La paciente Kerstin Mayer* duerme bajo los efectos de la anestesia. Y seguramente agradece no enterarse de nada, porque el procedimiento al que están sometiéndola no es precisamente plato de buen gusto. Martin Storr, del Centro Endoscópico de la ciudad bávara de Starnberg, dirige la sonda que, tras acceder por la boca, pasa por el estómago y alcanza el intestino delgado de la paciente de 73 años. Una auxiliar presiona lentamente el émbolo de una jeringa y un líquido amarronado entra en un fino tubo. Las heces de un desconocido han penetrado en el organismo de Kerstin Mayer.Si todo va bien, le salvarán la vida. Para empezar, Storr distribuye la donación fecal, mezclada con suero salino y filtrada, por el intestino delgado de la paciente. Posteriormente la introducirá también en su intestino grueso mediante un colonoscopio.

Este tipo de terapia se conoce como trasplante fecal. Y en el caso de Mayer parece el último cartucho tras un año de diarreas, colapsos circula­­torios y constantes ingresos hospitalarios. Su organismo está colonizado por Clostridium difficile, una peligrosa bacteria intestinal. ¿Pero qué lleva a pensar que el líquido marrón del endoscopio que maneja Storr tendrá éxito donde los antibióticos más potentes han fracasado?

La respuesta pasa por examinar más de cerca –a saber, bajo un microscopio electrónico– la suspensión fecal del donante anónimo. En la solución bullen millones de lo que parecen cuentas casi siempre esféricas, algunas unidas como un collar, al lado de bacilos curvos, rectos y ondulados o de organismos con forma de reloj de arena. Todo ello a escala micrométrica, imperceptible a simple vista. Son los nuevos inquilinos de la co­munidad microbiana intestinal de Kerstin Mayer.

Es la idea del ser humano como hogar compartido, como ecosistema ambulante: poco a poco la ciencia empieza a descubrir el universo oculto de los microorganismos, y muchos investigadores están convencidos de que los nuevos hallazgos sobre ellos y su funcionamiento revolucionarán nuestra comprensión de los procesos fisiológicos. Una cosa ya se ha demostrado: los microbios son fundamentales para nuestra salud. Nos acompañan toda la vida, como si fuesen un superórgano encargado de velar por nuestro bienestar.

Si no funciona como es debido, podemos enfermar. Nuestros minúsculos habitantes nos ayudan a asimilar los alimentos,fabrican vitaminas y minerales importantes, cooperan con el sistema inmunitario y es posible que incluso dicten nuestra conducta. Y nosotros también influimos en ellos, no siempre para bien. Los antibióticos, las dietas insanas, una higiene exagerada, incluso los nacimientos por cesárea constituyen un peligro po­tencial para nuestros útiles microinquilinos.

Se estima que cada uno de nosotros porta en el cuerpo unos 40 billones de microorganismos; dicho de otra forma, 40 mi­­llones de millones, más incluso que el número de células que componen nuestro cuerpo (unos 30 billones). Microbios con nombres tales como Streptococcus salivarius, Staphylococcus epidermidis o Lactobacillus casei habitan en la piel, la boca, la nariz, los pulmones, la zona genital o el intestino, su entorno favorito: en él se encuentra nada menos que el 90 % de nuestra flora.Además de las bacterias, claramente mayoritarias, en el organismo humano también habitan virus, hongos y las llamadas arqueas, bacterias primordiales. «Ningún resquicio de nuestra biología les resulta ajeno. Si los ignoramos, estaríamos mirando nuestra vida a través del ojo de una cerradura», escribe el periodista científico estadounidense Ed Yong en su libro Yo contengo multitudes.

El conjunto de habitantes permanentes del organismo humano se denomina microbiota. Se compone de más de 10.000 formas microbianas distintas, según estimaciones del Proyecto Microbioma Humano, una iniciativa de los Institutos Nacionales de Salud (NHI) estadounidenses que entre 2008 y 2012 estudió 5.000 muestras de la microbiota de 242 individuos para comprender su microbioma, es decir, el conjunto formado por los microorganismos, sus genes y sus metabolitos. Los científicos del proyecto descubrieron que los microorganismos de una persona sana poseen unos ocho millones de genes que contienen el código de fabricación de las proteínas, esto es, 360 veces más que nuestro propio acervo genético. En estudios que recogen mayor cantidad de datos –como el proyecto europeo MetaHIT– se han identificado todavía más genes microbianos. Los investigadores están convencidos de que el tesoro genético completo realmente multiplica varias veces esos ocho millones.

Nuestros inquilinos son verdaderos superhéroes bioquímicos. Desempeñan funciones metabólicas y combaten al enemigo. «Si de pronto toda su microbiota en pleno muriese y no fuese sustituida por nuevos organismos, seguramente tendría usted los días contados», me dice Peer Bork, del Laboratorio Europeo de Biología Molecular de Heidelberg, en Alemania. Este bioinformático, uno de los primeros científicos que describió con detalle la microbiota gastrointestinal humana, lee la información genética de los microbios del intestino de una persona y la compara con la de otros individuos. Secuenciación de Nueva Generación es el nombre del revolucionario método que permite descifrar el código de la vida prácticamente hasta la escala alfabética. Gracias a los instrumentos de alta tecnología, en los últimos diez años la velocidad de lectura se ha multiplicado por 100.000. El progreso tecnológico es realmente el verdadero motor que ha puesto en marcha este campo de investigación.

«Por norma general dos personas difieren en la composición y frecuencia de los tipos de bacterias de su organismo, pero sobre todo comparten muy pocas cepas bacterianas», afirma Bork. Las cepas son variantes de una especie, la auténtica unidad con la que trabajan los microbiólogos. Entre una cepa y otra pueden existir diferencias muy importantes. Por ejemplo, la bacteria Escherichia coli sintetiza la vitamina K, necesaria para frenar las hemorragias y totalmente inofensiva en la inmensa mayoría de los casos. En cambio, nadie querría albergar en su intestino la tóxica cepa EHEC, o Escherichia coli enterohemorrágica.

Para entender por qué cada persona está po­­blada por su propia comunidad de bacterias y afines hay que preguntarse de dónde procede en realidad nuestra microbiota. La respuesta es que buena parte de los microbios llegan al organismo en el parto, quizás incluso antes. La microbióloga Indira Mysorekar, de la Universidad Washington en Saint Louis, examinó cerca de 200 placentas y constató la presencia de bacterias en un tercio de ellas.

Otros investigadores leen estos estudios con escepticismo crítico y achacan errores metodológicos a sus colegas. Con todo, el papel decisivo del parto parece innegable. Comparados con los niños nacidos por parto vaginal, los nacidos por cesárea presentan microorganismos diferentes y menos variados. Actualmente en todo el mundo nacen por cesárea en torno a uno de cada cinco bebés y son cada vez más frecuentes las cesáreas electivas, practicadas aun cuando no existe peligro para la madre o para el niño. «Cuando mi hija nació en una cesárea no programada, sin pérdida de tiempo la embarduné con las secreciones vaginales de la madre», cuenta Rob Knight, director del Centro de Innovación sobre el Microbioma de la Universidad de California. Estudios previos habían demostrado ya que los niños nacidos por cesárea tienen más riesgo de padecer alergias, asma o dermatitis atópica, enfermedades de naturaleza autoinmune. La hipótesis es que los microorganismos podrían participar en la construcción del sistema inmunitario del bebé.

En un estudio posterior Knight demostró que su método influye efectivamente en la microbiota. En dicho estudio hizo que cuatro madres se introdujesen en la vagina una gasa estéril una hora antes de someterse a una cesárea, para después frotar con ella la cabeza y el cuerpo de los recién nacidos. A continuación Knight comparó la microbiota de esos niños con la de otros siete también nacidos por cesárea pero que no habían estado en contacto con las secreciones vaginales maternas y con la de siete bebés nacidos en partos vaginales. El resultado: todavía un mes después del nacimiento, el capital microbiano de los niños frotados con la gasa impregnada se parecía mucho más al de los bebés nacidos en partos vaginales que al de los nacidos por cesárea que no habían sido impregnados.

Al igual que Geppetto tiraba de las cuerdas de Pinocho, los microbios intestinales nos manejan a nosotros», afirma John Cryan, del University College de Cork

La composición de la comunidad microbiana de una persona depende de sus progenitores y del entorno. Los tres primeros años de vida son decisivos. En ese trienio inicial nuestro sistema inmunitario lleva a cabo una suerte de selección de inquilinos: expulsa a los más indeseables y busca sustitutos. «A partir de ahí la microbiota es relativamente estable –dice Bork–, aunque en el cuerpo siguen penetrando bacterias ambientales». En un beso apasionado, por ejemplo, intercambiamos 80 millones de microorganismos, si bien son repelidos en su mayoría por los microbios ya asentados en nuestro organismo.

Así y todo, hay veces en las que un cuerpo adulto es recolonizado por microbios; por ejemplo, tras una tanda de antibióticos. En teoría estos fármacos aniquilan las bacterias patógenas –como las Clostridium difficile de Kerstin Mayer–, pero a la hora de la verdad su acción no es tan específica y se llevan por delante otros microorganismos. Si la microbiota se ve gravemente afectada, se inicia una competición: a ver quién crece más rápido. O también puede ser que penetren en el cuerpo inquilinos totalmente nuevos procedentes del entorno.

Kerstin Mayer salió con bien del trasplante de heces, aunque no puede predecirse hasta cuándo resistirán en sus intestinos los microbios ajenos. Ni por un instante sintió el menor escrúpulo ante la idea de recibir excrementos ajenos, tal era el miedo a recaer por sexta vez de su afección. «Cada vez que iba al baño y veía una diarrea verdosa y hedionda, ya sabía lo que me esperaba –recuerda–. No toleraba nada por vía oral, ni comida ni bebida». Cuando supo que existía otra posibilidad de tratamiento se llevó una alegría. Al principio quiso que el donante fuese su marido, pero los análisis previos se prolongarían demasiado y ella deseaba empezar la terapia sin demora, de modo que confió en un donante anónimo.

Cuando la microbiota intestinal de un adulto se debilita, los microbios extraños encuentran más facilidades para colonizarlo porque el funcionamiento del sistema inmunitario está mermado. Para descubrir cómo se comunican y cooperan los microbios con nuestras defensas, Till Strowig trabaja con ratones en el Centro Helmholtz de Investigación de Infecciones (HZI) de Brunswick, Alemania.

Sus animales de laboratorio parecen roedores normales y corrientes cuando los ves buscando granos en su cuenco de alimento o trepando por los tubos de sus jaulas, pero en realidad comparten idéntico material genético y llegan al mundo totalmente libres de gérmenes en partos por cesárea. Para manipularlos, Strowig debe introducir los antebrazos en unos guantes de plástico acoplados a la propia jaula. El investigador inoculó a los ratones microbios intestinales perfectamente definidos, y a partir de ahí desarrollaron susceptibilidades diferentes a las enfermedades infecciosas. Por ejemplo, si les provoca una salmonelosis, unos ratones exhiben síntomas claramente más graves que otros en función de su microbiota específica.


El código compartido que habilita la comunicación entre las bacterias y el sistema inmunitario parece provenir de los ácidos grasos de cadena corta que se producen cuando los microbios intestinales descomponen alimentos ricos en fibra –como frutas, verduras y cereales– para obtener energía. Cuando determinadas células inmunitarias detectan esa producción bacteriana, entran en un modo que frena las sobrerreacciones de las defensas, respuestas inmunitarias exageradas que de otro modo derivarían en alergias o enfermedades autoinmunes. «Los ácidos grasos de cadena corta se disuelven bien en la sangre. Por ello pueden llegar fácilmente incluso hasta el cerebro y actuar sobre sus células inmunitarias», explica Strowig.


La ausencia de esos inquilinos microbianos tiene efectos sobre la acción que desempeña la «policía inmunitaria» en el cerebro. Así mismo lo constató el equipo de investigación del profesor Marco Prinz en el Instituto de Neuropatología de la Clínica Universitaria de Friburgo. «Sospechamos que existe un intercambio permanente de información entre las bacterias intestinales y los fagocitos cerebrales, los macrófagos», apunta Prinz. Los fagocitos son cruciales, pues eliminan los gérmenes invasores y las neuronas muertas. Sin esa limpieza se producen inflamaciones. Y la inflamación, sospechan los científicos, está asociada a enfermedades neurodegenerativas como son el alzhéimer, la esclerosis múltiple o el párkin­­son. Por ello es posible que las frutas, verduras y similares no solo fortalezcan el sistema inmu­nitario, sino que también prevengan demencias.


La influencia de la microbiota intestinal sobre el cerebro podría incluso ir más allá de sus efectos sobre el sistema inmunitario. «Al igual que Geppetto tiraba de las cuerdas de Pinocho, los microbios intestinales nos manejan a nosotros», afirma John Cryan, del University College de Cork, en Irlanda. ¿Cómo puede ser? ¿Es posible que unos organismos tan diminutos tengan el poder de modular nuestras emociones e incluso dictar nuestro comportamiento?


Un equipo de investigadores ha logrado, al menos, alterar la conducta de ratones a base de modificar su microbiota intestinal. Administraron a los roedores dosis de la bacteria Lactobacillus rhamnosus y los colocaron en un laberinto. Los que habían sido tratados hicieron gala de mayor coraje y exploraron con sorprendente frecuencia los pasadizos abiertos, mientras que los ratones de control preferían los caminos oscuros y protegidos por paredes, lo que cabría esperar de un animal de hábitos nocturnos. Cryan también observó cambios cerebrales. Los receptores que detectan el neurotransmisor GABA (ácido gamma-aminobutírico) aumentaban en número en determinadas zonas y disminuían en otras en comparación con los ratones de control. Estos reguladores probablemente tienen que ver con la aparición de depresiones o trastornos de ansiedad.


Además del transporte de mensajeros químicos a través del torrente sanguíneo, parece ser que el nervio vago también desempeña un papel crucial en la comunicación con el cerebro. Esta conexión nerviosa recorre el cuerpo desde el cerebro hasta el abdomen. «Si se secciona, los ratones dejan de reaccionar a las bacterias que les administramos», dice Cryan. El neurocientífico y sus colegas lograron incluso transmitir comportamientos específicos de humanos a los roedores simplemente por medio de los microbios intestinales. Introdujeron en animales no colonizados las heces de pacientes con depresión y los ratones empezaron a mostrar síntomas pseudodepresivos, a diferencia de los animales tratados con heces de personas con buena salud mental.


Incluso nuestra naturaleza social podría tener su origen en el tracto gastrointestinal, o eso sugieren los experimentos con animales realizados por Cryan. A los ratones sin microbiota les era indiferente estar rodeados de congéneres o de meros objetos inanimados, y ello pese a que los ratones son animales sociales. Cryan se ha formado una hipótesis: «Nuestro cerebro se desarrolló en un entorno en el que existían bacterias. Quizá se dio una suerte de coevolución. Tal vez los microbios tuvieron una influencia esencial a la hora de convertirnos en seres sociales», porque desde el momento en que vivimos en comunidad, pueden multiplicarse con mayor rapidez.


Nuestros inquilinos no son negativos ni positivos en sí mismos, pero sí nos manipulan para crear condiciones óptimas para ellos. Muchos microorganismos patógenos provocan infla­mación intestinal porque eso disminuye la concentración de oxígeno y facilita que puedan multiplicarse mejor. «Sin embargo, a diferencia de muchos patógenos capaces de habitar en otros entornos (por ejemplo, la salmonela), nuestros inquilinos no podrían existir fuera de nuestro organismo. Y ese es un buen motivo para fomentar el bienestar del ser humano», dice Strowig.

«Quizás en algún momento podamos aplicar los descubrimientos de la investigación microbiótica para generar una medicina personalizada», Peer Bork, bioinformático del Laboratorio Europeo de Biología Molecular


A veces las bacterias simplemente están donde menos falta hacen y en el momento más inoportuno. La bacteria estomacal Helicobacter pylori causa úlceras gástricas y se vincula a la aparición de cáncer de estómago, pero es posible que al mismo tiempo proteja frente el cáncer de esófago.


Dado que la mezcla de microorganismos que colonizan el intestino de las personas enfermas difiere claramente de la flora de las personas sanas, los investigadores debaten la relación entre la microbiota y enfermedades como la diabetes de tipo 2, el cáncer de colon, el síndrome del intestino irritable, el asma, el reumatismo, las enfermedades cardiovasculares, la obesidad, la esclerosis múltiple y el autismo. «Pero eso no significa que la alteración de la microbiota sea la causa de esas enfermedades», aclara Dirk Haller, de la cátedra de Nutrición e Inmunología de la Universidad Técnica de Múnich.

En el cáncer de colon o en la enfermedad inflamatoria intestinal, por ejemplo, la pared intestinal sangra hacia el interior del tubo digestivo –y en el caso de un tumor, este bloquea físicamente el tracto–, y de ese modo varían las condiciones del ámbito de acción de los microbios, con lo cual la enfermedad estaría alterando la microbiota y no al revés. Otro factor que podría falsear los estudios comparativos fue el descubierto por el equipo de investigación de Bork, que constató que la metformina, un fármaco pautado para la diabetes de tipo 2, modifica la microbiota. «Hemos descubierto que el 25 % de los medicamentos que se administran por vía oral afectan a la flora microbiana del intestino», afirma Bork.

Para demostrar que una flora intestinal alterada puede provocar enfermedades, se procedió a eliminarla en animales de experimentación. «Para la inflamación intestinal crónica tenemos 100 ratones modelo. A 20 de ellos los desconolonizamos, y en 19 desapareció la enfermedad», dice Haller. Cuando los investigadores recolonizaban al roedor con los mismos microorganismos, la enfermedad aparecía de nuevo. Si se implantaba en el roedor la microbiota de un ratón sano, dejaba de mostrar síntomas. El problema estriba en que lo que ocurre en los ratones modelo no siempre puede extrapolarse a las enfermedades humanas. «Los ensayos con animales solo revelan un pequeño componente de la verdad», se lamenta Haller. Pero si se puede ayudar a un paciente con la microbiota de una persona sana, ¿por qué no hacerlo?


La probabilidad de curar una infección por Clostridium difficile con un trasplante fecal oscila entre el 85 y el 95 %, pero solo se recurre a él como último recurso, cuando fracasan los antibióticos. Antes del procedimiento, el donante se somete a múltiples análisis para descartar todas las enfermedades posibles, desde salmonelosis hasta sida o sífilis. Aun así, siempre existe cierto riesgo. Los médicos no pueden descartar taxativamente que con las heces donadas se transmita también el germen de un futuro cáncer o un alzhéimer. «De todas formas nuestros pacientes tienen al menos 75 años, de modo que esas posibles enfermedades quizá ya no lleguen a manifestarse nunca», dice Storr. Por otro lado, se desconoce el mecanismo exacto de la curación que milagrosamente obra el trasplante. Quizá ni siquiera obedezca a las bacterias en sí, sino a sustancias presentes en la solución fecal, producidas por los microorganismos.


Básicamente existe la impresión de que poseer una flora intestinal variada tiene efectos beneficiosos sobre la salud. Para empezar, se sabe que en una serie de enfermedades la diversidad de la microbiota intestinal se reduce, como en las infecciones por Clostridium difficile. Por otro lado, se sabe también que los pueblos indígenas presentan microbiotas intestinales más variadas. Así lo descubrieron investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva al comparar las bacterias intestinales de los hadza de Tanzania con las de sujetos europeos. Los hadza cazan con arco y flecha monos, aves, liebres y gacelas, y recolectan miel, raíces, bayas y hojas. Este estilo de vida parece tener efectos positivos sobre la salud. Los hadza presentan prevalencias claramente menores de enfermedades típicas del mundo occidental, como la diabetes o la enfermedad de Crohn.

Los médicos no pueden descartar taxativamente que con las heces donadas se transmita también el germen de un futuro cáncer o un alzhéimer.


Todo apunta a que la comunidad de inquilinos intestinales de Centroeuropa está mermada por nuestra dieta,nuestra higiene y los tratamientos médicos que seguimos, como los antibióticos. Sin embargo, también es posible que constituya la adaptación óptima a nuestras condiciones de vida. «Al fin y al cabo, nosotros no tenemos que combatir permanentemente la malaria y otras infecciones. A lo mejor no necesitamos para nada una variedad intestinal tan amplia como la de los hadza», apunta Bork. Una cosa sí está clara: hasta cierto punto nuestros inquilinos se adaptan a nosotros. Los europeos llevamos en el intestino las bifidobacterias que nos ayudan a descomponer lácteos y cereales; en los hadza no existen, porque la leche y los cereales no forman parte de su dieta. Es posible que la receta de una microbiota intestinal perfecta varíe de una persona a otra, del mismo modo que no todo el mundo simpatiza con los mismos compañeros de piso.


Aunque la investigación microbiótica lleva varios años avanzando a una velocidad de vértigo, no ha hecho más que arrancar. Por ahora los investigadores no saben describir con exactitud qué es una microbiota sana. Si lo logran, tendrán la posibilidad de comprender mejor nuestro organismo y explorar nuevas vías diagnósticas y terapéuticas. «Quizás en algún momento podamos aplicar los descubrimientos de la investigación microbiótica para generar una medicina personalizada», preconiza Bork. Una dieta específica para ti podría ayudarte a adelgazar, o un cóctel de microbios podría curarte una enfermedad.


Han pasado cuatro semanas desde que Kerstin Mayer se sometió al trasplante fecal. No ha vuelto a tener molestias. «La recaída suele producirse en los primeros quince días, así que en su caso ya puede descartarse», asegura Storr. Con el trasplante fecal doble –estomacal y rectal– el gastroenterólogo ha curado por ahora a todos sus pacientes de Clostridium difficile. Aun así, a Mayer le sigue dando un vuelco el corazón cada vez que le rugen las tripas. Cruza los dedos para que en adelante sus inquilinos microscópicos no vuelvan a fallarle.