IIustraciones de Bryan Christie
La mano es el punto de encuentro entre la mente y el mundo real. Usamos las manos para encender el fuego y para coser, para pilotar un avión, para escribir, cavar, extirpar tumores o sacar un conejo de la chistera. El cerebro humano, con su inagotable creatividad, es tal vez lo que hace única a nuestra especie. Pero sin manos, todas las grandes ideas que pudiéramos concebir no pasarían de ser una larga lista de buenas intenciones.
La explicación de por qué las manos nos sirven para tantas cosas está en su extraordinaria anatomía: un complejo y maravilloso conjunto de tejidos magistralmente integrados entre sí. Solo el pulgar está controlado por nueve músculos diferentes; algunos están anclados en los huesos de la mano, mientras que otros lo están en los del brazo. La muñeca, un conjunto de huesos y ligamentos entretejidos con vasos sanguíneos y nervios, es la articulación que une estos dos segmentos: mano y antebrazo. Las terminaciones nerviosas llegan hasta la punta de cada dedo. La mano puede realizar movimientos finos y precisos o desplegar acciones de una gran fuerza. Un relojero puede emplear sus manos para colocar un resorte en su sitio bajo un microscopio. Con esa misma estructura anatómica, un jugador de béisbol puede arrojar una pelota a 160 kilómetros por hora.
La mano es tan notable que el gran cirujano escocés sir Charles Bell escribió en 1833 un libro (The hand: its mechanism and vital endowments, as evidencing design) elogiándola como evidencia de un diseño divino en la creación. En aquel tiempo ya empezaba a circular la idea de la evolución, pero Bell pensó que un estudio detallado de la mano humana podría refutar esa tontería.
El problema con su argumento era que no explicaba por qué otras especies también tienen manos. Nadie dudaría de que los cinco dedos al final del brazo de un orangután son una mano. Las alas del murciélago pueden parecer láminas de piel, pero en su interior tienen los mismos cinco dedos que un orangután o que un humano, así como el conjunto de huesos de la muñeca que articulan la mano con el antebrazo.
Cuando Charles Darwin escribió El origen de las especies, destacó precisamente esta coincidencia. «¿Qué puede haber más curioso –se preguntaba–, que el que la mano del hombre, hecha para coger; la del topo, hecha para minar; la pata del caballo, la aleta de la marsopa y el ala del murciélago estén todas construidas según el mismo patrón?»*
Para Darwin la respuesta era clara: somos primos de los murciélagos y de todos los demás animales con manos, y todos hemos heredado nuestras manos de un ancestro común.
en el estudio de la evolución de las manos, durante los últimos 150 años los investigadores han desenterrado fósiles en todos los continentes, han comparado la anatomía de la mano en animales vivos y han analizado los genes que guían la construcción de las manos. Una y otra vez, las evidencias apoyan la hipótesis de Darwin.
La evolución hacia lo que hoy son nuestras manos comenzó hace al menos 380 millones de años a partir de las gruesas aletas musculares de los parientes extinguidos de los actuales peces pulmonados. Estas aletas lobuladas contenían unos huesos robustos, equivalentes a los huesos de nuestros brazos. Con el tiempo, los descendientes de esos animales desarrollaron también huesos más pequeños, que corresponden a los de nuestras muñeca y dedos. Más adelante, los dedos emergieron y se separaron, permitiendo asir la vegetación subacuática.
Las manos primitivas eran más exóticas que cualquier mano actual. Algunas especies tenían siete dedos. Otras, ocho. Pero para cuando los vertebrados ya vivían en tierra firme, hace unos 340 millones de años, los dedos de la mano se habían reducido a cinco, y por razones que los científicos ignoran, su número nunca ha vuelto a aumentar.
Al margen de este rasgo común, existen grandes diferencias entre las manos de las distintas especies vivas, desde las aletas del delfín hasta las alas del águila o las garras del perezoso. A partir del estudio de estas manos actuales, los científicos están empezando a comprender las mutaciones genéticas que condujeron a unas variaciones tan radicales, y a entender que pese a las diferencias en el aspecto, su origen y desarrollo embrionario son muy similares en todas las especies. Las manos se forman a partir de un grupo específico de genes, y todas ellas son el resultado de ligeras variaciones dentro de este mismo grupo. Algunos genes dan forma a la muñeca, otros determinan la longitud de los dedos. Pequeños cambios son suficientes para alargar los dedos, hacer que alguno desaparezca, o dar lugar a las diferencias entre las uñas de una mano y las de una garra.
La identificación de ese kit genético en la construcción de la mano ha aproximado a los científicos a la gran intuición de Darwin. Las diferencias visibles entre las alas de un buitre y las garras de un león pueden ser el resultado de cambios ínfimos: un poco más de una proteína aquí, un poco menos de otra allá. Darwin solo pudo ver signos externos de que las manos habían evolucionado a partir de un ancestro común. Hoy los científicos están descubriendo las evidencias moleculares.