácico: vivieron en prácticamente todo el mundo y tuvieron una gran diversificación, que abarca más de cincuenta especies conocidas a día de hoy.

Las bocas poderosas de los dinosaurios

Los hadrosáuridos proceden de los iguanodontianos, un grupo mayor de dinosaurios herbívoros que existía desde el Jurásico medio y cuyos miembros comparten muchas características morfológicas como un cuerpo robusto, la posición cuadrúpeda y la elevación de la parte trasera del cuerpo. Los hadrosáuridos en particular se distinguen por su boca, con una mandíbula poderosa que albergaba varias hileras de dientes para masticar todo tipo de hojas.

Ilustración de hadrosaurios en un paleoambiente ártico
Foto: Masato Hattori

Por su aparente similitud con los picos de los patos, los hadrosáuridos fueron considerados durante más de un siglo animales semiacuáticos que vivían en medios lacustres y se alimentaban de plantas acuáticas. Pero el estudio de los dientes descartó esta idea, ya que un animal con esta dieta no necesitaría la gran cantidad de dientes que poseían estos dinosaurios. La forma de la boca se debe precisamente a la necesidad de albergar varias hileras de dientes.

También podían, o al menos sería anatómicamente posible, erguirse sobre dos patas momentáneamente. Esta característica les daba una mayor versatilidad que otros herbívoros, al poder alimentarse de vegetación a diversos niveles, aunque de su postura y del análisis de los fósiles se deduce que comían principalmente vegetación baja. Y los fósiles revelan aún otra sorpresa: que su dieta no era cien por cien vegetariana, sino que también se alimentaban de crustáceos. En esta versatilidad puede estar la clave de su éxito.

Las crestas misteriosas de los hadrosaurios

La otra característica distintiva, las crestas, eran propias solamente de algunas subfamilias. Las últimas investigaciones apuntan a que estaban formadas por estructuras de queratina que en algunas especies se desarrollaban a partir de un hueso craneal. Estas crestas eran muy variadas e iban desde pequeñas protuberancias a formas muy elaboradas, entre las que destacan las de los lambeosaurinos, con forma redondeada; y las de los saurolofinos y parasaurolofinos, en forma de tubo.

Recreación artística de Tlatolophus galorum, uno de los hadrosáuridos de aspecto más curioso
Foto: Luis V. Rey

La función de estas crestas sigue siendo objeto de debate hoy en día. Puesto que los tubos óseos de los saurolofinos y parasaurolofinos contenían canales nasales, una de las principales hipótesis consideraba que los dinosaurios las usaban para emitir sonidos y comunicarse, aunque esto limitaría su función a algunos grupos. Es posible también que estos tubos óseos fueran una evolución particular de estos grupos, mientras que el propósito general fuese la exhibición.

Otra teoría, más atrevida, sugiere que estas estructuras podían albergar algún tipo de órgano sensorial. Los hadrosáuridos eran dinosaurios de tamaño mediano – aunque los más grandes podían alcanzar dimensiones cercanas a los de los grandes carnívoros – y carecían de defensas naturales, como las poderosas colas de los saurópodos, los intimidantes cuernos de los ceratópsidos, las placas disuasivas de los estegosáuridos o las colas de martillo de los anquilosáuridos; tampoco eran animales ágiles ni especialmente rápidos. Por lo tanto, su supervivencia dependía de una mayor percepción del entorno y de la capacidad de percibir a los depredadores antes de que fuera demasiado tarde.

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