Respira. Siente el aire que entra por tus fosas nasales y pasa por la nariz. Tu diafragma se contrae y empuja el aire hacia el interior del pecho. El oxígeno inunda las diminutas cavidades de tus pulmones y pasa a los capilares, listo para hacer funcionar cada célula de tu cuerpo. Estás vivo.
Como lo está el aire que acabas de respirar. Cuando inhalamos, nuestras fosas nasales captan millones de partículas invisibles: polvo, polen, espuma de mar, ceniza volcánica, esporas vegetales… A su vez, esas motitas albergan una nutrida comunidad de virus y bacterias. Algunos pueden causar episodios de alergia o de asma. Mucho más raros son los patógenos inhalados que en sí mismos son agentes de enfermedades como el SARS, la tuberculosis o la gripe.
A lo largo de los últimos 15 años he pasado mucho tiempo introduciendo bastoncillos de algodón en narices humanas, morros de cerdo, picos de aves y hocicos de primates para detectar esos agentes antes de que causen pandemias mortíferas. Como resultado, he llegado a ver el aire como el medio de la próxima pandemia y no como la sustancia que sostiene la vida. Pero podemos respirar tranquilos, porque la mayoría de los microbios que flotan en el aire son inofensivos, y algunos incluso son beneficiosos. Lo cierto es que aún los conocemos muy poco.
Las bacterias constituyen la mayor parte de la masa de la vida en la Tierra, pero no supimos de su existencia hasta que Antoni van Leeuwenhoek empezó a usar sus microscopios con muestras de agua de charca y de saliva hace 350 años. Los virus, mucho más pequeños que las bacterias pero mucho más numerosos que todas las otras formas de vida juntas, fueron descubiertos hace poco más de un siglo. Solo en las últimas décadas hemos empezado a darnos cuenta de que los microbios están en todas partes, desde la cima de las nubes hasta varios kilómetros bajo la superficie de la Tierra. Y hace muy poco que hemos comprendido su importancia para nuestra salud y para la salud del planeta. Nos enorgullecemos de haber explorado casi todos los rincones de la Tierra, pero detrás del mundo conocido hay un mundo oculto de microbios, a menudo más decisivo.
Nuestro desconocimiento de la abundancia microbiana en el planeta se debía en gran parte a nuestra incapacidad para cultivar la mayoría de los microorganismos en el laboratorio. Últimamente las técnicas de secuenciación del ADN nos han permitido estudiar poblaciones enteras en un ambiente determinado sin necesidad de cultivarlas en una placa de Petri. En 2006, por ejemplo, unos científicos del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley anunciaron que las muestras de aire reunidas en San Antonio y Austin (Texas) albergaban por lo menos 1.800 especies distintas de bacterias aéreas, lo que situaba la riqueza microbiana del aire en el mismo nivel que la del suelo. Entre ellas había bacterias procedentes de campos de heno, depuradoras de aguas residuales, fuentes termales y encías humanas, así como las sorprendentemente abundantes de la pintura deteriorada.
Muchos microbios que flotan en el aire no proceden de muy lejos, pero otros han recorrido distancias enormes. El polvo de los desiertos de China atraviesa el Pacífico hasta América del Norte y sigue su recorrido en dirección este hacia Europa, hasta dar la vuelta al mundo. Esas nubes de polvo acarrean virus y bacterias de los suelos donde se originaron, y también microbios recogidos del humo de los vertederos o de la niebla formada sobre los mares que atraviesan. Cada vez que respiramos, inhalamos una muestra del mundo.
Por encima del aire que respiramos, la alta atmósfera también contiene microbios, que flotan a alturas de hasta 36 kilómetros sobre la superficie terrestre. Creo que incluso llegan más alto, aunque es difícil imaginar que puedan vivir a tal distancia del agua y los nutrientes. Un poco más abajo, viven e incluso medran. Hay evidencias de que a pesar de unos niveles de radiación ultravioleta que matarían a la mayoría de las bacterias, algunas incluso se reproducen dentro de las nubes. De hecho, es posible que contribuyan a la formación de copos de nieve, que cristalizan en torno a una pequeña partícula llamada nucleador. En 2008, Brent Christner y sus colegas de la Universidad del Estado de Luisiana demostraron que los microorganismos eran los nucleadores más eficaces presentes en la nieve. Como puede verse, la nieve está literalmente viva.
Los microbios no solo habitan el aire; también lo crearon, al menos la parte más crucial para nosotros. Cuando apareció la vida en la Tierra apenas había oxígeno en la atmósfera. El oxígeno es un subproducto de la fotosíntesis, proceso "inventado" hace 2.500 millones de años por las cianobacterias. Estas bacterias son responsables directas de la mitad del oxígeno producido cada año en la Tierra, e indirectamente lo son de casi todo el resto. Hace cientos de millones de años formas arcaicas de cianobacterias se asociaron con las células que con el tiempo evolucionarían hasta convertirse en plantas. Una vez incorporadas en aquellas antecesoras de las plantas, pasaron a ser cloroplastos, los motores de la fotosíntesis y la producción de oxígeno en los vegetales. Juntos, las cianobacterias libres y sus primos los cloroplastos de las plantas realizan la gran mayoría de la fotosíntesis en nuestro planeta.
En nuestro cuerpo hay diez veces más microbios que células
Pero volvamos a nuestra nariz. ¿Qué hay de esos microbios aéreos que inhalamos sin darnos cuenta? Solamente están de paso. Nuestros conductos nasales albergan además una rica y compleja población de residentes permanentes. La mayor parte de las bacterias presentes en nuestras fosas nasales pertenecen a tres géneros: Corynebacterium, Propionibacterium y Staphylococcus. Entre todas forman una de las muchas comunidades que constituyen el microbioma humano: el complemento genético completo de bacterias y otros organismos que viven en nuestra piel, nuestras encías, nuestros dientes, nuestros genitales y, sobre todo, nuestros intestinos.
En nuestro cuerpo hay diez veces más microbios que células, y en total pueden pesar tanto o más que nuestro cerebro: unos 1.350 gramos en un adulto. Así, cada uno de nosotros es a la vez un organismo y un ecosistema densamente poblado, con hábitats que albergan especies tan diferentes entre sí como los animales de la selva y del desierto. Incluso los microbios residentes en las encías alrededor de los dientes pueden ser muy variados, lo que sugiere, como ha dicho David Relman, de la Universidad Stanford, que "cada uno de nuestros dientes es esencialmente una isla, un peñasco en una laguna intermareal".
En su mayor parte, los microbios que viven en nuestro cuerpo son o beneficiosos o inofensivos. Nos ayudan a digerir los alimentos y a absorber los nutrientes. Fabrican vitaminas imprescindibles y proteínas antiinflamatorias que nuestros genes no pueden producir, y entrenan a nuestro sistema inmunitario para combatir a los invasores infecciosos. Las bacterias residentes en nuestra piel segregan una especie de hidratante natural que previene la aparición de grietas por las que podrían colarse los patógenos.
Recibimos nuestra primera dosis de esos cómplices microbianos cuando pasamos por el canal vaginal materno, cuya población bacteriana cambia radicalmente durante el embarazo. Por ejemplo, Lactobacillus johnsonii, que normalmente vive en los intestinos y nos ayuda a digerir la leche, se hace más abundante en la vagina, probablemente para preparar al bebé para la digestión de la leche materna.
Nuestro cuerpo acoge además algunos personajes de carácter cambiante. En cualquier momento alrededor de un tercio de la población humana alberga en las fosas nasales la bacteria Staphylococcus aureus, una bacteria que normalmente es benigna pero que puede tornarse virulenta. En condiciones normales, la competencia de los otros miembros de la comunidad nasal es suficiente para mantenerla bajo control. Pero S. aureus se puede volver agresiva, sobre todo cuando pasa a otros ambientes. En la piel puede causar diferentes trastornos, desde una ocasional espinilla hasta una infección grave. En ciertas circunstancias, las bacterias individuales se fusionan en una masa que actúa como un frente unido que puede invadir nuevos tejidos e incluso contaminar catéteres intravenosos y otros equipos hospitalarios. Las cepas más resistentes de S.aureus pueden causar infecciones mortales, como el síndrome del shock tóxico o la fascitis necrotizante.
Lo que hace a esas cepas tan peligrosas es su resistencia a los antibióticos, esos milagros de la medicina moderna que desde mediados del siglo pasado han salvado millones de vidas. Sin embargo, cuanto más sabemos acerca de nuestra microbiota, más nos damos cuenta de lo fácil que resulta para los microbios beneficiosos quedar atrapados en el fuego cruzado entre un antibiótico y la bacteria a la que va dirigido. Entre el 10 y el 40 % de los niños tratados con un antibiótico de amplio espectro desarrollan diarrea a raíz de la alteración de su flora intestinal.
Los científicos empiezan a ver la microbiota de la misma manera que los ecólogos ven desde hace tiempo un ecosistema
El uso extendido de antibióticos a una edad temprana puede tener efectos profundos con el paso del tiempo. Desde hace años se sabe que la bacteria estomacal Helicobacter pylori provoca úlceras en algunas personas, pero en la mayoría desempeña la útil función de regular las células inmunitarias en el estómago. Martin Blaser, microbiólogo de la Universidad de Nueva York que ha estudiado a H. pylori durante décadas, ha observado que cada vez son menos los adultos que albergan este microbio, en parte por haber recibido altas dosis de antibióticos durante la infancia. Cree que la menor presencia de la bacteria y el aumento de casos de asma en niños y jóvenes estadounidenses podrían estar relacionados.
¿Deberíamos administrar entonces a los niños con respiración sibilante una dosis saludable de H. pylori? Por lo general es más complicado que eso. A medida que conocemos mejor las relaciones entre nosotros y nuestros microbios (y las complejas relaciones entre ellos mismos), los científicos empiezan a ver la microbiota de la misma manera que los ecólogos ven desde hace tiempo un ecosistema: no como una colección de especies sino como un ambiente dinámico, definido por la multitud de interacciones que existen entre sus componentes. Esto debería suponer una mayor cautela en el uso de antibióticos y, cada vez más, la utilización de tratamientos probióticos que no aumenten temporalmente la cantidad de un microbio o de otro sino que beneficien a toda la población, para que mejore nuestra salud. "Sabemos cómo perturbar una comunidad –dice Katherine Lemon, investigadora del Instituto Forsyth de Cambridge, Massachusetts, y médico del Children’s Hospital de Boston–. Lo que necesitamos averiguar es cómo devolverle la salud."
Esta perspectiva de nuestra relación con los microbios (como compañeros de viaje que es preciso cuidar y gestionar en nuestro propio beneficio) es muy diferente de la que impera en mi trabajo diario, donde los vemos como asesinos que hay que acorralar y erradicar antes de que se extiendan. Ambos puntos de vista son válidos, por supuesto. Nunca debemos bajar la guardia ante la amenaza de los patógenos infecciosos. Pero a medida que continuamos explorando el mundo microbiano, nuestro temor a los seres invisibles que nos rodean, y que están dentro de nosotros, debería matizarse con respeto por lo que estamos aprendiendo, y con entusiasmo por lo que aún nos queda por descubrir.