Hamburgo sabía que los bombardeos eran inevitables, y por eso los prisioneros de guerra y los trabajadores forzados tenían solo seis meses para construir el gigantesco búnker de defensa antiaérea. Se terminó en julio de 1943. Un cubo sin ventanas, de hormigón reforzado, con muros de dos metros de espesor y una cubierta aún más gruesa, descollaba como un castillo medieval sobre un parque situado cerca del río Elba. Los cañones que asomaban de sus cuatro torretas barrerían del cielo los bombarderos aliados, prometían los nazis, mientras decenas de miles de ciudadanos podrían refugiarse tras sus muros impenetrables.
Los bombarderos británicos llegaron por la noche desde el mar del Norte apenas unas semanas después de que el búnker estuviese acabado. Se dirigieron a la torre de la iglesia de San Nicolás, en el centro de la ciudad, y lanzaron nubes de cintas de papel metalizado para neutralizar los radares y cañones antiaéreos alemanes. Apuntando a barrios muy poblados, desataron una tormenta de fuego que destruyó Hamburgo y segó más de 34.000 vidas. Colosales columnas de fuego generaron vientos tan violentos que arrastraron a la gente hasta las llamas. Las campanas de la iglesia repicaban con furia.
La torre de San Nicolás sobrevivió milagrosamente y hoy sigue en pie como un Mahnmal, un monumento que recuerda a Alemania el infierno creado por los nazis. El búnker de defensa antiaérea es otro Mahnmal, solo que ahora tiene un significado nuevo: ya no es el poderoso recordatorio del infame pasado alemán, sino una visión esperanzadora de su futuro.
En el espacio central del búnker, un tanque de seis pisos de altura y dos millones de litros de capacidad suministra calefacción y agua caliente a unos 800 hogares del vecindario. El agua se calienta aprovechando el calor residual de una fábrica cercana, quemando gas procedente del tratamiento de las aguas residuales, y con los paneles solares que hoy revisten la cubierta del búnker.
Este también convierte la luz solar en electricidad; un andamiaje de paneles fotovoltaicos (FV) instalado en la fachada sur suministra a la red suficiente electricidad para mil viviendas. En el parapeto norte, desde donde hace 70 años los artilleros de defensa antiaérea vieron Hamburgo en llamas, una cafetería exterior ofrece vistas del nuevo perfil de la ciudad, ahora punteado por 17 aerogeneradores.
Alemania es pionera de una transformación histórica a la que llama Energiewende, una revolución energética que, según los científicos, todos los países deberemos completar tarde o temprano si queremos evitar una catástrofe climática. Alemania va a la cabeza de las grandes naciones industrializadas. El año pasado obtuvo en torno al 27 % de su electricidad de fuentes renovables tales como la energía eólica y solar, el triple que hace un decenio.
Foto: Luca Locatelli
En 1991 el Gobierno de la Alemania unificada decidió desmantelar esta central nuclear de la época soviética próxima a la ciudad de Greifswald, en la Alemania oriental.
El cambio se aceleró tras la fusión de la central nuclear de Fukushima, en Japón, a raíz de la cual la canciller Angela Merkel anunció que Alemania clausuraría sus 17 reactores nucleares antes de 2022. Hasta la fecha se han cerrado nueve, y las renovables han compensado la pérdida con creces.
Pero la importancia del caso alemán para el resto del mundo estriba en una pregunta: ¿podrá liderar el abandono de los combustibles fósiles? Antes de que finalice este siglo, las emisiones de carbono causantes del calentamiento del planeta deberán ser prácticamente nulas, advierten los científicos. Alemania, la cuarta economía del mundo, ha prometido algunos de los recortes de emisiones más contundentes: en 2020, un 40% respecto de 1990, y en 2050, al menos un 80%.
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Desde 1995 los operarios limpian las superficies radiactivas con granalla de acero para poder reciclar el metal. Alemania proyecta cerrar todos sus reactores antes de 2022.
Ahora mismo el cumplimiento de esas promesas está en el aire. La revolución alemana nació de la sociedad: a ciudadanos particulares y Genossenschaften (cooperativas) energéticas corresponde la mitad de las inversiones realizadas en renovables. Pero las empresas energéticas tradicionales, que no previeron la revolución, presionan al Gobierno de Merkel para que pise el freno. El país sigue obteniendo bastante más electricidad del carbón que de las renovables. Y la Energiewende tiene por delante un camino todavía más largo en los sectores del transporte y la ca--lefacción, que en conjunto emiten más dióxido de carbono (CO2) que las centrales energéticas.
Los políticos alemanes comparan a veces la Energiewende con el alunizaje del Apolo. Pero aquella hazaña se completó en menos de diez años, y la mayoría de los estadounidenses no hicieron más que verla por la tele. La Energie-wende llevará mucho más tiempo e implicará hasta al último alemán: más de 1,5 millones de ellos, cerca del 2 % de la población, ya están vendiendo electricidad a la red. «Es el proyecto de toda una generación; no estará listo hasta 2040 o 2050, y es complicado –afirma Gerd Rosen-kranz, analista del laboratorio de ideas berlinés Agora Energiewende–. Para los consumidores finales supone un encarecimiento de la electricidad. Aun así, si en una encuesta pregunta a la gente si está a favor de la Energiewende, el 90 % le dirá que sí.»
¿Por qué?, me preguntaba durante mi viaje por Alemania la primavera pasada. ¿Por qué el futuro de la energía está gestándose aquí, en un país que hace 70 años quedó literalmente arrasado por las bombas? Y, ¿podría suceder algo así en todas partes?
Los alemanes tienen un mito sobre su origen, según el cual proceden del oscuro e impenetrable corazón del bosque. Se remonta al historiador romano Tácito, que escribió sobre las hordas teutonas que masacraban a las legiones romanas, y los románticos alemanes embellecieron la leyenda en el siglo XIX. El bosque se convirtió en el lugar al que acuden los alemanes para sanar su alma, una costumbre que los predispone a preocuparse por el medio ambiente.
A finales de la década de 1970, cuando se achacó a las emisiones de los combustibles fósiles el hecho de que los bosques alemanes pereciesen bajo la lluvia ácida, la indignación cundió en todo el país. El embargo del petróleo de 1973 ya había espoleado a los alemanes –que apenas tienen crudo y gas– a reflexionar sobre el tema de la energía. La amenaza del Waldsterben, o mortandad forestal, intensificó esa reflexión.
El Gobierno y las compañías energéticas apostaban por la energía nuclear, pero muchos alemanes se oponían, toda una novedad. En las décadas de la posguerra, con un país destrozado y por reconstruir, pocas ganas había de cuestionar la autoridad o el pasado. Pero en los años setenta la reconstrucción había concluido, y una generación nueva comenzaba a cuestionar a aquella que había declarado y perdido la guerra. «Existe cierta rebeldía que es hija de la Segunda Guerra Mundial –me dijo un hombre de cincuenta y tantos años llamado Josef Pesch–. No aceptas la autoridad ciegamente.»
Estábamos en un restaurante de la Selva Negra, cerca de Friburgo. Un poco m��s arriba, en un claro nevado, se alzaban dos aerogeneradores de 98 metros de alto financiados por 521 inversores particulares reclutados por Pesch. Pero en ese momento todavía no estábamos hablando de energía eólica. Con un ingeniero llamado Dieter Seifried, conversábamos sobre el reactor nuclear que nunca se llegó a construir en Wyhl, un pueblo a 30 kilómetros de aquí, a orillas del Rin.
Foto: Luca Locatelli
En 1986, justo antes del accidente de Chernóbil, se acabó de construir en Kalkar un reactor que nunca entró en funcionamiento. Hoy es un parque de atracciones, y la que habría sido la torre de refrigeración es una atracción vertiginosa. El recelo a la energía nuclear espoleó la transición energética en Alemania.
El Gobierno del estado de Baden-Wurtemberg había insistido en que o se construía el reactor o Friburgo se quedaría sin electricidad. Pero a principios de 1975 un grupo estudiantes y agricultores de la zona ocuparon los terrenos. Con protestas que se prolongaron casi un decenio, obligaron a las autoridades a dar carpetazo al proyecto. Fue la primera vez que se frustraba la construcción de un reactor nuclear en Alemania.
Friburgo no se quedó sin electricidad, sino que se convirtió en una ciudad solar. Su delegación del Instituto Fraunhofer es un referente mundial en investigación sobre energía solar. Su Solarsiedlung («asentamiento solar»), diseñado por el arquitecto friburgués Rolf Disch, que había participado en las protestas de Wyhl, consta de 50 viviendas que generan más energía de la que consumen. «Wyhl fue el punto de partida», afirmó Seifried. En 1980 un instituto cofundado por él publicó un estudio titulado Energiewende, bautizando así un movimiento que de hecho ni siquiera había surgido todavía.
No nació de una única lucha, pero la oposición a la energía nuclear en un momento en el que muy pocos pensaban en el cambio climático fue a todas luces un factor decisivo. Llegué a Alemania convencido de que los alemanes estaban locos por renunciar a una fuente de energía libre de emisiones que, hasta Fukushima, producía una cuarta parte de su electricidad. Y regresé a casa convencido de que la Energiewende no habría existido en absoluto si no fuera por la conciencia antinuclear: el temor a un accidente es un motivo más poderoso e inmediato que el temor a que la atmósfera y el mar se calienten lentamente.
En toda Alemania oí el mismo relato. Me lo contó Disch en su casa cilíndrica, que rota como un girasol en busca de luz y calor. Me lo contó en Berlín Rosenkranz, quien en 1980 plantó su doctorado en física durante meses para ocupar los terrenos en que se proyectaba construir un cementerio nuclear. Y me lo contó Wendelin Einsiedler, un ganadero bávaro del sector lácteo que ha ayudado a transformar su pueblo en una dinamo verde.
Todos ellos me dijeron que Alemania debía abandonar la energía nuclear y los combustibles fósiles al mismo tiempo. «No puedes echar al demonio con Belcebú –me explicó Hans-Josef Fell, un importante político de Los Verdes–. Tienen que desaparecer los dos.» En la Universidad de Ciencias Aplicadas de Berlín, el investigador en energías Volker Quaschning lo expresó de este modo: «La energía nuclear me afecta a mí. El cambio climático afecta a mis hijos. He ahí la diferencia».
Si nos preguntamos por qué la conciencia antinuclear ha tenido mucha más repercusión en Alemania que, pongamos por caso, en Francia, donde el 75 % de la electricidad sigue generándose en centrales nucleares, una vez más encontraremos la respuesta en la Segunda Guerra Mundial. La Alemania que salió de la guerra era un país dividido, a lo largo de cuya frontera se enfrentaban dos superpoderes nucleares. Los manifestantes de los años setenta y ochenta no solo protestaban contra los reactores nucleares sino también contra los planes de destacar misiles nucleares estadounidenses en Alemania Occidental. Uno y otro asunto se antojaban indistinguibles. Cuando en 1980 se fundó el partido alemán de Los Verdes, el pacifismo y la oposición a la energía nuclear se contaban entre sus principios fundamentales.
En 1983 los primeros diputados de Los Verdes entraron en el Bundestag, el Parlamento nacional, y comenzaron a inyectar ideas ecologistas en la corriente política general. Cuando en 1986 estalló el reactor soviético de Chernóbil, los socialdemócratas de la SPD, uno de los dos grandes partidos alemanes, se convirtieron a la causa antinuclear. Aunque Chernóbil distaba más de mil kilómetros, su nube radiactiva sobrevoló Alemania, y los padres recibieron la recomendación de no dejar salir de casa a los niños. Aún hoy en día no siempre es seguro consumir setas o jabalíes de la Selva Negra, me dijo Pesch. Chernóbil fue un punto de inflexión.
Pero tuvo que transcurrir un cuarto de siglo y ocurrir el desastre de Fukushima para convencer a Merkel y su Unión Democristiana (CDU) de que todos los reactores nucleares deberían estar apagados en 2022. Para entonces las renovables vivían un verdadero auge. Y la principal razón de que fuese así era una ley que Hans-Josef Fell había ayudado a redactar en 2000.
Fell vive en Hammelburg, la ciudad del norte de Baviera en la que nació y se crió. Entre las pálidas construcciones de yeso propias de la posguerra, su casa no tiene pérdida: una vivienda oscura de madera de alerce y tejado tapizado de hierba. En la cara sur, parte de la hierba está cubierta de placas fotovoltaicas y termosolares. Cuando no hay suficiente sol para generar electricidad o calor, estos se producen quemando aceite de girasol o de colza en el cogenerador del sótano. La mañana de marzo que visité a Fell, el interior de madera de su casa estaba inundado por la luz del sol y el calor que llegaban del invernadero. En unas semanas, me dijo, florecerían los girasoles en el tejado.
Aunque a veces habla como un predicador, Fell no tiene nada de ecologista ascético. Un cobertizo del jardín trasero alberga una sauna que funciona con la misma electricidad verde que la vivienda y el automóvil. «El mayor error del movimiento ecologista ha sido decir: “Haced menos cosas. Apretaos el cinturón. Consumid menos” –me dijo–. La gente lo asocia con tener peor calidad de vida. “Haced las cosas de otra forma, con electricidad barata y renovable”: ese es el mensaje que hay que transmitir.»
Hace años, desde ese jardín podía ver las columnas de vapor del reactor de Grafenrheinfeld. Su padre, el alcalde conservador de Hammelburg, defendía la energía nuclear y la base militar del pueblo. De joven Fell se manifestó en Grafenrheinfeld y se negó a hacer el servicio militar. Años después fue elegido concejal.
Ocurrió en 1990, el año de la reunificación oficial de Alemania. Mientras el país estaba concentrado en tan monumental tarea, la proposición de ley que daba el espaldarazo definitivo a la Energiewende llegó al Bundestag sin demasiada repercusión pública. En un texto de apenas dos páginas, consagraba un principio crucial: los productores de electricidad renovable tenían el derecho de suministrarla a la red, y las energéticas debían abonarles las llamadas «tarifas de introducción de energía renovable a la red eléctrica». En el ventoso norte empezaron a surgir turbinas eólicas como setas.
Foto: Luca Locatelli
Un operario prepara el aspa de una turbina eólica para la fase de pintado en una fábrica de Siemens en Dinamarca. Con 75 metros de largo, estas aspas huecas de resina y
fibra de vidrio son casi tan largas como la envergadura de un gran avión comercial. Un solo aerogenerador instalado en el mar del Norte puede suministrar electricidad a 6.000 hogares alemanes.
Pero Fell, que estaba instalando paneles fotovoltaicos en el tejado de su casa de Hammelburg, comprendió que la nueva ley jamás propiciaría un boom de alcance nacional: pagaba a la población por producir energía, pero no lo suficiente. En 1993 logró que el ayuntamiento aprobase una ordenanza que obligaba a la empresa energética municipal a garantizar a cualquier productor de energía renovable un precio superior a los costes incurridos. Sin demora, Fell organizó una cooperativa de inversores locales para construir una central de energía solar de 15 kilovatios, modestísima en comparación con las cifras que hoy se manejan, pero la cooperativa tuvo el mérito de ser una de las primeras de su género. Hoy hay cientos de ellas en toda Alemania.
En 1998 Fell llegó al Bundestag con un programa ecologista y su éxito en Hammelburg como credencial. Los Verdes formaron coalición de gobierno con el SPD. Fell trabajó con Hermann Scheer, defensor de la energía solar perteneciente al SPD, para confeccionar la ley que en 2000 dio carácter nacional al experimento de Hammelburg, copiada desde entonces en todo el mundo. Sus tarifas de introducción de energía renovable a la red eléctrica estaban garantizadas por un período de 20 años, y eran sustanciosas.
«Mi principio básico –me explicó– era que el pago debía permitir a los inversores obtener un beneficio. Al fin y al cabo, vivimos en una economía de mercado. Es lo lógico.»
De todos los alemanes con los que hablé, diría que Fell es el único que no se declara sorprendido ante el boom desencadenado por dicha lógica. «Que pudiese hacerse a tan gran escala…En aquel momento no lo habría creído», me confesó el productor lácteo Wendelin Einsiedler. Desde su terraza acristalada, que se asoma a los Alpes, se veían nueve turbinas eólicas girando con parsimonia en la montaña más allá de la vaquería. El olor del estiércol se colaba en el interior. Einsiedler se había embarcado en su Energiewende particular en los años noventa con un solo aerogenerador y un fermentador de estiércol que producía metano. Junto con su hermano Ignaz, también ganadero, quemaba aquel metano en un cogenerador de 28 kilovatios que aportaba calor y electricidad a ambas granjas. «No era por hacer dinero –me dijo Einsiedler–. Era por idealismo.»
Pero cuando en el año 2000 entró en vigor la ley de energías renovables, los hermanos Einsiedler fueron más allá. Hoy tienen cinco fermentadores, que procesan ensilado de maíz y el estiércol de ocho granjas lecheras, y conducen el biogás resultante hasta Wildpoldsried, a cinco kilómetros de distancia. Allí se quema en cogeneradores que suministran calefacción a todos los edificios públicos, un polígono industrial y 130 viviendas particulares. «Es un principio maravilloso y ahorra una cantidad increíble de CO2», me dijo el alcalde, Arno Zengerle.
Gracias al biogás, a las placas solares que revisten muchos tejados del pueblo, y en especial a los aerogeneradores, Wildpoldsried logra producir casi cinco veces más electricidad de la que consume. Einsiedler gestiona los aerogeneradores y no ha tenido el menor problema a la hora de atraer inversores. En el primero invirtieron 30 particulares; al segundo se apuntaron 94. Los aerogeneradores son un añadido espectacular y a veces polémico al paisaje alemán, pero cuando tienen un efecto sobre la cuenta corriente de la población, me dijo Einsiedler, la actitud cambia.
No fue difícil convencer a granjeros y particulares para que instalasen placas solares en sus tejados; la tarifa de introducción de energía renovable a la red eléctrica, que entró en vigor en 2000 con un abono de 50 céntimos por kilovatio-hora, era un buen plan. En 2012, cuando se registró el pico del boom, se instalaron en Alemania 7,6 gigavatios de paneles fotovoltaicos, el equivalente –en condiciones de insolación– a siete centrales nucleares. La industria alemana de las placas solares vivió una edad de oro, hasta que los fabricantes chinos introdujeron sus productos a menor precio y se pusieron en cabeza del auge mundial.
La ley alemana contribuyó a reducir los costes de las energías solar y eólica, tanto que en muchas regiones compiten con los combustibles fósiles. Ayudó a gestar un boom de alcance mundial.
La ley de Fell contribuyó a reducir los costes de las energías solar y eólica, hasta el punto de que en muchas regiones empezaron a competir con los combustibles fósiles. Un dato revelador: la tarifa alemana para nuevas instalaciones solares de gran tamaño ha pasado de 50 céntimos por kilovatio-hora a menos de 10. «En 15 años hemos creado una situación radicalmente nueva. Ese es el inmenso éxito de la legislación en materia de energías renovables», me dijo Fell.
Los alemanes no pagaron ese éxito con sus impuestos, sino mediante un recargo por energías renovables imputado en la factura eléctrica. Este año el recargo se cifra en 6,17 céntimos por kilovatio-hora, que para el cliente medio equivale a unos 18 euros al mes; una cifra elevada para algunos, me dijo Rosenkranz, pero no para el trabajador alemán medio.
En las elecciones de 2013 Fell perdió su escaño en el Bundestag. Ha regresado a Hammelburg, pero ya no tiene que ver las columnas de vapor de Grafenrheinfeld: el reactor se clausuró el pasado mes de junio, el último cierre hasta la fecha. Nadie, ni siquiera el propio sector de las centrales nucleares, cree que la energía nuclear pueda resucitar en Alemania. El carbón es harina de otro costal.
Foto: Luca Locatelli
Los acantilados calizos del Parque Nacional de Jasmund, en el Báltico, atraen turistas desde hace siglos. Sus hayedos son un vestigio del bosque que antaño cubría Alemania. Según los románticos, el bosque forjó la identidad alemana como pueblo amante de la naturaleza, una inspiración crucial para el movimiento por las energías limpias. En la década de 1920 una cantera amenazó el lugar, pero la gente protestó y no lo consintió.
El año pasado Alemania obtuvo el 44 % de su electricidad del carbón; un 18% de la antracita, importada en su gran mayoría, y alrededor del 26% del lignito. En los últimos dos decenios se ha registrado una disminución sustancial en la utilización de antracita, no así de lignito. Esta es una de las razones de peso por las que Alemania no va por el buen camino si quiere cumplir el objetivo de emisiones de gas de efecto invernadero que ella misma se ha marcado para 2020.
Alemania es el primer productor mundial de lignito. Este tipo de carbón emite todavía más CO2 que la antracita, pero es el combustible fósil más barato: más que la antracita, que es más barata que el gas natural. En teoría Alemania debería sustituir el lignito por el gas para reducir las emisiones, pero a medida que las renovables han llegado en tromba a la red eléctrica, ha ocurrido otra cosa: en el mercado mayorista, escenario de la compraventa de contratos de suministro eléctrico, el precio de la electricidad ha caído en picado, hasta el punto de que las centrales que generan energía quemando gas (y en algunos casos incluso antracita) se han quedado fuera del mercado al no poder competir en precios. Las antiguas centrales de lignito siguen quemando a marchas forzadas, las 24 horas del día y siete días a la semana, mientras que las centrales modernas, que al quemar gas generan la mitad de emisiones, están ociosas.
«Por supuesto que debemos dar con el camino que nos saque del carbón, es evidente –afirma Jochen Flasbarth, secretario de Estado del Ministerio de Medio Ambiente–. Pero es complicado. No somos un país rico en recursos, y el único que poseemos es precisamente el lignito».
La euforia fue efímera. Hoy hay intereses económicos en conflicto. Según algunos alemanes, tal vez haga
falta otra catástrofe como la de Fukushima para catalizar nuevos avances.
Reducir su uso es tanto más complicado cuanto en los últimos tiempos las grandes compañías energéticas alemanas han estado perdiendo dinero. Por culpa de la Energiewende, según ellas; por no adaptarse a la Energiewende, según sus detractores. E.ON, la mayor empresa del sector energético, propietaria de Grafenrheinfeld entre otras muchas centrales, declaró pérdidas por encima de los 3.000 millones de euros el año pasado.
«Las energéticas de Alemania tenían una única estrategia –me explicó Flasbarth–, que era defender su modelo de negocio, energía nuclear más combustibles fósiles. No tenían un plan B.» Tras perder el tren de la Energiewende cuando este partía de la estación, ahora lo persiguen a marchas forzadas. E.ON está escindiéndose en dos empresas, una dedicada al carbón, el gas y la energía nuclear, y la otra, a las renovables. Su director ejecutivo, muy crítico en su día con la Energiewende, dirigirá la de renovables.
Vattenfall, empresa pública sueca que se cuenta entre las cuatro grandes compañías energéticas de Alemania, ensaya una evolución similar. «Somos un ejemplo de Energiewende», me dijo con entusiasmo su portavoz, Lutz Wiese, cuando me recibió en Welzow-Süd, una mina a cielo abierto en la frontera con Polonia que produce 20 millones de toneladas de lignito al año.
En una excavación de 29 kilómetros cuadrados que alcanza hasta 100 metros de profundidad, 13 excavadoras mastodónticas trabajan en sincronía: avanzan la trinchera sobre el paisaje, dejan expuesta la veta de lignito, la extraen y dejan a sus espaldas la tierra retirada para que pueda restaurarse y volverse a plantar en ella. En una zona recuperada hay un pequeño viñedo experimental. En la misma colina artificial puede admirarse un monumento en memoria de Wolkenberg, el pueblo arrasado por la mina en la década de 1990.
Era un precioso día de primavera; la única nube que vislumbrábamos era el vapor que se henchía con pereza sobre la central de 1,6 gigavatios de Schwarze Pumpe, donde se quema la mayor parte del lignito extraído en Welzow-Süd. En una sala de reuniones, Olaf Adermann, gestor de activos de Vattenfall para las operaciones de lignito, me confesó que su empresa y otras energéticas ni en sueños habrían esperado que las renovables despegasen con tanto ímpetu. Incluso con la clausura inminente de más reactores nucleares, Alemania posee demasiada capacidad de generación de energía.
«Debemos enfrentarnos a algún tipo de purga de mercado», admitió Adermann. Pero insistía en que no debería sacrificarse el lignito: es ese «socio flexible y de confianza» para esos momentos en que no luce el sol o no sopla el viento. Adermann ve estas minas en funcionamiento todavía en 2050, e incluso más allá.
Vattenfall, sin embargo, planea vender su división de lignito –si encuentra quién se la compre– para poder centrarse en las renovables. Ahora invierte miles de millones de euros en la instalación de dos nuevos parques eólicos marinos en el mar del Norte por dos razones: porque en el mar sopla más viento que en tierra y porque una empresa grande necesita un proyecto grande para cubrir sus gastos generales. «En Alemania no podemos trabajar en tierra –me dijo Wiese–. La escala es demasiado pequeña.»
Foto: Luca Locatelli
A casi 90 metros por encima del mar del Norte y a más de 50 kilómetros de la costa alemana, un ingeniero trabaja en un aerogenerador operado por la compañía danesa Dong Energy. En aguas alemanas del mar del Norte y del mar Báltico ya hay 19 parques eólicos en funcionamiento o en fase de construcción.
Vattenfall no está sola: el boom de las renovables ha llegado a los mares Báltico y del Norte, y las energéticas están tomando el control por momentos. El Gobierno de Merkel ha fomentado ese cambio, complicando la construcción de instalaciones solares y eólicas terrestres y modificando las normas para dejar al margen a las cooperativas de ciudadanos. El año pasado el volumen de energía solar «introducida en la red» descendió alrededor de 1,9 gigavatios, un cuarto de lo que se registró en el pico de 2012. Los críticos alegan que el Gobierno está ayudando a las grandes energéticas a costa del movimiento ciu
El año pasado el volumen de energía solar «introducida en la red» descendió alrededor de 1,9 gigavatios, un cuarto de lo que se registró en el pico de 2012. Los críticos alegan que el Gobierno está ayudando a las grandes energéticas a costa del movimiento ciudadano que puso en marcha la Energiewende.
A finales de abril, Vattenfall inauguró oficialmente su primer parque eólico alemán en el mar del Norte, un complejo de 80 aerogeneradores llamado DanTysk , situado a unos 80 kilómetros de la costa. La inauguración, celebrada en un salón de baile de Hamburgo, fue un día feliz también para Múnich, habida cuenta de que su empresa energética municipal, Stadtwerke München, es dueña del 49 % del proyecto. Gracias a él, hoy Múnich produce electricidad renovable suficiente para abastecer las viviendas, el metro y los tranvías de la ciudad. La ciudad tiene en mente satisfacer con renovables la demanda total de energía hacia 2025.
Foto: Luca Locatelli
Los acantilados calizos del Parque Nacional de Jasmund, en el Báltico, atraen turistas desde hace siglos. Sus hayedos son un vestigio del bosque que antaño cubría Alemania. Según los románticos, el bosque forjó la identidad alemana como pueblo amante de la naturaleza, una inspiración crucial para el movimiento por las energías limpias. En la década de 1920 una cantera amenazó el lugar, pero la gente protestó y no lo consintió.
En parte porque ha conservado una vasta industria pesada, las emisiones de carbono per cápita en Alemania se cuentan entre las más elevadas de Europa occidental. (Algo más de la mitad de las emisiones de Estados Unidos.) Su objetivo para 2020 es haberlas reducido un 40% respecto de los niveles de 1990. El año pasado ya había reducido el 27%. El sistema de comercio de derechos de emisión de la Unión Europea –en el que los Gobiernos expiden a los contaminantes permisos de emisión que estos pueden comprar o vender– no ha cosechado grandes éxitos. Hay demasiadas autorizaciones en circulación y son tan baratas que casi no incentivan al sector industrial a recortar sus emisiones.
Si bien Alemania va con retraso en el cumplimiento del objetivo que ella misma se ha marcado para 2020, ya va por delante del calendario de la Unión Europea. Podría haberlo dejado ahí (de hecho, en el seno de la CDU eran muchos los que instaban a Merkel a no ir más allá), pero la canciller y el ministro de Economía, Sigmar Gabriel, presidente del SPD, se reafirmaron el pasado otoño en el compromiso del 40%.
Lo que no significa que hayan demostrado estar en condiciones de cumplirlo. La primavera pasada Gabriel propuso un impuesto especial de emisiones sobre las centrales de carbón ineficientes; pronto se encontró con 15.000 mineros y empleados de las centrales térmicas de carbón –espoleados por la patronal– manifestándose delante de su ministerio. En julio el Gobierno abandonó la propuesta. En vez de gravar a las compañías energéticas, anunció que les pagaría para que cerrasen algunas centrales de carbón, con lo cual alcanzarían solamente la mitad de los recortes de emisiones planeados en un principio. Para que la Energiewende salga adelante, Alemania tendrá que hacer mucho más.
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En una fábrica de Leipzig que funciona en parte con energía eólica, BMW fabrica los coches eléctricos i8 e i3, los primeros automóviles de fibra de carbono producidos en serie. Aunque
la automoción alemana ofrece algunos modelos eléctricos, la población apenas los adquiere por falta de incentivos públicos. «Comparados con California, estamos a años luz», dice Wieland Brúch, de BMW.
Como despedirse también de la gasolina y el diésel. El sector del transporte genera en torno al 17% de las emisiones alemanas. Al igual que las energéticas, sus famosos gigantes de la automoción –Mercedes-Benz, BMW, Volkswagen y Audi– han llegado tarde a la Energiewende, pero hoy comercializan veintitantos modelos de coches eléctricos. El objetivo de las autoridades es tener un millón de coches eléctricos en la red viaria alemana hacia 2020; por ahora hay unos 40.000. El problema fundamental es que los automóviles eléctricos siguen siendo demasiado caros para la mayoría de los alemanes, y el Estado no ha ofrecido incentivos serios a su adquisición: en el ámbito del transporte todavía no ha conseguido lo que en su día logró la ley Fell en el sector eléctrico.
Más de lo mismo podría decirse del sector inmobiliario: a los sistemas de calefacción corresponde el 30 % de los gases de efecto invernadero generados en Alemania. El friburgués Rolf Disch es uno de los muchos arquitectos cuyos edificios presentan un saldo neto de consumo energético casi nulo o incluso excedentario. Pero no es que Alemania construya demasiada obra nueva. «La estrategia siempre ha sido modernizar los edificios antiguos de modo que apenas usen energía y cubran la que sí consuman con renovables –me explicó Matthias Sandrock, investigador del Instituto de Hamburgo–. Esa es la estrategia, pero no es suficiente.»
En toda Alemania los edificios antiguos están en obras: se cubren con 15 centímetros de espuma aislante y se equipan con ventanas modernas. Con todo, esas reformas tan solo afectan al uno por ciento anual del parque inmobiliario. Para que en 2050 todas las edificaciones sean prácticamente neutras desde el punto de vista climático –así se enuncia el objetivo oficial–, como mínimo habría que duplicar ese ritmo de actualización. En un momento dado, explica Sandrock, el Gobierno barajó la idea de imponer por ley esas reformas a los propietarios de viviendas. La opinión pública se encargó de pinchar de inmediato ese globo sonda.
«Después de Fukushima tuvo lugar un breve período de Aufbruchstimmung; durante unos seis meses se vivió una verdadera euforia», me contó Gerd Rosenkranz. Aufbruchstimmung significa algo así como «el entusiasmo de ponerse en marcha»; es lo que siente un alemán cuando, por ejemplo, emprende una larga caminata con un grupo de amigos. Con el concierto de todos los partidos alemanes, explica este analista político, así se vivía la Energiewende. Pero la euforia fue efímera. Hoy hay intereses económicos que entran en conflicto. Según algunos alemanes, tal vez haga falta otra catástrofe como la de Fukushima para catalizar nuevos avances. «No hay mucho optimismo», dice Rosenkranz.
Pero ahí radica el secreto de los alemanes: aun sabiendo perfectamente que la Energiewende no iba a ser un camino de rosas, se embarcaron en ella. ¿Qué podemos aprender de ellos? No podemos trasplantar su rechazo a la energía nuclear. Ni copiar su experiencia con dos ingentes proyectos de transformación de un país: reconstruirlo, cuando parecía imposible, hace 70 años y reunificarlo, cuando parecía dividido para siempre, hace 25. Pero sí podemos inspirarnos en ellos y convencernos de que la Energiewende podría ser factible en otros países.
En un ensayo reciente, William Nordhaus, un economista de Yale que estudia desde hace años el problema de enfrentarse al cambio climático, identifica lo que él considera su esencia misma: el ventajismo. Al tratarse de un problema mundial, y puesto que hacer algo al respecto supone un coste, para cada país resulta tentador no hacer nada en absoluto y esperar que sean otros los que muevan ficha. Cuando la mayoría de los países ha actuado así, Alemania ha marcado la diferencia dando el primer paso. Y al hacerlo, nos ha facilitado el viaje a todos los demás.